lunes, 13 de junio de 2011

Rodrigo: Concierto de Aranjuez

En el Concierto de Aranjuez (París, 1939) de Joaquín Rodrigo se aúnan el sentido lúdico y la riqueza tímbrica debussyanistas, la musicología fallesca, y el así llamado neocasticismo (basado en la admiración del folcklore amable y colorista de majos, saraos y guitarreo).

Modesto cual palacete neoclásico, el Concierto sigue la moda dieciochesca sobre danzas y ritmos populares, de lirismo melódico conciso y simplicidad armónica, donde el mañanero primer movimiento amanece por bulerías y se abre a la maniera de la sonata clasicista (los ritornellos orquestales, sin sentido constructivo, proporcionan sorpresivos contrastes sonoros y equilibran el despliegue virtuoso del solista en los pasajes fantasiosos, escalas sin fin, rasgueados y otras técnicas personales tales como disonantes acordes que se tiñen de elegantes colores y diseños arpegiados escalares o piramidales. Los otros dos movimientos se articulan en forma de variaciones, desarrollando el motivo a través de transposiciones, modulaciones e inversiones, en el adagio dialogando a partir de una melodía nostálgica y en el conclusivo allegro ligando diferentes pulsos danzables.

Orquestado para un pequeño contingente instrumental, Rodrigo es cuidadoso al aligerar texturas (pizzicati, spiccati) y dinámicas, éstas de gran amplitud, para no ocultar la etérea tímbrica de la guitarra. En suma, un icono tonal para este imposible reino de taifas.









Los primeros registros corresponden a la Orquesta Nacional de España dirigida por Ataulfo Argenta, que se ocupó personalmente de dar impulso internacional a la obra. La primera grabación del concierto (1948) fue recogida sobre cilindro de cera por Regino Sáinz de la Maza, dedicatario y primer intérprete de la composición, técnicamente no infalible, tosco más que fornido, profundo más que deslumbrante. El tempo del adagio se abrevió forzosamente para que cupiera en el primitivo disco de pizarra de 78 rpm. Destacar el excelente reprocesado de la edición de Doremi que conserva toda la frescura de la guitarra.








Para su debut en Madrid, Argenta instruyó cómo tocar el Concierto nota a nota a un veinteañero que fue lo suficientemente humilde e inteligente como para hacer exactamente lo que el maestro requería de él. Narciso Yepes delinea cristalinamente en un impecable e hierático staccato, con su guitarra aún de seis cuerdas, proyectando una variedad tímbrica diríamos que sinfónica para subrayar frases y detalles estructurales. La ONE responde con extraordinaria finura y levedad, atesorada en una buena toma de sonido, con los instrumentos solistas focalizados: el disco tuvo tanto éxito en Decca (1953, con la Orquesta de Cámara de Madrid), que se regrabó para Columbia (1957, ya en estéreo). Fue sólo después de este histórico registro que Aranjuez obtuvo fama mundial.
Una década después, presumiblemente ya con la guitarra de diez cuerdas (en la que vibran por simpatía las doce notas de la escala musical), Yepes se acompañó de García Navarro al frente de la London Philharmonia Orchestra con una apreciable pérdida de vitalidad en los movimientos rápidos (DG, 1979).









Hay que mirar dos veces para convencerse de los títulos de crédito en la carpetilla del disco son correctos: ¿La Monteverdi Orchestra y John Eliot Gardiner? ¿Instrumentos barrocos? ¿Metodología historicista en pleno siglo XX? En 1974 los instrumentos eran modernos, su cambio supuso también un nuevo nombre para la orquesta (English Baroque Soloists). Eso si, Gardiner comanda un acompañamiento dialogante, vívido y equilibrado entre secciones, con drásticos contrastes dinámicos en los movimientos externos, y Julian Bream se acerca a la partitura con su característica y apasionada expresividad, acuarelando libremente con alteraciones de color, pulso y amplitud. Grabación RCA de magnífica información lateral.









Kazuhito Yamashita es un guitarrista de insondable capacidad técnica, con la mano izquierda moviéndose constantemente entre el clavijero y el diapasón, afinando incesante un instrumento de espeluznante colorido tonal, y que rompe los límites conocidos de la amplitud dinámica. Shigenobu Yamaoka al frente de la Tokyo Philharmonic Orchestra le aplica una pátina romántica (RCA, 1979).
Las grabaciones Decca (1981) suelen detallar los perfiles internos en detrimento de la calidez atmosférica: Un Carlos Bonell improvisatorio, cayendo en el manierismo del stacatto como potente opción pirotéctnica, estupenda la sección de vientos de la London Philharmonic Orchestra al mando de Charles Dutoit.
La crítica anglosajona siempre se esponjó ante la liviana y bella sonoridad de John Williams, contenido emocionalmente y falto de práctica folcklórica en los rasgueados. La temprana grabación digital (Sony, 1983) hace chirriar levemente las cuerdas de una sobria Philharmonia Orchestra dirigida por Louis Frémaux que bate los pulsos danzables con mayor unción de lo acostumbrado, rica en tímbrica, limpia en los ataques y sin caer en lo sentimental.









Yo hablo con el director, le digo lo que quiero y después sale lo que Dios quiere”: Paco de Lucía habla con la sinceridad del aprendiz (de brujo). Aparentemente sin conocimiento previo de solfeo, estudia la partitura y se lanza en picado, en picado flamenco quiero decir o toque apoyado: al tocar una cuerda apoya el dedo en la siguiente produciendo un volumen mayor que el que se consigue con el toque libre. Tímbrica de picardía magiar, rítmica impulsiva, aduendado juego dinámico; limpieza, articulación y fraseo quedan en un segundo plano, embriagados en la neblina perfumada, quizá devolviéndola a sus raíces: la guitarra utilizada por Sainz de la Maza para el estreno, “La Rubia”, tenía un aspecto más cercano a una flamenca que a una clásica: “Yo nunca oí el Concierto tocado a ritmo y ahí es donde quería hacer mi interpretación”. Una interpretación estimada por el propio compositor como “bella, exótica e inspirada” (y no tanto por otros concertistas…). Tempi aligerados y percusivos en los movimientos externos contrastan con la introducción del corno inglés en legato y vibrato continuo que confiere un melancólico aire de lamento nazarí. La Orquesta de Cadaqués (Edmon Colomer en el podium), recogida en directo, no es un prodigio de exquisitez, perjudicada por una grabación mate (Philips, 1991).









Fue Pepe Romero quien lanzó el rumor de que el adagio del Concierto era el lamento de Joaquín Rodrigo por la muerte de su hijo nonato. Desmentido por la esposa del compositor en base a las fechas de composición de la obra, el popular y supuesto carácter paisajístico también es vacuo debido a que el título surgió a posteriori, a instancia de la propia Victoria; un temprano testimonio habla de sentimientos de felicidad junto a su compañera en largos paseos anteriores a la guerra.  Pepe, como representante más conspicuo de una tradición familiar ligada a la obra rodriguesca, exhibe una incomparable tersura sonora tanto en los más violentos ataques y rasgueados como en los pasajes más delicados, de brillo oleoso y elegante. En cuanto a su salerosa lectura, recrea un intercambio osmótico de frases al permitir resonar la nota final de las escalas dentro de la incorporación de la orquesta (compases 26 y 115); adecúa su staccata articulación a la de las maderas que comparten el mismo material temático (compases 70-75), otorgando impulso dinámico al ritmo; hacia la conclusión del primer movimiento, la marca dinámica ff enfatiza el carácter fandangista, con su característico aroma de hemiolas. La versátil y omnívora Academy of St. Martin in the Fields bajo la perenne batuta de Neville Marriner exhala un tímbrica exquisita en todas sus secciones, especialmente en la aliñada actuación de los solistas de viento. Caldosa toma sonora, de asombrosa presencia, perfectamente balanceada entre guitarra y orquesta, recogiendo la cuerda grave tan esencial al sabor de este puchero (Philips, 1992).









Alas, ni Manuel Barrueco, ni Plácido Domingo, ni la Philharmonia Orchestra se tomaron la molestia de leer las notas adjuntas a su belcantista grabación para EMI (1995), que desvergonzadamente proclaman que el concierto toma su nombre de un palacio real ya desaparecido, del que sólo permanecen los jardines. El autor, al que no nombraré aquí, era especialista en música española de Gramophone y del New Grove (y olé!)

Desde su oscura esquina en el jazzclub Roland Dyens nos muestra el camino hacia sus aposentos privados, donde acabará seduciéndonos. Abraza en su técnica amatoria la libertad de la chanson francesa y la precisión pulsátil de un Bill Evans. Tomando los compases iniciales como un paulatino crescendo, a la inicial dureza del timbre le sigue el toque muelle, sensual y dominante en el adagio, donde el profundo y sentido pizzicato de las cuerdas evoca un paso sevillano sobre el que canta saetas un corno inglés elegiaco. En el movimiento final la puntillosa atención al detalle en la combinación de danzas posee un carácter stravinskiano. Alexandre Siranossian azuza a la Serenata Orchestra compuesta de voluntariosos jóvenes armenios entregados al jubileo orgiástico. La toma sonora se decanta por el instrumento solista, sobre todo sus jadehollantes cuerdas graves (L’Empreinte Digital, 1997).








Josep Pons plantea un novedoso alejamiento del enfoque virtuoso instrumental, con la guitarra integrada en el sonido orquestal, íntimo y difuminado de encuadre, destilando la inconsolable morriña que el compositor sentía en el tan lejano París de 1939. El guitarrista Marco Socías enlaza este visión nostálgica empleando sutiles juegos dinámicos, con una timidez casi vihuelística de las cuerdas. La transparente toma sonora (HM, 2001), en vivo!, permite contemplar los juegos de las secciones de la Orquesta Ciudad de Granada, la de vientos a veces al límite.