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jueves, 8 de septiembre de 2022

Beethoven: Piano Sonata nº 14, opus 27 nº 2, Moonlight

Pudo haber sido otra la elegida, pero sirva ésta (la nº 14, opus 27 nº 2, apócrifamente titulada Mondschein o Claro de luna) como muestra del genial corpus beethoveniano. Compuesta en 1801, enlaza sus tres movimientos en una secuencia direccional y vanguardista, soldando los movimientos sucesivos en una continuidad unificada que comparte marcadas similitudes temáticas y texturales. Como el Cuarteto nº 14 op.131, comienza con un movimiento lento y espera hasta el finale para desencadenar la acción sonata.

I Adagio sostenuto: Lamento fúnebre cuya doble indicación “sempre pp y delicatissimamente senza sordino” dicta la sombría resonancia de los acordes graves sobre los centenares de tresillos que giran obstinados y modulan inmóviles. Podemos (si queremos) vislumbrar una canción sin palabras con una primera estrofa (compases 1-23); un área central (cc. 23-41); una segunda estrofa (cc. 42-60); y una coda (cc. 60-69) que attaca subito al breve…

II Allegretto: Un interludio, “una flor entre dos abismos” (Liszt dixit), que conecta la casi estática apertura con la agitación final: un delicado minueto A (cc. 1-16); B (cc. 16-24); A’ (cc. 24-36), seguido de un anhelante trío C (cc. 37-44); D (cc. 44-60).

III Presto agitato: Los gestos y texturas radicales, el feroz estilo de hallazgo y fantasía, la sensación de libérrima improvisación... no deben hacernos olvidar su arquitectura de convencional forma sonata: exposición (cc. 1-64); desarrollo (cc. 65-101); recapitulación (cc. 102-156); coda y elaborada cadenza (cc. 157-200), un torrente de semicorcheas arpegiadas que cierra su irremisible carácter trágico.

 

 378 lossless recordings of Beethoven Piano Sonata no. 14 Moonlight (Magnet link)

 

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Debemos comenzar por el linaje: Ignaz Friedman (alumno de Lechetizsky, a su vez pupilo de Czerny, y éste, discípulo de Beethoven) quizás no represente el pianismo de sus ilustres profesores, pero sí el estilo individualista y virtuosista lisztiano donde tenían cabida todo tipo de efectos diseñados para complacer a la audiencia decimonónica, con mayor grado de flexibilidad del tempo del que ahora es común, y enriquecimiento de la textura y la puntuación por razones o caprichos de sonoridad. La caracterización de los detalles expresivos (arpegios, adicción de octavas graves, descarte de repeticiones) puede llegar a modificar el texto sagrado. La audacia rítmica es selectiva en las diferentes voces, de modo que la melodía no siempre está coordinada con su acompañamiento, por ejemplo, en los cc. 15-19 y cc. 51-55 del adagio sostenuto. El allegretto está fuertemente especiado con una oposición de staccato y legato, el trío más lento. El presto agitato resulta inestable (y en última instancia algo descontrolado), cabalgando entre síncopas y turbulencia. Algunos acordes relampagueantes son decapitados brutalmente en pos de la elocuencia. La grabación eléctrica (Pearl, 1926) es suficientemente nítida.





 

Artur Schnabel es el pionero: Además de ser el primer pianista en grabar (1933) la integral de las sonatas beethovenianas, es conocido por su búsqueda de la intención del compositor mediante el estudio exhaustivo de las partituras y la literatura contemporánea. Por ello sus registros suenan tan modernos y son todavía referencia para cualquier intérprete del presente. Capaz de conciliar una lentitud tranquila y concentrada con un pulso que respira y una vida interior agitada, Schnabel sostenía que "es un error imaginar que todas las notas deben tocarse con la misma intensidad o incluso ser netamente audibles. Para clarificar la música, a menudo es necesario oscurecer ciertas notas''. La elasticidad dramática de los ritmos, la naturalidad de las variaciones dinámicas y la claridad estructural residen en la (su) comprensión intelectual y emocional de la sonata. Acata el alla breve del adagio sostenuto (algo que muy pocos pianistas han respetado y que lo vincula directamente con los compases que evocan la muerte del Comendador en el Don Giovanni de Mozart) y alza cierta neblina por el uso del pedal (que Glenn Gould, malévolamente, decía que Schnabel aplicaba “con gran sentimiento y para cubrir ciertas imperfecciones técnicas”). Explosivo presto agitato, con aceleraciones incandescentes. La edición de Pristine eclipsa las de History, Pearl, EMI o Warner, sin estática o zumbidos, y sin afectar a las cualidades tonales.





 

La calidez tonal de Claudio Arrau no tiene parangón. Sus acordes desprenden una perfección absoluta. Otra cuestión es el emparejamiento de la obra con su personalidad musical, la nobleza altiva, la autoconciencia, la cautela mayestática. Si el adagio sostenuto desliza muy lento, todo expresión, con un ostinato rítmico que nunca transita mecánico, y la melodía brilla cantarina, el presto gira con una inercia diabólica, un extraño proceder en Arrau que consideraba que “la velocidad es opuesta a la pasión”. La grabación monofónica (Warner, 1950) es asaz limpia y nos libra de los suspiros que bañan su postrer registro de 1962 en Decca.






La sensibilidad musical de Wilhelm Backhaus se forjó a finales del siglo XIX. Por ello se explican la cierta tosquedad (o despreocupación) técnica, la elegante seriedad, las moderadas (y no siempre precisas) dinámicas. Ignorando la marca alla breve, el adagio sostenuto marcha lóbrego y contemplativo, pero sin un ápice de sentimentalidad (la semicorchea de la melodía es llevada a su mínima expresión), inmerso en su mundo interior e indiferente al oyente, desenfocando admirablemente con el pedal, su flexibilidad derivando en un curso casi errático (atención al ritardando que cierra el área central, cc. 39-41). El allegretto es preciso y contenido en su facundia scherzante. La esporádica desincronización entre las manos en sus acordes inicia lo que propulsará el vengativo presto agitato a un viaje tormentoso y lapidario. Desagradables brillos metálicos se aferran a las notas más altas aún en la portentosa edición de Pristine (1952).





Personalísimo es el concepto romántico de Solomon (Profil, 1952). Adagio sostenuto calmado, en estado de continua meditabundez, inquietud y melancolía, sostenido el espectral tempo en la amplia armadura, acompañada de una refinada articulación. Es quizás el único pianista que toca con sobriedad cisterciense la anacrusa de la melodía. El allegretto danza gravemente con una severidad que lo convierte en un macizo de ortigas (en términos lisztianos) y el presto agitato erupciona con inexorable impiedad, y, a pesar de su destreza digital, varias de esas rápidas subidas de la mano izquierda están emborronadas. Las variaciones de tempo entre sujetos son mayúsculas.

 


 

 

 

Yves Nat es el equivalente en la escuela francesa a la caballerosidad germánica demodé de Backhaus: es apasionado e intenso, moderadamente reprimido (nunca de forma perjudicial) por el rigor intelectual. Venerado por Marcel Proust, que lo elogió en estos términos: "Su forma de tocar es la de un pianista tan grande que uno ya no sabe si es realmente un pianista; porque se vuelve tan transparente, tan lleno de lo que interpreta, que desaparece para convertirse en una ventana a la obra maestra". La apertura es oscura y morbosa, serena sin lentitud, donde dulces rallentandi apuntalan el armazón. Abandono irreverente en el soleado allegretto. La conclusión es fogosa y punzante, se disuelve en un lirismo neoclásico y encantado, y resalta bien los caracteres de los temas a través de diferentes tempi. Grabación acústicamente familiar, con un sólido extremo grave y una limpidez más que aceptable (EMI, 1955).





 

Se puede considerar a Wilhelm Kempff como el heredero poético de Schnabel y opuesto a Arrau. A escala íntima, es clásico incluso en esta fantasía. Espontáneo y honesto, presenta las líneas con la máxima claridad, los contrastes dinámicos bruscos y estrechos, los acordes texturizados como en un órgano, las marcaciones minuciosamente observadas, el rubato refrenado. La tranquila simplicidad favorece la interminable línea de canto del adagio sostenuto pero descuida el misterio y la profundidad de la armonía. El pedal es escaso, sin tentaciones románticas. En el allegretto contrasta los tempi, evitando la pesadez. Ya en el finale la mano izquierda queda absorta en un ritmo danzarín y festivo, y culmina con obediencia luterana en lugar de explosionar. Creativo en los furtwänglerianos patrones de esfuerzo y descanso, nunca predecibles y siempre diferenciados. En la edición original de DG (1956) el piano suena brillante pero un poco quebradizo y escaso de graves; Pristine Audio incorpora presencia dinámica y una cálida reverberación.





 

Vladimir Horowitz reconcilia el entramado clasicista (simetría y equilibrio) sin dejar de recalcar la cuota de la marea creciente del romanticismo. El andante sostenuto predica su aparente desinterés en Beethoven (bajándolo del olimpo de los compositores y sentándolo en la banqueta como un colega virtuoso), pero la diferenciación de los registros del piano muestra la pronunciada interacción melodía/acompañamiento y enfatiza la importancia del color. Su infalible mano izquierda acaricia entre descomunales dinámicas (el crescendo del c. 48 es lo suficientemente dramático como para permitir que el piano del c. 49 sea un piano subito ¿Exagerado? Tanto como precioso). Acierta dándole una pátina melancólica al allegretto. Domina, resonante, atronadora, una avalancha enmarañada en el presto agitato, frenética y barroquizada. Registrada en su domicilio neoyorkino, la grabación recoge un instrumento con un peso de acción muy ligero, especialmente preparado para su posición: las muñecas giradas hacia fuera y a menudo por debajo del teclado, los dedos planos, los meñiques curvados (RCA, 1956).

 





Peter Serkin ofrece una lectura toscaniniana de Beethoven, poco (o nada) sentimental, por momentos antiséptica, pero con una narrativa rigurosa del edificio de la sonata, un sentido absolutamente estricto del tempo, la articulación diáfana y un peso muy ligero en los dedos. Los tresillos se motorizan en el lento recitado del adagio sostenuto. La ostentosa separación entre melodía y acompañamiento también da un gran resultado en el camerístico sonido del allegretto, con las octavas impecablemente alineadas. La grabación recoge el canturreo del pianista y cultiva espontáneamente espejismos acústicos aleatorios (Sony, 1962).





 

La extrema sensibilidad define el pianismo de Ivan Moravec. La rítmica del evocativo y resignado movimiento inicial se adapta al andamiaje, compensada con un allegretto desenfadado en el que Moravec encuentra tal ligereza de textura que nunca suena demasiado lento (resulta increíble que un instrumento de percusión rezume tanta suavidad y gentileza), y un final intrépidamente impulsivo, de airados acentos con poderío sostenido y sin estrépito. Finura tímbrica inigualable, voluptuosidad tonal, ingravidez. La grabación (1964) editada por Supraphon detalla exquisitamente los amaderados timbres del Baldwin y su rica resonancia. La postrera versión de 1987 abusa del pedal, enfangando las armonías.





 

Cuando Beethoven afirmaba que Mozart "tenía una forma de tocar elegante pero entrecortada, sin legato" quería decir que realmente era un clavecinista, no un pianista. Puede que Glenn Gould entre en esa categoría. Lo que hace con la Moonlight es de una perversidad fascinante. Aprovecha los amplios márgenes interpretativos y la libre morfología para intuir, más que obrar, una lectura transgresora y blasfema, aislada de la perspectiva histórica. Su adagio sostenuto es quizá el más ascético e impasible de la discografía, en gélido staccato mecanizado, sin asomo de pedal, desbrozando sus inflexiones y desmigando la evocación romántica; la línea del bajo coalesce en melodía. Licencias rítmicas en el torturado allegretto. En el presto agitato el sonido y la furia salen de Yoknapatawpha y se instalan en los suburbios de Toronto. La toma sonora recoge el lied tarareado por Gould y los desconcertantes crujidos de su famosa banqueta infantil (Sony, 1967).







Friedrich Gulda se centra en la velocidad y la agilidad, interesado en iluminar la estructura con su fenomenal técnica, falto de expresividad lírica frente a tantos otros. No destaca en sutilezas refinadas, pero articula y frasea espléndido, las texturas tan claras que a veces su piano se acerca (remotamente) a la sonoridad de un fortepiano. La dinámica es amplia, ignorando en ocasiones los límites amables del instrumento (acaso las malas compañías jazzísticas han contaminado su pulsación). La actitud (el riesgo y la pulsión), la independencia rítmica entre las manos, y el tratamiento suelto del rubato proporcionan un toque picante. El sonido del piano es impactante y seco, distorsionado en los pasajes sísmicos (Decca, 1967).





 

Radu Lupu entra en trance para regalarnos su persuasiva visión privada, de estilismo poco convencional, con un magnífico rango dinámico (esporádicamente el requerido por el compositor), toques aterciopelados que rezan significados, y una flexión celibidachiana del pulso básico. La historia comienza en un adagio sostenuto de sensualidad impresionista, y entre suspiros y desvanecimientos erige un edificio con un sorpresivo clímax dinámico. A la moda rusa, desplaza el bajo una octava en los puntales estructurales (cc. 23 y 42) para crear un entorno submarino. Lupu se recompone el vestido y atempera la atmósfera en el allegretto. Sinfónico e impactante presto agitato, orquestado en oleadas que crecen desde los graves y viajan de forma arrolladora, con gran amplitud y tensión emocional. Schubert asoma al fondo del estudio (Decca, 1972).





 

Alfred Brendel parte de la creencia de que interponer la propia personalidad entre las notas y los oyentes es injusto e imprudente: es un seguidor de la directriz de Stravinsky "no me interpretes, sólo toca las notas como están escritas". Así, hilvana la corrección vienesa, la rígida implacabilidad, la austera construcción arquitectónica netamente estructurada, la claridad textural. En el adagio sostenuto actúa sobre el pedal una fracción de segundo después de los acordes, dando la ilusión de que las armonías se superponen. La expresión es reservada, pero atina al impulsar una clave dinámica para rematar el arco de la sección central. Banal allegretto, donde la pulsación en staccato cristaliza en un fraseo meticuloso. Brendel restaura el orden bursátil en un finale de ritmo relajado, donde los sobresaltos no son bien recibidos, y los f y ff son indistinguibles. Toma cercana y poco atrayente (Philips, 1972), pero que al menos descarta los habituales gemidos del pianista.

 


 

 

 

Anton Kuerti es el Fischer-Dieskau del piano. El ritmo parsimonioso en general le permite pintar con luces y sombras a voluntad, otorgando matices a cada nota y a cada frase, trazando gráciles variaciones dinámicas, coloreando tonalmente y aplicando rubato. Si bien las pausas inspiran con tensión, la curva estructural se desdibuja. Kuerti llamaba vándalos a aquellos que hiperromantizan el adagio sostenuto. Él lo ilustra con la mayor de las moderaciones, sin subrayar el ritmo staccato del tema, con la mano izquierda articulando con igual trascendencia en la vocalización (la conversación) de la música. La ternura prosigue en el lánguido allegretto. El presto agitato es apacible en dinámicas y observa un irreconciliable ritmo lento al comienzo del segundo tema a pesar de que no hay marcación en la partitura a ese respecto. La toma sonora, en concierto, da una imagen realista del entorno, sin desdeñar los matices y detalles del metálico piano (Analekta, 1974).





 

La publicación del ciclo de sonatas beethoveniano de Annie Fischer para el sello Hungaroton (1977) quedó supeditado a su propia muerte, ya que la esterilidad emocional que la provocaba el estudio de grabación chocaba con la intensidad de su comunicación con el público. Dependiente de la inspiración del momento, nunca tocaba una pieza de la misma manera dos veces (algo que compartía con el propio Beethoven como concertista). Su auto exigencia es extrema en busca de la precisión expresiva: el etéreo legato en el adagio sostenuto, la variedad tímbrica en las repeticiones del allegretto, con livianos cambios de dinámica y color. Fischer se lanza con arrojo a un tumultuoso finale, que percute con energía incendiaria. La toma sonora recoge el castigo a un piano oscuro, duro y cortante, con abruptos cambios de tempo y dinámica.





 

El ortodoxo Emil Gilels, siempre cuidadoso en la transmisión técnica de la partitura, prefiere lo apolíneo sobre lo dionisíaco. El adagio sostenuto transita olímpico y por supuesto obvia las instrucciones de pedal. En el allegretto domina un ritmo modesto y sincero, como una oración. Gilels comanda el presto agitato con tensión dramática, sí, pero con la ataráxica impasibilidad del capitán en el castillo de popa. Aunque los grandes contrastes dinámicos son su sello personal algunas veces la violencia percusiva, empuja el registro agudo al desgarro (DG, 1980).





 

La característica esencial de la lectura de Paul Badura-Skoda es la personalidad umbría, con un notable registro grave, del instrumento construido en Viena hacia 1790 por Anton Walter, y que mantiene los forros originales de piel en los martillos. La apertura es rápida, viva, limpia y sin manierismos; fluida y rítmicamente ágil. Badura-Skoda anuncia su individualidad con algunas notas y frases de acento único y muestra una discreta gama de dinámicas (comparado con un piano moderno; pero ¿cuál? ¿el de Gould?, ¿el de Gilels?). La estupenda grabación expone el ruidoso mecanismo (Astreé, 1988).





 

Mikhail Pletnev materializa una interpretación excéntrica. En realidad, toma al pie de la letra las instrucciones de Beethoven de tocar el adagio sostenuto sin apagadores, pero el efecto en un aparato moderno resulta primero chocante y luego onírico, fantasmagórico: los acordes sostenidos patrocinan un marchamo fúnebre que necesariamente implica un tempo muy lento para tratar que la neblina no mezcle y superponga todas las armonías moduladas a lo largo de la pieza. Su triunfal fortaleza técnica le permite incluso arpegiar algunos acordes en el frenético finale. La muy cercana grabación retiene sin embargo la amplitud del espacio (Virgin, 1988).





 

Richard Goode no tiene la actitud del virtuoso (sí su técnica) ya que se forjó profesionalmente durante décadas como músico de cámara y liederista. Quizá por ello no busca una visión protagonista o revolucionaria: su humilde franqueza hacia el texto (o hacia su fidelidad espiritual) recorta las emociones, las ordena, aparta algunas con cuidado; ello se compensa con una iluminación excepcional del detalle y la coreografía de la obra. A la bondad en los moderados contrastes dinámicos y en la coloración se añade un inmaculado y cremoso legato en el adagio sostenuto; las manos absolutamente independientes. El segundo tema del finale se eleva chopinesco. El registro (Elektra Nonesuch, 1989) es excelente y rico en graves.





 

Melvyn Tan parece empeñado en que el fortepiano de época sea desesperadamente inadecuado para expresar la dialéctica beethoveniana. Sus dementes ataques (propiamente dicho, Careful with that axe, Melvyn), entre requiebros y retenciones, vagan por una grabación confusa (Virgin, 1993) en la que los gozos y las sombras del instrumento combaten en un túnel por una onza de chocolate.





 

András Schiff se decanta por un enfoque académico (en cuanto al texto) pero no historicista (en cuanto al instrumento). Para ser coherente con el seguimiento de la partitura al pie de la letra mantiene el pedal pisado (parcialmente) durante todo el adagio sostenuto, vaporoso sin llegar a pastoso, y sin crear disonancias molestas, excepto en el rápido bajo en los cc. 48-49 y cc. 56-58. Sigue escrupulosamente la indicación alla breve con dos pulsos por compás, y divorcia polifónicamente la melodía de la figuración de los tresillos (que transmutan bachianos, privados de una pulsación rítmica chispeante), sin que haya interacción alguna. Schiff se esmera en distinguir las articulaciones ligadas de las separadas en el allegretto. Como Kuerti diferencia con claridad los tempi de los sujetos tormentoso y lúgubre en el presto agitato, que se salpica con silencios impredecibles y peligrosos (aunque esto es sin duda una ilusión bien planeada). La toma sonora procedente de concierto mantiene la resonancia natural (ECM, 2005).





 

Ronald Brautigam emplea un fortepiano Walter (copia) estrictamente contemporáneo (1802). Pero el instrumento no quita que el intérprete se decante por un enfoque romántico: el adagio sostenuto está cuidadosamente engarzado con numerosos y pequeños ajustes rítmicos y acentos inesperados. Además del apagador de rodilla (cuyo efecto de desenfoque se limita a la duración del compás debido al tempo relativamente lento), Brautigam incorpora un registro que interpone una fina tela entre los martillos y las cuerdas, abrazando el color con una niebla aterciopelada. El compulsivo círculo melódico-armónico resulta tan sofocante y desorientador como un grabado de Escher. Los contrastes dinámicos locales proporcionan carácter al allegretto. En la primera página del finale se emplean tres tipos de sonoridad: non legato sin pedal, legato sin pedal y subito forte con pedal. El empleo incesante del pedal, común en muchas grabaciones, elimina esas distinciones. No aquí, donde el ritmo surge espontáneo de la claridad sin par, impetuoso y rugiente, sin aspavientos, tan solo empleando las tensiones que surgen de la partitura, sin que la contundente expresión en los sf corra el riesgo de ser excesiva. La amplia separación de las manos demanda una coherente heterogeneidad de los registros, notoriamente capturados por BIS en 2005.





 

Steven Osborne nos embarca en una travesía poética por las dinámicas, progresando desde la meditación a la actividad corpórea. El adagio sostenuto radia hipnotismo y acaricia con su gama de pianissimi, elevándose solo para remarcar el área central del lied. El allegretto trota juguetón y el presto agitato galopa por diferentes grados sf hasta impactar con toda la fuerza sin atender a los feísmos metálicos que subyugan las cuerdas golpeadas (Hyperion, 2008).





 

Murray Perahia sugiere en su nueva edición de la sonata que Beethoven pudo haber tenido la intención de que sus arpegios emularan el arpa eólica, instrumento enormemente popular durante la vida del compositor. La idea suena interesante (y prestada, ya que recoge el testigo de Carl Czerny), pero, ¿se transfiere esta intuición a la música? El timbre es cristalino y perfectamente graduado, el uso del pedal convencional (como la mayoría de los pianistas sigue la interpretación de Czerny y cambia el pedal con cada nueva armonía), el rubato amordazado con la rigidez de un preludio bachiano. Ni siquiera la resonante grabación (DG, 2017) resulta innovadora.





 

Igor Levit ubica milagrosas gradaciones dinámicas (sin cataclísmicos contrastes románticos) sobre tempi de ligereza schnabeliana. Su toque revolotea cambiante pero no improvisado. El adecuado uso del pedal en el oscilante y amenazante adagio sostenuto produce unos graves líquidos y dislocados para no tapar la melodía. A destacar la intensidad que logra, no ya en el cromatismo de los compases 51-54, sino en la tensión puramente diatónica del segundo tiempo del c. 55. Los sólidos aunque tranquilos ritmos del allegretto nos recuerdan que Haydn fue profesor de piano de Beethoven. El efecto acumulativo se resuelve en un presto agitato portentoso, donde cada frase posee un vector direccional que apunta hacia la desesperanza. Toma sonora detallada a pesar de la superflua reverberación escénica (Sony, 2018).





 

La flexibilidad lírica caracteriza la ejecución de Jos van Immerseel (Alpha, 2019). En el adagio sostenuto enfatiza la primera corchea de la anacrusa desequilibrando su impulso; su reticencia a tocar en tempo durante mucho tiempo no es aparente: inesperadamente rola, pausa, retiene. Cincela el stacatto en el allegretto. El paso pausado y el refinamiento del presto agitato no parecen propios de la imagen (que tenemos) de Beethoven, pero nos proporcionan tiempo (nada menos que 9:08) no solo para recrearnos y abrumarnos en la abigarrada sonoridad del instrumento, réplica de un Walter circa 1800, sino también para apreciar la cohesión motívica de la sonata. La dinámica es relativamente tranquila y aterrazada, lo que contribuye a la atmósfera de tensión subyacente que finalmente se libera en los últimos compases. Las fluctuaciones de tempo cuidadosamente graduadas contrastan con los cambios de ritmo mucho más bruscos y exagerados en la grabación previa (Accord, 1983), en un piano Graf de 1824 donde podría recordar a Friedman, y su libertad de expresión desfigura la estructura de la sonata (el propio Immerseel ha reconocido posteriormente que este registro “suena como una distorsión de la realidad”).





 

Daniel Barenboim ha grabado la sonata hasta en seis ocasiones en otras tantas décadas, siempre con solemne reverencia y apoyado en el extremismo equilibrista de un Furtwängler. Elegiremos aquí la última (DG, 2020) por el instrumento, concebido por el propio Barenboim a partir del bicentenario piano de Listz: el encordado en paralelo, el rediseño de la tapa armónica y la recolocación de los martillos reemplazan la homogeneidad del ubicuo Steinway model D por unos registros diferenciados según su tesitura, pero de resonancia escasa. Barenboim lleva el adagio sostenuto al límite, como prolegómeno de una tragedia, con el desmesurado rubato y los reguladores dinámicos personalizados casi rompiendo la línea musical, el teclado (pareciendo) incapaz de producir un legato suave y cantarín. Deliberado allegretto, con la necesidad de lograr una revelación (el subrayado, las pausas) en cada frase. En el presto agitato la agilidad y la fluidez se resienten, la dinámica reclama mayores cumbres y valles. En resumen, para encontrar la espontaneidad del gran pianista argentino regresen a las ediciones de antaño (Profil, 1958, y EMI, 1967).





 

No sabe nada, no aprende nada y no escribirá nada bueno” decía Salieri de su alumno Beethoven. Nikolai Lugansky pone a prueba la pedagogía del italiano y disecciona la obra no como ente sonata, sino como páginas desconectadas entre sí (incluso en sus partes constituyentes) y solamente relacionadas por su melífluo timbre. Adagio sostenuto poderoso y masivo, despegando desde el mezzo-piano y elevándose por momentos al forte, pero pobre en fantasía agógica. El encorsetado allegretto precede a un presto agitato de fluctuaciones apesadumbradas (HM, 2021).





martes, 4 de agosto de 2009

Mozart: Concierto nº 20 para pianoforte K. 466

El concierto nº 20, realizado en unos pocos días de febrero de 1785, contrasta pasajes de gran delicadeza y patetismo con otros de persistente tonalidad en re menor de sabor trágico y oscuro, de cromatismo ominoso, de expresiones tempestuosas. Magistral por la interrelación entre sus diferentes elementos y la soberbia unidad global, sus dificultades técnicas, especialmente para la sección de maderas, son inmensas. En sus manos balancea cuidadosamente características de grandeza (secciones del tutti orquestal), brillantez (virtuosismo del solista) y sentido íntimo (diálogo solo-orquesta), trascendiendo la rigidez heredada de Bach y abriendo una nueva perspectiva en la evolución estética del compositor: Los instrumentos dialogan, los ritmos varían, los temas andan en continua transformación. Cada idea musical feliz contiene tristeza y todas las tristes conllevan un soplo de esperanza.

El primer movimiento (que abre con misteriosas síncopas y grupos de cuatro notas rápidas ascendentes por parte de violonchelos y contrabajos, transmitiendo un sentimiento premonitorio y de energía en desasosiego) combina el viejo ritornello con una estructura cercana a la de la sonata, desarrollando e intercambiando temas, armonías y ritmos. El primer tutti orquestal (genuino Sturm und Drang) ofrece el material que es subsecuentemente utilizado en la primera sección solo, algo que llega a ser una característica principal del desarrollo. Resulta evidente la relación con Don Giovanni (tonalidad, angustiosa temática, sombríos colores, progresiones cromáticas en terceras paralelas, periodos asimétricos, aceleraciones). Exhausta, la orquesta finaliza tiernamente.

El milagro de intimidad expresiva que supone el segundo movimiento es una romanza compuesta por 5 secciones (presididas por una tranquila melodía del teclado) acompañadas por palpitantes corcheas repetidas en las cuerdas; ve rota su calma en la sección cuarta (una suerte de trío schumanniano) por la irrupción de tonalidad en sol menor, que produce una violenta ruptura dramática.

El tempestuoso ataque del rondó parte de una fórmula arpegiada al piano seguido de la furiosa réplica del tutti al completo. La orquesta y el piano alternan secciones a partir de un tema en fa mayor, irónico y malicioso, que prepara para una coda extrañamente triunfante, después de la cual la obra desvela su sorpresa final pasando al re mayor en una melodía banal.




La impresionante, autoritaria, huracanada escala orquestal de la Berliner Philharmoniker a las órdenes de Wilhelm Furtwängler contrasta con la convicción e intensidad del staccato implacable pero escaso de inventiva de Yvonne Lefebure (atención, canturrea a lo Gould). Grabación en concierto (EMI, 15 de mayo de 1954) con una inusual proporción de problemas respiratorios entre el público.


La dualidad entre luz y oscuridad es propulsada por Sviatoslav Richter a una escala cósmica especular: intensa pero contenida, variada de tonos, deslumbrante en la transmutación de colores, implacable, arrolladora la potencia en la pulsación (que murmura cuando es necesario para permitirnos oír los vientos). Richter esmalta las cadencias con las que Beethoven enriqueció este concierto (perdidas las originales, acaso ni siquiera escritas, ya que Mozart fue el más grande improvisador de su época). Stanislaw Wislocki (DG, 1959) comprende el inusual acercamiento del ucraniano y acompaña, voluntariosa, la tosca orquesta (especialmente la madera, poco presentable) de Varsovia. Tempi moderados, pero con paso inquieto y desasosegado. La calidad del sonido es frágil en el piano y brillante en la orquesta, con diferenciación de timbres y planos.







Clara Haskil grabó en numerosas ocasiones este concierto en compañía de nombres ilustres como Klemperer, Fricsay, Schuricht, Paumgartner o Swoboda (con sonido variable, entre lo malo y lo infame). Con ánimo de no saturar a mis queridos radioescuchas solo anotaré aquí la vigorosa versión registrada con Igor Markevitch conduciendo la Lamoureux Concert Orchestra (Philips, 1960), que refleja plenamente al Mozart maduro: sin amargura o angustia melodramática, sino con el más suave toque de tristeza y duda bajo la alegría y la celebración. Pureza estilística y sobriedad, pulcritud, elegancia, combinación de ligereza de toque y sentido profundo, fluidez en movimiento lento, firmeza férrea en ritmo y estructura. Decente sonido con timbres bien localizados, si bien las cuerdas muestran poco cuerpo y brillantez.








Arthur Rubinstein se propone una ucronía: ¿Cómo hubiera interpretado Listz a Mozart? Hipnótico y fascinante, inquieto y tormentoso (fraseo y rubato en plan montaña rusa), belleza tonal y ornamentación fuera de estilo (esos trinos). La orquesta sinfónica de la RCA dirigida por Alfred Wallenstein (RCA, 1961) intenta atenuar con eficiente sonoridad camerística, discriminándose los grupos instrumentales (descollando las masivas cuerdas). Clara y bien equilibrada grabación, con un mínimo soplido de fondo, y con alguna distorsión y ruidos de los músicos.







Rudolf Serkin se muestra firme y sólido, ascético en su expresividad, fresco en la articulación, abundante en el uso del pedal y escaso en el rango dinámico, chispeante y cálido en los ataques incisivos al final del concierto. El intercambio camerístico con la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1961) es arrastrado por George Szell a un marcado empuje rítmico y heroico, lógico, dramático sin excesos, de intenso vibrato en los melosos pasajes líricos (violas mágicas poco antes de la sección central del andante), y de tempo penosamente arrastrado en el primer movimiento. Toma sonora añeja, brillante y cristalina en la respiración del intérprete, pero las maderas son perfectamente inaudibles, como en casi todas las grabaciones de esta obra. Esto es debido (entre otras causas) a la composición intrínseca de la orquesta moderna. Más adelante expondremos esta cuestión.





Daniel Barenboim modeló desde el teclado el perfecto balance sonoro de la English Chamber Orchestra (EMI, 1967). El fraseo tiene la curva adecuada, la tensión se acomoda con naturalidad: fiero y volátil en el arranque, con explosivos arpegios en el final, desesperado en la coda, atlético el staccato en la mano izquierda. Todo ello se funde en una interpretación magistralmente fácil, un encanto de belleza sensual, gracia y lirismo. Las retenciones de ritmo, los desmayos en el sonido, las densas texturas… escuchados hoy en día pueden resultar anacrónicamente románticos (beethovenianos). La detallada grabación se une al cúmulo de delicias. El posterior (1988) registro para Teldec con la Berliner Philharmoniker es menos impulsivo y no desplaza a éste.







Bajo la personal y enérgica dirección de Benjamin Britten la English Chamber Orchestra se torna iluminadora, mágica, fortalecida, retumbante en las cuerdas graves. Clifford Curzon es particularmente elocuente en las hormonales cadencias y en la romanza, donde añade ornamentos de cosecha propia. Gentil, inocente y trágico. La toma sonora realizada por Decca en 1970 recoge con amplitud la belleza cantora del instrumento solista.







A pesar del luminoso e inspirador acompañante (Neville Marriner al frente de la Academy of St. Martin in the Fields, Philips, 1974), Alfred Brendel ofrece un escrutinio forense de la partitura: depuración intelectual, inevitabilidad, severidad emocional; por supuesto que todas las notas (cadencias propias) están inmaculadamente articuladas, con delicioso sonido cantabile en los pasajes líricos, pero la corriente subterránea que hay bajo ellas no aflora nunca (apertura recatada, escasa variedad dinámica). La orquesta navega entre la frescura y la corrección, entre la fuerza y la transparencia, entre la no afectación y la ironía, entre el retraimiento y la intimidad, entre la libertad y las pautas establecidas, entre la pasión y la gracia, entre el abandono y el estilo. Buen balance de la grabación, transparente y fría como la interpretación.






La milagrosa Wiener Philharmoniker fue comandada por Claudio Abbado en 1975 (DG) con un sentido natural del tempo de la música, constante en el primer movimiento, veleidoso en el último. Friedrich Gulda aparece púdico, incluso introspectivo; tal vez se echa en falta algo más de la impetuosidad que reserva para la descarada e insultantemente juvenil cadencia de Beethoven. La toma sonora es clara, si bien desplazada hacia los bajos.







Murray Perahia realizó en 1978 para la CBS (hoy Sony) un excelente registro al frente de la English Chamber Orchestra. Innegables su conocimiento del estilo mozartiano (interpretación de las cadenze), la luminosidad y espontaneidad poéticas, la combinación de instinto, intelecto y sensibilidad, la contención clásica (en el movimiento lento contrasta la limpidez de las secciones periféricas y la inquietud de la sección en sol menor); sin embargo, al final la sensación es de blandura e inocuidad, de que la tragedia desemboca en sentimentalismo acaramelado, de ligereza en demasía para una música tan dramática y apasionada (algo que sí supo inculcar Barenboim a la propia ECO).

 



La Philharmonia Orchestra (gruesa en las texturas y monótona a más no poder) se deja conducir, dócil, por las riendas de Vladimir Ashkenazy (Decca, 1986). Desnudez, brillo, concreción, descripción, superficialidad, materia sonora aséptica, sin abismos psicológicos, sin historia… Sin grandes contrastes dinámicos, la aproximación es tradicionalmente romántica (fraseos amplios, abundante legato, moderación en los tempi). Su valor más importante aparece en la grabación, que restablece un sonido aterciopelado y rico en armónicos (con reverberación artificial lejana y con micrófonos muy cercanos a las cuerdas).






La mórbida Mitsuko Uchida fluye fresca, observando los detalles escrupulosamente, pero el rango de expresión (la entrega emocional) es mas melancólico que dramático para una obra tan demoníaca (según la concepción decimonónica). Excelente control de la dinámica (precioso el pianissimo). Por ello el movimiento lento se adapta de manera exquisita a su tranquila elocuencia. La English Chamber Orchestra (soberbia, al pódium el fulgurante Jeffrey Tate, Philips, 1986) absorbe el piano como un integrante más, casi como un continuo. La toma sonora es algo distante.







En general, la orquesta destinada a la práctica historicista tiene un sonido distintivo de los conjuntos modernos, con cuerdas menos brillantes (el uso de la tripa y la afinación más baja) y un recuperado equilibrio con la sección de las maderas. Aún más decisivo es el uso del fortepiano con su tímbrica delicada, la textura inconfundible de modestos graves, la rápida caída sonora (que requiere una articulación específica). Naturalmente que no puede realizar la línea legato como en un instrumento moderno: pero es que Mozart no ha escrito ningún gran legato, sino pequeños grupos de notas ligadas, y enlazándolas todas se pierde la inflexión, el parlando, los susurros y los desmayos… En conjunto todo ello produce una relación diferente con la orquesta. El efervescente John Eliot Gardiner comenta en el libreto su interesante concepto del K. 466 como “una gran obra sinfónica con piano al continuo” y la grabación que realizó Archiv en 1986 restaura de modo perfecto la frágil sonoridad del fortepiano: su colocación física entre primeros y segundos violines permite la integración dentro de los magros (6/6/4/4/2) English Baroque Soloists. Las tramas aparecen más claras, ganando sobre todo las maderas en significación (suenan más oscuras reforzando el sentido dramático). Me parece insuperado el feroz arranque del concierto atacando los instrumentos al límite. Malcolm Bilson toca una réplica del fortepiano de Mozart (como solo y como continuo a lo largo del concierto) permitiendo aflorar un legato danzarín, la diversidad de color en las inmensas escalas; sus cadenze son discretas, con cierto carácter improvisado. Entregado a la reflexión en el movimiento lento, ornamenta de manera libre (efecto mágico en el compás 40 en la romanza). En resumen, una fresca (y nostálgica) perspectiva plena de gracia y energía. De imprescindible conocimiento.









Jos van Immerseel (Channel, 1992) emplea también una copia del Walter de Mozart, pero su sonoridad es mucho más tosca, vigorosa e inmediata. La orquesta Anima Eterna es también más acida en su timbre, y su aproximación más directa y robusta, aunque de menor colorido y dinámica, contenida en su concepción, lo que también puede ser interpretado (pérfidamente) como falta de imaginación.







Aún en orquestas con instrumentos modernos los principios historicistas (conocidos en el mundo anglosajón con las siglas HIP: Historically Informed Permorfance) han sido ampliamente aceptados hoy día. Así, la Lausanne Chamber Orchestra (MDG, 2008) alberga un tamaño moderado, sin asomo de ese vibrato amplio y continuo aplicado a todas las notas, y los deliciosos diálogos de la madera (quejumbrosas al comienzo) son claramente audibles. Christian Zacharias dialoga desde el piano con ella: acaso demasiado comedido en la conclusión del primer movimiento, transfiriere su tensión a la sección central de la romanza; y cierra el rondó final contrastado y muscular. Económica utilización del pedal, limpieza de digitación, discreto rubato, fraseo gracioso y tono cantarín no exento de la exigida delicadeza, ágil y seguro en el ataque, dejando lugar a arrebatos de expresión, pero evitando manierismos beethovenianos. Arroja nuevas luces en la línea de la mano izquierda, que, si en la primera cadencia huele a fantasía chopiniana, en la del rondó profetiza el maléfico acorde en re menor del Don Giovanni, buscando ese algo más, en esta peculiar vía interpretativa poco ortodoxa. La grabación es una atracción en sí misma, impresionante en claridad y profundidad, integrando a un solista perfectamente equilibrado.









Un amigo anónimo me ha mandado un enlace fantástico, como casi todo lo que hace la BBC. Discovering Music explores an in-depth look at the 20 piano concerto: