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miércoles, 7 de junio de 2023

Schumann: Piano Concerto

El Concierto de piano de Robert Schumann fue derivado y ampliado de una Fantasía con acompañamiento orquestal (1841) y definido por el propio autor como “algo a medio camino entre la sinfonía, el concierto y la sonata”. La imposibilidad de encontrar editor le incitó cuatro años después a sumar dos movimientos adicionales, siguiendo los múltiples comentarios que Clara anotaba al margen.

Las cualidades que perduran en la obra son las mismas que fueron criticadas cuando se compuso: el diálogo sin conflicto entre piano y orquesta interpares, y la carencia de artificios exhibicionistas. Asimimsmo, conjuga los dos factores psicológicos y emocionales que reflejan la personalidad compleja y atribulada del autor: "Florestán" es el impulso extrovertido y audaz, mientras que "Eusebius" es la reflexión introvertida y soñadora.

I Allegro affettuoso: Sonata articulada libremente en torno al tema inicial. Tras tres compases de introducción (una cascada de acordes) comienza la elegiaca exposición (cc. 4-155); el turbulento desarrollo es más un juego de intercambios similar al de las variaciones (cc. 156-258); tras la recapitulación (cc. 259-398), la cadenza es del propio Schumann, probablemente para evitar excesos pirotécnicos por parte del solista (cc. 398-457), resuelta en una coda febril (cc. 458-544).
II Andantino grazioso: Intermedio lírico y camerístico de estructura liederística: A (cc. 1-28); B (cc. 29-68); A (cc. 68-102); los últimos compases sirven de transición al …
III Allegro vivace: Rondó en el que las ambigüedades métricas y rítmicas abundan y colorean el espíritu danzante, y que puede organizarse en exposición (cc. 1-250); desarrollo (cc. 251-388); recapitulación (cc. 389-662); y coda (cc. 663-871), un optimismo desenfrenado que finalmente se hincha hasta el triunfo resplandeciente del tutti orquestal. 
 






Alfred Cortot representa la decimonónica (y ya perdida), arriesgada, cautivadora y poética imaginación, figuradamente improvisada: su arrojado rubato, su pulso libérrimo, la desincronización de las manos, los acordes arpegiados, la reescritura de la parte pianística con varios casos de atronadores refuerzos de graves o repentinas elevaciones de una línea de agudos. Las imprecisiones y emborronamientos en las octavas no incapacitan una arquitectura con un delicado sentido de la proporción y dominio de la gradación tonal. La marcación allegro affettuoso nos guía hacia donde se dirige la interpretación, siendo el comienzo del desarrollo en andante espressivo (cc. 156 y ss.) de una lentitud mágica. Su tratamiento del intermezzo es tierno y caprichoso, todo el movimiento lleno de una encantadora timidez y reserva. Un inesperado y pesado rallentando (para evitar la inmediata repetición literal del tema, cc. 4-8) anuncia la llegada de un finale todo lo brillante que se pueda desear. Landon Ronald logra de la London Symphony Orchestra una conjunción elocuente y a veces imprecisa, sobre todo en los metales. La restauración (Dutton, 1934) sorprende por su presencia, aunque el rango dinámico es restringido.





Nacido en 1862, Emil von Sauer tocó con Mahler y Strauss, y fue considerado el legítimo heredero de Listz: La crítica ya decía de él en 1908 que “representa una escuela de pianistas que casi ha desaparecido”. Su tímbrica es cristalina, el rubato espacioso, la pulsación pulida con aristocrática elegancia, de una manera completamente totalmente natural, disfrutando del romanticismo sin regodearse en él, con la abandonada libertad de sus setenta y ocho años. Los diálogos con el clarinete y oboe en el segundo tema animato (cc. 67-108) son verdaderamente música de cámara, con el experimentado Sauer adaptándose a la flexibilidad requerida. El genial Willem Mengelberg (nacido en 1871) desecha en ocasiones la articulación provista por Schumann, combinando la licencia reflexiva con el rigor, el matiz rítmico y la calculada espontaneidad. La Concertgebouw Orchestra riega profusamente portamenti en la sección media del andantino. El sonido proviene de un concierto grabado en la Amsterdam ocupada (King, 1940). 





Dinu Lipatti ofrece una personalísima mezcla de ardiente sentimiento y meticuloso pianismo que resalta la interioridad de la música, la sensación de comunicación profundamente personal: escúchese, por ejemplo, cómo transforma la anhelante versión menor del primer tema en la profunda tranquilidad de la clave mayor (cc. 59-66). Su línea dominante y perfectamente cincelada (en ocasiones fuera de lo marcado en dinámica o tempo) destaca en el toma y daca con la orquesta: solista y director no compartían el mismo concepto de Schumann. La agitada huella de Herbert von Karajan es palpable en un allegro poco affetuoso, o en el virtuosista finale, modelo de ferocidad que yerra el anhelo romántico. La monumental grabación de 1948 ha conocido repetidas ediciones (EMI, Philips, Apr, Opus Kura, Dutton, Warner, Profil) siendo esta última la que mejor resalta las cualidades tonales de las maderas de la Philharmonia Orchestra, aunque, en ocasiones, el áspero y crudo timbre del piano anege la orquesta y viceversa. La posterior versión en vivo con Ansermet y la Suisse Romande (Decca, 1950) es menos vigorosa (Lipatti tocó el concierto gravemente enfermo y murió poco más tarde).





Si aceptamos la división que hace Schumann de su propia personalidad artística, ésta es en gran medida una interpretación de Eusebius. Sviatoslav Richter renuncia al enfrentamiento, ausente en el sombrío y contenido colorido emocional, desgrana sutilezas rítmicas y refracta nuevos significados a las acuarelas armónicas. Su temible percusión lidera magnética la ejecución: en el inicio de la cadencia Richter se detiene un instante con quietud embelesada, cuidando la diferenciación dinámica entre las manos, para después martillear demoníacamente los acordes, haciendo realidad el oximoron “ponderación romántica”. Con Witold Rowicki, cuyos sentido rítmico y modelado dinámico son tan admirables como cuestionable es la schubertiana rudeza tímbrica de la Warsaw National Philharmonic Orchestra, hay una sensación permanente de que los detalles se suman: la tímida primera enunciación, el convincente tratamiento ritenuto del puente hacia el segundo sujeto (cc. 59-66). La toma sonora (DG, 1958) es mejorable en claridad textural, aunque la última edición ha suavizado la metalicidad del piano.





El ménage à trois Michelangeli-Barenboim-Celibidache ha dado algunos de los más bellos registros en lujuria y obscenidad: M-C (Weitblick, 1967), M-B (DG, 1984), B-C (EMI, 1991), M-C (Memories, 1992). La compenetración simbiótica de un lenguaje perfectamente controlado y mensurado, el tiempo suspendido en evocaciones contemplativas, la elegancia formal, exquisita en sus matices, la cadencia templada con libertad, la sutileza de las luces y de las sombras… todo ello se comunica a través de un estético y deliberado estilo hiperdetallado (atención al exótico ritardando para concluir el pasaje central del andantino, un retrato melancólico y cándido).





La visión a gran escala de Radu Lupu convierte el Concierto en una cuestión de vida o muerte, con enormes rangos panorámicos y dinámicos. Lupu es un protagonista un tanto errático (por ejemplo, su interpretación del primer compás es heredera de Cortot), de un lirismo anárquico y fundente, serpenteando por los retazos de textura y breves formas rítmicas que dan continuidad a la corriente principal del argumento musical. En el movimiento lento, Lupu lanza pasajes de una belleza expansiva, ya sean como retos o como cartas de amor, y se ve recompensado por las magníficas y expresivas respuestas orquestales. Y si el primer movimiento era un canto solemne, el finale es una afirmación triunfal donde el pianista se toma la molestia de subrayar los importantes ritmos cruzados de la mano izquierda. Los solistas de la London Symphony Orchestra brillan con luz propia, con tímbrica generosa de calidez plácida y muelle, con André Previn tamizando y simplificando los contornos, perfectamente equilibrado en (para) un esplendor brahmsiano (Decca, 1973).





Mis grabaciones son el resultado de años de trabajo y escucha, siempre teniendo a mano la grabadora: mi lección de piano”. El fraseo de Ivan Moravec, pura poesía, enfatiza, colorea e inflexiona las líneas melódicas sin quebrarlas rítmicamente. El allegro affettuoso propulsa su idilio por medio de continuos cambios de tempi (el andante espressivo es tratado como un seductor diálogo de viento, violines y piano). Languidece con fascinante dulzura en el inigualable andantino, en el que encuentra inmediatamente la nota justa de íntima sencillez y suave ternura, las frases tartamudeantes y gradualmente lentas, las dudas y suspiros con las que se desmorona el tiempo, la sugerencia de una relación amorosa entre el piano y la orquesta. En el finale ese amor desarrolla una consistencia física. Los amaderados vientos de la Czech Philharmonic Orchestra, con Václav Neumann en el pódium, terminan de redondear la grabación en vivo, con el piano dominando la toma sonora (Supraphon, 1976). 





Entre registros oficiales y corsarios, Marta Argerich ha grabado la obra al menos en treinta y seis ocasiones (!), la primera de ellas con tan sólo once años de edad. Siempre técnicamente diamantina, según avanza el tiempo su estilo (navegando por el reino de lo fantástico, lo nervioso y lo vibrante, de gran presencia rítmica) parece desmelenarse más y más asemejando la evolución de un incendio, creciendo según rola el viento. Podría elegirse la de Celibidache (Altus, 1974), aún disciplinada; con Rostropovich (DG, 1978), más temperamental; la de Harnoncourt (Teldec, 1994), con un finale arrollador; o desatada finalmente, con Chailly (Decca, 2006). 





Obra muy sensible al timbre con el que se colorea, el instrumento elegido por Andreas Staier es un fortepiano vienés de hacia 1850, cuyo sonido redondeado decae rápidamente, de tesitura baja rica y oscura y cristalinos agudos (en el piano actual toda tonalidad suena en esencia igual que cualquier otra), que destaca sobre la orquesta más que presidirla. Staier ocasional y deliciosamente arpegia los acordes, y gestiona el rubato a través de las dinámicas. Siguiendo las sugerencias interpretativas de Clara Schumann la cadenza se toca "con mucha calma, pensativa y pacíficamente, con humildad y amor" y el tempo del andantino es ágil. Históricamente informada, la impactante Orchestre des Champs-Élysées muestra violines antifonales y prominentes metales y timbales, y Philippe Herreweghe maravilla equilibrando los planos sonoros sin que unos oculten los otros (HM, 1995). Las secuencias modulantes en el finale desprenden un aroma revolucionario. En este enfoque heroico-beethoveniano se pierde misterio, pero se gana en variabilidad, aparato dramático y carácter de los personajes que desfilan por la partitura.





Christian Zacharias plantea una proposición coherente que ha obtenido respuestas divergentes (existe una grabación por Bilson y Gardiner de 1990 que nunca ha sido publicada, acaso para evitar críticas similares). En su paseo alpino, Zacharias se detiene y reposa para contemplar el paisaje: la matización de cada frase da un trazo inquieto e intranquilo; titubeo y duda que no deben ser confundidos con fragilidad. Florestán pasa a un segundo plano, vestido de elegancia pálida. La estructura mantiene una base rítmica estable que unifica los tres movimientos, erosionando el relieve del andantino central, que deja de ser el lento descanso, casi desmayado, de otras ópticas de romanticismo exacerbado, con una disparidad hiperbólica adiestrada por la tradición y sin que la partitura exprese realmente nada al respecto. Desgraciadamente, la fresca articulación pianística, cuidadosa en sus dinámicas y escasa en el pedal, excede a la Lausanne Chamber Orchestra, plana y poco contrastada, sin que metales o percusión aparezcan. Quizá sea un defecto de la mezcla sonora, muy cercana al piano (MDG, 2000).





En un principio, Franz Liszt se negó a interpretar la pieza porque no la consideraba suficientemente virtuosística. Discreta y gentil, incluso reflexiva y meditabunda, es la cómplice interpretación de Angela Hewitt, tejiendo con sus dedos una urdimbre ligada que acompaña a la orquesta, ocultando en drama lo que se revela en dócil y expectante sosiego. El andantino recoge un acertado planteamiento cantabile. Finale de tempo estable como un vals, liviano mas no indolente, alejado del habitual galope, pero ajustado a la marcación metronómica. Hewitt manifiesta la influencia bachiana con una digitación nítida, cristalizando el contrapunto, con una increíble independencia de las manos, sin grandilocuencia ni ostentación. Hannu Lintu lleva a la Deutsches Symphonie-Orchester Berlin por una senda camerística, imbuida de clasicismo. De manera consecuente, la toma sonora (Hyperion, 2011) no empasta el timbre del piano con la orquesta, sino que lo segrega, incorpóreo como un fantasma hoffmanniano.





Alexander Melnikov emplea un enfoque muy directo y rústico. Sin ser un especialista del historicismo, su mordiente fortepiano Erard de 1837 contempla registros muy diferenciados que se emparejan divinamente con la sonoridad orquestal, especialmente sus metales y maderas (clarinete y luego oboe en la exposición del tema en mayor, cc. 67 y ss.). Con un primer movimiento lanzado y un segundo despreocupado y somero, el moderado tempo con el que se pauta el doliente y terrenal finale deslumbra con una claridad tímbrica que muestra lo atinado de la orquestación en equilibrio y transparencia textural, con unas últimas páginas que se despliegan con discreción, sin atisbo de la tan común precipitación. Pablo Heras-Casado airea las voces secundarias, pero no logra rescatar de la lividez los atriles de la Freiburger Barockorchester (HM, 2014).




martes, 31 de mayo de 2022

Rimsky Korsakov: Scheherazade

Fue el propio Rimsky-Korsakov quién intituló los cuatro movimientos de Scheherazade (1888): Si bien había esperado que transmitieran simplemente un sentido vago y general de la atmósfera del mundo oriental, en cambio y de manera bastante comprensible, fueron tomados como un programa narrativo. Basados de manera episódica en Las mil y una noches, sin componente formal ni trama o relato, progresan cual suite variacional, basada no en la técnica tradicional de desarrollo temático, sino en la repetición dispar de motivos breves, instrumentados compleja y estratégicamente, y con un trasfondo armónico iridiscente.

I El mar y el barco de Simbad: El movimiento alterna pasajes culminantes con episodios crepusculares tranquilos. Dos temas memorables se derraman e imbrican por doquier: uno, majestuoso y temible en cuerdas bajas y metales pesados, y otro, sinuosamente seductor al violín sobre arpegios de arpa, asociado por el autor a la propia Scheherazade.

II La historia del príncipe Kalendar: En forma ternaria en cuanto al despliegue de argumentos, pero, por lo demás, un caleidoscopio de variaciones en virtud del acompañamiento, cada vez más coloridas, con un uso atmosférico de efectos y texturas.

III El joven príncipe y la joven princesa: Articulado también en ABA, las variaciones surgen por los cambios en la tímbrica. Un sonoro rubato dirigido por trompetas restablece el tempo para un cierre rapsódico donde predominan los instrumentos solistas.

IV Festival en Bagdad. El mar. El barco se estrella contra un acantilado coronado por un guerrero de bronce: El retorno idéntico de las melodías dan coherencia a la suite en una suerte de rondó-variaciones, con danzas crepitantes y tutti maníacos, solo para que la escena corte cinematográficamente al barco sacudido por la tormenta, que se estremece y quiebra en la percusión centelleante.

 

 188 lossless recordings of Rimsky Korsakov Scheherazade (Magnet link)

 

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Contemplemos que Rimsky-Korsakov fue un contemporáneo para Leopold Stokowski (tenía 26 años cuando aquel murió). De este supremo fetichista y manipulador se conservan cinco registros de estudio: Tras la muscularidad agresiva de 1927 (Pristine), la grabación de 1934 (con la misma Philadelphia Orchestra, Andante) cimbrea con erotismo, las cuerdas acentuadas con lujo curvilíneo, los bajos sólidos y lascivos, el fraseo asimétrico, con entradas rápidas que se ralentizan durante las respuestas. En 1951 una refinada Philharmonia Orchestra (Testament) amerita unanimidad en las corpóreas cuerdas, pero las extremas variaciones dinámicas entre frases alternas distorsionan en los pasajes más intensos. Todavía asombra la inmensa panorámica del registro de 1964 (Cala), administrando la London Symphony Orchestra irreal, antinatural y microscópicamente para extraer el máximo efecto. Típicos del concepto romántico-teatral, Stokowski desliza como resortes narrativos sensuales portamenti, suntuosas licencias rítmicas y algunos de sus propios adornos en arpa, xilófono y címbalos que amplían la sensación de exotismo en la partitura. Desvergonzada, alucinógena, indispensable. En 1975 el sonido de la Royal Philharmonic Orchestra (RCA) se ha redondeado y los ataques son menos cortantes.

 


 



Es cuanto menos chocante que haya tan pocas orquestas rusas en la avalancha discográfica schererazadiana. El sonido de la USSR State Academic Bolshoi Theatre Orchestra en 1950 ciertamente difiere del de las orquestas occidentales: cuerdas y maderas delgadas, metales más ásperos. Todo esto le da a la obra un sabor extra y una nitidez que a menudo falta en las interpretaciones habituales. La dilatada experiencia operística puede explicar el criterio característico de Nikolay Golovanov: vigoroso y de tono vehemente, con un sentido de la sonoridad poderoso, casi sobrecargado, y una flexibilidad extrema en cuestiones de tempo, fraseo y dinámica que logra momentos memorables a pesar del trazo grueso. Golovanov varía constantemente las texturas, los acentos apremiantes, las oleadas dramáticas, atruena en las amplitudes y deslumbra en el tratamiento de las exuberantes melodías. La toma, muy cercana y publicada por Boheme, se ve comprometida por la saturación.

 





Si la versión anterior era imprescindible salvo para los monofóbicos, se puede encontrar un detallismo semejante y con mucho mejor sonido en la lectura de Zdenek Chalabala (Supraphon, 1953). La belleza tímbrica de la Czech Philharmonic Orchestra reclama su escucha atenta. Elocuente y coherente, con ocasionales portamenti en el violín solista, y una percusión inusualmente rústica.

  





Thomas Beecham capta la esencia balletística de la música, su fuerte sentido rítmico, y otorga precisión en el acento y flexibilidad en los espacios entre frases, nunca estáticos. Desde los implacables y amenazantes acordes iniciales (mediante el simple recurso de hacer que los metales se contrapongan a las cuerdas) hace continuamente pequeños ajustes of tempo y de duraciones de notas. La Royal Philharmonic Orchestra se emplea con suavidad carismática, el fraseo comparte efervescencia y elegancia, orondo de color y poesía (los fraseos marinos que rielan en su languidez), permitiendo a los solistas una completa libertad métrica, por ejemplo, el idiosincrático fagot (la crítica de la época afirmaba que “you can smell the camel dung”). Toma sonora amorosa y poco abierta, con los solistas enteramente audibles pero no focalizados, que muestra algunas rugosidades y restricciones tímbricas (EMI, 1957).

 


 



Incluso en la época de los directores tiranos, no cabe duda de que Fritz Reiner estuvo considerado como el más sádico y siniestro del negocio. En continuo desfile y siempre al borde del despido, los músicos de la Chicago Symphony Orchestra fueron capaces de cementar una serie de enormes grabaciones. Aunque la legendaria disciplina de Reiner (heredada de Strauss y Nikisch) inevitablemente impone un enfoque geométrico, no significa metronómicamente rígido, y sí lúcido y preciso, dramáticamente efectivo: el lento tercer movimiento bordea lo fúnebre y el final (meritoriamente grabado en una sola toma) estalla tumultuoso en acrobacias metálicas. El legendario registro ofrece una dimensionalidad honesta que captura el balance adecuado entre sonido directo y reflejado (RCA, 1960).

 





Otro emigrante que surgió del frío fue Kiril Kondrashin, que dirigió a la Royal Concertgebouw Orchestra brevemente, pero en su mejor época. Su concepto refinado genera alternativamente tensión y relajación propinando una inercia singular al oleaje; todo el pasaje andantino del vivaz tercer movimiento, donde las intervenciones de los vientos desprenden imaginación, es único. La grabación plena y cálida, proporcionada entre secciones, con extensas dinámicas (Philips, 1979), está ponderada entre movimientos para unificar la suite como un todo.

 


 



Sergiu Celibidache cristaliza piadoso la marejada y detiene el flujo de la música, solidificando una paleta tímbrica inigualable. Aunque Rimsky-Korsakov criticaba a Debussy por su modernismo, las líneas marinas en las cuerdas graves son paladeadas por Celibidache como retazos impresionistas. Los ritmos que danzan por toda la obra son comprendidos y explicados a los simples mortales. La Münchner Philharmoniker disuelve los sonidos orientales, ravelizando las armonías. Convincente e irresistible, ninguna otra visión goza de tal perversa transparencia, especialmente la demoledora percusión (EMI, 1984).

  





El siguiente disco ha provocado una oleada de opiniones opuestas debido a que en determinados equipos de reproducción causa distorsión. Quizá las primeras unidades estuvieran intactas, pero las copias que he valorado muestran una onda sonora en la que el rango dinámico se ha recortado en su amplitud alta, una restricción habitual en la producción pop, pero evitada por motivos obvios en el de la música clásica (salvo casos ilustres como el de Levine y sus Planetas). Valery Gergiev desdeña el énfasis casi místico del patrimonio ruso (Svetlanov) y comanda una interpretación enfática a base de impulsos en los episodios individuales que conducen inevitablemente a una impresión errática. La panorámica de la Kirov Orchestra está deslucida por una reverberación extrema de la que surgen los detalles instrumentales a voluntad del ingeniero de sonido (Philips, 2001).

 





Y, cerrando el círculo, Sascha Goetzel (como Stokowski) realiza discretos cambios en la orquestación para introducir auténticos instrumentos orientales (darbuka, def, bendir y kudüm, con entonación temperada) en los movimientos y en los breves interludios. Incluso el arpa, sostén del violín solista que va enmarcando los cuadros, se desecha en favor de un qanun. Goetzel defendió en una entrevista para la BBC realizada durante la grabación que este registro recupera un lenguaje musical más cercano al sonido original que el compositor tenía en mente (atención al embriagador Bonus Track). Todo ello no se admite más que con un salto de fe, pero el experimento sonoro es encomiable: extremo en su subjetividad, intenso en su flexibilidad. Los elementos rítmicos y melismáticos de la música turca siguen impregnando el sonido de la Borusan Istanbul Philharmonic Orchestra (con un 95 por ciento de músicos nativos), recogida en perspectiva por Onyx en 2014.




martes, 4 de junio de 2019

Schubert: Symphony no.7 (8) Unfinished


Los dos movimientos de la Sinfonía Inacabada nº 7 en si menor D. 759 (8ª según la catalogación brahmsiana) fueron compuestos por Franz Schubert en 1822; del scherzo solo se conservan veinte compases orquestados y pocos más esbozados. La tradición nos ha enseñado que el resto es tan inadecuado y remoto, tan inferior en calidad, que no nos debe extrañar que Schubert lo abandonara; es posible que su instinto musical le dijera que el mensaje estaba completo. Sin embargo, no es concedible (por respeto y por propio interés) una omisión deliberada dado que la partitura manuscrita fue entregada como presente a la Orquesta de Graz. En el terreno puramente estético la obra es un conjunto íntegro en su concepto cíclico, no más inconclusa que los esclavos miguelangelescos. ¿Inacabada? Más bien la mitad de una sinfonía acabada, o acaso Inencontrada (de momento).

Aunque la influencia beethoveniana es plenamente consciente, la Sinfonía nº 7 abre el periodo Romántico por su forma de definir la tonalidad, perturbadora, discontinua, magistral en el tratamiento armónico como exploración existencial de las posibilidades emocionales y musicales, sin precedente en la literatura sinfónica. Las determinaciones comunes, el parentesco de motivos y los compartidos contrastes dinámicos e instrumentales interseccionan los pentagramas creando una sensación de unidad mayúscula.

Los dos movimientos, en métrica ternaria, se articulan en forma sonata con diversos matices:
I Allegro moderato: La exposición (compases 1-109) formula un primer tema bipolar, numinoso o incluso fantasmal, y un segundo folcklórico y soleado; una desgarradora disonancia abre un desarrollo (cc. 110-218) terrorífico, de ferocidad contrapuntística, basado en el pianissimo siniestro de los graves de apertura y que Schubert omite en la tranquila recapitulación (cc. 218-328), para retomarlo en su versión original en la coda concibiendo un arco cíclico ideal (cc. 328-368).
II Andante con moto: La iconoclasta exposición (cc. 1-142) muestra un primer sujeto melodioso (pero con ecos del allegro) y un segundo obsesivo y sincopado (con modulaciones continuas e inestables); incluye, en vez de desarrollo, un nuevo tema como largo puente hacia la recapitulación (cc. 142-267) y expira extáticamente en una coda (cc. 268-312) que parece extraviarse armónicamente y es reflejo perfecto de la melancólica personalidad schubertiana.








Entre 1934 y 1938 Bruno Schlesinger grabó frenéticamente con la Wiener Philharmoniker cuando aún ésta mostraba su idiosincrático sonido Gemütlichkeit, cómodo, oscuro y avellanado. La vibración del juvenil primer tema es termalizada en el segundo, cálido y amplio. En el solemne andante, monumental y nostálgico, se atemperan los contrastes dinámicos y se relajan los ataques; degústense los largos solos en los vientos, casi como corales, sobre celestiales deambuleos armónicos en el segundo grupo modulante de la exposición (cc. 64 y ss.). La flexibilidad rítmica subraya los puentes transicionales como pequeños lieder diseminados por la sinfonía. Los instrumentos asemejan voces llamando a otras voces, tal vez Gemeinschaftsfremde ya reeducándose. La clara toma sonora sufre en las frecuencias altas (EMI, 1936).





Atraviesen sin miedo el portal hacia otro mundo: el olvidado magisterio de Willem Mengelberg, con sus satánicas y ensayadísimas libertades de fraseo y tempo, los decimonónicos portamenti en las cuerdas ya en el primer compás, el extremo colorido con que se trazan los temas, goyesco y enojado el primero. Gentil el acompañamiento sincopado del heroico segundo, que rehúsa transicionar, y abandonado, se autodestruye en un silencio de compás (c. 62). Le sigue un tutti orquestal sorpresivo y de desinhibida brutalidad. El andante con moto es un drama musical motorizado por las furiosas secciones con percusión. La edición debida al hacer artesanal de Hubert Wendel implementa una fenomenal instantánea del concierto del 27.11.1939 a cargo de la Concertgebouworkest, reto a los intérpretes modernos para decir algo nuevo sobre la vieja música. El rango dinámico es limitado, pero no así la tímbrica, muy natural.





Ocho registros filosóficos se conservan de Wilhelm Furtwängler, compartiendo la misma órbita espiritual que su Bruckner, verdadero continuador del legado de la Inacabada, anticipando su misticismo y su grandeza gradualmente expuesta. Del concierto en el cavernoso Admiralspalast del 12.12.1944 solo perdura (en buenas condiciones técnicas, SWF) el allegro moderato. Como en todos sus documentos de época de guerra, Furtwängler transmuta la música en una reflexión personal de su agonía, esculpiendo con impacto visceral. La flexibilidad -atmosférica, dinámica y agógica- corresponde al desdibujamiento deliberado de los perfiles, un sfumato vago y sugestivo, y emerge como una narración sonora completa, cada detalle justificado en su relevancia en el conjunto. Las oleadas orquestales de la Berliner Philharmoniker no llegan a romper, con las melodías disolviéndose una en la otra, cada sección caracterizada individualmente en su pulso. Los prominentes trombones poseen connotaciones sobrenaturales (abandonando el triunfalismo beethoveniano y regresando a la gravedad mozartiana) y son heraldos de la tragedia y la inminencia de la derrota. Para el andante con moto propongo la versión de 1950 con la Wiener Philharmoniker, delicado y hasta frágil, perfecto a pesar de ser grabación de estudio, y por ello, en palabras del director, falto de la “experiencia colectiva”.





La llegada en 1954 de Karajan a la dirección permanente de la Berliner Philharmoniker rompió la personalísima relación de la orquesta con Hans Knappertsbusch. Sus recreaciones, contemplativas, teutonibelungas y no precisamente infalibles, son extraordinarias. El allegro moderato, iniciado a un ritmo lentísimo, es una endecha doliente, un canto fúnebre de parsimonioso pesimismo (la Eroica viene a las mientes) y una coda cósmica y abstracta. La tornasolada transición desde la exposición al desarrollo rebosa desolación, realzando las dos naturalezas del compositor. En el andante con moto Kna precede con leves dudas las explosiones marciales y desesperadas ff que se van disolviendo en evocaciones pastorales. Sonido fantástico, como es habitual en las ediciones de Audite desde las cintas originales a 30 pulgadas por segundo, registrando puntualmente la mala salud bronquial del invierno berlinés: concierto del 30.01.1950, realizado para la retransmisión RIAS (Radio in the American Sector of Berlin).





Thomas Beecham recubre la obra de ligereza mendelssonhniana y gentileza emocional. Atención a la deliciosa frase del segundo sujeto, en la que reduce sorpresivamente la dinámica en la última blanca, y a la áspera tímbrica de los trombones de la Royal Philharmonic Orchestra. Lentitud saturniana (léase holstiana) en el bellísimo andante con moto, donde cada frase respira con imaginación, sonriendo con sutileza. Beecham se abstiene de regir férreamente el ritmo, y esta sencillez, este laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même, permite que las piezas encuentren por si solas su lugar exacto. El sonido monofónico es casi panorámico en su realismo (Sony, 1951).





La Inacabada era una obra especial para Otto Klemperer, que respondía muy bien a su característico subrayado de los vientos, y que registró nada menos que en nueve ocasiones. Elegiremos aquí la claridad y transparencia de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1963) y que ostenta no solo el mejor sonido, abundante pero luminoso, sino un dinamismo y una vitalidad perdidos en grabaciones posteriores. La simplicidad prodigiosa de Klemperer restringe deliberadamente a una expresividad discreta la exposición de los temas, para extraer posteriormente todo su dramatismo en el desarrollo. Andante con moto resignado, austero, sólido, sin lugar a contemplaciones líricas. Un Schubert único, descarnado, inexorable y lógico, con peso y consecuencia, comprendido como un Beethoven incapaz de desarrollar. A pesar de la concepción unitaria, el resalte de determinados detalles instrumentales es una técnica que Klemperer derivaba directamente de su aprendizaje con Mahler.





Kleiber hace de esta interpretación, ligera de tacto y de tempi, su catarsis personal, con pesadillas e histerias tchaikovskivianas de principio a fin: inicio susurrado, segundo tema onírico, tensión explosiva en las aceradas figuraciones con puntillo en el desarrollo del allegro (cc. 184 y ss.), punteado por agresivos acordes y un sforzando urgente y beethoveniano. Dolor, aullidos y suspiros de la mano, fervor, amplias variaciones de latido. La cualidad de los ataques determinada por las indicaciones dinámicas de la partitura. Escasa de rima, si bien abundante en (psico)drama. La Wiener Philharmoniker (DG, 1978) se pliega nerviosa y febril a las exigencias onanistas de Carlos (but not at the table, please).





Giuseppe Sinopoli reinventó en 1983 la Inacabada como música funérea, plañidera, llena de duelo y lamentación, y cuya atmósfera agitada amenaza a cada instante con la catástrofe. El libreto ofrece un curioso ensayo psicoanalítico donde Sinopoli escribe que las melodías (sueños de naturaleza efímera) flotan sobre los obsesivos pizzicati (la memoria), estabilizadas en forma sonata, pero excluidas de cualquier plan arquitectónico. Estas capas de conciencia entre sueño y despertar se despliegan sonoramente en las variaciones, a veces extremas, de ritmo (como en el segundo tema); en cada detalle expresivo, navegando por lentos meandros, como el peculiar ascenso de los violines desde el abismo, ajeno a las marcas dinámicas de la partitura (cc. 122). Un viaje desde la oscuridad atormentada a la esperanza luminosa que propone la coda final, toda ella un maravilloso rallentando. La belleza y equilibrio de texturas (la restricción de metales, el empuje de timbales) de la Philharmonia Orchestra refrenda la genialidad del enfoque (Deutsche Grammophon).





La palabra es suavidad: de los ataques, sin un solo sforzando, de las inigualables transiciones dinámicas, del fraseo preciosista en los primeros compases de los violines, de la cremosidad tímbrica de los metales, de la corriente legato que dicta la estructura en un arco cantabile de principio a fin. El control respiratorio y dinámico de los solistas permite su aparición de la nada: escúchese cómo se resuelve el mágico momento en que el oboe cede el tema al clarinete mutando repentinamente a mayor (recapitulación antes de la coda conclusiva, cc. 225 y ss.). A la manera klemperiana, los temas se muestran en principio apocados para permitir un crecimiento wagneriano de la tensión interior del movimiento. Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker (MPhil, 1985).





Para Roger Norrington “el allegro suena glorioso tocado como un adagio, pero no tiene ningún sentido” (y así afea, sin nombrarlas, lecturas gloriosamente maduras como las de Walter o Bernstein). The London Classical Players (EMI, 1990) emplean un fraseo clasicista, notas cortas al final de las frases, nulo vibrato, atriles de graves sin el menor sentido ominoso. El sentido rítmico observado atlético, imperturbado e imperturbable. La coda final nada onírica o misteriosa, tratada como una transición al… inexistente tercer movimiento. Cuando el champagne está tan frío congela la sonrisa. Trivial.





La lectura de Frans Brüggen observa más allá de los símbolos escritos y es iluminada por un elegante helenismo en el que la corriente agógica vagabundea por románticas variaciones de tempi, inflexiones etéreas, y teatrales y retóricos titubeos. Otras consideraciones observadas implican la percusión prominente y diferenciada, o la prolongación de las notas antes de afrontar una nueva clave. Las cruciales maderas flotan sobre las numerosas cuerdas de la Orchestra of the Eighteenth Century, construyendo lentamente la tensión en el desarrollo del allegro, una oscuridad gótica que encaja perfectamente con la literatura contemporánea (Frankenstein, Sleepy Hollow). Como es habitual en las grabaciones caseras de Brüggen, la toma sonora en vivo adolece de turbidez y compresión dinámica (Decca, 1995), aunque al menos no sufre de intervenciones no deseadas de la audiencia.





Günter Wand maneja con mano experta las transiciones como áreas de metamorfosis entre dos ideas de distinta naturaleza: como el ritardando anterior al pavoroso descenso a do mayor en los metales al comienzo del desarrollo en el allegro, incrementado la tensión del eventual ascenso desde los abismales bajos y subrayando la nueva fase del drama. O el pausado ralentizamiento del puente desde el c. 38, donde el sujeto en los vientos se desvanece mientras las violas surgen de la niebla. O ya en el andante, el retorno del primer tema en la recapitulación (cc. 144 y ss.) como la concesión de una bendición. O, en fin, el comienzo de la coda (cc. 268 y ss.), donde comienza el pizzicato descendente y el pianissimo acorde sostenido en los vientos recuerda el espectro de un pasado angustioso. NDR Sinfonieorchester en concierto recogido en video para TDK en 2001.



Alejado de cualquier intención historicista, Nikolaus Harnoncourt logra una interpretación apoteósica de la Berliner Philharmoniker en todo su esplendor brahmsiano (24.19.15.13), concediendo a los graves mayor peso de lo habitual, con un desarrollo amenazante, coronado por metales poseídos o acaso endemoniados. Ya en la recapitulación, el cuasi silencio de fermata (c. 280), estirado al límite, prepara para las emociones de la coda, o mejor, de las ingentes codas, en la segunda los primeros violines morendo mahlerianamente. Fraseo, pulso y ritmo son enroscados por Harnoncourt, descartando la naturalidad y la ambigüedad de la escritura original, y engendrando un Schubert futurista y visionario con arritmias mahlerianas en el allegro moderato y oleajes impresionistas en los momentos más relajados. Grabado en concierto en la propia Philharmonie sin ningún ruido de audiencia (BP, 2004). En la versión que produjo con el Royal Concertgebouw Orchestra (Teldec, 1992) prevalecen los tintes clasicistas, con unos tempi menos prolongados.





Thomas Dausgaard desromantiza el concepto schubertiano haciendo algo tan básico como respetar las marcaciones de tempi de los movimientos; de ese modo el allegro moderato se antoja volcánico y ardiente por contraste, y el andante con moto se despliega sinuoso. La Swedish Chamber Orchestra (BIS, 2006) no cuenta con pretensiones historicistas más alla del reducido vibrato y la disposición antifonal de las cuerdas, que se antojan un telón de fondo para el festival del delicado juego de maderas y los irreverentes metales, cuya rápida articulación es un desafío virtuoso, y que en algún momento se ve comprometido. En el c. 109 (y en el c. 327) Schubert marca un pedal tónico en si mayor en el segundo fagot y primera trompa bajo el acorde dominante que evoca el fin del desarrollo de la Eroica; en algunas ediciones pretéritas esta disonancia está anulada. Dausgaard no se atreve a tanto, pero sí que rebaja púdicamente su crudeza. Si bien el lirismo expresivo del segundo tema (o más bien el lirismo asociado a él tradicionalmente) se reduce a lo anémico, quizá el mayor problema venga de la rigidez rítmica de los compases que puede resultar en conjunto uniforme y mecánica.





Les Musiciens du Louvre Grenoble han sido consagrados por Marc Minkowski con un sonido de carácter inquisitivo sin llegar a ser (o querer ser) confrontacional: protagonistas las severas cuerdas (12.10.7.7) mientras los espectrales vientos las circundan buscando fisuras por las que penetrar. Los timbres del período dan a las maderas un tono más ronco y tenue, y los metales de pabellón estrecho añaden profusión de color. La resplandeciente grabación en vivo en la Vienna Konzerthaus (Naïve, 2012) transparenta la línea contrapuntística en fusas (andante con moto, cc. 103-110, en segundos violines antifonales, violas y oboes), de influencia explícitamente beethoveniana (en concreto, su 2ª Sinfonía). El par de movimientos se conciben como un reflejo especular que subraya el clasicismo de los ritmos petulantes e insolentes.





Se han propuesto diversos intentos de reconstrucción del resto de la sinfonía, algunos llegando a utilizar redes neuronales profundas. Tradicionalmente la más utilizada es debida al compositor Brian Newbould, que completó, armonizó y orquestó el esbozo pianístico del desafiante scherzo, y utilizó como último movimiento el extendido entreacto de Rosamunde, también en si menor, con forma sonata, instrumentación pareja y con relaciones temáticas a los movimientos conservados, que se cree fue reciclado por Schubert con tal fin a principios de 1823 para un encargo remunerado económicamente, y que además le abriría (teóricamente) las puertas de los más prestigiosos teatros vieneses (cosa que no ocurrió). 

Pasando rápidamente por la superficialidad interpretativa de Neville Marriner (Academy of St. Martin in the Fields, Phillips, 1983), tampoco Charles Mackerras va más allá de comunicar una precisa presentación de la partitura, moderada en escala, con el detallismo y ligereza textural de los instrumentos originales de la Orchestra of the Age of Enlightenment (Virgin, 1990), especialmente en la sección trío del scherzo, donde los vientos aportan frescura; los cambios abruptos de tempo en el último movimiento son explicados por Mackerras mediante el mantra “mi director favorito es Furtwängler”. Yo no alcanzo a ver por ningún lado la tragedia. Demasiado boxeo y escasa poesía.





De mayor sofisticación es la intervencionista solución de Mario Venzago (Sony, 2016) para dar coherencia a la sinfonía: en primer lugar, rescata diverso material incidental de Rosamunde creando dos diferenciados tríos para el scherzo, y en segundo lugar (para el movimiento conclusivo), restaura los requerimientos formales de un rondó finale. Para ello introduce la frase ascendente introductoria del entreacto dos veces durante el movimiento, en la exposición y en el desarrollo. Muy rápido (su modelo es la Eroica) el Allegro moderato (con los primeros compases –el primer sujeto en cellos y bajos al unísono, que Venzago también convoca justo antes de la coda en el movimiento final– a la misma velocidad que el resto del movimiento, algo poco común), diferenciándolo del siguiente. El concepto del andante con moto es fluido pero teatral, enfatizando su fragilidad episódica, con los pizzicati verdaderamente pulsantes en nerviosa agitación (contrastando con el anodino scherzo). La sucinta nómina de las empastadas cuerdas de la Kammerorchester Basel (7.6.4.4) nos acerca a la ligereza haydiniana de sus primeras sinfonías sin renunciar a dinámicas enérgicas. Sobresaliente toma sonora, en concierto, con los planos sonoros palpables.






Una nueva reconstrucción se añade a las comentadas. Realizada por Nicola Samale y Benjamin-Gunnar Cohrs, completando con un breve (y escuálido) trío el scherzo y asumiendo el entreacto primero de Rosamunde como movimiento final para la sinfonía. La urdimbre parece añorar un carácter pastoral para la música, reduciendo al mínimo los contrastes entre movimientos: texturas ligeras con inocentes maderas y funestos metales. Stefan Gottfried comanda la primera grabación de este Concentus Musicus Wien post-Harnoncourt, para la cual se han seleccionado 26 miembros, estupendamente grabados con gran impacto dinámico (Aparté, 2018).