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miércoles, 21 de junio de 2017

Saint-Saens: Symphonie nº 3 en ut mineur "avec orgue"

"La Sinfonía está dividida en dos partes. Sin embargo, en la práctica incluye los cuatro movimientos tradicionales:

Después de un Adagio introductorio de unos pocos compases de carácter dolorido, el cuarteto de cuerdas expone el tema inicial que es sombrío y agitado (Allegro moderato). La primera transformación de este tema conduce a un segundo motivo que se distingue por su mayor serenidad; tras un corto desarrollo en el cual los dos temas son presentados simultáneamente, el motivo aparece por un breve instante en toda la orquesta. Una segunda transformación del tema inicial incluye de vez en cuando las notas quejumbrosas de la Introducción. Episodios variados aportan progresivamente calma y preparan el Adagio en re bemol mayor. El tema, en extremo apacible y contemplativo, pasa a los violines, a las violas y a los violoncellos, sostenidos por acordes de órgano; entonces pasa al clarinete, trompa y trombón, acompañado por cuerdas divididas, en varias partes. Después de una variación (en arabescos) realizada por los violines, retorna la segunda transformación del tema inicial del Allegro trayendo consigo un vago sentimiento de conflicto, amplificado por armonías disonantes. Éstas abren pronto camino al tema del Adagio, interpretado esta vez por algunos violines, violas y violoncellos, con acompañamiento de órgano y el persistente ritmo de tresillos presentado en el episodio precedente. Este primer movimiento finaliza en una Coda de carácter místico, en la cual se escuchan alternativamente los acordes de re bemol mayor y mi menor.

El segundo movimiento comienza con una frase enérgica (Allegro moderato) seguida inmediatamente por una tercera transformación del tema inicial en el primer movimiento, aún más agitada que antes, y en la cual asoma un espíritu fantástico que es abiertamente expuesto en el Presto. Aquí, arpegios y escalas en el pianoforte, ligeros como el rayo y en diferentes tonalidades, son acompañados por el ritmo sincopado de la orquesta. Este travieso alborozo es interrumpido por una expresiva frase en las cuerdas. La repetición del Allegro moderato es seguida por un segundo Presto; pero apenas ha comenzado cuando se escucha un nuevo tema, grave, austero (trombón, tuba y contrabajos), fuertemente contrastado con la música fantástica. La lucha por el poder finaliza con la derrota del diabólico e incansable elemento. La nueva frase se eleva hacia las alturas orquestales y allí reposa como en el azul de un cielo claro. Después de una vaga reminiscencia del tema inicial del primer movimiento, un Maestoso en do mayor anuncia el cercano triunfo del pensamiento noble y calmo. El tema inicial, completamente transformado, es expuesto ahora por las cuerdas divididas y el pianoforte (a cuatro manos), y repetido por el órgano con toda la potencia de la orquesta. Continua un desarrollo construido en un ritmo de tres compases. Un episodio de carácter tranquilo y pastoral (oboe, flauta, corno inglés, clarinete) es repetido por dos veces. Una brillante Coda en la cual el tema inicial, debido a una última transformación, toma una figura a cargo del violín, concluye la obra. El ritmo de tres compases resulta ser, natural y lógicamente, un extenso compás de tres tiempos; cada tiempo está representado por una redonda, y doce negras forman el compás completo".


De esta guisa se analizaba la 3ª Sinfonía de Saint-Saëns, probablemente con la autoría, o al menos con la asistencia del compositor, en el programa de mano de la premiére londinense de 1886, y que resultó tal éxito que contribuyó a la eclosión francesa de un género que hasta entonces era patrimonio exclusivo de los países germanos.

La sinfonía encarna las virtudes clásicas, la lógica, la mesura, la lucidez, la facilidad elegante, tal vez escasa de inspiración, pero de academicismo constructivo impecable; también altamente original e innovadora en varios aspectos, incluyendo su plano formal y su densa orquestación, con maderas y metales masivos y amplia percusión. Ni órgano ni piano poseen parte solista, sino que se integran en el tejido magistralmente, ofreciendo variedad tonal y acentos rítmicos adicionales. Y, sobre todo, hace un uso extensivo y sofisticado de la transformación cíclica de temas, el sistema por el cual un motivo básico –una evocación del Dies irae gregoriano– se reformula en complejas y sutiles permutaciones –entretejido a ratos por un tema secundario en un remedo de la sonata clásica que va de la lucha a la victoria– recorriendo la sinfonía en su totalidad como homenaje a Listz, dedicatario de la obra.









Como en tantas otras obras que hoy forman el núcleo del repertorio orquestal francés fue Piero Coppola el pionero en llevar sus partituras al registro sonoro en la década de los treinta. Coppola produjo y grabó en su impulsivo estilo a la desigual Grand Orchestre Symphonique du Gramophone, formada para la ocasión y reunida en la Sala Playel en 1930, donde se acababa de inaugurar el orgullo de la ingeniería eléctrica gala, un monumental órgano Cavaillé-Coll. Sin embargo, la sorprendente colocación de sus 4.800 tubos en una habitación superior a la gran sala de conciertos negaba el florecimiento del sonido, que debía descender por una apertura en el techo, en un efecto contrario al de Bayreuth. Coppola inventa (o seguramente recoge la tradición interpretativa contemporánea) un ritardando antes del acorde conclusivo, algo que se ha hecho tradición entre buena parte de los directores posteriores. Grabación eléctrica rescatada desde unos venerables discos a 78 rpm de Victrola que deja entrever las temperamentales dinámicas, el efectista portamento en el Poco adagio, o la controlada erección de la tensión en el Maestoso.





Las grabaciones de Paul Paray (Mercury, 1957) y Charles Munch (RCA, 1959) han amasado durante largos decenios una vitola de alta-fidelidad en grado sumo, spectacular in your face and so on. La técnica de la Mercury consistió en tres micrófonos direccionales y cinta magnética de media pulgada a tres pistas (y no la cinematográfica posterior). La nula reverberación del Ford Auditorium contribuyó a un resultado suntuoso, con meridiana claridad de las líneas internas: escúchense las filigranas del piano en la introducción al finale, o las tubas palpables en la resolución. En cuanto a la interpretación, Paray prefiere la claridad al ardor, la restricción y la precisión al arrebato: hay que recordar que el estilo de Saint-Saëns como pianista era sobrio y sencillo. Por consiguiente, la afrancesada Detroit Symphony Orchestra suena algo apartada, aunque intachable en la diafaneidad de sus texturas. El legendario Marcel Dupré (integrante del círculo personal del compositor) interpreta el entonces recién construido órgano de 4.156 tubos con un registro pedal de 32 pies –tan bachiano– casi inaudible por su baja frecuencia. Aquellos afortunados en poseer un subwoofer de amplia respuesta darán cuenta de la pasmosa experiencia, no auditiva, sino táctil.





El acabado sónico de Munch es más atmosférico, si bien menos detallado que el de Paray, sin destacar tanto la orquestación de Saint-Saëns: para combatir la excesiva reverberación de la sala de la Boston Symphony Orchestra, los ingenieros de RCA (1959) retiraron buena parte de los asientos y esparcieron por ella a los músicos. Esta grabación, de impulso lírico más cálido que su pareja, hizo más que ninguna otra por elevar a Munch al estrellato interpretativo: las lustrosas cuerdas en el clímax del Allegro, la índole meditativa que permea las espesas armonías wagnerianas en el Poco adagio, el sosegado fugato de atmósfera expectante en las cuerdas que hace de puente al apoteósico acorde de do mayor que abre el Maestoso, el marcado staccato de los metales bostonianos, el fraseo expresivamente irregular. Sabemos que Munch alimentaba las indisciplinas peligrosas, cultivando la emergencia personal de los músicos incluso en las costosas sesiones de grabación; sin embargo, la similitud de los minutajes respecto a sus (más fieras) lecturas de 1947 ó 1954 sugiere que su espontaneidad era muy… elaborada.





El registro de la Symphonie avec orgue se puede acometer de tres maneras: acomodando una orquesta en una sala de conciertos equipada con un órgano –caso de las versiones expuestas–, o bien llevándola de peregrinaje a la iglesia adecuada –caso de la presente lectura–, o bien grabando por separado los elementos y mezclándolos posteriormente en el estudio –caso de los próximos Barenboim, Dutoit y Jansons–. Jean Martinon se presenta como sacrosanto sacerdote de la música francesa, instruyendo la sinfonía con un sentido de reposo refinado y elegante. Los atriles de la Orchestre National de la ORTF se estratifican por registros, y los temas parecen surgir relajada y naturalmente en el primer movimiento, pero se anudan con precisión en el avasallador finale. En vez de un solista-divo, Martinon eligió al mejor conocedor del instrumento, es decir, el organista permanente de Les Invalides de París, donde se realizó en su integridad el documento (EMI, 1975), sustancialmente con más presencia y amplitud dinámica que los anteriores, aunque el mar de reverberación catedralicia ahogue algunos detalles instrumentales, como la poca impronta del ondulante piano.





Daniel Barenboim propone ese mismo año un concepto a gran escala, al nivel de los clásicos, al modelo de modelos, la 5ª de Beethoven. Apoyado en la precisión técnica de la Chicago Symphony Orchestra, y dedicando mayor atención a los planos de los vientos, aherroja una impactante grabación (DG), detallada y dinámica, aunque las cuerdas suenen tímbricamente poco fidedignas a intensidades elevadas. La labor de Gaston Litaize al instrumento (moderno) de la catedral de Chartres se sobrepuso posteriormente, consiguiendo una definición chispeante: como la luz por las vidrieras, el órgano va asomando por la tesitura, iluminando lunarmente la milagrosa meditación de la cuerda en la que se refracta, se eleva y finalmente se desvanece. En el coral del Maestoso hace caso omiso de la indicación p en el apoyo a las celestiales pianísticas, pero el efecto realza el idioma eclesial. Otros momentos a destacar podrían ser: la dulzura en el austero y oscuro preludio con las maderas al unísono, subrayando en su lentitud las oblicuas armonías, o la imaginación lírica de los primeros violines en la invención a dos voces del Poco adagio, evitando la monotonía de la sección, o, como arrojaba el programa de mano de la premiére en una cáustica alusión a los impresionistas: “El compositor ha buscado así evitar en cierta medida las interminables repeticiones que están llevando a la desaparición de la música instrumental”. 





El refinamiento lógico y clasicista de Charles Dutoit se empareja perfectamente con la intención inventiva del autor. Rebosante de inmediatez y espontaneidad, su lectura es la que mejor destaca el aroma tchaikovskiano de la serena coda pizzicata que introduce el Poco adagio, diluyendo el colorido sin retorno de la tónica, y quedando irresoluta por tanto la dialéctica nuclear de la forma sonata. Al final de ese primer movimiento Peter Hurford suelta el pedal y difumina el efecto morendo que la partitura reclama y requiere: la tranquilidad que forma parte del desenlace –o usando la terminología aristotélica, la purificación–. Dutoit hace sonar la pieza incluso mejor de lo que es, como el impulsivo Trio, donde las impetuosas escalas del piano coalescen sobre el centelleo del triángulo. Extrema flexibilidad del tempo en el breve interludio pastoral del Maestoso, donde regresa el tema sobre un resplandor de vientos. Riqueza de la grabación organística, superpuesta posteriormente a la de la Montrèal Symphony Orchestra (Decca, 1982), si bien, no con la profundidad abisal de otras.





James Levine firma una espectacular lectura dramática apoyada en una incisiva articulación y en el exquisito moldeado de las marcaciones dinámicas. La Berliner Philharmoniker destaca el efecto lúgubre y pulsante del tema principal recordando la Inacabada de Schubert. Después del fervor terrenal, es mayor el contraste del contemplativo órgano apoyando sutilmente las cuerdas en el sombrío y reposado Poco adagio. La experiencia escénica de Levine se vuelca en mostrar la deuda y el vocabulario wagnerianos, destacando tanto las figuras descendentes cromáticas en las cuerdas del arranque como la mística y tristanesca coda que cierra el Poco adagio: auscúltese la intensa e inestable armonía, el ritmo fluido, la textura contrapuntística. Hay que destacar el gran efecto de los metales en los fragmentos en canon que pestuntean todo el segundo movimiento. Enorme dinámica del registro, con el órgano propio de la Philharmonie, de cuerpo poderosísimo, si bien algo distante (DG, 1987).





El disco de Mariss Jansons es el ejemplo de como una espléndida ejecución puede desplomarse por una pésima producción (EMI). El órgano construido en 1890 por Cavaillé-Coll en la iglesia de St. Ouen en Rouen permanece casi inalterado y conserva su registración original (atención a la penumbrosa Contra Bombarda), aunque, o en 1994 estaba en malas condiciones de conservación, o simplemente mal afinado. Pero el verdadero problema estriba en la autocrática superposición de su desproporcionada acústica. Un peligro que amenaza continuamente la grabación de esta obra (ya le pasó a Maazel, incluso en mayor medida a Karajan) y que convierte la Sinfonía con órgano en Sinfonía para órgano. Por su lado, la Oslo Philharmonic Orchestra fue registrada cristalinamente en su propia Konserthaus: si Saint-Saëns prescribió al comienzo del Maestoso unos caprichosos compases para el berlioziano campanilleo del piano a cuatro manos, es porque esperaba su tangibilidad sonora, tal y como se articula en esta parte de la emulsión. La lucidez textural en la fuga posterior golpea con una rotundidad shostakovichiana.





Saint-Saëns diferenciaba entre dos tipos de directores orquestales: “Los hay que van demasiado rápido, y los hay que van demasiado lento”. Acaso por ello dejó estrictas marcaciones metronómicas en la partitura… que no se contemplan en la siguiente grabación: el documento recoge el concierto inaugural en mayo de 2006 del descomunal instrumento de 6.938 tubos y 32 toneladas del Verizon Hall. El libreto se refiere a él orgullosamente como “el mayor órgano de Estados Unidos”, afirmación de ufano carácter trumpista (más no es –siempre– mejor). El controvertido allá donde va Christoph Eschenbach se inclina por romantizar descaradamente la obra: las fabulosas cuerdas de la Philadelphia Orchestra despliegan un aura almibarada, caramelizando el tempo del Poco adagio hasta el punto del abandono (más erótico que religioso). Fraseo azucarado, lentitud glaseada, confitando cada trazo, dulcificando los sabores dinámicos. Para compensar, cabalga hasta el desmayo la coda –un pastiche wagneriano donde la recapitulación tonal vertebra– provocando el entusiasta bramido del respetable. Olivier Latry, organista titular de la Catedral de Notre-Dame de París, se integra adecuada y equilibradamente en la toma sonora, lejos de lo excepcional pero mostrando sin confusión todas las achocolatadas gamas de las frecuencias graves (Ondine). Esta tendencia interpretativa de levedad instrumental y claridad en las secciones se da en otras lecturas recientes como las de Nézet-Séguin (Atma, 2005) o Morlot (SSM, 2013).





Nos queda la restauración de los colores opulentos y los relieves contrastados con los que Saint-Saëns trabajó. La masividad de su orquestación (inmersa en el espíritu de gigantismo de finales de siglo) resulta acentuada por François Xavier Roth y su conjunto Les Siecles: el resplandor muelle de las cuerdas de tripa (en disposición antifonal), el mínimo vibrato de las deliciosas maderas, las trompetas naturales, los timbales de piel. El instrumento Cavaillé-Coll de la iglesia de Saint-Sulpice de París con casi 7.000 tubos y más de 100 registros podría parecer la panacea de los instrumentos auténticos e ideales para la obra. ¿Es esto así? Pues siendo estrictos parece que no, ya que la sinfonía se escribió para el órgano de tan solo 23 registros de la sala de conciertos londinense St James's Hall. Es más, Saint-Saëns recomendó la utilización de un humilde armonio si el órgano no estuviera disponible. Sin embargo, la experimentada sapiencia de Daniel Roth, padre del director y profesor titular de este órgano desde 1985, resulta fundamental en la perfecta elección de los registros: coloreando la conversación o impulsando los acordes transicionales, aunque siempre permitiendo escuchar la orquesta (telúrico el comienzo del Poco adagio), salvo en el veloz Maestoso, donde la gran reverberación expele un maremágnum donde timbal y bombo se cañonean a mansalva. Enérgica, plena de impulso, la interpretación pasa de puntillas por los reguladores dinámicos, pero no por la onírica modulación sobre la marca de ensayo O. El tráfico parisino ronronea en la delicada toma sonora, muy cercana a los atriles y que recoge el hojeo de las particellas (Actes Sud, 2010). Por supuesto que los Living Stereo y Living Presence de los 50 quedan ya muy atrás.



martes, 29 de marzo de 2016

Ravel: Boléro

Maurice Ravel contaba la anécdota de un vecino a quien escuchaba desde su casa reproducir con frecuencia la grabación del Boléro. Extrañado Ravel de que no oyese más que el primer disco de los dos de que constaba, al encontrarle un día le preguntó el porqué de tal hecho, a lo que el melómano le contestó: “No vale la pena escuchar el otro disco, pues es lo mismo”. 

¿Tenía razón el vecino de Ravel? Sobre un inerte ritmo asimétrico de cuatro compases en la caja orquestal, un tema simple gira sin cesar, la primera parte A (en do mayor, asociada a los instrumentos más clásicos) en dos ocasiones, la segunda B (en do menor, asociada a los artefactos jazzísticos) otras dos. Un da capo eterno, un estudio del crescendo (no gradual, sino aterrazado, cuyos estadios sucesivos están ferozmente medidos, con una especie de flema inexorable), sin ningún desarrollo orgánico ni variación, el caleidoscópico color instrumental haciendo soportable su uniformidad, la inmisericorde amplitud dinámica la variedad de la monotonía. El tempo es rígido, la tonalidad inquebrantable. Espíritu obsesivo, fascinación de la inmovilidad, estupor de la pobreza melódica, indolencia del sueño, música de hipnotizador, cabeza de Gorgona que encanta los sonidos. El sortilegio súbito es lo único capaz de interrumpir el movimiento perpetuo: la modulación a mi mayor rompe el hechizo de manera repentina y lo encarrila por la coda liberadora durante ocho compases previos al cataclísmico piu fortissimo (fff) y la drástica cacofonía cromática (el fallo mecánico) que disuelve la orquesta.

Ravel, integrado en su época, sigue la tendencia neoclásica: armonía tonal, claridad formal, tímbrica de brillante colorido, transparencia del dibujo melódico y firmeza del ritmo. Ahora bien, el tratamiento de la orquesta como una máquina, fuente de ruido y velocidad (el montaje escultórico de Balla) le engloba de lleno en la era constructivista.







Haciendo caso omiso al raveliano dictamen “un experimento orquestal sin música” que “los grandes conciertos jamás tendrán el descaro de incluir en sus programas”, Piero Coppola pidió autorización al compositor para realizar la primera grabación mundial del Boléro en 1930. Ravel, que desconfiaba de su temperamento latino, otorgó su consentimiento a condición de su presencia el día 8 de enero en la Sala Pleyel. Según Coppola, el compositor censuró su decisión de acelerar a mitad de obra (en la figura nº 15) tirándole de la chaqueta en plena toma, libertad corregida (en parte, dado que hay un ligero incremento -fluctuante- hasta el final) en un segundo intento. Tempo y articulación son eminentemente danzables, asumiendo su herencia del ballet. La Grand Orchestre Symphonique suena variada: mientras el flautista, siempre afinado, resuelve las marcaciones legato y staccato, clarinete y fagot sufren desajustes rítmicos y entonación incierta. A partir de la f. 8 el pizzicato en la cuerda grave sugiere incrementalmente un martillo percutiendo, que, para la entrada de la segunda caja (f. 16) intensifica la sofocante orquestación (fortissimo y miríadas de semicorcheas en tresillos). En f. 18 la energía inflacionaria se matiza con la cruda transposición del conjunto a una tercera mayor. Finalmente, la fricción entre melodía y mecanismo causa ignición y el edificio se colapsa con un efecto glissando en trombones, barbáricamente prestado del jazz. La edición de Andante respeta el sonido primitivo y sufre el limitado rango dinámico propio de la grabación eléctrica, si bien logra mantener la entonación correcta. Las de Cascavelle y Urania ofrecen menos detalle, aparte de la afinación desviada por la velocidad inadecuada.





Al día siguiente, 10:00 de la mañana, margen izquierdo del Sena, exterior del salón de baile Bal Bullier. Los primeros rayos de sol sorprenden a los noctámbulos y revelan la sucia y descolorida realidad que la iluminación artificial barnizaba de atractivos dorados. Maurice Ravel aparece, puntual y elegante, preguntándose que hace despierto a una hora tan temprana. En el interior aguarda la Orchestre des Concerts Lamoureux, que lo recibe cordialmente. Albert Wolff, su director habitual, ensaya la obra. Después de cada sección, concienzudo y preciso, Ravel escucha las tomas y apunta infalible los defectos, sacudiendo la cabeza: “Demasiada celesta”, “trompetas escasas”. Los atriles de las trompas se mueven, los oboes dejan más espacio. Al fin, el exacto equilibrio es conseguido y Wolff cede su batuta al compositor. Ya en el pódium, a una señal del ingeniero, la muñeca de Ravel comienza una rígida batida de tres cuartos. Un fuerte chasquido del contrabajo al final de la primera parte hace necesaria otra toma, algo que el compositor acepta con buen humor. El nuevo intento sale tan bien que Ravel lanza complacido su batuta sobre la partitura, arruinando la toma. Perfecta por fin, la grabación es audicionada y aprobada por los presentes. A las 12:30 el maestro huye en taxi de sus fans parisienses. Veamos que ofrece el histórico documento: Ravel oscila entre la volatilidad inestable y la contención moderadora, entre lo casto y lo sensual, siempre con un sentido de resistencia, seguramente producto de su agarrotamiento a la hora de dirigir. En la primera mitad los solistas de viento y metal se separan libremente del acompañamiento rítmico (aplastando alguno de los grupos de semicorcheas del tema principal, o con ligeras anticipaciones agógicas), mientras en la segunda agudizan la gradual pero inexorable asimilación dinámica de lo individual en lo colectivo. La marca vibrato colocada tras la f. 6 se observa con moderación. Tempo severo y estricto, cuasi metronómico, que Ravel comienza ligeramente más rápido (negra=66, ateniéndose a su partitura personal) que Coppola (63), aunque hacia la entrada de la celesta (f. 8) esto se ha corregido. Y no lleva la pieza hacia el cataclismo que ha llegado a ser norma. Pese a que las orquestas de estas dos grabaciones son diferentes, es muy probable el uso compartido de los solistas para los vientos exóticos: por ejemplo, el oboe d’amore (casi inaudible, de cuya sonoridad Ravel quedó muy decepcionado; por ello suele ser tocado por un corno inglés) ostenta en ambas un similar vibrato, rápido y nervioso. La edición de Andante consigue la afinación correcta a 16:17, en contra de otras (Dutton y Urania, donde además falta medio compás).





Quizás los motivos comerciales (poderoso caballero) llevaron al Ravel empresario a criticar el resto de las grabaciones de la obra (solo ese año se realizaron nada menos que 25): “Tengo que decirle que el Boléro raras veces lo dirigen como habría que dirigirlo. Mengelberg acelera y ralentiza en exceso” (Concertgebouw Amsterdam, Pearl, 1930). No obstante, sin duda la palma se la lleva el llamado Toscanini affaire: “Toscanini lo dirige dos veces más deprisa de lo necesario y ensancha el movimiento al final, lo cual no está indicado en parte alguna. No: El Boléro hay que tocarlo en un tempo único de principio a fin, en el estilo lamentoso y monótono de las melodías árabe-españolas. Cuando le hice notar a Toscanini que se tomaba demasiadas libertades, me respondió: «Si no toco a mi manera, carecerá de efecto». Los virtuosos son incorregibles, sumidos en sus ensoñaciones como si los compositores no existieran”. Piero Coppola, testigo directo del enfrentamiento (los gestos desaprobatorios de Ravel en pleno concierto saltaron a los periódicos), decía que su paisano aceleraba “para obtener un efecto de dinamismo ibérico, el cual él creía estaba justificado por la naturaleza de la obra”. Con posterioridad los dos artistas expresaron públicamente su admiración mutua, y sin embargo, Toscanini jamás grabó la obra en estudio. El único archivo sonoro que documenta el affaire es el tardío concierto del 21 enero de 1939 con la NBC Symphony Orchestra. Han pasado nueve años, pero es cierto que a partir de la f. 8 Toscanini acelera el paso (de negra=71 a 78), si bien en todas y cada una de las repeticiones de la melodía B ralentiza idiosincráticamente el ritmo en la secuencia de staccati. El sonido (Fono), proveniente de la transmisión radiofónica, es suficiente para hacernos sufrir las intervenciones de los vientos solistas, trufadas de imperfecciones (atención al trombón).





Entre 1949 y 1963 la RCA trabajó agresivamente el mercado para asegurar a Charles Munch y la Boston Symphony Orchestra como propietarios del nicho impresionista (en cerrada disputa con Szell-Cleveland y Ormandy-Philadelphia), realizando continuas grabaciones (tanto en estudio como en vivo, en mono y en el horrible Dynagroove) y reediciones redundantes en LPs con portadas más o menos inspiradas (The Virtuoso Orchestra, The French Touch). La versión de 1956 contiene los parámetros de un genuino Boléro: el nerviosismo rebosante, sardónico y tórrido, la resuelta nasalidad de la línea del corno inglés. El ostinato también es extraordinario: se advierten las percusivas corcheas en la viola pizzicato, habitualmente sepultadas, y el exagerado golpeteo entre solos presagia la histeria final. En sus posteriores acercamientos la prudencia y la reflexión se imponen, especialmente aquella implacable realizada en París en 1968. Característica de Munch era su renuencia a ensayar por anticipado las grabaciones: así permitía a los intérpretes un amplio margen para desarrollar su arte en un toma y daca similar a la improvisación popular (y sin seguir de manera decente las marcas de la partitura). La articulación escrupulosa y seca era considerada un atributo del refinamiento francés (y de hecho debía sonar extraña a los oyentes americanos) y beneficia una claridad extrema de la conversación orquestal. La profundidad de la paleta incluye la amplia variedad de efectos pizzicato, los diferentes grados tímbricos que invoca, el cuidado con que elabora las texturas.





Desde 1952 hasta 1963 la esencia de la cultura gala más distinguida estuvo corporeizada en la Detroit Symphony Orchestra, erigida a réplica de las que Paul Paray había dirigido en Francia. Sorprendente por la tensión amenazante (13:30) y la articulación precisa y luminosa a manera de un puntillismo musical. La fantástica calidad de la grabación, como fue norma en Mercury, merece un comentario aparte: toma sonora elaborada mediante un único micrófono colgado 5 metros sobre el pódium del director y registrada sobre cinta de celuloide de 35mm. Durante su realización, mientras Paray incrementaba paulatinamente el volumen de la orquesta, el ingeniero de sonido disminuía la sensibilidad del micrófono, para que tanto la callada apertura como el cataclísmico final se ajustaran al rango dinámico del equipo de grabación. Este proceso se manifiesta en la gradual desaparición del siseo de fondo hasta que es enteramente inaudible. Atención: la contraportada del vinilo aconsejaba su escucha a todo volumen (!) para poder apreciar sus virtudes, que son, entre otras, la panorámica espacial, la detallada situación holográfica, la atmosférica acústica del auditorio, la exquisita resolución tímbrica, prácticamente táctil. Y en los primeros compases, el tráfico de Detroit en 1958.





La Orchestra de la Société des Concerts du Conservatoire era en 1961 un conjunto de primera línea, asociado a la organización de prestigiosos conciertos y no un grupo estudiantil como pudiera invocar su nombre. André Cluytens erige con ella una lectura (EMI) de sugestiva atmósfera onírica, texturas contrastantes, fuego vibrante. Los timbres distintivos en maderas (palpitantes) y metales (nasales) proporcionan una nueva iluminación a la obra. Los desordenados vientos, que buscan a tientas sus solos (especialmente el clarinete), son parcialmente oscurecidos por metales y percusión mientras intentan portar el tema. Estupenda la sección de la celesta y demasiado decente el trombón. El tempo permanece siempre en la marcación sugerida por Ravel (negra=66).
Todavía en 1974 se atisba el sonido específicamente francés de la Orchestre de Paris (fundada con los profesores de la Société des Concerts du Conservatoire). Jean Martinon, que había tocado el violín bajo la dirección de Ravel (“en contraste con el carácter sensual de su música, su temperamento conduciendo era neoclásico, riguroso”), recrea las inexistentes variaciones melódicas con un controlado hedonismo justo bajo la superficie, las texturas moldeadas con un voluptuoso conocimiento carnal que sugiere una dimensión ritual, exótica, antigua. La tensión crece maravillosamente con intoxicado abandono (cada ínfima gradación dinámica se aprecia), y el brutal colapso en los perfumados y delirantes compases finales invoca una danza sacrificial (La consagración de la primavera) y traza una trayectoria única de creación-apoteosis-destrucción. Toma sonora realizada en origen cuadrafónicamente (EMI), que suena excelente (amplia y profunda, con información direccional) en cálido estéreo.





He hardly moved. With the eyes closes and the hands barely chest high, Karajan gave us the beat with a single finger, and even that barely moved. With each new addition, the hands moved fractionally higher. It was a form of hypnoses, I suppose. What we sensed was the power of the music within him, and that was bound to affect us. So with each slight lift of the hands the tension became even greater. By the end of the piece, the hands were above his head. And the power of that final climax was absolutely colossal”. Podría decirse lo mismo de este registro, casi se puede visualizar a Herbert von Karajan en su hipnótico comando hacia la colosal conclusión que el flautista Gareth Morris describe. A pesar de abarcar todo el espectro musical, Karajan nunca ocultó su pasión por la música francesa. Hay una cierta masividad industrial en el ritmo soñoliento y estable, aunque los solos tempranos no son pudibundos. En la f. nº 4 Karajan acolcha los pizzicati en unos pretendidos rasgueados flamencos y en la f. nº 12 propulsa abruptamente el timbre de la percusión por la adicción temprana de la segunda caja, ligeramente desincronizada. Show estético sin remordimientos y estrictamente calculado: no hay abandono en los compases finales, sino meditación y consciencia de la perfecta belleza tonal, con un control de tensión casi bruckneriano, incluso en las perfectas síncopas jazzísticas. La refinadísima Berliner Philharmoniker dibuja texturas aterciopeladas y sensuales (sobre todo en los vientos, uniformemente anónimos), pero la percusión es teutónicamente rígida, rezumando militarismo. La grabación (DG, 1965) recupera la abierta y fresca acústica de la Berlin Jesus-Christus Kirche, y otorga en la mezcla una irreal preeminencia a las cuerdas, que en la conclusión casi ahogan a los metales.





Sabido es que a Ravel no le gustó el montaje de la premiére en 1928 para Ida Rubinstein, diciendo que el habría preferido un acento mecánico más que sexual: “Mi Boléro debe su concepción a una factoría. Algún día debería interpretarlo con un fondo industrial”. Decía Pierre Boulez que “la genialidad de Ravel es encontrar el color exacto para cada línea melódica”. Seguramente la genialidad de Boulez sea encuadrar el Boléro en aquella perspectiva robótica. La claridad clínica asociada habitualmente a Boulez es precisamente lo que Ravel demandaba: un respeto absoluto a la letra de la partitura, sus notas, tempi, dinámicas… Por tanto, Boulez es el intérprete ideal, que habla aquí su lengua nativa: el espíritu analítico, el oído perfecto, desmenuzador, y la propia afinidad temperamental con el compositor. Esta visión maquinista deriva de la imagenería de los escritos de Ravel: “Los eslabones de una cadena o una línea de montaje en una factoría”, ”máquina ostinato”, “patrones de código Morse”. Tempo disciplinado, atildado, pero no exactamente metronómico, con una sombra de amenaza ocasional. Justo antes del solo del clarinete en mi bemol, Boulez enfatiza la línea melódica descendente del arpa, un efecto a menudo olvidado. La celesta repica valientemente en el pasaje politonal misterioso (f. 8), cuando junto a trompa y dos piccolos concurre el tema (armonías colisionando) en tres claves diferentes (do, mi, sol). Tanto solistas como conjunto (Berliner Philharmoniker) ejecutan la pieza de manera insuperable. Otra grabación en la mágica atmósfera de la Berlin Jesus-Christus Kirche, con una palpable sensación de perspectiva espacial, la microfonía meticulosamente planificada y manipulada ingenierilmente para reproducir los colores de manera deliciosa.





Ravel requirió para el Boléro una duración de diecisiete minutos, pero hay muy pocos directores capaces de arriesgar un vuelo tan amplio. Sergiu Celibidache nos regala su visión, personalísima, exagerada, insuperable. Imposiblemente lenta (18:11), perturbadoramente obsesiva, como una procesión religiosa circular (y por tanto infinita, cual cinta de Moebius). Por momentos esta aproximación apocalíptica, casi estática, permite a los músicos de la Münchner Philharmoniker relajarse y mostrar su personalidad: por ejemplo, el descarado tono seductor del saxofón. Concordando curiosamente con su archienemigo Karajan, el maestro rumano introduce la segunda caja coincidiendo con la entrada del tema en los violines (f. 12). La insistencia alucinatoria del tempo inmutable procura sin embargo la sensación de accelerando constante, una ilusión auditiva, ya que el ritmo permanece estable. Para enfatizar la estructura teorética de la obra (sobre las posibles consideraciones dramáticas), Celibidache mantiene el equilibrio intrínseco entre los planos sonoros, sin desatar el control dinámico hasta el colapso final. En general, las grabaciones han pasado de (intentar) reproducir la perspectiva del director al panorama del público. Aquí (EMI, 1994), éste perturba ligeramente la carnosa toma sonora. El vídeo adjunto (EuroArts, 1994) titila un ritual arcaico dentro de un estilizado Art Nouveau que tiene un no se qué de wagneriano.





La pedagógica lectura de Jos van Immerseel se basa en enfatizar los contrastes tímbricos entre instrumentos. Como en anteriores ocasiones, los miembros de Anima Eterna emplean los instrumentos más cercanos a la época y lugar de composición, e incluso llegan a ceder su puesto a especialistas locales (excepcional la sutileza dinámica del oboe d’amor): Dicha ortodoxia historicista revela el color provincial de cada atril, a veces insospechado (la celesta argéntea). Casi inexistente vibrato en cuerdas (de tripa, en pequeño número, sólo 38) o vientos, excepto cuando Ravel lo solicita expresamente. La interferencia entre contrafagot y clarinete grave zumbando bajo el solo de trombón es apasionante, pero suena muy natural (como sus pequeños portamenti), y los últimos compases están inundados de bastos y lascivos glissandi, exponiendo a la luz las infidelidades jazzísticas de Ravel. Para el siempre problemático tempo, Immerseel reconoce haber estudiado la interpretación (tan elegante como indolente) del propio autor, y no intenta incrementar la tensión acelerando el paso, objetivamente frío, austero y arisco (negra=60). Zig-Zag Territoires (2005) produce un resultado sonoro final de diamantina claridad.





Sobre la relación de Ravel con la cultura vasca hay que señalar que el contacto que mantuvo con esta realidad durante toda su vida (aprendió maternamente el euskera) tuvo una indiscutible presencia en su creación artística, y hay quien ve evidente la referencia al txistu y el atabal en los primeros compases del Boléro: se encontraba de vacaciones en San Juan de Luz –donde veraneaba cada año– en el momento de escribir esta obra. De ahí que la transgresora lectura que recrean Katia y Marielle Labèque sobre la propia transcripción para dos pianos del compositor (en Ravel la orquestación es un ejercicio técnico posterior a la composición, por tanto, esta traslación podría asemejarse a la materia primigenia) tenga al menos un sentido alternativo. Gustavo Gimeno (percusionista del Concertgebouw Amsterdam) y Thierri Bescari recrean con sutileza el efecto rítmico de la partitura original, continuamente renovado por los cambios en la inusual panoplia de instrumentos vascos (atabal, txepetxa, ttun ttun, txalaparta, tobera). De esta manera las hermanas Labèque quedan liberadas para, modestamente, centrarse en pintar con libertad agógica melodía y armonía. La diversidad de colores y texturas sigue siendo asombrosa, aunque el crescendo pierda las variaciones tímbricas progresivas, y cuando la percusión llega a ser prominente se añade un fantasioso toque exótico. Experimento cautivante, primitivo, salvaje, telúrico, del pasacalles universal (KML, 2005).