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viernes, 29 de marzo de 2019

Handel: Messiah

El Mesías no existe; o, al menos, un único Mesías. Desde su composición en 1741 Handel reformó, traspuso, revisó, enmendó y reemplazó unos números por otros prácticamente en cada representación (su gestión era para él tan importante como la composición), en su mayoría cambios dictados por las características vocales de los solistas disponibles. Y es que, además de músico, Handel era un hombre de negocios, promotor y empresario, que se hizo enormemente rico invirtiendo en bolsa.

Tras el éxito inicial en Dublín, la obra topó con la indiferencia del público londinense e incluso la rotunda hostilidad de la jerarquía anglicana, que consideró sacrílega la representación de textos bíblicos en un teatro “a Playhouse… venue for light and vain, prophane and dissolute pieces”, no como “an Act of Religion, but for Diversion and Amusement only”. Sólo a partir de 1750 se estableció como tradición obligatoria de la temporada musical, luego como banda sonora de un imperio, para llegar al icono cultural y monumento nacional que es hoy en día.

Tras El Mesías Handel no regresó a la ya declinante ópera, que le había ocupado más de 30 años de paganismo y sin la cual el oratorio es inconcebible. Compuesto en tres semanas sobre un libreto de Charles Jennens, con la historia presentada por los solistas y el coro (verdadero protagonista de la obra), sin prácticamente formato narrativo, más pomposa que ferviente, y con un extenso catálogo de estilos, desde el fugado al coloso armónico, aplicando técnicas teatrales seculares dentro de las convenciones de una historia sagrada sin escenificación. Los aparentemente comunes cuatro solistas en las claves de soprano, alto, tenor y bajo no fueron contemplados por Handel ni en la década precedente ni en la posterior.

El color orquestal es comparativamente restringido, ya que de entre todas sus obras mayores es la única que en su partitura original omite partes para vientos. Para las posteriores representaciones londinenses simplemente dobla las cuerdas con oboes y fagotes; por consiguiente, es aún más sobrecogedor el aporte de trompetas y timbales en los coros finales.

Cual ópera italiana contemporánea, El Mesías distingue entre el optimismo lírico de la Parte I (Natividad) y la aflicción desesperada de la II (vida de Cristo), culminando en el glorioso triunfo de la III (Pasión y Resurrección).








Hay una fascinante carta al editor de The Musical Times en febrero de 1927 que reprocha la “inmensa velocidad” que Thomas Beecham había imprimido a una representación mesiánica, “ausente la sublime majestuosidad… en un ininteligible desplome”. A finales de ese mismo año Beecham registró esta primitiva grabación con su característica elasticidad rítmica (BBC Chorus & Symphony Orchestra, Membran). La carta acaba planteándose: “¿Qué ocurrirá si otros emulan a Sir Thomas o incluso avanzan en esta dirección?”. Antes de verlo, curioseemos por sus otras dos grabaciones, tan resueltamente diferentes en concepto e interpretación.
La rescatada por Allegro de 1947 rebasa lo teatral para adentrarse sin miedo en el musical hollywoodiano, con coros de diversos tamaños para los diferentes números (Royal Philharmonic Orchestra).
La de 1959 para RCA se basa en la gargantuesca orquestación de Eugene Goossens, incluyendo percusión, cañoneo de metales y arpa. The Royal Philharmonic Orchestra and Chorus (80 voces) deliran por atronadoras dinámicas, rítmicas vagas y afinaciones confusas, turbulentas cacofonías, sinfonías carnavalescas y… poesía excelsa. Como si de un Verdi blasfemo se tratara, los solistas cumplen con la extravaganza bizarra y perfectamente medieval en el equívoco sentido orffiano: perlada Jennifer Vyvyan (s), férrea Monica Sinclair (ca), descarado (e inmejorable) Jon Vickers (t), y colosal profeta de Giorgio Tozzi (b). Quizá el showman que era Handel hubiera quedado encantado con la experiencia. Imprescindible.






Hermann Scherchen fue un experimentalista que ofreció un gran número de premières de obras del S. XX y que nunca cesó de preguntarse por el estilo correcto con que la música pretérita había de ser interpretada. A tal fin realizó con la London Philharmonic Orchestra (Archipel, 1953) una pionera y radical grabación utilizando un autógrafo de Handel. Para sus contemporáneos los tempi sonaban extremos, la instrumentación, de cámara, y la noción, austeramente secular. Por ello es aún más asombroso su segundo registro de 1959: nunca sabremos que pasó por la cabeza de Herr Tijerillas para que algunos de los números doblaran su minutaje; por ejemplo el aria If God Be For Us pasa de 4:48 a 9:59 (y sigue maravillando en su lugubriosidad perversa). Pierrette Alarie (s), Nan Merriman (ca), Léopold Simoneau (t), y Richard Standen (b) navegan entre el legato de las cuerdas expresionistas de la Wiener Staatsoper y la solemnidad teutónica, semper ampulosa, semper musical, junto a un bajo continuo estoico y en todo momento nítido. Una sobriedad… me atreveré a decirlo… leonhardtiana. Lástima que el Wiener Akademie Kammerchor no esté a la altura, como expone soberbiamente la toma sonora (Westminster).






La importancia evangélica de la que dota Malcolm Sargent al mensaje hace irrelevante la (no) adecuación del estilo, masivamente victoriano, sin intentar participar de las convenciones dieciochescas, sin trinos, cadenzas o apoyaturas añadidas, ni ritmos con puntillo; solo las notas y nada más que las notas escritas, lo que le da un poderío sentimental sin parangón. La Royal Liverpool Philharmonic Orchestra, espaciosa de tempi, fluye por la orquestación a gran escala del propio Sargent “unhesitatingly adopting any good ideas from earlier, experienced editors” (como, por ejemplo, un tal Wolfgang Amadeus), que incluye unos coloridos clarinetes. Para los coros emplea un centenar de personas de la industrial Huddersfield Choral Society porque, según él, ningún otro coro de Europa lo cantaba con suficiente fuerza –Harnoncourt lo recordaba risueño: “Las mujeres eran como tanques, cuando abrían la boca, la sala temblaba”–, que funcionan mejor en los números masivos que en los de agilidad. Excelente el bel canto: Elsie Morison (s), Margaret Thomas (ca), Richard Lewis (t), John Milligan (b), sensiblemente acompañados por Sargent. El órgano es utilizado profusamente como continuo para intentar restablecer el equilibrio. La toma sonora sorprende por su amplia espacialidad (EMI, 1959).






Hay un placer adúltero en olvidar por una noche los mandatos historicistas y retozar en las sábanas espesas de la Philharmonia Orchestra. Los contrastes dinámico–dramáticos, numerosos y hasta extremos (For unto us a Child is born) del ardor coral bordean la lascivia. El incesante vibrato no hace sino prolongar el goce. La gran liederista que era Elisabeth Schwarzkopf (s) profundiza en la expresión dramática del texto; en O thou that tellest good tidings la suave Grace Hoffman (ca) reemplaza sus notas largas con escalas descendentes de corcheas, contrastando con el granítico y selecto bajo continuo; Nicolai Gedda (t) arriba a un nivel épico, Jerome Hines (b) se corona napoleónico, y el gran Otto Klemperer se emplea con carácter en busca de la catarsis metafísica. El fin de una época (Warner, 1964).






Si en 1784 la reunión de 500 ejecutantes fundó la experiencia mesiánica de “mejor cuanto más grande” hasta magnificarse en 1869 con una representación con 10.000 voces y 500 instrumentistas, en 1966 Colin Davis progresó hacia la interpretación musicológica (atención, la crítica contemporánea de Gramophone avisaba de que a ciertos oyentes podía resultarles “faintly sacrilegious”): frescura y vitalidad estallando las costuras de la London Symphony Orchestra en un formato reducido a 31 cuerdas, igualando el número de voces del ágil coro, con tempi progresivamente alla breve e inicio de la ornamentación vocal. Eso sí, aún rítmicamente inflexible. Para mantener su tesis de que “el Mesías es un producto del mundo de la ópera italiana”, Davis procura abundantes efectos dramáticos como decoraciones y anacrónicas dinámicas (la repetición de la obertura francesa en sordina), espesa las secciones de cuerdas produciendo artificiales diferenciaciones de ripieno (Pifa) y regresa al problemático ritmo con puntillo a la francesa (esto es, alargar la nota con puntillo en detrimento de la duración de la nota siguiente), más vivo y expresivo, pero menos emocionalmente adherido, y que nadie desde Beecham había empleado. Asimismo, todos los solistas van reduciendo la carnosa estética anterior: radiante Heather Harper (s), tormentosa Helen Watts (ca), cuidadoso en sus gradaciones de tono John Wakefield (t), y sibilino John Shirley-Quirk (b).






En grabación paralela a la de Davis para Philips, Charles Mackerras aplica floreados ornamentos (gracias en la denominación dieciochesca), trinos, mordentes, apoyaturas, grupetos por doquier, y no solo los prescritos en la edición ad hoc de Basil Lam, sino que, además, se incentivó a los solistas a que improvisaran sobre la marcha; obviamente las improvisaciones del tutti son más difíciles de defender –y atufan a reescritura, aunque no tanto como en la excéntrica lectura de Bonynge–. La English Chamber Orchestra (8.7.4.4) se suplementa con doce maderas en los grandes coros que suenan algo menos claros por los forzudos Ambrosian Singers (10.10.8.10). Cautivadora Elizabeth Harwood (s), triunfante la calidez de Janet Baker (ca), delicado Paul Esswood (contratenor) que contrasta con el metal baritonal de Robert Tear (t), e impresionante el empuje profundo del chainsmoker Raimund Herincx (b). Aún permanecen el espesor de las secciones de cuerdas y ritardandi románticos en los últimos compases de algunos números. Peculiar continuo, incluidos clave y órgano, a veces a la vez (EMI, 1966).






A los críticos de 1976 les costó asimilar la “falta de nobleza y grandeza” y los rápidos tempi que proponía Neville Marriner en el registro de la representación londinense de 1743 preparada por el clavecinista de la Academy of St. Martin in the Fields, un tal Chris Hogwood. Cual concerto grosso con voces, con grupos instrumentales aligerados y articulación más viva, pero con las cuerdas amuebladas con untuoso vibrato. Los solistas cuentan con la simplicidad embelesadora de Elly Ameling (s), una plácida Anna Reynolds (ca), un soleado Philip Langridge (t), y un correcto a secas Gwynne Howell (b). La toma sonora de Decca antepone la orquesta a los coros, algo apagados en presencia, no en convicción, salpicados con piruetas del órgano.






Christopher Hogwood alineó en 1979 por vez primera todos los criterios musicológicos: un coro handeliana y rigurosamente masculino, un conjunto de instrumentos originales con el tamaño y la técnica adecuados, y una edición pertinente a las intenciones del autor. The Academy of Ancient Music comprende unas cuerdas (8.7.6.3, muchas de ellas historia viva del instrumento) cuyas características tonales empastan felizmente con el pequeño Christ Church Cathedral Choir Oxford (16.5.5.5), brillante en su impactante línea superior (con su diferenciada reverberación eclesial) en números como For unto us a Child is born o en el esplendoroso Hallelujah. Hogwood había preparado la edición para el registro de Marriner, aunque al no poseer sus derechos eligió la versión posterior que Handel modificó para el castrato Gaetano Gudagni. Se esperaba contar con James Bowman para la grabación, pero la faringitis crónica que padecía el contratenor obligó el cambio a la versión de 1754 que requiere de cinco solistas, incluyendo una segunda soprano: serena Judith Nelson (s), angelical Emma Kirkby (s), implorante Carolyn Watkinson (ca), acertadamente madrigalista Paul Elliott (t), y glorioso David Thomas (b). La estricta claridad se ve inmersa en un flujo muy natural, si bien hay más de instrucción didáctica que de experiencia emocional. Con la reciente remasterización suena mejor que nunca, fresca e inmediata (L'Oiseau-Lyre). Puede que cuarenta años después la radicalidad inicial haya dado paso a una sensación de cierta tibieza métrica, pero su impacto supuso un verdadero espaldarazo económico a este movimiento y cambió el rumbo de la fonografía.






No conozco ninguna grabación más desafortunada de Nikolaus Harnoncourt que su Mesías de 1982 (Concentus Musicus Wien, Teldec). El conde Graf de la Fontaine und d’Harnoncourt-Unverzagt exalta la sorpresa espasmódico-rítmica y se despreocupa del color, queriendo persuadirnos de que lo cotidiano en el Londres de 1740 eran los Tristam Shandys y no las Pamelas o Clarissas.






El Monteverdi Choir es el coro de cámara (11.7.7.7) por antonomasia, impecable, vigoroso, rítmicamente superlativo, cada línea vocal diáfanamente diferenciada; con esta herramienta John Eliot Gardiner subraya con precisión el claroscuro pictórico, dejando como secundarios los aspectos rítmico y textual. Poco dogmático, Gardiner emplea efectos teatrales como el staccato francés muy marcado en la Sinfonia, la Pifa en tempo de musette, la articulación vocal en los English Baroque Soloists (6.5.4.2), los crescendi anacrónicos, y libera expresivamente a los solistas: la emocionada Margaret Marshall (s) contrasta con la neutral Catherine Robbin (ca); ejemplarmente purcelliano Charles Brett (ct), soberbio en su pequeño volumen Anthony Rolfe Johnson (t), y fantástico el wagneriano Robert Hale (b). Gardiner nos descubre la marcación dinámica de la partitura para comenzar gentilmente con la cuerda el Amen o el Hallelujah y contemplar sus maravillas celestiales. La presencia del órgano es frecuente al continuo, en ciertos momentos camerístico, como en If God Be For Us, donde se camela una sonata da chiesa (Philips, 1982).






Handel tuvo, inevitablemente, la formación de un organista catedralicio tudesco. Y ése es el punto de partida del registro de Ton Koopman con The Amsterdam Baroque Orchestra editado a partir de conciertos en vivo (Erato, 1983). La transparencia minimalista de las texturas (3.3.1.1) y la necesaria comprensión del texto arrojan la quietud y exactitud de una cámara oscura. El coro de 18 voces (un joven grupo cuasi amateur llamado The Sixteen) equipara su rigor camerístico al de un continuo al que se otorga un rol protagonista (esos arpegios característicos de la escuela holandesa), igualando su peso al del resto instrumental. Los solistas respetan el reposo ceremonial –pastoral Marianne Kweksilber (s), narrativo James Bowman (ca), gentil Paul Elliot (t), maravilloso el bajo Gregory Reinhart– ornamentando incisiva y ricamente, en ofrecimiento al padre espiritual Gustav Leonhardt.






Trevor Pinnock siempre se mostró como un pilar conservador dentro de la nueva ola de historicistas británicos, con tempi pausados y articulación lírica como brexit suave al peligroso continente de los instrumentos originales. Tal como Handel, hace danzar desde el clave a un English Concert (6.6.4.4) que chisporrotea y crepita, y unifica ritmo y color de manera muy tradicional y piadosa en muchos aspectos, incluso pomposa en la Sinfonia. El coro mixto asociado es todavía amplio (10.7.7.8) y Pinnock lo empasta en una textura global. El volumen de los solistas corrobora la supremacía comunicadora frente a la estilística: expresiva Arleen Augér (s), deslumbrante Anne Sofie von Otter (ca), perfeccionista y reservado Michael Chance (ct), elástico Howard Crook (t), empleando el vibrato como decoración, y John Tomlinson (b), un Wotan reencarnado, sepulcral en sus lóbregos vagabundeos cromáticos. Y como si fuera Sargent redivivo, Pinnock ordena un marcial embate de percusión y trompetas en Hallelujah y Amen (Archiv, 1988).






William Christie (Harmonia Mundi, 1993) aromatiza la partitura con fragancias francesas en la tímbrica homogénea de Les Arts Florissants (7.6.4.4) y su conjunto vocal asociado (distribuido en un extraño 10.5.4.6). La condición coral es faureniana, de un dramatismo relajado, por no decir velado, dentro de una narrativa continua, cada número siendo parte de un crecimiento orgánico hacia el siguiente, mientras los misterios se van desvelando espontáneamente. Mejor el exquisito cuarteto –deliciosas las sopranos Barbara Schlick y Sandrine Piau, suntuoso Andreas Scholl (ct), Mark Padmore elocuente en el uso de los silencios (t)–, cerrado por un débil pero animoso Nathan Berg (b).






Paul McCreesh se aparta de sus habituales y masivos proyectos reconstructivos y plantea una óptica de contemporaneidad caracterizando el texto como un góspel, como si fuese un musical finisecular del West End. Aunque el resultado es inestable, esquizofrénico en los tempi, con su teatralidad inclinada peligrosamente hacia exageraciones enfáticas, resaltan aciertos plenos como la sensible contribución del tenor Charles Daniels o la desafiante y fogosa soprano Susan Gritton, no obstante parece discutible la conjunción de los otros solistas –Dorothea Roschman, de inextinguible vibrato (s), la embriagadora Bernarda Fink (ca), el extenso Neal Davies (b)– con sus conjuntos especializados: los trepidantes Gabrieli Players (8.6.4.3, más los estupendos ocho vientos que doblan) y el Gabrieli Consort (8.6.5.5) siempre dúctil y virtuoso, tonalmente desequilibrado hacia los agudos. La Pifa, en su formato más breve, pierde su contenido emocional y se transforma en una mera introducción al recitativo siguiente (Archiv, 1996).






La pulida, delicada e hialina lectura de Masaaki Suzuki, basada en la representación londinense de 1753, consagra una reverencial espiritualidad (quizá no pretendida por el autor), transmitiendo con rigor el mensaje evangélico. El Bach Collegium Japan compila con tranquilidad sus 21 voces y el fagot añadido barniza de intensidad bachiana al continuo. Los solistas japoneses parecen rezar sus textos –aniñada Midori Suzuki (s), Yoshikazu Mera (ct) formidable en su registro grave, ornamentando siempre con respeto al texto, perfecto en If God Be For Us–, mientras los ingleses contrastan por su enfoque dramático: enigmático John Elwes (t), y estentóreo David Thomas (b). La amplia y cálida resonancia redondea este devocional discurso (BIS, 1996), con la misma docilidad de pulso de las Pasiones.






Marc Minkowski reconoce en las notas al disco que jamás había dirigido el Mesías con anterioridad a este proyecto (Archiv, 1997), grabado como banda sonora para una película. Tal vez la ruptura de los límites de velocidad sea una imposición del productor para acomodarse al metraje, ya que no parece haber justificación histórica para que Les Musiciens (7.7.4.6) et Choeur du Louvre (11.8.8.10) troten frenéticos, por ejemplo, sobre la marcación andante en O thou that tellest good tidings. La larga e ilustre concurrencia de solistas (Dawson, Heaston, Kozená, Hellekant, Asawa, Ainsley, Smythe y Bannatyne-Scott), entendible para darse relevos, galopa con júbilo atlético.






Edward Higginbottom recrea con gozo las interpretaciones londinenses de 1751, cuya característica diferenciadora es el uso de niños –Henry Jenkinson (s), Otta Jones (s) y Robert Brooks (s)– tanto en los coros como en las arias para soprano. La discreta ornamentación y la apagada proyección de palabras y emociones de los solistas adultos –magistral Iestyn Davies (ct) en If God Be For Us, heroico Toby Spence (t), avispado Eamonn Dougan (b)– son rectificados con mayores dosis de acentuación en los robustos y divinos timbres del Choir of New College Oxford (15.6.5.7). The Academy of Ancient Music (6.4.2.3) es llevada con elegancia a ritmos pacientes y dinámicas blandas (Naxos, 2006).






René Jacobs (HM, 2006) arriesga todo tipo de arbitrariedades en tempi y ornamentación buscando escenificar una virtual ópera evangélica. La tensión cinemática, la expresión gestual, el manierismo perturbador, la invención de pausas y efectos diminuendi-crescendi, el fraseo microscopista, desconciertan el significado doctrinal. Los solistas –arrolladora Kerstin Avemo (s), refinada Patricia Bardon (ca), virtuoso y florido Lawrence Zazzo (ct), autoritario Kobie van Rensburg (t), e impetuoso Neal Davies (b)– y el Choir of Clare College Cambridge (33 voces mixtas) pelean entre el contenido textual del libreto y la articulación staccata y las dinámicas dictadas por Jacobs. Asimismo, el uso efectista del arpa, laúd y otros retos iconoclastas se desvían del dogma religioso. A pesar de todo, el protagonismo lo roba el fabuloso Freiburger Barockorchester coloreando cuerdas (6.5.3.3) y vientos. Las fuentes contemporáneas nos hablan del Mesías como un “entertainment”, y, en efecto, como buen cine de aventuras, Jacobs nos divierte y enseña (pero agota).






John Butt y el Dunedin Consort (estricto coro de 13 almas) y Players (4.3.2.2) confieren una diligencia inaudita a la representación original dublinesa de 1742, adaptada a las fuerzas locales (y donde se solicitó a las damas no asistir con miriñaque para maximizar el espacio público). A la manera catedralicia, los siete solistas forman el núcleo del coro, mucho más fervoroso, recóndito y flexible de lo habitual, focalizado en la comprensión del texto, con sorprendente e iluminadora claridad armónica. El adiós al histrionismo vocal da como resultado un sonido moderno, casi contemporáneo. La inocente nómina de solistas puede decepcionar por su tenuidad: tensa y limitada Susan Hamilton (s), folcklórica Annie Gill (ca), reservada Clare Wilkinson (ca), esforzado si bien endeble Nicholas Mulroy (t), comprometido y rocoso Matthew Brook (b). La cercana toma sonora permite apreciar el rol de Butt como clavecinista de manera acusada (Linn, 2006).






A Harry Christophers no le falta experiencia: centenares de representaciones del Mesías en décadas como choirmaster y cuatro grabaciones (y media, ya que prestó el coro a Koopman) hasta la fecha. La realizada para Coro en 2007 propone sólidos solistas, las féminas más ornamentadas: chispeante en su coloratura Carolyn Sampson (s), omnipresente de vibrato Catherine Wyn-Rogers (ca), comunicativo Mark Padmore (t), y espontáneo Christopher Purves (b). El Sixteen Choir (mixto, organizado en 6.4.4.5) aglutina entonación pétrea, dicción irreprochable, perfecta conjunción y potencia homofónica cuando es requerida. The Sixteen Orchestra (7.6.2.2) se arropa con una prominente contribución de los oboes. Pero, alas, Christophers despliega poca imaginación (salvo la tiorba que ilumina el continuo), escasa hondura dramática y sus dinámicas tienden a la planitud.






Frieder Bernius dedica una aproximación suntuosa y opulenta a pesar de los instrumentos originales de la Barockorchester Stuttgart, con tempi gentiles, moderada en dinámicas y solistas de controlado vibrato: persuasiva Carolyn Sampson (s), lánguido Daniel Taylor (ct), luminoso Benjamin Hulett (t), y baritonal pero no escaso de graves Peter Harvey (b). La edición a cargo de Ton Koopman contiene todas las alternativas que se conservan, y deja pues, a cargo del director, su elección; sin sorpresas en este caso. No así en la articulación a la antigua en la Sinfonia. La pronunciación coral (30 almas mixtas del Kammerchor Stuttgart), aunque difuminada en su urdimbre tímbrica multicolor, proyecta sus ornamentaciones integradas debidamente en el significado del texto (Carus, 2008).






Stephen Layton presenta la versión de 1750 tal como fue interpretada en el concierto de 2008 en St. John Smith Square, término de una secuencia de representaciones navideñas allí a lo largo de quince años. Destaca su sentido casi cinematográfico, liberal en dinámicas, variado en tempi y ornamentación, si bien en última instancia íntimo, donde el dramatismo se alcanza por el buen uso del blanco y negro en un pequeño cine-club y no por los extenuantes efectos 4D de una agitada proyección-inmersión: escúchense en este sentido las arias donde, a modo de cantata bachiana, se deja a solo la línea de los violines. La Britten Sinfonia (6.5.2.2) no es un conjunto historicista, pero sí muy versátil, capaz de adaptar su muelle sonido clásico al barroco con una sutileza que comparte con el coro intitulado Polyphony (9.7.8.7), de dicción cristalina y agilidad felina. El cuarteto solista es admirable: sosegada Julia Doyle (s), conmovedor y prístino técnicamente Iestyn Davies (ct), distinguido Allan Clayton (t), y temperamental, aunque escaso de graves, Andrew Foster-Williams (b). Amen como letanía, calmadamente introducido por secciones a capella. La toma sonora de Hyperion suena igualmente fresca y dinámica en su refectorial acústica.






Hervé Niquet ha llegado a proponer experimentos proustianos colocando difusores de fragancias entre el público en sus interpretaciones escénicas del Mesías; así pues, en esta grabación dinamita con insolencia la tradición reverencial más arraigada de las últimas décadas y regresa imparable al campo de batalla operático, ya que “aún sin disfraces ni decorado es una ópera sagrada”. Con unos efectivos menores de los que dispuso Handel (15 violines por solo 10 de Le Concert Spirituel: 5.5.3.3) recrea la versión de 1754 con los cinco solistas prescritos: pirotécnica Sandrine Piau (s), dulce Katherine Watson (s), exquisita en destreza, aunque laxa Anthea Pichanick (ca), seductor Rupert Charlesworth (t), Andreas Wolf (b), de voz desenvuelta, y propone como sexto personaje al coro (mayor que el de Handel, 27 por 19: 9.6.6.6). La Pifa es secularizada en apenas once compases, mostrando rústicos pastores en vez de idílicos ángeles. El estilo danzarín de dirección de Niquet se extiende a su raudo criterio musical, con diferenciación entre solo y ripieno, y a la variación de dinámica en frases repetidas, lo que acaso no debilita, pero sí transforma el mensaje evangélico. Coro texturizado, rico tímbricamente, alejado del empaste único de tipología inglesa, con ataques suaves que le dan un aire monástico. Niquet abandona el purismo y antepone la pasión a la pericia: el abandono, la agitación y la urgencia del coro en He trusted in God se pausan en un sereno y triunfante Hallelujah con efectos de eco. El resonante y espacioso registro de Alpha (2016) lastima la pronunciación del coro.



martes, 16 de mayo de 2017

Bach: Suite Ouverture no. 2 BWV 1067

La obra que hoy se conoce como Suite nº 2 en si menor (BWV 1067) fue (podría haber sido) compuesta por Johann Sebastian Bach hacia 1739 para los programas semanales del Collegium Musicum en Lepizig. Siguiendo el modelo versallesco, la Ouverture (como Bach la denominó) contiene un conjunto de danzas libremente estilizadas y abstraídas de sus formas originales, usándolas como sugerencias de climas y ritmos, cada movimiento autónomo, consistente en tonalidad, pero sin compartir material temático. La polifonía intrincada, el equilibrio entre texturas densas y transparentes, el refinamiento rítmico, el inteligente uso de consonancia y disonancia, el sofisticado lenguaje armónico, son todos ellos elementos coherentes con el tardío origen de la Ouverture.
La adaptación al obligado discurso francés está atenuada por la inclusión de episodios concertantes a la italiana, asignados aquí a una flauta travesera acrobática, además de los dos violines, viola y continuo que dan a la obra un carácter camerístico a lo largo de sus siete movimientos:

I La Ouverture nombra a la composición global, asociada a un ritmo solemne acorde a la pompa cortesana. Consta de una introducción lenta con ritmo pointeé, y una sección fugada a cuatro voces con el lúdico contrapunto de la flauta en regular alternancia con el ritornello del ripieno. Bach respeta la división tripartita del modelo de Lully, aunque la sección final niega la simetría e introduce un cambio significativo de ritmo (Lentement, a 3/4), otorgando canto propio al solista.
II Rondeaux. A paso marcado de gavota, casi de puntillas, se va desgranando la melodía principal. Simultáneamente canción y danza, con sus líneas individuales hiladas para implicar una gentil coreografía de ambiguedad rítmica que va entretejiendo las síncopas de los bajos.
III Sarabande. Grave y elegante, Bach aprovecha el tempo lento para urdir una polifonía contrapuntística en forma de canon a la quinta entre el solista y el continuo, reduciendo la textura a la intimidad.
IV Un vigoroso salto de cuarta ascendente genera la Bourée con las células temáticas variando asimétricamente sobre burlón ostinato en el continuo. La segunda bourée es un trío dirigido por la flauta y acompañado por sincopados violines.
V Polonoise y Double. En la primera instancia la flauta toca la melodía junto al violín, proponiéndose la danza en modo mayor y menor. La Double está referida a un tipo de variación ornamentada donde el continuo recupera la melodía principal que en la polonoise ejecutó la flauta, y ésta flota ingrávida sus arabescos, las cuerdas superiores observando un respetuoso silencio.
VI Menuet. Otro movimiento binario, de formalidad abstracta y autónoma del mundo de la danza, en imitación y diálogo, gracioso y moderado en tempo, simple en textura.
VII La Battinerie es una forma jocosa asociada al repertorio del ballet, de habilidad centrada en la agilidad y control respiratorio de la flauta solista y con el apoyo vigoroso de las cuerdas.









Dado que Willem Mengelberg interpretó la Ouverture nº 2 de manera frecuente desde finales del siglo XIX, escogeremos su lectura de 1931 (aunque no sea la primera grabada) para abrir la ventana decimonónica. Las crónicas nos cuentan que Mengelberg dirigía esta obra desde un piano con sus martillos recubiertos de cobre para reinventar el sonido del clave. El contundente órgano que arropa las masivas líneas graves del Concertgebouw Amsterdam desvela la relación directa que Mengelberg hacía de esta obra al arte coral sacro de Bach. Emblema del director recreador (“Bach no es matemáticas” solía decir), no dota a la suite de un pulso básico, sino que adopta el latido de los motivos y sus réplicas devocionales: Bourée evangelizadora, Sarabande claustral, trapista Menuet. E impone su propia personalidad en otras alteraciones dramáticas como los idiosincráticos rallentandi para cerrar las frases orquestales, las exageradas dinámicas en forma de largos crescendi que van erigiendo la estructura musical de la obra, las coloristas reorquestaciones (como las dos flautas que intentan equilibrar la catarata orquestal), o, en fin, los portamenti y vibrati que perfuman en distintas variedades los atriles de las cuerdas, y cuyos acordes se mantienen un poco después del pulso para ganar peso e importancia. La edición de Pearl conserva menos filtrada que la de Naxos la espaciosa resonancia natural del Concertgebouw.





Desde los años treinta la tradicional orquesta bruckneriana ejecutó la Ouverture de manera maravillosa. O más bien, maravillosa como música, si bien orquestalmente trabada con sus densas capas de potencia colosal, sin contraste de colores ni de tempi. En esta media centuria posterior, las grabaciones adoptaron una suerte de compromiso historicista usando conjuntos camerísticos paulatinamente reducidos, variando la tímbrica en las repeticiones, estudiando las ornamentaciones barrocas, reemplazando el piano por el clave, si bien reteniendo el estilo moderno de ejecución en las cuerdas (articulación y vibrato). Así pues, mirando desde esta atalaya del siglo XXI y renunciando al criterio histórico que ha regido este púlpito en otras ocasiones, prescindiremos del estólido Busch (EMI, 1936), relegaremos la objetividad gargantuesca y pastosa de Klemperer (EMI, 1954), descartaremos los planos pulidos que van amasando las danzas de Scherchen (Scribendum, 1954), olvidaremos la escasa imaginación de Beinum (Philips, 1955), postergaremos la vívida grabación de Ristenpart (Accord, 1960), excluiremos los implacables y ciclópeos bloques de Richter (Archiv, 1961), desterraremos el lacado legato de Karajan (DG, 1964), y excluiremos el sentimiento trágico de Casals (Sony, 1966). Llegamos al año cero.
                               

Cuando Nikolaus Harnoncourt fundó el Concentus Musicus Wien en 1953 “no por razones históricas sino artísticas, dado que la música de cualquier período es más convincente utilizando sus recursos coetáneos”, no podía prever el recorrido que esta vía iba a tener. Harnoncourt ensayó durante cuatro años las técnicas interpretativas barrocas antes de dar su primer concierto, y aún cinco años más antes de enfrentarse a los estudios de grabación. Profético, siguiendo el dogma exploratorio y aventurero de sus previos Brandenburgische Konzerte, utilizó por primera vez en la Ouverture un instrumento por parte, restaurados a su forma del siglo XVIII (en puente, alma, barra armónica y mástil) y además vueltos a encordar con tripa. Aparte de la novedad del sonido ácido de los instrumentos antiguos (Harnoncourt niega que sean un estado preliminar e imperfecto en el desarrollo de los modernos, e insiste que su esencia permanece en una diferente -pero válida- relación de sonido y equilibrio), ya se observa el drama rítmico, la nitidez de la polifonía, la brusquedad agresiva y abrupta en el fraseo del bajo que se atemperará en la siguiente grabación, más amanerada. Sin embargo, hoy nos parece incorrecto el ritmo pointée de la apertura (que significa que las diferencias entre los valores rítmicos cortos y largos son exageradas respecto a sus valores reales, y cuya praxis consiste en acortar las notas breves). También en la Sarabande los grupos de corcheas son interpretados con llamativas notes inégales, alternando duraciones. En la sección double de la Polonoise el flautista Leopold Stastny pasa apuros en la regulación del aliento, y los otros instrumentistas han de esperarle al final de sus frases. Un chirriante sonido otorga un inédito énfasis al clave (Teldec, 1966), cuyo eco vagó 16 años por el desierto.





Read, read, read”. Éste es el consejo que da el hoy profesor Reinhardt Goebel a sus alumnos de violín barroco. “El conocimiento es la fuente de la inspiración” es el motto de la individualidad rompiente de Goebel, que copió personalmente todo el repertorio de Musica Antiqua Köln a lo largo de sus 35 años de existencia, estudiando, investigando, preguntándose el conocimiento íntimo de los compositores y sus épocas a partir de las fuentes históricas. Disertación extraordinaria, de diáfanas y luminosas texturas instrumentales, fraseo y articulación furiosos e inmaculadamente claros, transparencia acerada y vigorosa, con fuerte presión del arco y un leve grado de vibrato. Wilbert Hazelzet aparece como un traverso de irreprochable técnica, que aúna una sensitiva interpretación con ornamentaciones imaginativas, meticulosas y elegantes. Sin reñir con la severidad y rigidez de temperamento que requiere la partitura, Goebel intensifica deliciosamente el dramatismo teatral, la danza en abandono expresivo, como la Bourée, o la Battinerie de diabólica vitalidad rítmica que exige el mayor virtuosismo del ensemble. Grabación holográfica (Archiv, 1982), donde la cercanía de los micrófonos concita una intimidad que remarca la polifonía contrapuntística (por ejemplo, en la pacífica Sarabande, donde la presencia del clave refulge en su orfebrería). Todavía hoy esta disección de la arquitectura barroca, contrastada y excesiva, aunque plenamente lírica, provoca controversia y hace sonar a sus contemporáneos blandos y tiernos (y quizás a todos los posteriores). Veámoslos:





Las cuerdas no reducidas de los English Baroque Soloists (Erato, 1983) perjudican el concepto camerístico, excepto en la ágil y danzable Double y en la repetición de la Sarabande (a una parte, ¡como Bach reclama!). John Eliot Gardiner se muestra áspero y poco ceremonial, abrasivo, perfeccionista y anónimo. Peor es la planitud emocional de Hans-Martin Linde, sin estética distinguible, al frente de su propio Consort (HMV, 1983), de robustez germánica pero escaso marco dinámico. Una breve mención para The Academy of St. Martin in the Fields, que si bien marcó en sus diversas grabaciones (Decca, 1970, 1978 y 1985, todas con Marriner) un importante estadio en términos de definición de escala y consistencia de la ejecución musical, siempre estuvo fondeada dentro del puerto seguro de los instrumentos modernos.





La idea de Hogwood era la de coger una pintura antigua y limpiarla, restaurarla, quitarle el barniz… El problema es que, desde mi punto de vista, se llevó demasiado barniz y con él, la vida”. Así de rotunda se muestra Monica Huggett, integrante de las cuerdas de sonido anémico en configuración (4.4.2.2) que componen The Academy of Ancient Music (L'Oiseau Lyre, 1985). Disciplina calvinista, pero sin intentar una interpretación consciente: puro, preciso, soso.





Al contrario que The AAM (que durante sus primeros años solo grabó discos), The English Concert era una orquesta itinerante dedicada a la interpretación pública, de modo que Trevor Pinnock pensaba primordialmente en sus requerimientos sónicos, capaces de llenar una sala de conciertos: aquí se muestra comedido, cohesionado, equilibrado y tan refinado como siempre (DG, 1980).





La relativa pausa en sus ritmos aromatiza refinamiento cortesano (Bourée), contrastando las texturas de la Amsterdam Baroque Orchestra. El clave florido de Ton Koopman proporciona una fresca perspectiva cuando ocasionalmente modifica la armonía. Atención a la articulación, toda fantasía, de Hazelzet en la Sarabande. Fragante Menuet, y grácil y dinámica Polonoise. La grabación alejada (RCA, 1988) amortigua impecable el robusto cuerpo de cuerdas (5.4.2.2) para que el traverso esté presente en todo momento, algo remarcable ya que el solista suele quedar sumergido bajo el primer violín, incluso con un contingente mínimo de cuerdas. Su posterior acercamiento (Erato, 1997) sigue por parecidos derroteros, con la reconsideración de un instrumento por parte.





El título del disco (Suites for dancing) explicita el iconoclasta concepto que plantea William Malloch al frente de los Boston Early Music Soloists (Koch, 1989). El dogma se concreta en unos tempi infernales que se mantienen a lo largo de la suite, incluso en la introducción. La Sarabande cubista o la electro-espasmódica Polonoise, obtienen, como no, críticas feroces. Apuntemos aquí que George Muffat, que era poco mayor que Bach y una autoridad en el estilo francés, requería la necesidad de “observar exactamente la oposición o rivalidad entre lo lento y lo rápido de manera que el oído quede embelesado en singular asombro, como lo es el ojo por el antagonismo entre luz y sombra”.





Roy Goodman diferencia las variaciones instrumentales en las repeticiones donde se resalta la cuerda pulsada al continuo. Profundidad en la grabación, donde The Brandemburg Consort (Hyperion, 1990) muestra calidez y presencia.





Los ritmos de Jordi Savall, elegantemente contenidos, respiran con lentitud y dignidad, contagiosos de carácter, aunque el ensemble no esté perfectamente conjuntado. Imaginación e individualidad en la delicada ornamentación, en la presencia de las líneas medias en el moroso Rondeaux, en la regia variación dinámica (Polonoise), en las lúcidas texturas en la segunda Bourée (“doucement” solicita Bach). La robustez de los planos sonoros de Le Concert des Nations (4.4.2.2.) funde en un sonido achocolatado, denso y relajado. Su voluptuosidad se extiende a la resonancia de la toma sonora (Alia Vox, 1990).





En un plano de casta intelectualidad y menor distinción, Andrew Parrott abandona sus habituales Taverner Players y escoge a sus solistas (una voz por parte, con el espléndido traverso de Christopher Krueger) de entre los componentes de la Boston Early Music Festival Orchestra (EMI, 1992). Sorprende más por ello la ornamentación inconsistente entre flauta y bajo en el canon de la Sarabande.





Frans Brüggen también escoge un instrumento por parte de su Orchesta of the Age of Enlightenment (Philips, 1994), con el toque especial de dos laúdes haciendo el continuo, muy afrancesado, etéreo y delicado. Seductora e íntima, la intervención interpretativa es aparentemente mínima, sin terapias de choque, tempi iconoclastas o inflamadas retóricas. Ornamentaciones selectamente escogidas, fraseos y ritmos galantes que permiten gran refinamiento expresivo, con sutiles gradaciones dinámicas y flexibilidad de las cantabiles corcheas desiguales. Lisa Beznosiuk ha grabado la obra como solista en cuatro ocasiones anteriormente, tan vehemente y límpida como en este lance.





Philip Pickett ha basado las velocidades de los movimientos de las danzas en el contemporáneo tratado de Johann Matheson Der vollkommene Capellmeister (1739), donde se dan descriptivas atribuciones de los affekts adecuados. Los resultados pueden ser controvertidos, comenzando con la cautelosa Overture, siguiendo con un Rondeaux de disciplina matemática exenta de sonrisas, una Bourée de cadencia calma y complaciente, y finalizando con una Battinerie frenética. El New London Consort asume asimismo el concepto que, lento pero seguro, está trastocando el universo sonoro bachiano desde que Rifkin en 1981 y posteriormente Parrott y otros investigadores han argumentado que Bach interpretó muchas de sus producciones con una voz por parte. La ubicua Beznosiuk combina su ágil articulación con una atinada ornamentación, y se integra asombrosamente en el conjunto. La cristalina presencia de las voces medias atestigua como Bach usa los conjuntos instrumentales de una forma policoral (L’Oyseau Lyre, 1995). Ajustado a la cálida afinación francesa barroca (la = 392 Hz), un tono entero más baja que la afinación barroca convencional.





Críticos contemporáneos se quejaban de que Bach no permitía a sus intérpretes añadir ornamentaciones a su antojo, ya que de hecho consideraba tal materia dentro de la esfera de su creatividad, propia e intransferible. El traverso de Stefano Bet desafía al viejo pelucón y une su coloratura vocal al cúmulo de ornamentaciones carismáticas y versallescas desplegadas por Diego Fasolis al clave y el grupo I Barrocchisti (4.4.1.1) al ripieno. Alto voltaje dinámico, especiado cuando no picante, y alternancias de soli-tutti en las danzas (Rondeaux lullyano, Bourée II sin aliento). Algunas repeticiones se hacen a un tempo diverso, variando con imaginación y drama tumultuosos (Arts Music, 2001).





Toda la creatividad que escasea en Pearlman (Telarc, 2003), y cuyo interés reside en que emplea un método adaptativo para equilibrar la sonoridad: las múltiples cuerdas del Boston Baroque para los pasajes en tutti se reducen a un instrumento por parte cuando la flauta canta su propia línea melódica. Poco poética en general, como en la apresurada Sarabande.





Café Zimmermann (nominado en honor del ahumado local donde los melómanos de Leipzig fumaban y tomaban café mientras escuchaban músicos de cierto prestigio, entre ellos un tal Johann Sebastian, que, además, fue su productor ejecutivo durante una década) trae toda la inmediatez y espontaneidad del concierto en directo, con extremos de tempi, nervio dinámico (dado que apenas existen marcaciones dinámicas en la partitura, su interpretación recae en los solistas), y diálogo permanente con el bajo continuo, glorioso en su rol melódico y armónico. Diana Baroni al traverso se empasta en el conjunto en vez de solicitar protagonismo (algo que sí se arroga el clave en la Sarabande). En la toma sonora se prioriza la personalidad y diafaneidad instrumental (Alpha, 2003).





Contraste mayúsculo con la lectura piadosa y humilde de Masaaki Suzuki, dirigiendo discretamente desde el clave. Contemplativo, haendeliano, respeta el decorum y apacigua las disonancias. Liliko Maeda purifica con su dócil timbre la suave y recatada Battinerie. La tranquila puesta sonora despliega los solistas del Bach Collegium Japan (BIS, 2003).





El oboísta Gonzalo Ruiz argumentó en 2005 que la Ouverture es una transcripción posterior de una obra elaborada en los juveniles años de Köthen entre 1717 y 1723. De esta guisa la tesitura del oboe encajaría exactamente con las peticiones de la partitura, integrándose en el centro del tejido musical. Además de que las cuerdas transitan por terreno más cómodo, llegando hasta la nota más grave de cada instrumento, se evita el problemático equilibrio entre la flauta y el violín que la dobla, siempre al borde del eclipse. Ya en terreno práctico, la ejecución es del todo convincente, con un solista ágil y de timbre opulento, aunque quizás en conjunto la obra resulta más severa y menos galante (por ejemplo, la Battinerie emprende un marcado emblema militar). El Ensemble Sonnerie recrea el tamaño de la orquesta del príncipe Leopold (3.3.1.1) a lomos de tempi ligeros y trotones. La dirección desde el violín de Monica Huggett (que aprendió la obra bajo la batuta de Pinnock, Koopman y Hogwood) articula la narrativa y procura ímpetu y entusiasmo dinámico a la secuencia de danzas, navegando desde las líneas largas de la Ouverture a las vibrantes y angulares de las rústicas danzas, sin menoscabo de que la exactitud de las notas en el contrapunto cuadricule la percepción estructural. La cálida grabación (Avie, 2007) redondea esta reconstrucción.





El cuidadoso examen del manuscrito de la Ouverture ha revelado que se trata de un trabajo de trasposición desde la menor a si menor: mientras el propio Bach escribió la parte solista a la flauta (podría ser el caso que Johann Sebastian hubiera hecho esta transcripción cuando su hijo Carl Philipp fue designado como músico de cámara en la corte prusiana del rey Federico en 1739, de manera que fuera presentada al patrón flautista como homenaje), los otros copistas cometieron numerosos errores que posteriormente fueron corregidos por el compositor. Rifkin propuso en 1996 que el instrumento solista podría ser un violín, a pesar de que su parte tiene un rango muy limitado, evitando casi enteramente la cuerda de sol, por lo que queda a la sombra de la línea del concertino, circunstancia desconocida en todo el repertorio. Los solistas de la Tafelmusik Baroque Orchestra (Analekta, 2011) recuperan esta (posible) versión original en la menor con el violín como concertista. Sonido pulido y brillante, metódico pero expresivo, moderado en cuanto a acentuación y tímbrica, sin decantarse por el cuidadoso y escalonazado trabajo holandés ni por las tormentas operísticas de los nuevos italianos. Ouverture a salvo de pomposidad, revelando los diálogos internos en la sección fugada; sin la flauta la Battinerie queda un poco plana y arcaica. Jeanne Lamon, fantástica en su línea cantabile y fraseo legato, hace esta lectura preferible a la de los demás violinistas: Como la de Vandaele, Dombrecht e Il Fondamento (Fuga Libera, 2010), con impurezas en entonación y empastado en las cuerdas (3.3.2.2), si bien equilibrado en tímbrica, con un continuo sensacional en calidez energética. O la del anguloso Gross y la Elbipolis Barockorchester Hamburg (Challenge, 2013), que añade de manera entusiasta una percusión improvisada que hace de la Bourée un baile zíngaro, y en la Battinerie caprichea contraria al metro de la pieza. El énfasis muscular resulta en un fraseo cuadriculado, aunque peor aún es la misteriosa desaparición de la Double de la Polonoise.





Dándole protagonismo al traverso y suavizando las cuerdas, la versión de Goltz y sus Freiburger Barockorchester (HM, 2011) opta por el concepto concertante. Desde un paisaje sonoro similar al de las primeras lecturas de Pinnock o Koopman comparte con Goebel el acercamiento desde un punto de partida retórico. Pese a que su ligazón a la severidad bachiana pueda ser sorpresiva, Karl Kaiser deslumbra con preciosas ornamentaciones rococó que destellan chispeantes tímbricas entre flauta y cuerdas. Ocasionalmente los pulsos fuertes son destacados, subrayando el impacto rítmico a pesar de no enfatizar el ritmo pointée en la Ouverture, o como en una Polonoise de acentos prusianos. Espacioso y resonante registro cuya transparencia sacrifica impacto.





Sigisvald Kuijken ha variado su discurso desde su primera grabación de 1982: “There is no longer any justification—neither historical nor musical—for such a large number of players”. Por tanto, La Petite Band se reduce a una voz por parte, y a pesar de que el bajo consiste en un descomunal violone de ocho pies, el resultado se me antoja escaso de presencia de graves. El melancólico Rondeaux triunfa por la sutil aplicación de ritmos desiguales, concepto romántico (es decir, musical) que va calando entre el movimiento historicista, y la Battinerie ostenta un chocante tempo klemperiano que alivia el resuello de Barthold Kuijken. La toma sonora distanciada facilita la perspectiva (Accent, 2012).





Tres décadas después de su fundación por Christopher Hogwood, The Academy of Ancient Music pasó a tener como director musical a Richard Egarr, al que se le ha llegado a calificar como el Bernstein de la música antigua. Esta grabación (AAM, 2013) compensa el ascetismo de la instrumentación solista con la afinación baja francesa (la = 392Hz) y con el carácter vigoroso con el que Egarr gobierna desde el prominente clave, acentuando las síncopas al modo del (cierto) jazz. El impulsivo staccato de Rachel Brown en la Polonoise desborda su respiración, algo que no ocurre en la relajada Battinerie, donde incluso se permite alguna ornamentación. Las voces medias se integran en la conversación gracias al ritmo pausado (relativo) y a las largas frases. La cercanía de los micrófonos manifiesta como un contrabajo refuerza los graves.







El documento que Riccardo Chailly grabó para Decca en 2000 muestra el arreglo didáctico que realizó Gustav Mahler (delineando dinámicas y clarificando sombras, mas sin proponer nuevos colores), ejemplificando su respeto hacia sus predecesores: “Mientras las personas tengan emociones y sentimientos, Bach permanecerá como el cimiento sobre el que la música del futuro se desarrollará”. No fue hasta su periplo americano en 1909 cuando Mahler tuvo la oportunidad de ejecutar en concierto estas palabras, seleccionando para la New York Philharmonic unos movimientos de las Suites 2 y 3 (compuestas de manera aislada; ninguna fuente considera las cuatro Ouvertures conservadas como un grupo de obras, simplemente son las únicas de este tipo que han sobrevivido). Agrupando Rondeaux y Battinerie tras la Ouverture, y continuando con el Air y un par de Gavotas, Mahler compuso expresamente la línea del continuo, que el mismo interpretaba en un piano especialmente preparado para emular el sonido del clave, además del órgano devocional que ya escuchamos en la primera propuesta: Terminamos como empezamos, con el Concertgebouw de Amsterdam, con la forma en que se entendía a Bach a principios del S. XX. Invención o restitución, quizás el verdadero espíritu del historicismo sea la actitud inquisitiva y de investigación más que la especificidad de afinación, instrumentación u ornamentación.