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viernes, 3 de marzo de 2023

Shostakovich: Sinfonía nº 5

La Sinfonía nº 5 de Dmitri Shostakovich permanece envuelta en el eterno debate de si es una loa al culto estalinista o si es un himno paródico. Si creemos a Testimonio, el libro de Solomon Volkov (que puede ser falso, pero seguramente refleja con precisión los puntos de vista del compositor), Shostakovich temió una condena reeducativa siberiana tras la incriminatoria reseña en Pravda (pornofonía). La “respuesta de un artista soviético a unas críticas justas” fue componer una sinfonía triunfal en el intento de reintegrarse en la escena musical con la aprobación del aparato; la obediente sumisión supuso la rehabilitación ante el Kremlin, y para Shostakovich una nueva vía creativa: la ambigüedad como forma artística, el subterfugio como vía de supervivencia.

Quizá la posición política actual (de mártir) del Shostakovich de los años 30 (la inversión de blanco y negro) sea tan errónea como el expurgo de los tonos grisáceos: el miedo, aunado a su lucha interior entre su devoto nacionalismo y sus críticas a la burocracia del Partido. Testigo del clima de terror permanente, disidente en silencio y en potencia, que no se atrevió a hablar o huir.

De estructura formal y tonal neoclásicas, pero de naturaleza abstracta (similar a su música de cámara), asume la herencia mahleriana y recurre a los cuatro movimientos académicos, y por tanto alejados de la estética oficialista y vanguardista.

 

175 lossless recordings of Shostakovich Symphony no. 5 (Magnet link) 

 

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Yevgeny Mravinsky solía decir que, mientras los cuartetos de Shostakovich revelan sus sentimientos personales más íntimos, sus sinfonías son los diarios de la época soviética. El estreno de la Quinta, acontecido el año anterior por el propio Mravinsky, fue un gran éxito, si bien al autor al principio le había asustado el método de trabajo del director: “Me parecía que profundizaba demasiado en los detalles, que hacía demasiado caso a lo particular, y parecía que esto podía estropear el plan global, el concepto general. Mravinski me sometió a un verdadero interrogatorio en cuanto a cada compás, a cada una de mis ideas, exigiendo que aclarara cualquier duda que tuviera”. En busca de la autenticidad es obligatoria la escucha del documento de 1938 (Artone); con mejor sonido se dispone de una larga decena de grabaciones, todas con la Leningrad Philharmonic Orchestra y todas con la visión épica y mitológica de un verdadero creyente en el Partido. Como expresó la retórica panegírica en Sovestkaya Muzika: Una obra de tal profundidad filosófica y fuerza emocional sólo podía crearse aquí, en la URSS”.






Un universo paralelo fue inaugurado por el genial y visionario Leopold Stokowski tan solo un año después: La comprensión del significado oculto en el pentagrama. La Philadelphia Orchestra (Dutton, 1939) cimenta una lectura fascinante, rauda, muscular, ferviente, con algún acaramelamiento incorregible como el diminuendo asociado al morendo. Los metales erupcionan con autoritarismo arrollador en el moderato; el allegretto se contonea irónico tras la apariencia de un danzante refugio de felicidad infantil; la trágica intensidad de las exuberantes cuerdas (fraseando independientemente, imbuidas de portamenti) empujan un largo beethoveniano; un espíritu incendiario ilumina las páginas del finale. El muy posterior concierto con la misma orquesta (Pristine Audio, 1960) es notablemente similar y suena de maravilla.




 


En un victorioso tour por la Unión Soviética en 1959, Leonard Bernstein interpretó la obra con la New York Philharmonic en presencia del propio Shostakovich, declarado admirador del americano. Esta grabación (Sony) capta la emoción de aquel encuentro. Más contrastado de tempi que Stokowski, con máxima expresividad (en detrimento de la integridad narrativa) y excelente contribución solista, como en el jocoso scherzo o en el agónico largo (sin alcanzar el histrionismo del remake de 1979). La estudiada apertura (que puede seguirse en la propia partitura anotada por Bernstein adjunta) indica un análisis concienzudo previo, con numerosos descubrimientos personales, cuyo máximo exponente es el pulsante finale (“singular” lo definió Pravda), donde se dobla la velocidad prevista en la partitura (con el expreso deleite –que no es lo mismo que la aprobación– del compositor), descarrilando de optimismo heroico en una batalla electrizante. La edad de la toma (realizada en una mañana, prácticamente sin parches) se acusa en la sequedad tímbrica, aunque ostenta buena profundidad espacial.






Karel Ancerl sí conoce de primera mano la realidad (la contradicción) del bloque oriental. A pesar de los característicos desajustes de las maderas de la Czech Philharmonic Orchestra, Ancerl mantiene el flujo musical continuo realzando los cambios de tempi que pide la partitura y desplegando con imaginación bartokiana otros que no. La fachada permanece incólume, pero, por detrás, los volúmenes y disposición de los aposentos varían como por ensalmo: la modernidad atemporal. El scherzo esquiva el cariz paródico y brinda homenaje a los músicos callejeros y bohemios, con los instrumentistas individualizados con criterio camerístico. Largo muy contenido y reverencial. La desasosegante coda, a fuego lento hacia el cataclismo, recuerda otros (estos) tiempos de guerra fría y telón de acero. El amplio fraseo de las cuerdas se beneficia de la holgada reverberación (Supraphon, 1961).




 


Tras el rehúse (sugerido por el Politburó) por parte de Mravinsky de la première de la Sinfonía nº 13, Shostakovich encontró un fiel intérprete en Kirill Kondrashin hasta su fuga y asilo político en Amsterdam, donde confirmó Testimonio como genuino. Otro registro (otro mensaje) que se puede considerar referencial, ya que, no solo aconteció con la aquiescencia del compositor, sino que además le confiere una autenticidad que refleja la naturaleza de la obra como resumen expresivo –y largamente reprimido– de la primera época soviética. Aunque la Moscow Philharmonic Orchestra adolece de cierta tosquedad técnica, Kondrashin es impecable en la cuidada atención a las dinámicas y el detallado juego de las voces instrumentales. Permanece la precisión, pero con menor acritud (el scherzo suena como un ländler ruso), y el énfasis dramático va endureciéndose hasta un finale enfebrecido (y perceptiblemente vacuo, concesión al régimen, con las arrojadas huestes bolcheviques tomando El Palacio de Invierno) y con una percusión poco distinguida. La toma sonora es apropiadamente rugosa y cortante (Melodiya, 1964).




 


Al año siguiente André Previn escribió a Shostakovich preguntándole a que velocidad debía tocarse el finale de la sinfonía. La respuesta Tóquelo como quiera ¡Va a dar lo mismo!demuestra el poco aprecio que el compositor tenía a “los esperpénticos zambombazos finales, pestilentemente triunfalistas (en palabras de J.L. Pérez de Arteaga). El versátil y sutil Previn acertó por completo, detallando la inmensa gama de expresión, de tempi, de dinámica, que la partitura permite y exige. Así, logra de la London Symphony Orchestra una atmósfera de oscura melancolía en el plástico moderato, un caballerosamente grosero scherzo, y controlada sensibilidad, refinamiento y sobriedad en el moroso largo. Acaso el vivaz tempo con el que asalta el inocente, conciliador y feliz finale no permite después mayor urgencia o peligro. La grabación, dominada por las cuerdas, transparenta la naturalidad de esta ejecución pre-Testimonio (Sony, 1965).

 





“[Testimonio ha] revelado, por vez primera, la tragedia de la máscara de lealtad al régimen que mi padre tuvo que llevar toda su vida”. Maxim Shostakovich, hijo del compositor, asimismo huyó de la madre patria en 1981 y también dotó de veracidad las memorias recopiladas por Volkov (como Ashkenazy -“¡Cómo no iba Shostakovich a odiar al sistema soviético, si todos lo odiábamos!”-, Rostropovich o Barshai, todos ellos autoexiliados; posteriormente se han añadido Rozhdestvenski, Temirkanov, Sanderling). Existen varios registros de Maxim pero el de la USSR Symphony Orchestra (RCA, 1970) es el que aún desprende aroma local. Franqueza y rectitud desvelan el andamiaje académico, helando la expresividad de la obra con su lógica ascética, aunque hay algunas transiciones magistrales. Analítico, sin ornamentos, cercano en los amplios tempi a las marcaciones de la partitura, con la diafanidad textural que le permite la apagada toma sonora.




 


Bernard Haitink parte del dominio del sustrato mahleriano (al que Shostakovich veneraba evangélicamente) para colorear una panorámica clasicista (¿brahmsiana? ¿bruckneriana?) y desconectada de la crónica histórica, negándose a exagerar o recurrir al melodrama, en una pura construcción formal unida a la cualidad hipnótica y la calidez tímbrica de la Concertgebouw Orchestra. La planificación estructural da continuidad al flujo musical, sin variaciones de tempo (que Haitink considera) innecesarias (el finale acelera gradualmente hasta un allegro pleno, solemne y grandioso), y limando algunas asperezas por el camino. La toma sonora otorga a las maderas la adecuada perspectiva y es plúrima de amplitud dinámica (Decca, 1981).




 


Kurt Sanderling fue un soviético honorario: Huyendo de los nazis pasó de 1941 a 1960 asistiendo a Mravinsky y se convirtió en amigo personal de Shostakovich. Desde un sentido constructivo sibeliano, hay más severidad teutónica y estoicismo pesimista que exhibición desoladora del terror estalinista. El lento inicio del moderato se adecúa (inusitadamente) a la marcación metronómica (♪=76). Allegretto prosaico y algo rudo, seguido de un riguroso largo, que, sin embellecimientos añadidos, resulta devastador. Khachaturian cuestionó una vez el agresivo tempo de apertura de Sanderling en el finale, a lo que el compositor replicó: "No, no, que lo toque así"; sin embargo, el pulso inmovilista enfría el entusiasmo de las páginas conclusivas. Tenebrista y sórdido, tan depresivo como irascible, torturado e inconsolable siempre. La toma rememora mate la idiosincrasia de la sección de metales de la Berliner Sinfonie-Orchester (Berlin Classics, 1982).




 


La originalidad de Gennadi Rozhdestvensky castiga truculenta, como en ningún otro registro, los elementos perturbadores: las intervenciones solistas gruñen como denuncias anónimas, los metales golpean las puertas de madrugada, las maderas gritan intimidantes. El pulso apremiante coacciona al piano en el moderato, drástico, visceral, teñido de amargura. Rozhdestvensky machaca el allegretto en un pesado ternario, bailando un ballet histriónico, punzante, sarcástico, con botas del Ejército Rojo. La opresión sale a la luz en el fortissimo en la fig. 90 del largo, cuando la melodía de despedida se transfiere a los violonchelos, los clarinetes refuerzan el trémolo litúrgico y los contrabajos emiten violentos ladridos de dolor. En el finale la USSR Ministry of Culture Symphony Orchestra brutaliza una tímbrica decapante y corrosiva, con un sonido mejorable para la fecha (Melodiya, 1984), de resonancia cavernosa.




 


Rudolf Barshai también está firmemente enraizado con la composición shostakovichiana, ya que fue alumno, intérprete (viola fundador del cuarteto Borodin) y amigo suyo. Su lectura cae en el perfil de la literalidad estajanovista, prefiriendo el ímpetu rítmico y su consiguiente desarrollo linear, sin caer en la distorsión expresiva ni en el intervencionismo bersteiniano. La WDR Sinfonieorchester muestra el mordiente que la música requiere para este tipo de recreación eslavófila. La grabación azota con presencia e impacto (Brilliant, 1996).






Mariss Jansons parte desde la órbita oficialista (fue discípulo de Mravinsky), añadiendo elementos post-soviéticos provocadores: detalles chocantes pero innegablemente efectivos, como el temprano accelerando al comienzo del cuarto movimiento, donde también los timbales suenan con fuerza desde el principio -el redoble está marcado para subir de p a ff-, o las amenazantes trompas en el scherzo. Jansons adapta las instrucciones ritmicas de la partitura para extraer sus intenciones subyacentes, y encuentra gestos sardónicos y discrepancia vociferante en los metales finales. La excelencia técnica de la Wiener Philharmoniker permite tempi trepidantes y timbres nerviosos cuando son requeridos. La débil grabación exige músculo a los triodos, pero recompensa con extremas dinámicas (EMI, 1997).




 


Hemos visto que versiones de colegas y amigos del compositor difieren enormemente. Pupilo, vecino, hermano, Mstislav Rostropovich abandera la escuela disidente, en un despliegue interpretativo excéntrico en tempi, articulación y fraseo, para transmitir un mensaje determinada y claramente subversivo: escúchese la angustia que plantean las cuerdas casi sin vibrato en el inicio. En el caricaturesco scherzo se postula inconfundible, contrastando con un etéreo trío. Sin embargo, en el largo fracasa en recrear una pieza de réquiem que colapse en serenidad celestial. Rostropovich decreta que el finale es un “triunfo para idiotas” y conduce los minutos finales de una manera parsimoniosa y tenue, sin acelerar nunca, suavizando inquietante los contornos. La estupenda prestación de la London Symphony Orchestra se recoge con nula reverberación (LSO, 2004).




 


Una opinión generalizada entre las críticas musicales es que los registros modernos están mejor interpretados técnicamente, pero peor dirigidos. La interpretación de Andris Nelsons desmiente este mantra y se recomienda sola. No sólo por el enorme detallismo de la grabación, la tímbrica recogida con naturalidad y posicionamiento, sino también por la intensidad que el director letón comunica a los atriles de la Boston Symphony Orchestra (DG, 2015) los ritmos maniacos, las dinámicas inesperadas, la atención a los silencios. Tras el siniestro entusiasmo del piano en el desarrollo del moderato, el scherzo ensalza la apropiada lucha de encanto y brusquedad. La transparente división de las cuerdas en grupos (las violas y los violonchelos se dividen en dos, y los violines en tres) conduce a una particular magia expresiva en el movimiento lento, que se eleva con gentileza callada hacia la epifanía. El finale es un cortometraje tchaikovskiano de escenas multicolor, desde la diabólica marcha inicial hasta una coda que va agonizando lentamente hacia una celebración forzada.






Extras:

Shostakovich - His Life and Music (Course Great Masters in 8 lectures, 45 minutes/lecture): Ph.D., University of California at Berkeley Professor Robert Greenberg provides careful, gripping accounts of the political circumstances amid which Shostakovich composed his masterworks—meaning above all his 15 symphonies and 15 string quartets.

An Informer's Duty theatricalises in a BBC Radio 3 full cast production Leningrad in 1937: Shostakovich is under official attack as Stalin's terror decimates his world. He cannot compose Soviet anthems, his fourth symphony is too dangerous to perform - and yet, as the Soviet Union's premier composer, he must respond to the times.

In BBC CD Radio Review broadcast Geoffrey Norris compares recordings of Shostakovich's Symphony No. 5, and makes a recommendation.

Through one-hour documentarie Keeping Score, Michael Tilson Thomas and the San Francisco Symphony explores the motivations behind composer’s score and pertinent musical technique as well as the personal and historical stories behind them, as well as examines the aftershock and the lasting influences of that moment in music history.

Tony Palmer's 1987 film Testimony is based loosely on Shostakovich's own memoirs as related to and edited by Solomon Volkov. DVD rip 1080p.

sábado, 2 de junio de 2012

Shostakovich: Los cuartetos de cuerda - The String Quartets

Pravda le definió como “un verdadero hijo del Partido”. Pero su personalidad pública (responsabilidades oficiales durante toda su vida, prominente perfil cívico, el aparente hosanna al futuro comunista) pudo haber sido meramente una máscara que ocultara sus verdaderas creencias disidentes. En un tiempo de control y opresión política en el régimen estalinista (¿cuál no? ¿dónde no?), condenado en dos ocasiones por formalismo (la innovación ilusoria, abstracta e individualista, que rechaza la herencia clásica, el carácter nacional y el servicio al pueblo), sobrevivió en precario equilibrio a las sucesivas purgas culturales, cuando muchos de sus amigos fueron exiliados o desaparecidos. Su motivación fue la música. Sólo ésta permaneció constante a través de su turbulenta y a menudo torturada existencia, llena de gestos irónicos, enigmas crípticos y matices hermenéuticos. El cuarteto de cuerda fue concebido como un medio viable para la construcción y articulación de su propio mundo sonoro, y dibuja la crónica de la áspera realidad interior de Dmitri Shostakovich.

Los 15 cuartetos van jalonando un premeditado viaje a través de la tonalidad que duró 36 años. Fueron escritos en diferentes claves, con la intención metódica (y poco verosímil) de formar un conjunto de 24, sobre el modelo del Clave bien temperado. El tono ascético, estricto y concentrado del ciclo podría verse como un ejercicio en variaciones de lamentos, pesares y pérdidas. Música esencialista e intensa, absolutamente abstracta, refractaria a todo programa. Entre sus cualidades: Una arquitectura armónica cubista, politónica, cromática en su totalidad y estridente en ocasiones; las continuas metamorfosis rítmicas y la unificación temática; los sutiles aromas de folclore ruso, el uso de glissandi, pizzicati percusivos y horripilantes trinos. Desde el punto de vista formal permanece en semilibertad dentro del cercado escolástico, la impronta postromántica dentro del movimiento neoclásico, asumiendo un pasado cercano que se trasciende sin abjurar de él, y que se disuelve gradualmente en los últimos cuartetos de la serie en un monólogo polifónico.






Los integrantes del Beethoven Quartet, estrictamente contemporáneos del compositor, no sólo tuvieron el privilegio de estrenar todos sus cuartetos (excepto el primero y el último) sino que contaron con la asistencia del propio Shostakovich a los ensayos previos, tocando la pieza primeramente al piano, y señalando minuciosamente los detalles interpretativos. Sin embargo, si algo caracteriza este ciclo es la irregularidad en su percepción y ejecución. A esto contribuye el ocasional gusto caprichoso, semi-improvisado, inesperadamente áspero, siempre delicioso, del primer violín Tsyganov. El fraseo y el generoso uso del vibrato denuncian la tardía tradición romántica, pero la afinidad nerviosa con el núcleo dramático de las obras instiga desconfianza, sufrimiento y dolor, y hace olvidar la inestabilidad en la entonación, el a menudo prosaico estilo. Excepcionales las delicadas disonancias en el doloroso lamento del 4º, la hipnótica melancolía del 7º, la huraña ambigüedad semántica del 12º. Tempi ansiosos, impacientes, urgentes, impetuosos, que dan la impresión de interpretaciones en directo. Las desiguales tomas sonoras, realizadas a lo largo de dos decenios (Doremi, 1956-1975), oscilan entre la acústica equilibrada, seca, focalizada y sin profundidad (que acusa la cercanía de los micrófonos), y la mera corrección estéreo. En algún cuarteto (2º, 9º) un apreciable ruido de fondo delata su procedencia de vinilos.








En el otoño de 1972 Alan George, viola del Fitzwilliam String Quartet, escribió al compositor para pedirle permiso para estrenar en Inglaterra su 13º cuarteto. Shostakovich no sólo mandó las particellas, sino que se presentó entusiasmado a los ensayos para ayudar a refinar una interpretación alejada del deslumbramiento virtuoso y la ferocidad rusa, emocionalmente recatada y calma, de imaginativo y amplio fraseo, de sutil dulzura en los movimientos lentos, como cálidas esposas de satén. Se podría echar en falta mayor variación tonal en la percepción del ciclo, ya que la gravedad se aplica incluso a los más ligeros primeros intentos, como si anticipara las tensiones en la consternación que habita en los postreros cuartetos. Destacar la etérea conclusión del 3º, la acumulación de energía expresiva en el 12º, la mahleriana aceptación de la derrota del 14º. Grabación de presencia realística, de gran riqueza tímbrica, cercana al punto de sacrificar la separación de texturas y las dinámicas pianissimi. La cuantiosa reverberación perjudica algunas pausas y las notas percusivas (Decca, 1975-79).

 






El Borodin Quartet también trabajó codo con codo con el compositor cuando la tinta de los cuartetos aún estaba fresca. Su primer registro (Melodiya-Chandos, 1967-1972) concluye en el nº 13, ya que por aquel entonces Shostakovich aún no había compuesto los dos últimos. Esto añade un mayor matiz testimonial a esta pionera lectura, de trazo tonal poderoso, suntuoso y opulento. Apasionado y romántico en las tenues dudas de tempo que permiten respirar espontáneamente cada frase con diferenciados matices, a veces con una pizca de sentimental vibrato, otras manteniendo largas notas sin él, como un antiguo consort de violas. Tensión y drama, contraste y contradicción son maximizados, llegando a afear o nasalizar el sonido si es necesario, siempre con refinamiento en la entonación. Expresividad colorística por encima de precisión técnica u osadía en los tempi (aunque algunos de los movimientos lentos llegan a doblar el tempo marcado en la partitura), como en la misteriosa y ambigua acentuación de claroscuros en el 9º, el volcánico crescendo en el terrible, lunarmente desolado y vacío si bemol final del 13º, el peligro inmediato y desesperado del 8º, la mordacidad del cello en el 3º. Sonido brumoso a partir de vinilos impecables. Para el segundo ciclo (Melodiya-EMI, 1978-1983) el cuarteto había reemplazado sus violinistas originales: el concepto vital permanece, pero acaso sea más agreste y aristado, con la diferencia más de grado que de concepto. Si bien la localización espacial está perfectamente resuelta, hay mayor sequedad ambiental ocasionada por la inmediatez de los micrófonos. ¿Cuál de los dos ciclos elegir? Los más viejos borodinistas del lugar aconsejan la siguiente receta: Borodin I (Nos. 1-11) y Borodin II (Nos. 12-15).








La del Cuarteto Brodsky es una interpretación restringida, de fantasiosa contención, que sugiere más que afirma con su fraseo estoico y sobrio, escrupuloso en el excitado manejo de los ritmos populares eslavos, en el respeto ponderado a dinámicas (con auténticos pianissimi) y tempi, por tanto, generalmente tranquilos. La grabación (Teldec, 1989) comparte los méritos de la interpretación: moderata, clara en la resolución de sus individualidades, levemente callada.






El Cuarteto Éder de Budapest sufrió a mediados de los ochenta una renovación casi total -tres de sus cuatro miembros-. Transcurridos los plazos críticos que una deconstrucción así origina, y una vez confirmado su excelente estado de forma, la firma Naxos, emprendedora donde las haya, confió a los voluntariosos músicos húngaros la integral de los Cuartetos de Shostakovich (1992-96): Su cénit hay que buscarlo en las ricas armonías ligadas en elocuentes vibrati, el generoso espectro de estados emocionales -siempre cambiantes-, los ritmos sólidamente enunciados que clarifican la arquitectura formal. Cierta carencia de profundidad de planos, la simple corrección en los solos, la literalidad en las marcaciones dinámicas, la veneración solemne e inflexible a las obras les impide redondear la esencia amenazante, maníacamente salvaje, de estas estructuras. Toma sonora abierta, plena, excelente, dentro de una acústica de salón.







Desde el principio la interpretación del Emerson String Quartet (DG, 1994-1999) luce por varios motivos: el apabullante virtuosismo técnico en las líneas solistas resaltado aún más si cabe por el registro efectuado en vivo, la articulación y entonación invariablemente perfectas y pulidas, los tempi tensos y vibrantes. Camaleónico el abanico tonal, variadísimo en colores, resultado, tal vez, de la insólita alternancia de los papeles de primer y segundo violín (herencia de su escolarización compartida). Espartano en su dominio de las dinámicas, objetivo y eficiente, aceradamente intelectual y abstracto, intimidante en su inhumano mantenimiento del tempo, acorde al tecnocrático presente. Implacable en la ultraviolence moral (y quizá física) del 8º (contemporáneo de A Clockwork Orange), en el progresivo escalonamiento de tensión del 9º, en la cruel desolación que expone el sonido sin vibrato en el 5º. Anonadante grabación, con los instrumentos proyectados para lograr la máxima separación tímbrica, y una ausencia envidiable de ruidos (al parecer, antes de cada concierto, se conminaba al público a no respirar mientras vibrasen las cuerdas bajo pena capital…).





Dentro de la tradición clasicista, alejado de extremismos rudos y astringentes, el Rubio Quartet se apoya en tempi apresurados, pero siempre manteniendo el elegante legato, la suave calidez del timbre, el énfasis en el lirismo. Sin poseer una impoluta perfección técnica, la soñadora fluidez de su lectura, el determinado acento en la resolución de matices de articulación y fraseo revelan gestos hasta ahora ocultos: el cariz danzable del 1º, la inesperada audacia rítmica del 7º, la visión lóbregamente poética del 9º. Atmosféricamente grabado en vivo (Brilliant, 2002), dando la preeminencia (irregularmente) a la línea del cello.







El St. Petersburg String Quartet (Hyperion, 1999-2003) hunde el relieve emocional y estructural en la textura carnosa del vibrato lujuriosamente oriental, en la tornasolada belleza del sonido, en la rigidez de los tempi, extremos en su elección. La tímbrica se hace mecánica, los colores primarios, amables, corteses y poco excitantes, no encontrando la corrosiva inseguridad y la complejidad subterránea que impregnan las notas. Sonido árido, sin reverberación alguna, que recoge ocasionales soplidos y gruñidos de los intérpretes.






Frugal y limpio de referencias testimoniales expresionistas, el Mandelring Quartet se muestra reticente a buscar más allá del arte por el arte. Su rasgo primordial es la homogeneidad de tono (bello, cálido, romántico) lograda por la fraternal unanimidad: hay tres hermanos en el cuarteto, siendo el sonido de los violinistas casi indistinguible. Singular caracterización de cada obra a pesar de la rigurosa atención a las dinámicas y la relativa uniformidad de tempi: la simplicidad encantada y primaveral -teñida de ironía su inocencia infantil- del 1º, la ausencia de sentimentalismo del 7º, el frenesí psicótico del 8º, el resplandor de cabaret mortuorio en el 13º. Hasta la fecha no hay mejor registro técnicamente (Audite, 2005-2009): Excepcionalmente equilibrado, transparente incluso en los más densos pasajes, preciso e íntimo en la localización espacial.








Desgraciadamente los ciclos que los cuartetos Taneyev y Shostakovich grabaron para Melodiya y Olympia en los años 70 y 80 están fuera de catálogo y no se han podido incluir en este repaso discográfico.


Hace ya algunos años Radio Clásica retransmitió una serie de programas intitulados Memorias de Shostakovich, en los que se narraban ejemplarmente fragmentos de Testimony, un manuscrito que pretende ser los recuerdos autorizados del compositor “como fueron contados y editados por Solomon Volkov” y que fue sacado de contrabando de la Unión Soviética y publicado póstumamente en occidente en 1979. Documento político clásico de la guerra fría, de autenticidad nunca probada, que parece ideado por la 5ª planta del Circus (please, explain yourself, George) y que refleja/inventa la amargura de Shostakovich en el régimen estalinista. La pregunta fundamental sigue sin respuesta: ¿Fue un resistente pasivo, que expresó su disidencia del sistema soviético de modo críptico en sus obras, o fue un comunista convencido al que la progresiva degradación de la revolución bolchevique alejó de sus creencias políticas? La música es la única que puede revelarnos la compleja verdad acerca de su creador.






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