viernes, 5 de octubre de 2012

Barber: Adagio for strings, op.11

A pesar de que la pieza se ha asociado al lamento y al duelo, Samuel Barber (1910-1981) compuso la primigenia versión de la obra a los 26 años, durante un feliz verano compartido en Italia con su amante Gian Carlo Menotti. Su forma y técnica contrapuntística derivan tanto de la polifonía renacentista como de las suspensiones y relaciones falsas que Barber encontró en las Fantasías para violas de Henry Purcell. Marcado molto adagio espressivo cantando, el Adagio for strings op. 11 exhibe un rango extremo de dinámicas (de pp a ff) a través de crescendi y decrescendi, legato sostenido sobre métrica flexible, y utiliza la instrumentación para crear interés sobre una melodía simple, básicamente diatónica y articulada en notas negras, cuya tensión es producto de la secuencia y variación armónica irresoluta.

Sección A Compases 1-12. Una sola nota, si bemol, se expone en pp en los primeros violines. Dos pulsos después entran en escena el resto de las cuerdas creando un inquieto y cambiante lienzo para que la melodía (articulada en tres frases, siendo la primera y la última casi idénticas con excepción del final), sencilla y estrecha interválicamente, dude en los pequeños pasos ascendentes y descendentes en tonos. De los cc. 13 al 19 el tema, una quinta más grave, pasa a las violas, mientras una contramelodía en sentido contrario es presentada por los primeros violines, con leves aderezos en los segundos. En todo momento la cuerda grave, con los violonchelos divididos en dos grupos, acompaña con lento movimiento armónico en acordes.

Sección B cc. 19-27. El silencio de los contrabajos aumenta la sensación de intimidad en la frase ascendente de los violonchelos. La contramelodía es compartida por violas (piu forte, sempre cantando) y primeros violines, resolviendo tiernamente.

Sección C cc. 28-38. Un nuevo tema asoma entre los segundos violines y las violas, mientras la melodía en su tono original despierta la tesitura aguda de los violonchelos. La música avanza hacia el clímax modulando continuamente.

Sección D cc. 38-53. El dúo de violonchelos y primeros violines -con crecientes armonías en segundos y violas- marca el comienzo de una textura polifónica, en un inexorable crescendo sempre, hasta el clímax ff a través de cuatro compases mantenidos a través de los cuales suenan acerados los acordes de si bemol menor, do bemol mayor y fa bemol mayor. En el c. 53 resolución, silencio y…

cambio a dinámica pp, mientras la obra modula en una suave progresión armónica (sección E cc. 53-56) que eventualmente finaliza en la tónica o tonalidad de partida.

Sección A2 cc. 57-60. Tras un breve silencio se recapitula la melodía en la menor, compartiéndose en mezzoforte entre primeros violines y violas, mientras el acompañamiento se hace en p. La sección A3 (cc. 61-65) consta de una repetición en mi mayor,

para acabar morendo (sección F cc. 66-69) con un fragmento del tema molto espressivo en los primeros violines, mientras el acompañamiento se va apagando en el sereno acorde dominante de la menor.


25 años después de su composición, este lenguaje pleno de romanticismo lírico, decididamente tonal, ya se consideraba caduco. ¿Cómo calificarlo hoy en día? ¿Conservador o intemporal? Barber nos responde: “No hay ninguna razón para que la música sea difícil de comprender”.







En enero de 1938 Barber envió a Arturo Toscanini una versión orquestada del segundo movimiento de su Cuarteto de cuerda nº 1, que fue devuelta por el director sin comentario alguno. Reza la leyenda que Toscanini la ensayó de memoria hasta el día antes de la première, ejecutada por la NBC Symphony Orchestra el 5 de Noviembre de ese año para su transmisión radiofónica. Sin la acumulación de décadas de ejecuciones, los 7:05 minutos de duración pueden parecer breves, pero el efecto es grave y melancólico, aunque sin sentimentalismo añadido. La intensidad es finamente cincelada en capas acumulativas, de ritmo constante, soslayando rubati que aporten un toque de relajación, y poniendo en relieve la línea aguda. El estiramiento casi inaguantable de los acordes climáticos causa una angustia desgarradora. La crítica del día siguiente en el New York Times decía así: “This is the product of a musically creative nature… who leaves nothing undone to achieve something as perfect in mass and detail as his craftsmanship permits… is the work of a young musician of true talent, rapidly increasing skill, and, one would infer, capacity for self-criticism. It is not pretentious music. Its author does not pose and posture in his score. He writes with a definitive purpose, a clear objetive, and a sense of structure. A long line, in the Adagio, is well sustained. There is an arch of melody and form. The composition is most simple at the climaxes, when it develops that the simplest chord, or figure, is the one most significant… Toscanini conducted the scores as if his reputation rested upon the results”. Si bien este documento ha sido publicado en multitud de ocasiones aquí nos serviremos de la edición de 2011 de los West Hill Radio Archives englobada en la indispensable caja Barber Historical Recordings: 1935–1960, que manifiesta una aceptable dinámica y expone las voces internas.











Leopold Stokowski impone una premura en el tempo (6:36) por medio del gran ímpetu en el arranque de las largas líneas melódicas, suavizándose progresivamente, efecto que emularán muchas de las interpretaciones posteriores. El clímax se muestra despótico, cortante, frío. Las inmediatas modulaciones de la sección E son arregladas por Stokowski con un encantador oleaje dinámico inexistente en la partitura. La orquesta que pomposamente lleva su nombre suena catedralicia y jugosa (EMI, 1957).












El examen de la partitura de concierto con la que Eugene Ormandy dirigía el Adagio for strings confirma la alteración de los fraseos, que, en la parte de violín I son ya acortados en catorce ocasiones en los primeros doce compases solamente, para espesar y asegurar una intensidad constante del sonido. También estudió y anotó al margen la duración del disco anterior, y realizó cambios y adicciones a las dinámicas originales para asegurar que la melodía principal fuera escuchada. La prodigiosa seguridad de entonación de la sección de cuerdas de la Philadelphia Orchestra evidencia su exuberante y rico vibrato, ya lozano bajo la batuta de su predecesor, el ínclito Stokowski. Registro chirriante, resonante, a ritmo fluido (7:43) como fue la norma hasta Schippers, quizá ligeramente lacrimoso, con una espléndida amplitud dinámica (Sony, 1957).












A mediados de los 60 Thomas Schippers era el campeón de la obra de Barber, programándola compulsivamente. Bajo la personal supervisión del compositor y su amante (o más claro, bajo el triángulo homoerótico entre ellos) elevó y estableció un delirante tempo (9:10), convertido en standard para las siguientes décadas. La New York Philharmonic expone su riqueza tímbrica en una grabación palpable (Sony, 1965). La prensa rosa nos permite en este caso dilucidar las influencias entre músicos y su porqué: Pocos años después fue Bernstein el que ocupó las riendas de la NY Philharmonic y el corazón de Schippers. Por tanto se adivina orgánica y continuista la elección, tan particular, de carácter y sentimiento en su lectura (Sony, 1971).












Neville Marriner al frente de la Academy of Saint Martin in the Fields hace gala de la serenidad británica, con un seguimiento austero de métrica y dinámica, estoico hasta la sección climática donde se libera, pero siempre dentro de una expresividad contenida, calma y resignada, sin melifluo vibrato (8:43) (Decca, 1976).












Las acérbicas cuerdas de Los Angeles Philharmonic Orchestra gimen en un tempo desmesurado, como el grito sexual de Leonard Bernstein, las largas líneas melódicas ralentizándose progresivamente, hasta casi detenerse, al borde de la desintegración: 10:09, donde Barber indica en la partitura entre 7 y 8 minutos, manteniendo el dominio de la tensión, haciendo del concierto una puesta en escena gestual pero jamás caricaturesca, de lleno cómplice y coautor de la inspiración del compositor, comunicando el mensaje (¿sombrío? ¿romántico?), la esencia de la música. "Why do so many of us try to explain the beauty of music, thus depriving it of its mystery?" razonaba Bernstein. La grabacion (DG, 1982), en vivo, desnuda cierta sequedad de timbre pero desvela perfectamente la polifonía.











Leonard Slatkin se declara mesurado (9:14) pero ondulante en los empujes rítmicos, dilatando el tempo por secciones. La musgosa grabación (EMI, 1988) acompaña esta impresión solemne pero frugal que procura la St. Louis Symphony Orchestra.








Contra lo esperado, Sergiu Celibidache plantea un tempo amplio pero no infinitamente estirado (9:35), los desolados acordes climáticos voluntariamente, artificiosamente amortiguados, amordazados. Esta delicadeza gentil genera una sensación de emoción sintética, replicante. Primorosa la Orquesta Filarmónica de Munich (EMI, 1992).












Yoel Levi hace murmurar amorosamente a la Orquesta Sinfónica de Atlanta (8:19), íntimo y tierno, con amplio aliento lírico y espejeante legato. Dinámicas acusadas recogidas por el excelente sonido, fiel y detallado en las diferentes tesituras de las cuerdas (Telarc, 1992).










Marin Alsop al frente de la Royal Scottish National Orchestra recita una lectura contemplativa a paso agradable, cual canción de cuna y no como lamento trágico, restringida dinámica y expresivamente, con una deliberada contención y timbres atenuados próximos a su concepción camerística (7:47). La toma sonora es clara y profunda (Naxos, 2000), cuya definición recoge muy apropiadamente palomas que arrullan la composición.







Y por último, la grabación en concierto de Simon Rattle (EMI, 2008) vívidamente atmosférica, increíble la belleza del sonido obscuro de las cuerdas de la Berliner Philharmoniker que lo emparenta con la liturgia sonora de un Vaughan Williams, descartando el incendio devastador y postrándose ante el himno sincero y devocional.









miércoles, 19 de septiembre de 2012

Beethoven: Piano Concerto nº 5, Emperor

Llamé por tres ocasiones. Iba a retirarme cuando abrió un hombre de gran fealdad, visiblemente malhumorado, y preguntó en un exabrupto qué deseaba. Tomó la carta que le tendí, me miró y me permitió la entrada. Su apartamento consistía, creo recordar, en sólo dos espacios: el primero era una alcoba que contenía su cama, pero era tan pequeña y obscura que debía vestirse en el salón. Imaginaos la más desordenada y sucia habitación que os sea posible concebir, con manchas de agua salpicando el suelo. El polvo peleaba por la supremacía con partituras y manuscritos sobre un vetusto pianoforte. Debajo suyo –no exagero– reposaba un orinal usado. Cerca, una pequeña mesa de nogal acostumbrada a recibir en desorden los útiles de escribir. La más burda pluma de posada os parecería excelente al lado de los cálamos enfangados en tinta seca que allí se agolpaban. La mayoría de las sillas eran de esparto y estaban cubiertas con ropajes y platos que exhibían los restos de la última cena. Balzac o Dickens podrían continuar este relato por dos páginas y necesitarían de las mismas palabras para describiros el aspecto del famoso compositor. Dado que yo no soy ni uno ni otro, me limitaré a deciros: Estaba en presencia de Beethoven”. De esta guisa describe el barón de Tremont su presentación al músico en 1809.

En estas circunstancias domésticas, y bajo el bombardeo y ocupación vienesa de las tropas napoleónicas, compuso Beethoven su Concierto para piano nº 5: “nada más que tambores, explosiones y miseria humana”, sobre un borrador jaspeado de alusiones a batallas y derrotas.
 
  
 






Se dice que Artur Schnabel fue “el pianista que inventó a Beethoven” (aunque la primera grabación sobre cera se realizó diez años antes –Lamond, Goossens (HMV, 1922) mártires auditivos, please email me–) ya que eliminó la rigidez militar asociada a su música, irrumpiendo con su característica impetuosidad, penetrante y audaz, angular y arriesgada a costa de la perfección técnica (el abuso del pedal unido a la viveza en los movimientos extremos dan como resultado cierta falta de nitidez), la fragilidad o incluso de la ternura. Aunque sigue con rigor las indicaciones dinámicas y metronómicas, mantiene casi imperceptible en el aire una sensación de improvisación vital. Destacar los susurrados acordes descendentes al inicio del desarrollo, o el sentimiento poético en la sección en si bemol en el compás 105, o en el mi bemol del c. 385 en el primer movimiento, aunque Schnabel hace del movimiento central el núcleo nodal y expresivo del concierto, con un sublime discurso, lento y rico, deslumbrante, finalizando mágicamente la meditación preliminar del tema del rondó en los cuatro últimos compases. Como era tradición en la primera mitad de siglo, la London Symphony Orchestra ostenta un tono masivo en los graves, alguna madera desafinada y otros fallos de conjunto. Malcolm Sargent antepone la espontaneidad al esquema formal de la obra y es proclive al portamento romántico. Sonido anémico, con añejo soplido de fondo y ocasionales distorsiones decoran el traqueteo del piano en forte y la estridencia desgarradora del agudo orquestal (Naxos, transferencia desde inmaculadas pizarras a 78 rpm., 1932).












La relación espiritual de Edwin Fischer con Wilhelm Furtwängler fue estrecha y de largo recorrido (desde el lejano Berlín de 1924). Si puede haber una violencia romántica éste es el mejor ejemplo, quedando la técnica en un accesorio segundo plano. Mientras el pianista, seguidor del nuevo estilo schnabeliano de interpretación beethoveniana, muestra un toque de terciopelo translúcido, elegante, flexible y agreste por igual, Furtwängler fustiga a la rocosa Philharmonia Orchestra su elección, sinfónica a gran escala, de tempo y dinámica dictados por la armonía de la composición: Dramático y vigoroso, libre e imaginativo al modo romántico (la fantasía en la relajación en el segundo tema), fluidamente erótico, arrebatadamente emotivo, extenuante, sin compases absolutorios, cada frase impregnada de significado simbólico o incluso metafísico (como probablemente hizo el compositor), en términos de conflicto, lucha y triunfo final entre lo individual (el propio Beethoven) y lo social. Retumbante grabación monofónica realizada en estudio (aunque nadie lo diría por su osadía) de graves orquestales de gran riqueza, que no debe retraer a nadie de su conocimiento y posesión (EMI, 1951, edición especial japonesa a 20 bits y 88.2 kHzs).













Wilhelm Kempff elimina la personalidad histórica de la música para liberar su esencia y fantasea en su característico toque, ni dramático ni heroico, leve y suave como gasa, fiel a su estilo ágil e inspirativo, soñador en la paleta tonal, persuadiéndonos de la frescura de sus descubrimientos, donde brillan deslumbrantemente tersas las voces internas. El legato es conseguido por el canto de los dedos: su escueto uso del pedal permite gran claridad (por ejemplo, a partir del compás 184 observa con exactitud el sempre staccato en los tresillos descendentes cromáticos en la mano izquierda). Mantiene el ataque límpido incluso en los pasajes forte y el sfumato a pianissimo progresa milagrosamente. Hay menores variaciones de tempo básico que en sus anteriores registros (Raabe, Kempen) aunque en el gran pasaje con doble escala hay una perceptible aceleración de soberbio efecto, o en el momentáneo tenuto en la escala ascendente en el c. 194. Su poética delicadeza, su humor y su inacabable dinámica deslumbran en el adagio: abandonado en este oasis, el rubato respira espontáneo en las escalas descendentes marcadas espressivo, agrupando los tresillos de manera natural. La belicosa fanfarria terminal (y las ligeras limitaciones técnicas que acompañan a la edad) se rinden a lo sublime: “Toca Beethoven como una persona, no como un pianista”, Sibelius dixit. Ferdinand Leitner en el podium de la Berliner Philharmoniker acompaña con alada cualidad camerística (DG, 1961). La calidad de la grabación es tal que parece haber sido realizada ayer (esto es más un reproche al escaso avance en medio siglo de ingeniería sonora comparado con otros campos).














Rudolf Serkin sacrifica el centelleo polifónico, cada mano cual orquesta de cámara, y arrolla en severo staccato percutivo incluso los pasajes más líricos, cual masivas calderas de vapor a sobrepresión, como la pequeña cadenza de semicorcheas en terceras –compases 35-38 del adagio–. Como agua y aceite con Leonard Bernstein… ¡No! Craso error, Lenny contribuye en gran medida a la victoria: siempre flexible rítmicamente, asume velocidad y riesgo en un allegro que contrasta con la calma chicha del adagio, y acelera entusiasmado en la recta final. Los maquinistas de la New York Philharmonic propulsan intensamente dramáticos sin dejarse dominar por el piano (atención a las cuerdas imitativas en cc. 107-120 del rondó). Registro de extendida panorámica lateral, algo tosco en los forte, con el acento puesto en el solista (al que se oye canturrear a ratos), al gusto americano de la época (Sony, 1962).












La conjuncion planetaria de Glenn Gould y Leopold Stokowski (Sony, 1966) provoca una perversa heterodoxia contrastante de ritmos y acentos. El mismo Stokowski reconoció en privado que hubieran necesitado de más ensayos para aunar ideas: “Gould tenía en la mente una interpretación diferente a la mía. Me dió a elegir entre tocar rápido o tocar lento. Escogí esto último”. El locuaz e irreverente manejo de los arpegios (esenciales en el primer movimiento) como si fuesen cadencias propias, su frecuente destrucción del acorde, la desconcertante tímbrica y la transparencia de las voces (su obsesión por la mano izquierda), van revelando aspectos de la música que otros intérpretes no consideran (aparentemente) y que, en el caso del canadiense, siempre dan la impresión de proceder del estudio concienzudo de la estructura armónica y contrapuntística de la partitura, “melancolía marcial” según Gould. La American Symphony Orchestra (a la que Stokowski animaba a frasear libremente y no de manera uniforme, logrando una robusta y continua sonoridad de las cuerdas) titubea en principio, falta de tensión en el allegro (ma non tanto –la eliminación, tan gouldiana como su incesante canturreo, de la noción tradicional de tempo–), pero va asumiendo su papel de “fool” shakesperiano para lograr un final extenuante, acompañando el ritmo danzarín de los tresillos del piano. Y es que en un test de Rorschach los dibujos no tienen ninguna importancia, sólo las respuestas.












Entroncada en la tradición germánica, la granítica monumentalidad de la conducción de Otto Klemperer funde a la perfección con el grácil y perfumado pianismo de Daniel Barenboim (a pesar de los casi sesenta años que había de diferencia entre ambos), una visión simbiótica que se resume en el hecho de que la grabación, en tomas de movimientos completos, no necesitó de repetición alguna, a pesar de sus extraordinariamente complicados pasajes (hay alguna imperfección, juiciosamente ignorada en beneficio de la lozanía general). Klemperer, sarcástico y rotundo, impone su autoridad en unos tempi muy amplios (42:55) que no fosilizan las líneas; Barenboim utiliza este marco formal para erigir su interpretación (como Kempff) en el delicado y expresivo contraste tonal (¡qué manera de suavizar los floreos de la apertura para hacer más poderosa la entrada del tutti orquestal!), evita los acolchados pedales románticos, y mantiene un ritmo constante incluso en los pasajes más tentadores para pausar. La Orchestra New Philharmonia, las cuerdas oscuras y las maderas elocuentes, se beneficia de la cohesión de una toma sonora excelente, con profundidad de perspectiva y cuerda antifonal (EMI, 1967).












Arturo Benedetti-Michelangeli perfila una creación personal fascinante, donde la más pequeña unidad métrica o motívica cede el paso a la bellísima gradación de tonos cantabile, la microdinámica infinitamente controlada, la perfección preciosista en la creación del fraseo, cautivador y meticulosamente planeado –aunque no exento de algunos acentos agresivos¬–, la impecable fosforescencia expositiva en las diferentes líneas de las manos y su romántica desincronización que añade otra dimensión a las texturas, creando gloriosos colores de artificio. Melifluo en el adagio, concebido como un nocturno de olímpico legato, con un pedal tan imperial como inhumano: “los pedales son los pulmones del piano”. En el rondó varía cada repetición del ritornello proyectando un sentimiento de improvisación. Casi cada palabra anterior se puede aplicar al otro gran sumo sacerdote del instante inmortal: Sergiu Celibidache. Entre ambos (y la inestimable colaboración de la Orquesta de la Radiotelevisión Francesa) ofician un ritual inefable y controvertido, de tempi vivos. Naturalmente la grabación es corsaria, tomada de una retransmisión radiofónica sólo aceptable, publicada como vinilo por Electrorecord en 1977 y extraída en calidad Flac 24/96.










Es casi imposible de asumir la técnica excelsa de Claudio Arrau (toda una vida de experiencia beethoveniana –81 años–), físicamente robusta y espiritualmente refinada, siempre con su singular belleza de sonido (hercúleo, carnoso en su utilización del pedal en los compases 162-166), en su amplísima gama dinámica y la más honda expresividad, donde cada nota rinde su alma emitiendo su propia luz. Arrau lee la partitura con escrupulosidad filológica desconocida (escasas y muy meditadas las dudas agógicas que amaneraban sus anteriores acercamientos –con Galliera, con Haitink–). Colin Davis al frente de una soberbia Staatskapelle Dresden sigue el criterio del solista en un perfecto ejemplo de acompañamiento orquestal, admitiendo el debate constructivo y el conflicto romántico en sus amplios tempi. La franqueza rítmica en el primer movimiento precede a la serenidad en la apertura del adagio (escrupulosamente seguido el poco mosso, que permite desarrollar su delicado hechizo). En el finale Arrau ocasionalmente abandona el compás. Prodigioso registro del piano, reverberante (Philips, 1984). Y que decir de la localización de los timbales…














La interpretación de un concierto de piano del clasicismo con instrumentos originales revela un déficit de equilibrio dada la débil potencia sonora del fortepiano, que lucha en desventaja y suele sucumbir grácilmente ante los empujes de la orquesta, salvo en salones de concierto muy pequeños. En las grabaciones, la balanza es fácilmente manipulable, aunque no en todas se opta por la misma solución redistributiva (naturalmente esta circunstancia no está limitada a las interpretaciones historicistas). Robert Levin se pertrecha con un colorista fortepiano de seis octavas de 1812, con suficiente cuerpo en los graves, y bello y acristalado timbre en los agudos, de gran capacidad expresiva en su sugerente y delicado juego de matices y contrastes. Imaginativo y con mayor libertad poética que sus colegas Tan (con Norrington), Lubin (con Hogwood), o Immerseel (con Weil); oígase, por ejemplo, el lírico pasaje del compás 151 y ss., donde los tresillos se piden leggiermente, o el fluido segundo tema cuando se desliza de si menor a do bemol mayor (c. 159), o en fin, la exuberancia del movimiento conclusivo. John Eliot Gardiner opta por seguir de cerca las prescripciones metronómicas de Czerny (pupilo y amigo de Beethoven), más livianas que las impuestas por la tradición. A destacar los timbales percusivos en los tutti durante los cuales el piano toca como continuo (algo exigido por el manuscrito). La grabación es fiel en el sentido de no querer adulterar la dinámica del instrumento solista (donde la lucha es imposible, la articulación ofrece romance) y transmite diamantinamente toda la incisividad, flexibilidad y vitalidad de los intérpretes, así como la transparencia de texturas del amplio contingente (12.10.8.6.5) que conforma la Orchestre Révolutionnaire et Romantique (Archiv, 1995).













Iluminadora, polémica (y, por tanto, bienvenida) la propuesta de Arthur Schoonderwoerd y el Ensemble Cristofori, un mínimo contingente de una veintena de instrumentistas, tomando como base los testimonios contemporáneos de los conciertos privados de la alta sociedad, y que resuelven el problema del desequilibrio sonoro entre solista y ripieno. Ahora bien, por efecto de la memoria auditiva, son ahora las acuareladas cuerdas de tripa (1.1.2.2.1) las que nos suenan desnudas frente a maderas y metales. Intentando desandar lo aprendido, se pueden hallar deslumbrantes tesoros: el nuevo colorido tímbrico, la presente diafaneidad del conjunto de cámara, las inauditas raíces mozartianas, el delicado balance de los gozos y las sombras del fortepiano Fritz (Viena 1807-1810), un diáfano instrumento de seis octavas que realiza el pertinente bajo continuo con articulación militarista. Musicalmente los resultados son discutibles, pero la excitación que procuran es superlativa: Schoonderwoerd, como Gould, arpegia –taracea– algunos acordes en la mano izquierda, un modo perfectamente legítimo de obtener resonancia añadida; un adagio tenso, bordeando el martellato en los ataques de las cuerdas lo que perjudica seriamente el efecto legato; un rondó danzable cuyo descuidado ritmo en el tema principal del piano compromete el prentendido efecto sincopado. Extraordinaria toma de sonido, muy cercana, realizada coherentemente al planteamiento de esta grabación (Alpha, 2004). El concepto de sinfonía con piano obligado queda muy, muy lejano…













El futuro inmediato de la interpretación del Emperador parece basarse en el diálogo camerístico y no en el tradicional conflicto entre solista y orquesta: así se presentan las grabaciones de Guy-Jordan (Naive, 2007), Grimaud-Jurowski (DG, 2007), Lewis-Belohlávek (HM, 2009). También la lectura de Ronald Brautigam, que rechaza para este registro sus habituales fortepianos McNulty, y en aras del reto tímbrico que propone Beethoven, emplea un convencional (y maravilloso) Steinway Model D que dispone físicamente en el centro de la orquesta. Su técnica es fastuosa: No sólo traduce las dinámicas y acentos originales, por ejemplo, tocando leggiero y staccato para sugerir la frescura y sutileza de acción del fortepiano; además exhibe capacidad para sombrear cada nota a partir de la precisión del ataque, la articulación mordiente y percusiva, el dinamismo en la espontaneidad quasi-improvisatoria. El adagio –tocado como andante, puede que el más breve de la discografía (6:19)– resalta algo prosaico. Andrew Parrott, dejando un lado también sus familiares instrumentos originales, hace sonar la Norrköping Symphony Orchestra con incisivo carácter historicista, en una lectura que hermosea altanera la toma sonora (BIS, 2009).















En aras de la claridad del opúsculo, voy terminando. Resulta lamentable haber dejado fuera de esta pequeña selección a tantas y tantas magníficas interpretaciones. Citaré algunas otras, que, como siempre, están a vuestra entera disposición:


Walter Gieseking, muy, muy veloz y superficial, pero deliciosamente entretenido, Arthur Rother, Orchestra Berlin Reichssenders (Music&Arts, 1944). De fondo, durante la cadenza, (anotada expresamente, dado que los problemas auditivos de Beethoven impedían su propia interpretación) el bombardeo aliado sobre Berlín.


Vladimir Horowitz hace gala del frenesí esperado por su audiencia, con leves desvaríos marca de la casa en la mano izquierda, decorativamente rococó en el adagio, con desvanecimientos de tempi varios, Fritz Reiner, RCA Victor Symphony Orchestra (Naxos, 1952).


Wilhelm Backhaus, de actitud literal y poco variada, severo y reservado con preferente atención a la estructura lógica y no a los detalles, Clemens Kraus, Wiener Philharmoniker (Decca, 1953).


Emil Gilels, amplio y restringido, falto de sentimiento, Leopold Ludwig, Philharmonia Orchestra (EMI, 1957).


Maurizio Pollini espejea diamantino, y Karl Böhm procura un acompañamiento cálido y musculoso, espeso, quizá pesante de la Filarmónica de Viena (DG, 1979).


Murray Perahia, acaramelado, pero pequeño en dinámica energética; fantástico acompañamiento de Bernard Haitink, pulimentado con betún hasta resplandecer, Royal Concertgebouw Orchestra (Sony, 1986).


Steven Lubin, pensativo y delicado, presta poca atención a los grupos de semicorcheas débil-fuerte (acompañando a la recapitulación de los vientos) que parecen grupos ordinarios de cuatro, con lo que el efecto previsto por Beethoven se pierde. Christopher Hogwood dirige The Academy of Ancient Music (12.12.8.6.6) (L'Oiseau Lyre, 1987). Aquí el fiel de la mesa de mezclas se inclina hacia el solista (un Graf de 1824) para evitar su sepultura. Pero hay que entender que las limitaciones del instrumento producen efectos en la vía que Beethoven compuso. La argumentación de que Beethoven escribió para los instrumentos del futuro puede acercarnos peligrosamente a cuestiones del tipo: ¿qué hubiera pintado Leonardo con una caja de óleos? ¿y con un spray graffitero?


Kristian Zimerman, cristalino y refinado expresivamente, de belleza tonal siempre controlada, elegante articulación y mínimo rubato, rigurosamente férreo antes que imaginativo en la ornamentación. Leonard Bernstein culmina el regreso del judío errante a Viena, donde la Filarmónica, cálida y suave, pero también vibrante de emoción, lo recibe triunfal (DG, 1989). Monumental su disfrute (y el nuestro).


Mauricio Pollini, objetiva intelectualidad, aunque peca de generoso con el pedal lo que emborrona el fraseo, Claudio Abbado, Berliner Philharmonker (DG, 1993).


Jos van Immerseel, Bruno Weil, rigidez metronómica incluso en el animado larguetto, Tafelmusik (7.6.4.3.2) desvela su textura tenue, casi mozartiana (Sony, 1997).


El vienés apátrida, Alfred Brendel, analítico y sintético, inmaculadamente perfecto, pone en práctica en su cuarto acercamiento al Emperador, la poética introspectiva, es decir, a partir de un conocimiento intelectual de la partitura hacer asomar el humor mozartiano y hasta haydniano, por medio de sus intuiciones (veleidades para otros) que han resisitido el paso del tiempo. Simon Rattle (“lo que Brendel te pide cuando hace música contigo ha pasado de ser declaradamente imposible a convertirse simplemente en endemoniadamente difícil”) maneja con similar desparpajo la elegancia de la Wiener Philharmoniker. Estéril toma sonora (Philips, 1998) que ofrece un tornasolado equilibrio piano-orquesta.






Hélène Grimaud, enérgica y vaporosa, Vladimir Jurowski conduciendo la Dresden Staatskapelle hace respirar el adagio. Mezcla artificiosa de micrófonos (DG, 2006).


François-Frédèric Guy, sensibilidad y detallismo, Philippe Jordan con la Orchestre Philharmonique de Radio France propone dinámicas aterrazadas. Grabación palpable y balance realista (Naive, 2007).


Mikhail Pletnev, arbitrario y desequilibrado, Christian Gansch, Russian National Orchestra (DG, 2009).


Artur Pizarro, correcto pero prosaico, Charles Mackerras, Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2009).


Evgeni Subdin, falto de contrastes, Osmo Vanska, Orquesta de Minnesota (BIS, 2010).


Christian Zacharias, lectura clasicista, sin tormenta romántica, Kurt Masur, Dresden Staatskapelle (EMI, 2010).

For further analysis, Stephen Johnson explores this piano concerto in BBC broadcast Discovering Music.









martes, 31 de julio de 2012

Gorecki: Sinfonía nº 3, The Symphony of Sorrowful Songs for soprano and orchestra, op. 36

La Tercera Sinfonía (1976) de Henryck Mikolaj Górecki pulverizó tres pilares fundamentales de la música contemporánea: Primero, la muerte de la sinfonía como forma; segundo, la prohibición de la melodía, y tercero, la ideología de la música pura, sin significados externos.

Es una meditación basada en una melodía modal derivada de antiguas formas eclesiásticas, y en una armonía que aplica sistemáticamente las octavas paralelas y que se desarrolla orgánica y pausadamente en un intento de hacer del hecho sonoro sencillo una elevación a las alturas, enraizando en el folcklore y en el profundo sentir religioso de su país. Aunque sinfónica en nombre, evita la tradicional dialéctica de la forma sonata y se articula en tres lamentos independientes:

Lento: sostenuto tranquillo ma cantabile. La música comienza con poco más que una vibración en el grave, y plantea, no ya una estructura lírica o dramática, sino un canon como unidad de forma y contenido. Violonchelos, violas y violines añaden sucesivamente sus voces, cada uno subiendo un peldaño de la escalera de quintas en modo Eólico. Desde la cuarta entrada se acompaña de sutiles transformaciones: el tema cambia a modo mayor hasta que la música abarca un ondulante contrapunto a ocho partes. La oscuridad regresa con la inversión simétrica de la textura de la apertura y las desnudas octavas del piano. Dubitativo al principio, el lamento católico (María dialoga con un Jesús crucificado) va del optimismo al mal presagio. Entonces, sobre la palabra “esperanza”, es interrumpido, irónica y trágicamente, por la recapitulación orquestal del cantus firmus, que concluye con nubladas disonancias en el piano.

Lento e largo: tranquillisimo–cantabilissimo–dolcissimo–legatissimo. Su irreal carácter deriva de la alternancia de menor, relativa mayor y tranquilas sonoridades rurales. En contraste, repetidos acordes transmiten el horror sordo de la celda de la Gestapo donde se grabó el lamento que invoca la voz dolorida de la soprano. Armonías consoladoras acompañan los dos primeros versos del Ave María polaco, pero la desesperanza retorna con los negros acordes de si bemol menor.

Lento: cantabile–semplice. Comienza con amargas lágrimas de la madre que añora al hijo, y la referencia a su tumba desconocida propicia un instrumental organum en paralelo. La música encuentra reposo en los dos últimos versos, una canción de cuna de duración potencialmente ilimitada, pero tras un ambiguo silencio y una breve vuelta al pasado, el final emerge radiante de las sombras implacables. El campanilleante piano trasciende el Mal, descendiendo lentamente a través de los acordes en una coda clásica.






Si en su estreno en Francia en 1977 cosechó absolutas reacciones negativas entre los medios asistentes “se arrastra a través de tres melodías populares (y nada más) a lo largo de unos interminables 55 minutos”, ”basura decadente”, “se desliza al camino equivocado, a una infantil Nueva Simplicidad, previniendo a aquellos interesados en el desarrollo de la musicalidad real”, los críticos polacos expresaron tras su interpretación ese mismo año en el Festival de Varsovia un entusiástico apoyo a la sinfonía, que se tradujo en una primera grabación a cargo de Jerzy Katlewicz con la Polish National Radio Symphony Orchestra of Katowice (Muza, 1978), de intensidad emocional angustiosa y espectral. La oscura, personalísima voz de la soprano Stefania Woytowicz alterna la nota pura con un glorioso y rico vibrato, respetando las marcaciones dinámicas, siempre al servicio de una expresividad profunda, empapada en la tragedia que incineran las cuerdas en sus intervenciones a destiempo, contrarrestando en fervor idiomático su no siempre inmaculada estabilidad tonal, y diferenciando las sucesivas marcaciones dolcissimo, doloroso, appassionato, affettuoso, lamentoso, etc. que dan contraste y desarrollo dramático a su intervención. Grabación brutalista, áspera, lúgubre, devastadora, referencia para todas las demás.








Las subsiguientes interpretaciones anuales en Polonia, siempre con la soprano original -Stefania Woytowicz-, fueron construyendo una opinión mayoritaria de alabanzas, que impulsaron a una compañía occidental a grabar la obra. Wlodzimierz Kamirski al frente de la Berlin Radio Symphony Orchestra (Schwann, 1982) se muestra ajeno al dolor que impregna la partitura, impreciso en las dinámicas, sin mordiente en la tímbrica, ausente en la tragedia (un ejemplo, el tempo del último movimiento –12:16 en lugar de los 17:00 recomendados en la partitura autógrafa– resulta demasiado ligero para el carácter abrumador de la obra). La mezcla de la toma sonora hace que la voz de Woytowicz sobresalga de la masa de las cuerdas, transfigurándose la sinfonía en un descomunal lied orquestal, y traicionando el deseo del compositor: “La cantante ha de ahogarse en el sonido orquestal. Ésta es la culminación. Después resurgirá del sonido”. Además, la soprano explicita el carácter rústico en su inestabilidad tonal, la voz en peor forma que en su aproximación anterior, y con la pronunciación más confusa.








La utilización de un extracto del tercer movimiento para acompañar los títulos de crédito de una película (Police) premiada en el Festival de Venecia de 1985, conllevó una verdadera avalancha de interés por la obra. Consecuentemente, la productora del film editó el nuevo registro a través de Erato, en la que, Ernest Bour, en su día encargado del estreno, apuntaló la reputación internacional de la sinfonía (ninguna otra obra orquestal contemporánea había conseguido tres grabaciones en los primeros diez años desde su première) con radiantes críticas en medios melómanos tales como “belleza hechizante”, “majestuosa”, “el trabajo de la década”. Tampoco está muy precisa Stefania Woytowicz en su entonación y ajuste al tempo, en cada grabación optando por un mayor nivel de vibrato indiferenciado dramáticamente. La Sinfonieorchester des Südwestfunks de Baden-Baden (que comisionó la obra) opta por unos tempi apaciguados y un timbre oscuro que puede resultar pesante.








Así pues, Górecki no era un desconocido cuando el disco de Elektra-Nonesuch fue publicado en 1992. Aún así, la magnitud comercial del fenómeno, con más de un millón de copias vendidas, erigió el mito del ermitaño polaco coronando las cimas de los 40 Principales. Cuando la soprano Dawn Upshaw fue requerida para hacer esta nueva grabación y escuchó como preparación la catárquica voz de Woytowicz confesó: “Me asusté, porque su voz se ajustaba a las necesidades de la música mucho mejor que la mía”. Sin embargo, el mismo compositor reconoció que cuando escribió la sinfonía no tenía en mente una voz poderosa, sino algo más tenue, casi angelical. Upshaw, reconocida como cantante mozartiana, encaja perfectamente con los deseos del creador con su voz luminosa, etérea y reverencial, aunque tiende a perder la suavidad al enfatizar el texto en los pasajes de gran dinámica, dando la impresión de estar a punto de rasgarse. El meticuloso David Zinman consigue evolucionar la experiencia dramática al desplegarse los lamentos y aporta una inéditas claridad textural y diferenciación de matices en los atriles de la London Sinfonietta Orchestra, de lustre aterciopelado en su sección de cuerdas. Excelente toma sonora (1991), delicada y transparente, cuyos ensayos supervisó el propio Górecki.








Con unos tempi más elegíacos, Zofia Kilanowicz exhala su cristalino y lacerante canto (con un buen registro grave y una voz blanca en el agudo) suspendiendo casi enteramente el vibrato en su inmersión idiomática en el texto, dejando una sensación de austeridad renacentista que se ajusta a una lectura impregnada de sincera espiritualidad. Ligereza sonora de la Polish National Radio Symphony Orchestra a los mandos de Antoni Wit (Naxos, 1993) y toma sonora mate, con la voz en un distante segundo plano, adherida a las cuerdas.







La escritura orquestal de Górecki (en esta obra) no requiere una ejecución virtuosa, pero demanda en las largas y lentas líneas un sustancioso sonido como el que propone la Orquesta Filarmónica de Varsovia (Philips, 1993). Tempi lacios, añadidos al problema de las minuciosas marcaciones dinámicas que recorren la partitura y que Kazimier Kord no alcanza a graduar con toda la sutileza requerida pueden dar la temida sensación de monotonía. Por su parte la gran columna de sonido de Joanna Kozlowska se abandona en un retraimiento consciente, poderosamente místico en los suaves susurros que lamentan en el movimiento central, pero no alcanza el nivel de las tres sopranos anteriores, con decoloración en la tesitura sobreaguda y pobre legato en momentos de máxima intensidad (compases 363 y ss.).








Susan Gritton es abrazada, mecida entre las cuerdas, la elocuencia de su timbre crepuscular y ultraterreno ajustado al texto, expresiva pero sin alcanzar el último grado de diferenciación de desarrollo dramático (el comienzo del segundo movimiento, marcado dolcissimo, se interpreta con excesiva severidad). Yuri Simonov enfoca la sinfonía como obra de vanguardia, niega el legato que reclama la partitura y muestra las junturas entre las notas que constrastan el canon, dándole un ritmo marino, esforzado y sufriente. Cálida y detallada grabación que proclama la presencia de los vientos de la Royal Philharmonic Orchestra (Intersound, 1995).








Una vía media autorizada para todos los públicos y carente de emoción es la que propuso Naive en 2005. Ingrid Perruche recita el texto sin despeinarse, sin poseer un instrumento ni llamativo ni monótono, aunque la coloración nunca es excesiva. El registro,  pobre en extensión de graves, da la primacía a la soprano por encima de una orquesta Sinfonia Varsovia dirigida prosaicamente por Alain Altinoglu.








Tony Palmer's film “The Symphony of Sorrowful Songs” with soprano Dawn Upshaw and the London Sinfonietta conducted by David Zinman, interweaves the symphony itself with intimate interviews and insights from the composer. A heartrending warning.