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miércoles, 12 de febrero de 2020

Elgar: Cello concerto


El Cello Concerto de Edward Elgar (1919) abandona la opulencia eduardiana de sus trabajos anteriores a la Gran Guerra hacia un íntimo y austero tratamiento orquestal que enfatiza la soledad del solista sin oscurecerlo a pesar de su gran tamaño. Un poema introvertido y conciso, una elegía para un mundo y una forma de vida perdidos, con libertad para mostrar su melancolía, desilusión y tristeza.
Los cuatro movimientos se subdividen en secciones de ánimo inestable, como una sucesión de intermezzi en los que el cello hace de narrador y protagonista:

El Adagio-moderato se abre con una declamación angustiada del solista (compases 1-8), al que la orquesta consuela con un primer sujeto cantado rítmicamente como una nana, en cuyas modulaciones las pasiones se inflaman (cc. 9-46). Tras un breve puente (cc. 47-54), vientos y cello insuflan el pastoral segundo tema, una mirada anhelante a la juventud añorada (cc. 55-74). Luego de una transición (cc. 75-79), el solista retorna a una florecida primera parte como un recitativo acompañado que oscila entre la ternura y la violencia (cc. 80-105), enlazando sin pausa al …

II Lento-allegro molto: Desde la penumbra, el cello balbucea en busca de un indeciso scherzo, aceptado solo después de varios rechazos, un breve y elegante motivo con una parte orquestal mínima, donde el sujeto principal fantasea, y el cantabile segundo sujeto se oculta bajo las sombras. El juego se repite y se interrumpe, cual vuelo de libélula, involucrando al segundo motivo hasta un punto final alegre y bellamente ponderado, memoria de días más felices. Introducción (cc. 1-15); tema I (cc. 17-39); tema II (cc. 40-47); tema I (cc. 48-77); tema II (cc. 78-85); tema I (86-103); coda (cc. 104-129).

III Tres células que suben lentamente y un marcado descenso de tres notas introducen el único tema del breve Adagio, una amplia melodía iniciada por el solista y apoyada por la orquesta, que ostenta la firma elgariana de los amplios intervalos. Iniciando una repetición completa, la orquesta se involucra activamente. El violonchelo proporciona una breve coda que lleva a una repetición de las frases introductorias, donde Elgar declara una pérdida sin medida en esas notas finales portato y detenidas sobre la dominante. Introducción (cc. 1-8); tema en si bemol mayor (cc. 8-26); tema en la mayor (cc. 26-44); tema en mi bemol mayor (cc. 44-52); coda (cc. 53-60).

IV Allegro-moderato-allegro ma non troppo-poco più lento-adagio: La respuesta al adagio es una peligrosa y enérgica marcha en la orquesta, más sinfónica y de un heroísmo inseguro. El desconcertado cello retorna al soliloquio desolado (introducción, cc. 1-19), pero la orquesta insiste, por lo que juntos entrelazan bulliciosamente elementos de rondó y sonata, pompa y circunstancia (exposición, cc. 20-83). El desarrollo (cc. 84-196) consta de repeticiones secuenciales en patrón de semicorcheas. Tras la recapitulación (cc. 197-280), la angustia se entromete gradual y wagnerianamente en la coda (cc. 281-352), obligando al violonchelo en un momento de pesadumbre suprema a recordar el desesperado enojo del comienzo, núcleo del concierto, donde el mensaje cristaliza antes de la conclusión abrupta, contundente y superficial.








Al comenzar la primera grabación completa en 1928 (los mismos intérpretes habían abordado una drásticamente abreviada en 1919) Elgar alentó a la solista: “Don’t mind about the notes or anything. Give ‘em the spirit”. Y Beatrice Harrison comienza fluida, directa y sin adornos, con un vibrato estrecho y reservado, para, cuidadosa y paulatinamente ganar amplitud, inflexión dinámica y flexibilidad, impulsando su expresividad en los momentos lentos y en el gran portamento final. En el adagio la solista intenta incrementar el pulso metronómico mientras Elgar pugna por mantener las riendas rítmicas; en el stringendo molto (c. 31 y ss.) se da una extrema aceleración desconocida en las grabaciones posteriores. Irresistible el frenesí con que la solista y la sección de cellos enlazan su línea al unísono en la recapitulación (cc. 197 y ss.), con el trombón en glissando cercano a la caricatura grotesca, un entusiasmo que indica que Elgar no conceptualiza como tragedia la pérdida de coordinación y claridad en los pasajes orquestales. Como era norma en la época, Elgar es impredeciblemente elástico en tempi y fraseo (a veces en desacuerdo con sus propias marcaciones en la partitura), con un uso pronunciado del vibrato y menos obvio del portamento. La entonación de The New Symphony Orchestra (nombre que encubre a la agrupación del Royal Albert Hall) no siempre es perfecta, los atriles de graves van retrasados a veces, y cumple con la característica heterogeneidad contemporánea de timbres en los vientos. La restauración de Somm ha mejorado ostensiblemente las ediciones de EMI o Naxos, ensanchando la amplitud y fortaleciendo los graves.







Aunque sin duda Adrian Boult tenía un concepto más restringidamente británico de la obra, apoya fielmente a Pau Casals en sus meandros retóricos y sentimentales, en las inflexiones rapsódicas, y en los acentos dinámicos y rítmicos en casi cada compás, y da innumerables oportunidades para que el concierto sea tocado como música de cámara, con el cello asumiendo el rol de primus inter pares. Una personalísima visión romántica de plasticidad, vigor muscular, ataques variados y entonación ajustada a las demandas armónicas, con secciones profundamente meditativas, que impuso durante décadas una tradición bien alejada del canon elgariano, pero que el propio compositor aprobó y disfrutó en concierto en los años 30. La estridente cuerda de la BBC Symphony Orchestra pierde su configuración antifonal en la toma monofónica de 1945 (EMI), que recoge alguno de los célebres gemidos del solista, quien solía bromear con la posibilidad de duplicar el precio de sus discos ya que, además de lo instrumental, ofrecían un bonus vocal.





Tal vez sea acertado ignorar todas las adhesiones sobre el trágico destino de Jacqueline Du Pré, responsable de la consolidación de la obra en el repertorio e influencia consciente sobre varias generaciones de violonchelistas. Escogiendo velocidades parsimoniosas y dinámicas atrevidas, comunica su intuición nativa y honesta con su timbre hermoso (a sus veinte años empleaba el Stradivarius de 1712 conocido como Davidov), libremente romántico, con anticuados portamenti, hiperactividad plástica, furia adolescente y exasperada: intensidad elocuente y alegría contagiosa en el scherzo; expresiva en el adagio y desafiante en el final. John Barbirolli, que había tocado en la misma London Symphony Orchestra en su premiére, logra una comunión milagrosa con el acompañamiento, de pianissimi susurrados, asimilado a un orfeón que refuerza el tono dramático y solitario del cello. Escuchando el flamante documento jamás podríamos sospechar que su conjunción necesitó de treinta y siete tomas (EMI, 1965).
Más discutibles sus ardorosas grabaciones posteriores: en una, porque la urgencia de la solista se libera inmediatamente y Barbirolli tiene dificultades para encauzar a la orquesta en su impaciente persecución (BBC Symphony Orchestra, Testament, 1967); en la otra, porque la desesperanza carga su nuevo y moderno instrumento, y quizá resulta magnéticamente exagerada, especialmente en su contraste con el cuidadoso Barenboim (Philadelphia Orchestra, CBS, 1970).





No solo la influencia conceptual de Yo-Yo Ma es evidente, también es muy diferente el sonido del mismo Davidov de Du Pré: Ma, en vez de atacarlo, lo engatusa, lo perfuma con fantasía, y lo acuarela con distinción, refinamiento y nobleza. Florido arranque del primer movimiento, al límite de la audibilidad, y misterioso el volátil scherzo que ofrenda una clase magistral en la escrupulosa marcación dinámica, en la entonación y articulación de las coloridas y desvergonzadas semicorcheas. Mientras la música progresa, Ma siente la necesidad de regodearse en una especie de manierismo retórico, concluyendo cada nota de importancia significativa con un roce del arco. André Previn teje un soñador tapiz sonoro con la London Symphony Orchestra, acomodando las frases a la expresión del solista, muy integrado en la toma orquestal (Sony, 1985). Juntos conjugan las transiciones entre secciones de manera muy natural.





Pieter Wispelwey avisa en el libreto del disco acerca del peligro que supone intentar una lectura propia, ajena al canon Du Pré-Barbirolli. Afortunadamente su individualidad, su experiencia en la corriente historicista, y su sonido característico, murmurado y dolorosamente restringido, ofrecen una óptica sincera e inteligente. Primer movimiento riguroso, recuperando los briosos tempi del propio Elgar. La apertura del scherzo, a veces un eslabón débil, asfalta con gran aplomo la senda lógica hacia el allegro molto. Adagio cual meditación concentrada, de intensidad minimalista. Jac van Steen consigue de la Netherlands Radio Philharmonic un acompañamiento muy afable, dúctil e imaginativo, equilibrando pedagógicamente secciones en una estructura homogénea inherente a la obra, con intimidad camerística y transparencia de los vientos. Perspectiva panorámica, puntillista y minuciosa en cada detalle instrumental (Channel, 1998).





Inmaculadas las semicorcheas del scherzo, de finura mendelssohniana, resbalando en el dorado timbre que logra Sol Gabetta; y brillante el estilo dialogado en el desarrollo del último movimiento entre dos voces contrastadas: una se caracteriza por arcos cortos marcato y breve portamenti; la otra, más carnosa, con frecuente y lozano portamento. Este enfatizado fraseo desemboca en las modulaciones murmuradas de la coda. Grabación empastada y rotunda de un concierto (RCA, 2009) a cargo de una Danish National Symphony Orchestra pastoreada de guisa elegante y bellamente redondeada en las maderas por Mario Venzago.





Jean-Ghihen Queyras concibe una pulida, tierna y sofisticada remembranza: aporta discreción y primor aristocrático (corcheas con puntillo en c. 31), y emplea el recurso del vibrato, muy jugoso, como elección expresiva y no automática. Primer tema calmado, de perfecta limpieza técnica en entonación, ataque y articulación; adagio de atmósfera nocturnal y schumanniana, con la textura polifónica orquestal densa y oscura, pero sin caer en la angustia mahleriana. El también violonchelista de formación Jiri Bělohlávek conquista una profundidad verosímil de las detalladas reacciones de la BBC Symphony Orchestra, al modo de un coro helénico en la sombra (HM, 2012). Un Elgar contemporáneo, el primer inglés progresista.





Steven Isserlis parametriza su lectura hacia la introspección monacal (sin llegar a la sobriedad suprema de Starker), en torno a la pureza clásica y la delicadeza sensible sobre un fraseo rapsódico, si bien reposadamente brahmsiano. Primer movimiento muy ágil, casi al nivel del propio Elgar. En el adagio rescata la profunda y desolada emoción sin sentimentalidad excesiva de la pionera grabación de Harrison. Los implorantes y devastadores compases que siguen al poco più lento del finale desprenden una hipnótica fragilidad. Donde la última mirada en la coda de Du Pré era atormentada, y la de Queyras desafiante, la de Isserlis es resignada, y subraya la coherencia de la estructura arquitectónica. La siempre colosal, y de alguna forma amenazadora, Philharmonia Orchestra comandada por Paavo Järvi, está perfectamente equilibrada con el timbre radiante y de ricos graves que proporcionan las cuerdas de tripa del instrumento solista (Hyperion, 2014).



miércoles, 20 de septiembre de 2017

Schubert: Sonata Arpeggione

El arpeggione es una curiosidad histórica inventada en 1823 por Georg Staufer, en esencia un violoncello con seis cuerdas afinadas como en una guitarra, posicionado entre las piernas, y con trastes en el mástil. De frío recibimiento y efímera existencia (unos diez años), instrumentistas de cada atril -cello, viola, contrabajo, flauta, guitarra, clarinete, incluso trombón- han acudido al rescate de la música de la Sonata arpeggione en la mayor D821.
Schubert era un excelente guitarrista domiciliario y fue capaz de escribir idiomáticamente para el nuevo instrumento, utilizando las resonancias de cuerdas abiertas, pasajes arpegiados, y perfumando con un carácter improvisado de pestañeo magiar y leggerezza itálica.
La Sonata presenta tres movimientos nostálgicos y ambivalentes: “Cuando trato de cantar, amor muda en dolor; cuando trato de cantar, la pena torna en amor”.
I Allegro moderato: Tras un tema inicial melancólico y obsesivo (compases 1-30) y una breve transición (cc. 31-39), inmediatamente burbujea el descarado segundo, bullendo por las octavas en ráfagas de semicorcheas (cc. 40-73). El desarrollo (cc.73-123) explora y amplía mayoritariamente este segundo motivo hacia senderos introvertidos. La recapitulación está más equilibrada a la manera clásica (cc. 124-205), y las ideas originales son consolidadas a ambos márgenes de una inquietante transición. La coda (cc. 189-205) retorna simétricamente a menor.
II El movimiento central es un breve adagio concebido cual lied, cuya expresión somnolienta es transportada por largas y sostenidas notas del solista que ralentizan la inflexión, como coloreadas por las modulaciones armónicas en el acompañamiento pianístico. Tras la delicada cadencia final una sección decorativa attaca el mundo nuevo del …
III Allegretto: Lleno de vitalidad y atmósfera cambiante en forma de rondó, con un estribillo popular, sereno y esperanzado (cc. 1-76), y dos episodios que exploran las posibilidades virtuosísticas del novedoso instrumento: uno tormentoso en re menor (cc. 77-160), muy rimado y con figuras arpegiadas, que eventualmente se encalma para retornar al tema rondó; y otro en mi mayor (cc. 212-280), acusadamente soleado y melódico. Una breve transición al piano regresa a la zozobra (cc. 281-319). La obra se cierra en el rondó con radicales cambios armónicos.









Comencemos por los instrumentos de época que permiten sacar a la superficie los colores primarios de la música. Con una sonoridad similar a la viola da gamba y destinada a ser tocada en un salón acompañada de un fortepiano, los enfoques ligeros de estas versiones (escasas y fallidas hasta ahora) podrían ser apropiados.
Klaus Storck a los mandos de un pequeño y agradable arpeggione perteneciente a un pupilo de Staufer, complementa el delicado y retraido fortepiano vienés de comienzos del S. XIX tocado por Alfons Kontarsky (Archiv, 1974). Pese a la tosquedad del resultado sonoro, y a la falta de poesía y magia que encontraremos más adelante, brotan felices novedades, como el super arpegio en los últimos compases del allegro, o, como que el último acorde roto de la sonata se toque pizzicato, aunque el manuscrito prescriba arco.
Gerhardt Darmstadt y Egino Klepper hacen un disco correcto y educado, que abandona la flexibilidad vernacular vienesa de Storck y Kontarsky, así como su impacto rítmico y su equilibrio tímbrico (Cavalli, 2005).
El legendario Paul Badura-Skoda ejecuta un fortepiano Conrad Graf de alrededor de 1820, seco, percusivo, poco sutil en la diferenciación de las repeticiones, pero su compañero ni siquiera está a dicha altura: la distrayente respiración de Nicolas Deletaille, el timbre austero y poco homogéneo de una cuerda a otra, su facilidad para resbalar por las inmediaciones de la afinación o el pulso rítmico, conllevan el desenfoque de melodías y armonías. La soberbia toma sonora (Fuga Libera, 2006) señala con malévola precisión los escollos aludidos.






En la fecha en que la Sonata se publicó, 1871, el arpeggione llevaba décadas olvidado, de modo que la edición incluía una parte alternativa para violoncello. La pieza posee formidables dificultades para los cellistas dada su extensa tesitura de cuatro octavas y el diferente sistema de afinación.
La más antigua grabación de la obra (1937) nos permite atisbar la elegancia de Emanuel Feuermann, su poderosa emisión, su entonación impecable, la fácil articulación incluso en los pasajes rápidos, el sutil empleo del glissando. Tempi vivaces y rítmicos, con el aroma zíngaro de las danzas gitanas tan populares en los tiempos de Schubert, a veces sin tregua para el aliento. Resaltar el trémolo no marcado en los cc. 72 y ss. del allegretto. La antañona toma sonora regurgita un sonido ocre, si bien equilibrado con el piano de Gerald Moore, menos filtrado en la edición de Opus Kura que en la de Pearl.





La primera vez que Mstislav Rostropovich escuchó a Benjamin Britten desgranar los compases iniciales de la Sonata quedó tan deslumbrado que no fue capaz de comenzar su línea a tempo, por lo que le pidió que empezara de nuevo “con menos belleza”. Auscultando esta grabación (Decca, 1968), es fácil ver por qué: el rango de colores del teclado encantado, el ritmo lento y sombrío, la delicada articulación. El respeto mutuo conduce a una ejecución mucho más dialogada de lo habitual, intensamente dramática. Las idiosincrasias del ruso danzan con imaginación en las áreas ligeras de la obra, de gran riqueza tímbrica y amplitud dinámica (ajena a la partitura). Por supuesto que el mundo vienés de principios del XIX es sepultado bajo la sentimentalidad, el espontáneo y continuo rubato que declina en momentos rapsódicos, los detalles apesadumbrados bajo el paso pensativo de las notas. No importa, compás a compás estos dos nigromantes nos muestran la desolación del alma de Schubert, sin alegría ni esperanza: “Voy a dormir cada noche esperando no despertar, y cada mañana solo me trae la pena de ayer”.





Tan pronto como el vino resplandecía dentro de él, gustaba de retirarse a un rincón y se entregaba a una rabia silenciosa, a veces creando un frágil castillo de copas y platos, mientras sonreía y entrecerraba los ojos”. Este refugio schubertiano en el olvido temporal de la bebida podría ser una de las posibilidades a la hora de acercarse a esta obra, una suave locura, melodramática y delicadamente mozartiana. La sobriedad poética del pianismo de András Schiff, ligero y elegante, preciso y uniforme de timbre (acaso en demasía), subraya el detallismo de su línea. La serenidad clásica del violoncello de Miklós Perényi produce un timbre cálido y sosegado incluso en la tesitura alta. Alejados de lo espectacular, la estabilidad rítmica (con algún expresivo rubato) de sus tempi pausados otorga holgura a cada detalle, como el calmo, controlado e inacabable do del adagio (cc. 60-64), que permite el descenso al abismo misterioso en la mano izquierda del piano (Teldec, 1995).





Semejante criterio interpretativo de calma morigerada, aunque con historicismo aplicado ofrece la lectura de Pieter Wispelwey -cello de 1760 con cuerdas de tripa, cruelmente expuesta su impecable afinación por la ausencia de vibrato- y Paolo Giacometti -fortepiano vienés de principios del XIX, ligero de textura y ágil de mecánica-. Dos instrumentos bien emparejados que resuelven problemas de equilibrio, aunados a una gentil sensibilidad que se acomoda al flujo rítmico de la obra, rompiendo la regularidad metronómica (Channel, 1996).





La característica más relevante de la siguiente propuesta es la amplia paleta tonal del cello de Jean-Guihen Queyras, navegando en un fluido e inconsútil legato, libre en ritmo, flexible en vibrato. Destacar en el allegro el atrevido pizzicato del solista en el desarrollo (cc. 74-79), mientras el primer tema pasa a mayor en brillantes octavas al piano, y el pasaje macabro en su agitación (cc. 87 y ss.). Ansiedad y melancolía se desenmascaran en la austera conclusión del adagio, dando paso a un tercer movimiento convertido en un romance expresionista y multicromático. Táctil rol concertante del piano a cargo de Alexandre Tharaud. Cobista y aduladora grabación (HM, 2006).





Antonio Meneses -elegancia cautelosa con un asomo de cálido vibrato- y Maria João Pires -intimista tanto en las oscuras corrientes subterráneas que de vez en cuando afloran, como en el episodio en clave menor a la hungára que burbujea con vitalidad- niegan el énfasis emocional a tempi hipnóticos y, a veces, con ráfagas inesperadas que reflejan la reciprocidad y familiaridad. Su armonía está más cercana a Mozart que a un profeta del romanticismo, imbuida de valores clásicos de simplicidad, naturalismo, y moderación. Toma sonora en vivo en el Wigmore Hall londinense (DG, 2012), que restaura su recoleta espacialidad mediante segura hechicería.






El rango del arpeggione se asemeja naturalmente al de la viola, pero unas pocas notas caen demasiado bajas, y por tanto requiere de transposición. Además, el timbre más reducido que el del cello permite escenificar una mayor cercanía.
Yuri Bashmet es tal vez el máximo exponente de la viola solista, enfocando a la manera romántica cada matiz casi como Rostropovich, si bien con mayor equilibrio entre drama y lirismo. Poderío sin artificio, vibrato expresivo, elegantes gradaciones tonales. El sentido del rubato y los cambios de colorido (incluso en los pizzicati) insuflan nuevo aliento a cada frase. Tanto el timbre, tan aterciopeladamente suntuoso como el de un violonchelo, como el amplio panorama dinámico, son restaurados por la cálida grabación en directo en el Festival de Verbier de 2007 (DG). Escuchemos cómo Bashmet despliega pianissimo el motivo de cuatro semicorcheas ligadas del segundo tema del allegro (c. 40), todo melancolía y timidez, para luego transfigurarlo en el desarrollo a suplicante, aliviado, temeroso, y finalmente inexorable. La fuerte personalidad de Martha Argerich explota su espontaneidad emocional, impulsivamente insistente, cambiante en tempo y dinámicas, aunque respetando la tersura de la línea legato. Para aquellos alérgicos al pianismo excéntrico de Argerich la clásica recomendación de Mikhail Muntian como compañero obsecuente de Bashmet es seguramente inigualable (RCA, 1990).






En cuanto a los arreglos orquestales, Gaspar Cassadó es el solista de su propia transcripción de la Sonata como concierto para cello y orquesta, reconfigurando sustancialmente la parte pianística con drásticas alteraciones y añadiendo nuevo material. En el momento de su concepción (1928) fue un aporte bienvenido en el limitado repertorio de concierto romántico para cello y recibió múltiples interpretaciones. Sin embargo, poco se puede atisbar del tutti, ya que solo en los ritardandi bombásticos el Concertgebouw Amsterdam sale de la cueva a donde lo ha condenado la edición digital de King, descolorido por la celosía de la edad (concierto del 12 de diciembre de 1940). El inspirado fraseo, los portamenti expresivos, y sus libertades en el rubato -en consonancia con la dirección de Willem Mengelberg-, no pueden (no deben) extrañarnos en el oído actual.





La transcripción para guitarra y orquesta de cuerda ideada por Christopher Gunning presenta algunos cambios y adicciones, muy musicales, pero alejados del contexto histórico de su compositor. Ciertamente la guitarra de John Williams no es capaz de sostener notas largas o variar sus reguladores, por lo que sobre todo el adagio queda comprometido. Fantástica grabación, mecanizada para recomponer un equilibrio imposible en concierto, donde el solista ha de quedar avasallado por la Australian Chamber Orchestra (curiosa mezcla de instrumentos antiguos y modernos, con un uso arbitrario del vibrato), dirigida por Richard Tognetti en 1998 (Sony).





Frente a la magna escala que propuso Cassadó, Michal Kaňka transcribe preciosista, con una sonoridad camerística que se empareja con la simplicidad de la partitura original, equilibrando el solista y el conjunto de cuerdas, apenas una docena, muy empastadas y escrupulosas en las marcaciones dinámicas. La Praga Camerata dirigida por Pavel Hula baila a pasos muy tranquilos, con frecuentes pausas al final de las frases, como cogiendo aliento para el siguiente pas de dance. El pizzicato del comienzo del desarrollo se convierte en este arreglo en una delicada danza; hacia el final del allegro el timbre grave del cello suena tan suave y carnoso como un soplido raveliano. El adagio es una bella canción de cuna que llega hasta la transición en el allegretto (cc. 281 y ss.). Excelente toma sonora, muy detallada (Praga, 2007).





Los contemporáneos de Schubert cuentan que éste mantenía el tempo de manera estricta excepto en los casos que la partitura lo exigía expresamente. Además, siempre concebía la expresión lírica guiando el flujo de la melodía, pero nunca permitía disturbios violentos o dramáticos en su acompañamiento. Exactamente como lo hace el fascinante arreglo liederístico para orquesta realizado por Dobrinka Tabakova, retraído y modesto, subrayando lo melódico sobre lo armónico, en el que las líneas de las cuerdas semejan palabras. La Swedish Chamber Orchestra conducida por Muhai Tang sombrea convenientemente el lienzo para que acoja en su seno el timbre plácido y lánguido, a veces un hilo de voz, de la viola de Maxim Rysanov, soberbia técnicamente (¡qué episodio tormentoso en los cc. 57-160 del allegretto!) a pesar de su discreción.  Mágica y susurrada la coda al final del adagio (Bis, 2010).





Luigi Piovano firma e interpreta esta nueva transcripción que amplifica la polaridad de la obra, el contraste entre la nostalgia mórbida de unos temas y la coreografía despreocupada de otros, y asegura su permanencia como pieza concertante en el repertorio futuro. Piovano es además el director del conjunto de Archi dell'Accademia di Santa Cecilia, 22 atriles de cuerdas que leen con sonoridad profunda los dos primeros movimientos, y en tonos pastoriles y claros el allegretto, con dinámicas sutilmente graduadas, diferenciando los tres elementos en que consiste la Sonata: canción, danza y pasajes virtuosísticos. La maldición de estas grabaciones tan cercanas al solista es la captación de su respiración, que barahusta el timbre quejumbroso de las cinco cuerdas del violoncello piccolo (Eloquentia, 2013).






Entre el rango de alternativas sobresale la otorgada al clarinete, plena de validez por su amplia tesitura, y que para dar variedad a su timbre introduce frecuentes cambios de octava. Afortunadamente para la efectividad de la transcripción, Schubert no hizo empleo de las posibilidades de dobles cuerdas en el arpeggione.
La Sonata corresponde al mismo periodo en que Schubert compuso los cuartetos nº 13 y 14. En base a ello el Allegri String Quartet interpreta una transformación asombrosamente persuasiva de un quinteto con James Campbell al clarinete solista, dialogando continuamente con el primer violín en una conversación secreta que en ocasiones semeja una siniestra delación (Naim, 1997).





Otro resultado de gran naturalidad es la de Gervase de Peyer al clarinete y Gwenneth Pryor al piano (Chandos, 1982), aunque la adaptación suba o baje melodías por octavas, y algunas líneas sean transferidas del solista al piano. Fraseo cantabile, mas con una agilidad y rango sobrehumanos. Se disuelven las barras de compás cuando es necesario, variando los tempi sin cesar.





Anotar por último el arreglo de Gil Shaham y Göran Söllscher (DG, 2002), una curiosa combinación tímbrica, ya que la guitarra toma el rol armónico del piano; sin embargo, en las secciones en que el violín toca en pizzicato la pareja de cuerdas pulsadas se difumina en el vacío.





In this episode from excellent series Building a Library, reviewer Robert Philip analyzes a ragtag bunch of Arpeggione Sonatas for the entertainment and instruction of the BBC listeners.




jueves, 26 de marzo de 2009

Bach Suite nº 1 en Sol mayor para violonchelo solo

La Suite nº1 en sol mayor para violonchelo solo de Johann Sebastian Bach es considerada como la obra más importante escrita jamás para este instrumento. Compuesta con seguridad entre 1717-1723, cuando Bach actuaba como Maestro de capilla en Cöthen, contiene una gran variedad de dificultades técnicas y un amplio contenido emocional. Siendo pieza favorita de intérpretes, ha sido llevada al disco decenas de veces, con múltiples y diversos enfoques.





La primera versión propuesta es la de Pau Casals, que, para su origen en matrices de 78 rpm de la década de los 30 ofrece un aceptable nivel de ruido de fondo (Pristine). Los desajustes técnicos hablan de una filosofía de grabación diferente de la inhumana búsqueda de perfección posterior. Dinámicas variables, tempi cambiantes, expresionismo trágico, dramático, poético: Casals rescató las suites del olvido, las estableció como clásicas, y fijó su práctica interpretativa con su autoridad consumada, (quizá) arruinando por generaciones otras formas de expresión.





 

Así enlaza la actitud contestataria, ruda, nerviosa, de una Jaqueline Du Pré adolescente (EMI, 1961), bajo la órbita de Casals (el sentido del rubato, las progresiones dinámicas, y también los errores técnicos), el timbre chirriante y brusco; una interpretación por refinar en un futuro que no llegó.

 

Anner Bylsma ha registrado las suites en dos ocasiones, en 1979, y en 1992 (ambas editadas por Sony). Aquella, más audaz y retadora, ofrece el timbre seco y desalmado de un cello italiano de 1699, al que nada ayuda la lejana toma de sonido. Pura articulación barroca, artesanal (true, como le gusta decir al propio intérprete); el ataque es furioso, el arco breve, agitado, las notas sin ligar, en stacatto, privilegiando el sentido vertical de la armonía y haciendo la melodía más danzable, con el ritmo marcado. Aplica el vibrato en contadas ocasiones, como un ornamento (en sus palabras: "Debería aplicarse como un trino, sólo en momentos determinados, ya que hacerlo en cada nota sonaría ridículo"). Suzuki (1995), Linden (2004), Mørk (2004) e Isserlis (2007), con su sequedad expresiva, el sentido austero, luterano, los timbres débiles y poco resonantes, solemnes, componen el dominio de influencia de dicha primera grabación de Bylsma.





 

A esta escuela severa de un Haals se podría contraponer la escuela aterciopelada de un Rembrandt, en la que prima la horizontalidad de las líneas melódicas sobre la verticalidad armónica. Aquí podemos englobar las interpretaciones de Fournier, Gendron y Queyras. A ambos límites se sitúan el monolítico Starker y el seductor Ma.

Pierre Fournier (Deutsche Grammophon, 1961) hace gala de las virtudes que le acompañaron durante su trayectoria artística: finura, delicioso color tímbrico, acariciante suavidad dinámica, noble control, equilibrio cantabile, si bien algo apagado en los minuetos. Se vuelca, a la manera romántica, en el registro grave del cello. Elegante en el manejo del arco; el fraseo, lírico y rítmicamente preciso. Utiliza, como Casals, su propia edición. Sin embargo en la comparación con las interpretaciones historicistas, podría parecer demasiado metronómico y escaso de contraste. Buen sonido, limpio y claro.



 



Jean-Guihen Queyras (HM, 2007) podría ser considerado el sucesor de Fournier por su gracia y ligereza (entendida como apoteosis de la danza). Los adornos, discretos, encajan en el sonido legato, aterciopelado en los agudos, y pleno y redondo en el extremo grave. Acaso plano, falto de cambios de dinámica, si bien natural en el rubato sutil. Entiende el fraseo a la manera de un diálogo, renovando el color a cada frase. La calidad de la toma sonora es impecable, reflejando la generosa acústica del cello Cappa fechado en 1696, pero con arco y cuerdas modernos.

 





El legado bachiano de Janos Starker es extenso, documentando las suites nada menos que en cinco ocasiones: “Tocar Bach es la búsqueda sin fin de la belleza y de la verdad”. Optaremos aquí por el testimonio recogido por Mercury en 1966: claridad, convencimiento absoluto en su hacer, en la posesión de la (su) verdad. Técnicamente perfecto, sin apenas vibrato, el movimiento del arco franco y determinado crea un sonido titánico, sereno, reservado, austero, olímpico.



 



El joven YoYo Ma despertó a una generación entera con este clásico de la fonografía (Sony, 1983). Canta, baila, alterna pies y dinámicas. A la riqueza tímbrica seductora se une un generoso uso del vibrato que la resonante grabación emborrona ligeramente. El arco, ligadísimo, al disolver las múltiples voces en una sola línea melódica, diluye también el sentido del contrapunto. Su viaje cromático en el prelude hacia el glorioso clímax en sol es el más abiertamente erótico de toda la discografía.



 



Ya, se deja usted fuera al gran Mstislav. Pero es que aquí estamos hablando de las Suites de Bach, y no de las Suites de Rostropovich. En efecto, el acercamiento del ruso es tan personal, que parece glosar la partitura: veloz, si no apresurado (los errores de entonación abundan), faltan los contrastes, la pausa. Rostropovich olvida al músico artesano, y se erige en artista, reinterpretando: “La cuestión más ardua al acercarse a Bach es el equilibrio necesario entre los sentimientos (el corazón que indudablemente Bach poseía) y una interpretación severa y profunda… no puedo desligar mi corazón de esta música… este es el mayor problema que he tenido en la grabación, buscar la proporción áurea entre la romántica, rapsódica interpretación de Bach y la aridez escolástica”. La suavidad de su timbre y las variaciones dinámicas en las repeticiones no consiguen hacer olvidar cierta sensación de monotonía; quizá esto tenga que ver con la elección de tempi que, a veces, no parece ser del todo coherente con las danzas en cuestión. La grabación (EMI, 1995) es cálida, reverberante, enfatizada sobre los registros graves, en el capricho de la rica tímbrica del cello moderno.



 



Pieter Wispelwey (Channel, 1998) trae a la vida el prelude por medio de contrastes dinámicos y leves variaciones de tempo en la encadenación de las frases, en una especie de eco, llamada y respuesta (¡qué pausa!, preciosa y delicada). Si en la allemande es tranquilo y onírico, afronta la courante con tal entusiasmo que el tamborileo de las digitaciones es tan audible que semeja una percusión añadida. Concentrado en la línea melódica a expensas de la estructura armónica en la sarabande, su sentido del rubato, la pausa, la articulación, los adornos, conforman un menuett excelente, finalizando con una gigue cantarina, prestísima. Lectura espontánea, como a primera vista, provocativa en el fraseo, se toma amplias libertades en los tempi, ampliando las posibilidades sonoras con un soplo de aire fresco. La textura radiante del cello Barak Norman de 1710 es recogida por una toma de sonido tan cercana que perfuma toda la interpretación (esto puede ser un obstáculo para algún oyente).



 



Paolo Beschi ofrece una versión fiera, de áspero y bellísimo sonido, sustituyendo acordes por arpegios roncos. Comedido y doliente en la armonía de la sarabande, poco cortesano en el menuett, en su preocupación por el contrapunto; la gigue contiene una dinámica y una tímbrica realmente portentosas. Concepción propia, ¿excéntrica? (el prelude le dura 1’49, exactamente un minuto menos que a Fournier), soberbia. La grabación y presentación, como es norma en Winter&Winter (1998) son fastuosas, en formato libro elegantemente forrado en tela. En fin, Wispelwey y Beschi, intensos, tímbricamente excelsos y ambos estupendos.

 





Las obras instrumentales de Bach han sido siempre terreno fértil para la adaptación, en especial la BWV 1007. Sin embargo, el registro de Paolo Pandolfo (Glossa, 2004) es el primero que recoge las seis suites en transcripción para viola da gamba, históricamente más cercana al espíritu de las suites que el propio cello. Si bien respetuoso con el texto, la transcripción comienza por elevar la clave de sol a do; algunas notas simples se transforman en terceras, y a veces añade voces donde Bach sólo puede llamarlas implícitamente en el cello. El resultado es revelador, abriendo percepciones nuevas, antaño vedadas. Por ejemplo, las notas más graves escritas como notas pedal al comienzo de cada compás en el prelude, suenan muy breves y secas al cello; sin embargo, la viola da gamba posee una séptima cuerda grave que continúa resonando bajo cada grupo melódico de semicorcheas. La escuela francesa a la que pertenece Pandolfo le lleva a ornamentar floridamente los pentagramas, utilizando las mayores posibilidades dinámicas de la viola para crear fuertes contrastes en las repeticiones, y distanciándose así de la mayoría de las otras interpretaciones. Superior controversia suscita la pérdida de toda relación con la danza los tempi lentos de la allemande, y en especial, de la sarabande. Sin embargo, es tal la emoción, y tan valioso y grácil el rango de color, que todas las críticas desaparecen y sólo queda adorar, atónita, semejante belleza.



 



Muchas preguntas florecen cuando la música de Bach suena. Dada la tremenda variedad de interpretaciones en disco, no debería sorprender que haya poco acuerdo en las respuestas, lo cual probablemente significa que no hay una (sola) respuesta correcta.