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lunes, 7 de junio de 2021

Monteverdi: Lamento della Ninfa

En sus casi ochenta años de vida Claudio Monteverdi contrabandea en formas y técnicas la borrosa frontera entre Renacimiento y Barroco. A pesar de haber sido publicado en el monumental Octavo Libro de Madrigales (Gverrieri et Amorosi) en 1638, el Lamento della Ninfa, permítaseme la hipérbole, no es un madrigal sino una ópera en miniatura.

Monteverdi divide el texto en tres partes, creando un tríptico en el que un orfeón de pastores introduce y concluye la triste historia de la ninfa, abandonada por su amante en pos de otra mujer, y comentan paralelamente (y no en diálogo) cual coro griego la escena que tiene lugar ante sus ojos (y los nuestros).

El Lamento está precedido de un corto exordio de Monteverdi que estipula la esperada vía de interpretación: una mezcla entre la libertad rítmica concedida a la cantante (“qual va cantato a tempo dell’affetto del animo”) y un pulso constante, un repetido tetracordo descendente en el bajo continuo (la, sol, fa, mi) que actúa de ostinato y sobre el que se construye la armonía, y un teatral doble plano sonoro: el del lamento de la ninfa (un pictorialismo emocional más que narrativo) y otro contemplativo (los pastores repitiendo de forma irregular una estrofa, pero manteniendo con rigor el ritmo “al tempo della mano).

Consciente de las dramáticas posibilidades inherentes, Monteverdi explota la oportunidad de oposición (de conflicto) entre la voz y el bajo continuo ostinato, y deliberadamente contradice el patrón mediante variaciones impredecibles: suspensiones, síncopas, superposición de las frases… creando disonancias afectivas en armonía, melodía, ritmo y textura. Un drama musical escenificable o stile rappresentativo en palabras de Monteverdi.


 

 57 lossless recordings of Monteverdi Lamento della Ninfa

 

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Aunque no sea su faceta más conocida, Nadia Boulanger (nacida en 1887) tuvo un lugar significativo en los salones parisinos de entreguerras, especialmente el de Polignac, años atrás el genuino cogollito proustiano. No solamente las primeras representaciones privadas formaron parte del proceso por el cual nuevas obras llegaron al público en general; desde este salón Boulanger lanzó una carrera internacional como directora coral y orquestal en un momento en que las mujeres eran generalmente excluidas. En 1937 una serie de piezas casi olvidadas (entre ellos madrigales de Monteverdi) y renacidas al abrigo de este mecenazgo aristocrático saltaron del salón principesco al molde fonográfico. Precisamente la ninfa es la sobrina de la princesa, Marie-Blanche de Polignac, soprano rutilante, con un rápido vibrato típico; el trío masculino pertenece a un estilo similar, bajo la preferencia de Boulanger de timbres claros y ligeros. Relato pintoresco, si bien con plena convicción: escúchese el accelerando en las imitaciones de “si calpestando” (cc. 18 y ss.). La suavidad dinámica (es fama que Boulanger nunca sobrepasaba el mezzo forte) no engendra una impresión difusa gracias a la tensa inercia rítmica; su delicada armonización al argénteo piano acaba con un sentimental decrescendo ritenuto. La patinada toma sonora (EMI), realizada en un antiguo garaje con colchones colgados de las paredes, conspira sin éxito para ocultar uno de los tesoros de la fonografía.





 

Pongamos a Emma Kirkby como ejemplo de la quintaesencial soprano dedicada a la música antigua: el timbre etéreo y juvenil, equilibrado, de pureza casta y andrógina, ideal entonación y distante en sentimiento, rasgos que algunos explican como típicamente británicos y otros como recreación de la palaciega sprezzatura de la que nos habla El Cortesano. Por este camino se integran también el calvinismo militante de Kweksilber y Leonhardt (Seon, 1979), la perfección eclesial de Evera y Parrott (EMI, 1991), o la levedad asexuada de Koslowsky y Junghänel (DHM, 1992). Deliberadamente antirromántico, Anthony Rooley prioriza el control técnico sobre la arquitectura visceral y sus constantes cambios afectivos: las expresiones de dolor son disonantes, aunque invariablemente resueltas en una consonancia dulce; los vocablos amorosos se barnizan con las abiertas armonías de las obras religiosas. La textura unificada y pulida, con las voces individuales subsumidas, permite imaginativas y acusadas agógicas, pero la sensación de libertad se pierde en la disciplina de grupo (los hombres parecen cantar un canto llano). The Consort of Musicke despliega laúdes, tiorbas, lira, arpa y órgano, si bien la apagada grabación (Virgin, 1989) colabora al sentido de palidez neutral.





 

Alrededor de 1600 Luigi Zenobi dictó: "Entre todas las cosas que demuestran la competencia o ignorancia de los que tocan el clavecín, el laúd y el arpa… es la representación con magistral artificio y particularmente a la vista de una obra en partitura”. Acompañar e improvisar a partir de la notación básica era, como es ahora, intrínseco a la habilidad del continuo, fantasioso protagonista de la versión de Stephen Stubs, capaz de iluminar el significado textual, inteligente y variado, sin permitirse exceso de elaboración, ornamentación intrusiva o despliegue colorista de actividad superflua, y desde el que se construye el edificio tanto sonoro como verbal. Éste es el carácter diferencial del conjunto Tragicomedia, en el que sus miembros son intérpretes de continuo y no solistas. Viveca Axell se fusiona etérea entre las voces masculinas, legibles, diferenciadas y astutamente fraseadas. Teldec recogió en 1993 una panorámica con amplio grado dinámico, algo fundamental en la expresividad vocal según el testimonio monteverdiano.





 

Jordi Savall (Alia Vox, 1994) traza un acompañamiento sugestivo, extremo y sofisticado contrapuntísticamente: en vez del patrón obsesivo de treinta y cuatro repeticiones descendiendo de la tónica a la dominante a través de la escala menor, acordes de sexta descendentes suplantan los dos puntales centrales en cada compás, traducidos por un discreto continuo de viola da gamba y tiorba, a veces con arpegios, aunque a menudo Savall recupera la línea simple para suavizar los choques armónicos. Esta pauta subraya de manera consistente los acentos silábicos del texto y las inusuales disonancias calculadas para reflejar la creciente agitación de la ninfa, suspendida e irresoluta. El resultado es muy personal, un poco abstracto, heterogéneo, permitiendo el impulso de las líneas individuales, aunque contrastando dentro del conjunto (poderosamente cohesivo y mutuamente receptivo) en función de su propia riqueza de color. La tímbrica vulnerable y lánguida de Monsterrat Figueras, endeble en las consonantes, mezcla de claridad flotante y colores arcaico-exóticos, es siempre evocadora, mística, órfica.





 

Los recitativos teatrales del discurso de Sergio Vartolo (Naxos, 1995) destacan en una natural y espontánea flexibilidad que raya en una libertad mensural próxima a la del Sprechgesang expresionista. Los acordes rotos protobarrocos del clavicémbalo envuelven en un ostinato freudiano la línea musical de la ninfa Gloria Banditelli, imposibilitada de fuga del recuerdo doloroso.





 

Rinaldo Alessandrini (Opus 111, 1997) -también Harnoncourt, con una ininteligible Murray (Teldec, 1980)- propone un acompañamiento fundado en una sucesión de triadas descendentes, una regla cercana a inventivas renacentistas, donde viola da gamba y tiorba traducen idóneamente el encierro de la ninfa en su tormento y en su falsa esperanza. Pero, a diferencia del germano, Alessandrini entronca su ejecución en la tradición operística italiana. Esta argumentación, anacrónica en sentido estricto, implica contrastes dinámicos y tímbricos severos, tenue acentuación en las cadencias y realzado de las disonancias. Una lectura apasionada de los textos, con inercias exageradas, casi manieristas. La fragilidad conmovedora de Rossana Bertini interpreta la angustia de la ninfa en el estilo recitar-cantando: una urgencia danzable con libertad para variar pulso y ritmo en consonancia con el texto. En la posterior versión con Anna Simboli (Naïve, 2016) Alessandrini se decanta por un nervioso verismo que enlaza con la prototípica escena de locura, afiliable a la Lucia di Lammermoor de Donizetti o la Salomé de Strauss.





 

La Venexiana es un conjunto poblado de voces del Concerto Italiano, entre ellos su director, Claudio Cavina, y la soprano Roberta Mamelli: carnosa, su métrica rompe trompicada en una articulación staccata que hace suya la petición monteverdiana de "al ritmo del corazón, no al de las manos", demostrando lo moderno que puede ser un madrigal. Relajado y flexible en concepto, alejado de robustez o agitación teatral, aunque puede tender a dar a cada nota de una frase lenta un abultamiento expresivo, o un énfasis tímido sobre las disonancias pasajeras. Tempo sosegado e hipnótico (Glossa, 2004). Para aquellos dotados de impúdica temeridad queda el atrevido y experimental standard jazzístico de los mismos intérpretes (Glossa, 2009), en una larga improvisación en la que un saxofón satura tipo Kind of Blue.





 

La mujeres en la época de Monteverdi, salvo en los grandes roles teatrales, solo aparecían en eventos privados de corte, por lo que hubo falsetes profesionales cantando partes seculares de soprano, rango vocal donde podían demostrar su poderío y articulación textual. Esta es la premisa de la que parte Marco Longhini en su grabación para Naxos en 2005. Alessandro Carmignani es un contratenor expresivo y elegante en los pasajes declamatorios, si bien a veces suena entubado y con la dicción obstruida. Fuertes contrastes dinámicos y amplio rubato dentro del pulso parsimonioso. Delitiae Musicae festeja una celebración del continuo, apropiadamente ornamentado y con variadas sonoridades. La reverberación eclesial maleficia el efecto de las dramáticas pausas.





 

En otro ejemplo de improvisación bastarda (fuera escrúpulos) Christina Pluhar explora los límites de la música tradicional. Su conjunto L’Arpeggiata anadea un seductor acompañamiento de continuo punteado sobre el que Núria Rial canta (danza) en espiral un transgresor swing rítmico (EMI, 2007).





 

Mariana Flores es una prima donna muy maleable al sentido textual y lo recorre de manera cambiante, incluso imprevisible, con una gran intensidad dramática: suspiros controlados, el arte consumado del matiz, desde la brillantez hasta los pianísimos donde la voz muere en un soplo. Su fuerte y cálido instrumento se distingue por la resonancia y la potencia, con solo un atisbo de estridencia, la dureza en las consonantes (incluso hacia la callasnización), y en gran medida prescindiendo del vibrato. La nitidez de su articulación es sorprendente. Leonardo García Alarcón (Ricercar, 2016) alivia el continuo de la Capella Mediterranea, ciñéndose a un colorido instrumental estricto cuya caída cromática inicial enlaza directamente con la de la Passacaglia de Biber (modalmente idéntica: sol, fa, mi bemol, re).





 

Monteverdi insistió en que el rol femenino de Euridice en Orfeo (1607) fuera desempeñado por un intérprete masculino. A nuestros ojos tal vez no funcione escénicamente, pero en disco es más que plausible: la cómoda tesitura de la ninfa (de re a fa agudo) coincide con el registro medio de un cantante actual y, como consecuencia de ello, hace posible cantar sin esfuerzo, con delicadeza y sin abandonar la impostación natural. Doron Schleifer, redondo, radiante y sereno contratenor, de perfectas entonación y dicción, tímbrica sedosa y bruñida, aunque capaz de emocionar con sinceridad en la comedida cantidad de drama, esboza una exquisita sensualidad a base de dinámicas sutiles. Elam Rotem lleva a sus Profeti della Quinta con agilidad virtuosa en las precisas polifonías laterales. El laudista Ori Harmelin enfatiza con ternura las ambiguas armonías. La acústica retumba de intimidad y transparencia (Pan Classics, 2018).






Luca Pianca hace extensión a la música del feísmo tenebrista (los pies sucios de los Caravaggio), primando la relevancia de unas voces masculinas de asperezas tímbricas dispares, aparentemente improvisadas y poco dadas a disciplinas, que colisionan  las armonías monteverdianas. Además, utiliza los instrumentos del Ensemble Claudiana en dos capacidades: como soporte rítmico del bajo continuo, y como desmadejada guarnición de la línea vocal a base de filigranas arpegiadas. Anna Lucia Richter presume de un metal luminoso, con medios y graves rotundos, y controla a voluntad las riendas del vibrato (Pentatone, 2020).



 

 

Por último quiero agradecer al anónimo compilador que, hace ya mucho tiempo, puso la semilla de este homenaje monteverdiano.




miércoles, 16 de agosto de 2017

Monteverdi: Vespro della Beata Vergine (1610 Vespers)

Las razones que impulsaron a Claudio Monteverdi a imprimir las Vespro della Beata Vergine en 1610 permanecen rodeadas de un halo de misterio. Seguramente compuestas en los años anteriores para la corte Gonzaga en Mantua, se reunieron en un volumen de presentación para anunciar su capacidad como compositor de música sacra. La intención parece ser de índole laboral y financiera; en todo caso, el resultado es tan impreciso en su función litúrgica como sólido y compacto incluso en su variedad estilística.

Constructivamente la obra está gobernada por una lógica canónica, unificadora, progresiva: a partir de un ortodoxo eje estructural de canto gregoriano se suceden un responsorio, cinco salmos, un himno y un Magnificat, entremezclados con sacri concentus (cuatro motetes y una polifonía instrumental) genéricos y válidos para todas las fiestas marianas, entendidos como sustitutos de las antífonas (pertenecientes a los propios, y por tanto cambiantes con cada festividad).

Las Vespro presentan un monumental y demostrativo compendium de todas las técnicas del así llamado stilo moderno: la combinación de voces e instrumentos, el uso del bajo continuo, el canto solista, la polifonía en pequeños grupos animada por homofonía sobre notas breves, algunas veces inclinado hacia un carácter parlante resultado de las figuraciones silábicas con notas repetidas. Todo ello entretejido con técnicas tradicionales como la polifonía a capella, coros antifonales y falsobordone en los que Monteverdi expone sistemáticamente sus méritos profesionales.


Enigma y milagro, las Vespro son únicas y diferentes de toda la música sacra que Monteverdi compuso. Sin embargo, su reconocimiento no fue unánime: en 1611 un cronista local contaba que unos salmos suyos habían “aburrido a todos hasta las lágrimas”. Quizá fue así, pero en la explotación vocal e instrumental de los colores, en la complejidad de estructuras y texturas, en la diversidad de estilos y técnicas, en la espacialidad de los diferentes conjuntos y solistas como un factor básico, las Vespro della Beata Vergine suponen un inigualado nivel de esplendor musical, mezcla de lo íntimo y lo magnífico, lo sensual y lo sublime. 







Aunque hay grabaciones de las Vísperas desde tan temprano como 1953 hoy parecen todas ellas tan alejadas en letra y espíritu del original de Monteverdi que pasaremos de puntillas por su arbitrariedad e incomprensión, arreglos romanticoides, desviaciones y cambios al texto, ¡el estilo verdiano de Stokowski!... El acercamiento pionero en explorar su relación devocional es el de Denis Stevens, que asumió un adecuado estilo veneciano y cuestionó la necesidad de conjuntos monumentales en su interpretación, si bien erró en su omisión de los sacri concentus, sustituyéndolos por antífonas de canto llano que no representan ningún servicio litúrgico. Stevens combatió con saña el incipiente instrumentarium historicista desde su púlpito en The Grove Enciclopaedia: “They sound like a mouse breaking wind”, asi que no es de extrañar que en su Orchestra de la Accademia Monteverdiana sustituya los cornetti por oboes y añada fagotes al bajo continuo, que al menos tiene una realización aproximada del estilo del S. XVII. Coro considerable (The Ambrosian Singers), si bien de declamación comprensible, y siete solistas de marcado vibrato, entre los que destaca un joven Nigel Rogers. Tempi lentos y uniformes se arrastran por esta especie de oratorio disfrazado (Vanguard, 1966).





La primera versión en hacernos comprender la vertebración litúrgica y estética de las Vespro como unidad indisoluble fue la de Andrew Parrott (Virgin, 1983). Desconfiando de que la impresión de 1610 respetara la intención de Monteverdi, Parrot se siente libre de reedificar el orden de los motetes para llevar a término su reconstrucción, completándola a su correcto parecer e incorporando versos gregorianos, antífonas y sonatas instrumentales da chiesa. Además de utilizar con flexibilidad el Taverner Choir, interpreta la mayoría del material con una voz por parte: la claridad intimista lograda por los solistas británicos merma su expresividad y calidez, mientras su acentuación gelatinosa y sus desigualdades (esos trémolos) rechinan desfasadas hoy. Las partes corales soportan la rémora de esta austeridad tudor, evitando la puesta en escena veneciana de otros, pero la sinceridad devocional está fuera de toda duda. Parrot resuelve brillantemente la anomalía de las tesituras altas en Lauda Jerusalem y Magnificat al tocar una cuarta más bajo de lo prescrito, una regla musicológica implícita en la notación que hasta la fecha ha sido observada de manera general pero no universal en las siguientes grabaciones.





Jordi Savall devuelve a la obra su aroma mediterráneo (Alia Vox, 1988). Emplea coloridos y fantasiosos contrastes de coro y solistas y dobla instrumentalmente las líneas vocales, mientras tempi prudentes y reverenciales procuran una devoción cautelosa y melancólica, más introspectiva que monumental, con sonido da camera a pesar de la nutrida participación de La Capella Reial. No obstante, destaca sobre todas las demás por su oscuro y poderoso sonido coral, empastado y afinado, de restallante amplitud en el Magnificat. También la contundencia del bajo continuo es pionera en este sentido y la Sonata instrumental aparece sorpresivamente intoxicada de mística bizantina. Savall cree que el núcleo de la obra se estrenó el 25 de marzo de 1610 en la Basílica Palatina de Santa Bárbara para la festividad más importante de la corte Gonzaga y posteriormente fue reconvertido para honrar a la Virgen. La acústica reverberante de dicha capilla mantuana aprovecha los efectos de espacialidad que Savall hace circular y que dos micrófonos omnidireccionales restituyen afrutadamente.





Pese a que Monteverdi no obtuvo una de las iglesias mayores de Roma como él hubiera deseado, la publicación de 1610 rindió poco después sus frutos. Su primorosa prova de las Vespro en San Marcos de Venecia le valió para ser elegido maestro di capella, puesto que ocuparía durante 33 años hasta su fallecimiento. John Eliot Gardiner basa esta relación como marco de su lectura de teatralidad a gran escala (Archiv, 1989). Como se aprecia en el video que también se editó para la ocasión, solistas, coros e instrumentistas se trasladan frecuentemente entre púlpitos, balconadas y cancela, en un concepto esencialmente dramático de atmósfera concertante (lo público y lo privado), sin intentar representar una liturgia, si bien la mezcla de geometría griega con los mosaicos orientales de la basílica posee algo de la ceremonia de un almuecín en su minarete. Respirando fuerza y vitalidad rítmica, dramático y atlético, Gardiner entiende la partitura como un minimun y (apoyado en el registro de pagos a músicos en 1613) acordemente aumenta el grupo instrumental en un largo etcétera. Atención a los metales, cuya elaborada participación es a veces apabullante. La libertad en los tempi, el coro infantil y la gesticulación de algunos solistas son licencias que parecen propias de un teatro religioso, mas no tienen base histórica. El virtuosismo coral permite a Gardiner las más contrastadas variaciones dinámicas, la precisión analítica, los efectos espaciales cuidadosamente coreografiados: el Gloria intercambia etéreos arabescos a través de toda la longitud de la basílica mientras los giovani del coro cantan desde el altar. La espaciosa acústica ofrece un panorama fantástico, pero compromete la claridad.





Lejos de la solemnidad y la grandiosidad venecianas se encuentra fondeada la espiritual visión de Konrad Junghänel (DHM, 1994), donde las partes corales se desempeñan también por los solistas (Cantus Cölln), de poco o ningún vibrato. Su moderación expresiva combina perfectamente con la austeridad en el continuo, compuesto de tan solo laúd y órgano. Aunque las Vespro se adaptan maravillosamente a la intimidad protestantista, la palidez emocional y la inteligibilidad del texto, este enfoque norteño deja sin explorar el gusto monteverdiano por el cromatismo y la disonancia. Toma sonora apropiada: precisa y clara, ligera de reverberación.





Entre las aproximaciones dramáticas a gran escala con coro masivo y soporte instrumental robusto podemos situar paralelamente a René Jacobs -con un trabajo vocal excelente, si bien estático de ritmos (Concerto Vocale, HM, 1995)- y a William Christie, que demuestra su experiencia madrigalísitica con una ornamentación libérrima en las monodias y un bajo continuo de gran definición, especialmente el robusto bajón (Les Arts Florissants, Erato, 1997). Ambos sabores, no novedosos ni enteramente desfasados, han sido superados por el historicismo reciente.





Los interrogantes sobre el origen y organización interna de las Vespro alcanzan un punto álgido en la exégesis debida a Gabriel Garrido: Sembrada de antífonas y reordenadas sus piezas, su lectura está en la línea especulativa de Savall de potenciación del bajo continuo, robustez del coro y ligereza de las partes solistas, pero con un matiz más rústico, exultante de luminosa mediterraneidad y urdimbre casi folcklórica. Pulchra est desatada en expresión, lírica al principio y posteriormente declamatoria, con la triple repetición de “me avolare” como un aria a pequeña escala, asumiendo la metáfora de la huida. Hedonismo en la capacidad melódica instrumental, de extraordinaria claridad en Laetatus sum. Tempi impetuosos y madrigalísticos que surcan solistas exaltados y sensuales (K 617, 1999).





Culmen del formato minimalista, Rinaldo Alessandrini desgrana un concepto combativo, a veces un punto desesperado, festivo y casto, transparente, candente en las elásticas fluctuaciones de ritmos, de ornamentación reducida y libremente improvisada, con disonancias que parecen experimentales. Destacan varios momentos de los magníficos solistas, constantemente señalando la relevancia del texto hacia la melodía: como el oscuro tenor que, tras la declaración Nigra sum y el importante silencio, enfatiza la contradicción entre negrura y belleza, o, como el baritonal vibrato en Audi coelum que sabe subrayar el inteligente eco que propone Monteverdi entre “María” y “maria” (mares, y por extensión la propia Venecia). El continuo de tiorba y órgano ofrece una inaudita presencia barroca, con pífanos subyugando y sacabuches percutiendo. Alessandrini elimina el andamiaje instrumental a los terrenales corales excepto cuando está expresamente indicado. Toma sonora cálida y cercana realizada en el scarpiano Palazzo Farnese (Naïve, 2004).





También a pequeña escala, pero en la línea de ceñida sentimentalidad establecida por Parrott, se encuentra la reconstrucción pragmática de Paul McCreesh. Estrictamente a una voz por parte, relegada en la pequeña orquestación a lo prescrito por Monteverdi, McCreesh entronca la obra, o mejor dicho, la agrupación de elementos heterogéneos según su criterio, asociándola a la devoción de una capilla mantuana y no al espectáculo veneciano, por lo que reordena de acuerdo a la práctica litúrgica contemporánea. La elección de las proporciones rítmicas es sorprendentemente variada, si bien las secciones lentas lo acusan. Importancia de las dinámicas, amesetadas y analíticas. Resaltan la festiva adaptación vocal de la fanfarria de Orfeo enlazando los ámbitos sacro y secular que caracteriza la abrupta fusión de estilos de la obra, y la llamada a la oración cual cabrero corso en Et misericordia. El vibrato y los veloces tempi empleados nublan la articulación y embotan la precisión coral del Gabrieli Consort, de fraseo distanciado de lo latino. La toma sonora relega la instrumentalidad en favor de las voces (Archiv, 2005).





Robert King actualizó en 2006 (Hyperion) lo que hoy podemos considerar la visión tradicionalista, cuasi operática y seglar de un Gardiner, en escala y oropeles, ortodoxo en corales (en ocasiones estridentes sus líneas agudas), con un opulento equipo de solistas cuya ejecución vocal roza la perfección (aunque algunos, como en Gardiner, no posean las voces requeridas para el repertorio), a los que se otorga libertad ornamental y que en ningún momento se ven peligrar por aplastamiento de metales. El órgano soporta de manera continua al bajo continuo compacto y retórico del King’s Consort.





Christina Pluhar suele introducir en el repertorio de su conjunto L`Arpeggiata inflexiones jazzísticas y populares. No hay aquí ni sonido ni conceptualización litúrgicos, sino descaradamente madrigalísticos y mundanales: Nigra sum y Pulchra est son indistinguibles de canciones amorosas contemporáneas. Rapidísimas improvisaciones, muy teatrales, ardientes y vigorosas, ignorando las cadencias, con ornamentación desenfrenada y a la vez delicada, diferenciando la individualidad de los solistas, cuyos pasajes de coloratura no pretenden ser belcantistas (y a veces zozobran en la urgencia de los tempi), sin intención de empastar sus voces en el coro. Sobresaliente el continuo inventivo y fresco, desde donde dirige la destacada tiorba de Pluhar. Cuando la música antigua llega a ser música contemporánea (Virgin, 2010).





La característica diferenciadora de la lectura de Giuseppe Maletto (Glossa, 2016) es su apuesta por unos tempi lánguidos y gráciles que recuperan la calma de otra época, así como por el canto legato en contraposición a otras visiones centroeuropeas. Por ello las ornamentaciones vocales se limitan a las añadidas por el propio compositor, y en las instrumentales se permite cierta libertad en los ritornelli. Añade a los prescritos por Monteverdi otros instrumentos tales como flautas, violone, arpa, viola da gamba, pero solo admite en el continuo el instrumento recetado en el impreso de 1610, un órgano eclesiástico. Diferentes, ricos y lujuriosos planos sonoros que liberan las tensiones de sus líneas secantes y desgarran las disonancias sin temor. Voces madrigalísticas sinceras e impetuosas, acaso no muy religiosas, sí muy venecianas, y de perfecta integración con los artefactos renacentistas. El propio Maletto hace de tenor solista con espectaculares resultados: escúchese la sutil atmósfera nocturna del Nigra sum, con particular atención al perfil rítmico, donde en el c. 62 el fa agudo de “veni” crea una profunda disonancia con el bajo, un momento familiar al lenguaje operático monteverdiano que desprende urgencia y patetismo.





This 1989 BBC film reproduces the amazing acoustics of the Basilica di San Marco in Venezia, used as a theatrical set. John Eliot Gardiner introduces in the bonus documentary an interesting and concise discussion of the context of this work, and explains that this music is what convinced him to become not an historian but a musician.







In this truly remarkable 2015 BBC documentary The Genius of Monteverdi’s Vespers Simon Russell Beale travels to Italy to explore the story of the notorious Duke of Mantua and his long-suffering court composer Claudio Monteverdi during the turbulent times of the late Italian Renaissance. Out of the volatile relationship between the duke and the composer came Monteverdi's Vespers of 1610, a major turning point in western music. The Sixteen, led by Harry Christophers, explore some of the radical and beautiful choral music in this dramatic composition.