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jueves, 8 de febrero de 2018

Stravinsky: L'Oiseau de feu (The Firebird)

Tras el éxito apabullante de la temporada parisina, Diaghilev decidió añadir al repertorio de su compañía un ballet basado en leyendas del folcklore ruso. Aunque se ha dicho que L'Oiseau de feu (1910) es la mejor obra de Rimsky-Korsakov dada la juventud del compositor y la poderosa influencia de su maestro (en la pesada orquestación, en el exotismo romántico, en la escala octatónica), el foco en los ritmos impetuosos, las inusuales escalas y las rompedoras disonancias denuncian un radical nuevo estilo, una evolución clave desde el romanticismo ruso fin-de-siècle al modernismo musical.

El ballet consta de 19 números a partir de los cuales Igor Stravinsky elaboró tres suites orquestales en 1911, 1919 y 1945, ya que él mismo reconocía que “la música completa es demasiado larga e irregular en calidad” (y además, así renovaba los royalties…). Una orquestación innovadoramente opalescente, llena de originalidad y fuerza, una dicotomía entre el mundo natural, interpretado en el folcklórico estilo diatónico, y el mundo metafísico descrito con música cromática (con superposición de ritmos y melodías sincopados), en un estilo armónico personal e inimitable, con intervalos revoloteando en perfecto equilibrio y posándose de dominante en dominante (Boulez dixit).

Sin haber un consenso real sobre la composición y nomenclatura de las diferentes suites, proponemos aquí una numeración de la Suite de 1919, la más difundida.
1 Introducción: Una célula cromática en los graves (alternando terceras y segundas) procura la fantástica atmósfera de un inquietante jardín. Glissandi, pizzicati y stacatti transmiten el desconocido misterio que aguarda.
2 Preludio, danza y variaciones: La iridiscente y errática articulación rítmica dibuja la trepidante persecución del Pájaro de Fuego por parte del príncipe Iván. Un fuerte acorde de todas las secciones recrea su captura.
3 Pas de deux: El pulso lento deja espacio para la elaborada decoración. La súplica cromática por su liberación es respondida por un sutil acorde en muestra de gratitud.
4 Scherzo. Danza de las princesas: La contestación de motivos bosqueja con diferentes paletas tonales a las muchachas en torno al árbol de las manzanas doradas.
5 Khorovod: Un tipo de danza circular rusa, solemne y con un delicado aroma impresionista se estructura alrededor de dos melodías contrastadas, cada una en su propio tempo.
6 Danza infernal de Kastchey: Un terrorífico rondó dibuja la aparición del malvado hechicero, sostenido por la oposición de dos ritmos, uno de ellos esperpénticamente sincopado.
7 Berceuse: El Pájaro de Fuego auxilia al héroe adormeciendo a su enemigo en una calma aneblada y ondulante, con armonías que fluctúan por meandros cromáticos.
8 Finale: Himno feliz con la transformación de la hipnótica melodía (y del ritmo 3/2 a 7/4) en un triunfante repique de campanas de boda.










Stravinsky condujo en público por vez primera en 1915, precisamente extractos del Pájaro de Fuego, y luego grabó la obra en varios momentos de su vida. Descartaremos, tanto su temprano registro por falta de experiencia (la obra es extremadamente exigente en lo técnico), como la postrera (en sus últimos años solía dirigir haciendo frecuentes swings hacia un escocés que mantenía bajo el pódium; sus errores se regrababan y editaban cuando el maestro, ebrio, se marchaba del estudio). La New York Philharmonic (Sony, 1946) afronta incisiva el reto de registrar por primera vez la suite de 1945, con austeridad expresiva y coalesciendo violencia y grotesquería. El estilo de Stravinsky articulaba aristocráticamente una maraña angular de extremidades cual deidad hindú, con un fraseo coreográfico, elegante e ininterrumpido, pero no siempre conciso en los ritmos: la Danza apenas se sostiene unida y el finale, que en esta revisión emplea un concepto percusivo neoclásico, suena desangelado.





La lectura del ballet completo (con algunos detalles del original de 1911 derivados de conversaciones con el autor) por Antal Doráti con la London Symphony Orchestra se ha considerado desde su grabación en 1959 como la versión clásica. Veamos el porqué: La disciplina, claridad y precisión del ataque enlaza con las obras más modernas (como Petrushka o Le Sacre du Printemps) en vez de enfatizar sus aspectos impresionistas. No rezuma el erotismo de Stokowski o la sensibilidad poética de Chailly, pero sí es inmensamente espontánea y dramática. La vivacidad de los tempi es una licencia de concierto: Es un ballet, así que las necesidades técnicas de los bailarines han de respetarse, al menos sobre el escenario. Eléctrica dirección pugilística, con directos a los metales barbáricos y crochets de ritmos cruzados, enfatizando el pulso de compás hasta el punto de rigidez toscaniniano. Tres micrófonos entre los atriles logran recrear la perspectiva panorámica, profunda y atmosférica propia de Mercury.





Stravinsky desconfiaba del resto de directores cuando se acercaban a su obra. Cada interpretación ajena era para él una “deformación”: “solo mis grabaciones muestran mi pensamiento libre de distorsiones… y son indispensables suplementos a la partitura”. Es decir, serían extensiones auto-beatificadas del proceso compositivo que establecen sine die la tradición autorizada. Ahora bien, si sus registros difieren en matices interpretativos, ¿cuál expresa el verdadero y exacto? ¿o es que éste es variable? Esta regularidad metronómica, ortegiana diríamos, que Stravinsky concebía (retrospectivamente) como característica fundamental de su música (“El director es poco más que un agente mecánico que dispara una pistola al comienzo de cada sección, pero deja que la música hable por sí misma”) no se observa en sus primeras grabaciones, de modo que solo al final de esta progresivamente monolítica aproximación, Stravinsky suena a Stravinsky. En ninguna parte del repertorio fue Leopold Stokowski más exitoso que en la colorida música rusa del Romanticismo. El temprano L'Oiseau de feu encaja perfectamente en esta categoría. Opulento, vitalista, un cuento de hadas rimskidebussyano narrado con un exuberante perfil rítmico. Resaltando los solos hasta el punto de que asemejan un concierto abstracto para orquesta, Stokowski grabó esta obra en hasta ocho ocasiones, siempre siguiendo su propia versión mejorada —con pequeños cortes y cambios de instrumentación— de la suite de 1919. De entre todas ellas, elegiremos, por la impresionante grabación cuadrafónica Decca, la realizada con la Orquesta Sinfónica de Londres en 1967.





Sabemos por testigos contemporáneos que el pianismo de Stravinsky durante los ensayos parisinos de 1910 “era particularmente exigente con los ritmos y solía martillearlos con considerable violencia, canturreando ruidosamente y sin preocuparse excesivamente si no golpeaba la nota correcta”. De hecho, las marcaciones de algunos pasajes como allegro feroce o allegro rapace son características de su belicosidad rítmica. Pierre Boulez relataba que estudió la obra en su juventud “codiciando tomar posesión de la música y transmutarla en un objeto agresivamente personal”, y así renuncia horrorizado a la faceta romántica y sigue la senda de un cuasi sinfonismo teórico y objetivo, de ritmos bruscos e inquietantes que van tejiendo los motivos con diafanidad textural, sonoridades primitivas, disonancias abrasivas, peligros arcanos, síncopas del averno…, aquí Boulez es incuestionable: “Cada generación crea su identidad en comparación con sus mayores”. Estupenda toma sonora de la New York Philharmonic Orchestra (Sony, 1975).





Bernard Haitink alambica su magisterio en la exposición orquestal: la atmósfera secreta, el modernismo curvilíneo, el ingenuo misterio propio de Rimsky-Korsakov, los efectos espaciales ya previstos en la partitura y que Haitink sabe conjurar. La lejanía de la toma sonora no está exenta de exquisitez e inmediatez en las texturas, casi tangibles, tanto en los solos como en las agrupaciones de la Berliner Philharmoniker (Decca, 1989). Deleítense con el bellísimo pasaje de cuerdas divididas, en sordina y altas en sus tesituras, cascadeando armónicos naturales en glissandi al final del exordio.





Sería difícil encontrar un director cuya estética y estilo interpretativo fuera más dispar de Stravinsky que el de Mahler, aunque aquel escuchó a éste dirigir en el lejano San Petersburgo, impresionándole profundamente por “su eliminación aparente de la barra de compás tras el contenido melódico y rítmico de la música”. Riccardo Chailly, por tanto, gran mahleriano, debe estar fuera de la tradición auténtica del “fiel ejecutor” en palabras del compositor. Aquí ofrece la Suite arreglada en el estilo neoclásico de 1945, de texturas limadas (Stravinsky eliminó la mitad de las maderas, dos de las tres arpas, el glockenspiel y la celesta, además de suavizar articulación y rítmica), pero abigarradamente iluminadas por una toma sonora sofisticada (Decca, 1995) que cubre de gloria al ardiente Royal Concertgebouw, fraseado cálido y suave, a ritmos oníricos.





Valery Gergiev lleva tres décadas al frente de la Kirov Orchestra (en su denominación soviética, hoy Mariinsky), controlando sus huestes con enigmáticas oscilaciones dactilares. La suya es la aproximación más imaginativa. El excéntrico director ha referido que su objetivo es trasladar la teatralidad de la partitura al escenario, y por tanto su versión sonora se construye con la experiencia balletística en mente. Las transiciones emplean interpolaciones de tempi relajados que van erigiendo vívida la grandeza del edificio completo. Flexibilidad operática, espontaneidad emocional, eslavos barnices en las maderas especiadas y en las oscuras cuerdas graves y percusiones. La Danza infernal finaliza con un arriesgado sprint, presagio del brutal primitivismo que consagraría pocos años después. Atorbellinado, evocativo, histriónico, mesmérico ballet completo de 1910, sostenido por ritmos vehementes, casi apocalípticos, físicamente guillotinados. Valvulera y espaciosa grabación de minimalismo microfónico (Philips, 1995).







Ningún otro compositor es más importante para Los Ángeles que Stravinsky, el exiliado perpetuo, que vivió allí desde 1940 a 1969, más que en cualquier otra ciudad. Su Filarmónica grabó un concierto en 2013 para DG, y con Gustavo Dudamel en el rol protagonista, del ballet original en un concepto tardo-romántico intenso, desechando su profecía modernista, pródigo en atmósferas, con pasajes lánguidos y sensuales. Apertura tan callada que es más una sensación de presencia que un lienzo sonoro, y masiva celebración final de texturas. A veces su elasticidad en la conducción lo hace dolorosamente lírico (Khorovod), pero también episódico y fragmentado, a lo que también contribuye el micro-detallismo (los directores lamentan frecuentemente la excesiva minuciosidad en la notación de la partitura).





Long time ago the BBC3 broadcasted an episode of Building a Library, in which reviewer William Mival provides a personal recommendation from recordings of Stravinsky's Firebird Suite. Excellent as always.


miércoles, 18 de septiembre de 2013

Handel: Music for the Royal Fireworks


En la primavera de 1749 su gloriosa Majestad George II de Inglaterra dispuso la celebración del final de la Guerra de Sucesión de Austria. Para ello conminó al compositor real a elaborar una música capaz de acompañar el victorioso acontecimiento.
Se vendieron 12.000 entradas (a 2 chelines y 6 peniques) para el triunfal ensayo previo del concierto, lo que provocó un colapso circulatorio durante tres horas en el único puente que en la época cruzaba el Támesis. No obstante, la ceremonia fue aún más desastrosa, ya que la monumental arquitectura efímera que se había erigido en Green Park se incendió con los fuegos artificiales preparados para concluir la propagandística ocasión. Sólo la música se salvó de la lluvia, los rescoldos y el virtuosismo regio.

Por fortuna la partitura autógrafa que George Friederich Handel compuso para el evento nos indica las fuerzas que se dispusieron para superar el pandemónium: 24 oboes, 12 fagotes, 9 trompetas y otras tantas trompas y 3 pares de timbales (además de 4 decenas de cuerdas que Handel incluyó a pesar de la mayestática voluntad que pretendía solo instrumentos marciales), aunque después la obra se reorquestó cabalmente para su publicación y las siguientes representaciones en la corte.

La galante composición, al gusto versallesco, se articula en cinco movimientos:
I Ouverture: Como telón sonoro de fondo a la comitiva real comienza un himno majestuoso que enfrenta simbólicamente las secciones de madera, trompas y trompetas (cc. 1-46). Un animado pasaje con metales sostenidos y cuerdas y oboes rítmicamente ambiguos finaliza en escalas descendentes que conducen a un triunfante tutti (cc. 47-117). Tras la reexposición en otra gama colorística (cc. 117-175), la sección lenta, a cargo de cuerda y madera, relaja la tensión en un suave si menor (cc. 176-186), antes de la recuperación, espléndida, de la clave mayor en el allegro da capo.
II Bourrée: De instrumentación más simple (dos partes altas y bajo) y carácter amable. En general, aunque depende de la interpretación, maderas y cuerdas exponen el tema veloz y marcado (cc. 1-10), todas las frases comenzando en el cuarto pulso del compás. Tras su repetición a cargo de las maderas, se inicia el contrajuego por parte de las cuerdas (cc. 11-26). Ambas secciones, por separado, efectúan la reexposición de los temas.
III La Paix: A ondulante ritmo ternario y nutrida orquestación, ofrece partes virtuosas para las trompas. Los trinos alternados van resolviendo las secciones (cc. 1-8 y cc.9-16, con leves variaciones en el tema).
IV La Réjouissance: Explosión antifonal en la fanfarria heroica expuesta por los diferentes grupos instrumentales (metales y percusión y, después, trompas y maderas) con exposiciones y respuestas como registros organísticos.
V Menuets I and II: Probablemente ejecutados en forma de trío, comienzan por una delicada danza en tono menor a cargo de la cuerda, y posteriormente sobre oboes y fagotes. El segundo, más extenso y en clave mayor, despliega gran colorido por parte de percusión y metales, alternándose trompas y trompetas, y concluyendo la obra con toda la dignidad y aparato de la Ouverture.







La lectura de Fritz Lehmann documenta los primeros esfuerzos basados en criterios musicológicos, eliminando los populares embellecimientos románticos y descartando el entonces común piano a favor de un clave bien integrado a la orquesta en la toma sonora, de pasables claridad y definición (Archiv, 1952). Aunque los tempi moderados permiten paladear la música, existe un problema de comprensión de ritmos (la fórmula escrita de negra con puntillo seguida de corchea en la práctica se tocaba como doble puntillo, es decir, la nota breve pasaba a ser una semicorchea) en el adagio de la Ouverture, donde las voces de la orquesta solapan continuamente los detalles rítmicos: por ejemplo, en el compás 4, la última corchea de metales y primeros violines debería coincidir con la semicorchea final de los segundos violines. Destacar la delicadeza en la exposición de la Réjouissance y el preciosismo del primer Menuet, con una destacadísima actuación de las maderas. Lehmann, especialista en Handel, dirige una Berliner Philharmoniker (que esta época estaba entrenada por Celibidache y Furtwängler) en número de 65 profesores, además de un órgano reforzando los tutti.






Espléndida la grabación de Mercury (1957, con sus habituales tres micrófonos) a cargo de Antal Dorati, en el arreglo que realizó Hamilton Harty de los Royal Fireworks en 1924. La London Symphony Orchestra -de graves prominentes- aporta un colorido variado en sus texturas (comienza con redoble en crescendo), tempo espumeante en la sección allegro de la Ouverture, e intimista en las secciones restringidas sólo para cuerdas. La percusión en la Bourrée altera la danza en drama, la Paix se transforma en una suerte de (maravilloso) nocturno sinfónico y cierra con unos pomposísimos Menuets en trío, con meloso vibrato en la cuerda.








El joven Charles Mackerras parece tener en su honor la premiére de la espuria (impactante y magnificiente) versión regia sin cuerdas. Para acometer semejante ataque de lujuria hubo de concitar a medianoche a 64 intérpretes de vientos de las diferentes orquestas londinenses (más 9 percusionistas), cuando todos los conciertos y óperas habían terminado ese día del 13 de abril de 1959, para el exacto cumplimiento del 200 aniversario de la muerte del compositor. Se rumorea que el diablo y la botella hicieron el resto: la amplia grabación (Testament) aún suena llena de espíritu y jolgorio. Un Wind Ensemble extravagante pero equilibrado, de timbre áspero y talante febril, a tempi que hoy resultan plomizos más que expansivos en algunas secciones (aparatosidad en la Ouverture). Se incluye una toma extra de los Menuets salpicada de los inevitables petardeos.







El divo Leopold Stokowski impregna la obra de su particular reorquestación inflacionaria (que parte de un comienzo comedido, sobre todo en la percusión cuartelera). Dicha stokowskificación congrega alrededor de un jurásico clave a la RCA Symphony Orchestra aumentada hasta los 125 miembros, para celebrar en mayor medida un oratorio ceremonial más que una suite sinfónica. Colores aplicados por bloques organísticos, efectos difuminados entre tonalidades, cuerdas fraseando libremente para robustecer una marea sónica donde se puede vislumbrar entre la niebla británica a Britten y a Elgar. Bourrée pálida en las maderas, con rallentandi estirados hasta el infinito y más allá, no sólo al final de cada danza, sino también en áreas centrales. La Réjouissance, disfrazada de pastoral, retoza sobre la hierba. En el número final irrumpen efectos sonoros de juveniles chillidos de gozo acompañando a los estallidos nitrosos, cual 1812 tchaikovskiana. La toma sonora al menos es amplia y brillante en sus cinemascópicas antifonales (RCA, 1961).







La plantilla del Bläservereinigung der Archiv Produktion ya estaba en 1962 integrada por reconstrucciones de instrumentos del S. XVIII. August Wenzinger también opta por recrear la pretensión del monarca de eliminar las cuerdas, que hoy sabemos que no llegó a perpetrarse. Potencia sonora, robusto y sólido colorido con el aroma acre de la pólvora, recatado al lado de Mackerras, pero con mayor espíritu rítmico y contraste dinámico. Rescatado en alta definición de un vinilo de gran presencia y perfecto equilibrio.







La riqueza tonal de la London Symphony (de cuerdas aterciopeladas y soñadoras) no puede evitar la sospecha sobre el arreglo de Harty que altera los tempi, simplifica los ritmos, suaviza las dinámicas, brahmsianiza la orquestación, adultera la sintaxis, el orden de los números y, además, amenaza su integridad (el Lentement y el Allegro da capo de la Ouverture son extirpados y la Réjouissance desaparece como por ensalmo). Bajos profundos personificados en los pizzicati dan paso a los cambios de tempo en la Ouverture. George Szell muestra su genética zíngara en las frenéticas danzas de la Bourrée. El hiperromántico vibrato en el Menuet en clave menor contrasta con el boato otorgado al otro (Decca, 1962).







Rafael Kubelik se aparta del estilo y escala decimonónicos, si bien los vientos acaban sepultados entre los densos estratos de cuerdas de la Berliner Philharmoniker. Articulación pulposa, falta de claridad textural y  de comprensión de la rítmica barroca, si bien los tempi son vivaces. Espectral el sonido del clave, cual acto de fe (DG, 1963).






Yehudi Menuhin -a los mandos de la veraniega Bath Festival Orchestra en una tornasolada edición a cargo de Neville Boyling- aporta algunas sorpresas como el contraste entre secciones de cuerdas y de maderas, reflejo de la retórica entre corales de metales. Así se transfigura el carácter tripartito del color a otro cuadrangular o en dobles parejas. También hay cambios en la orquestación en la Paix y en el primer Menuet, éste con una personal articulación rítmica. Seriedad (excesiva en la Réjouissance) y nobleza en la interpretación, aunque el flujo rítmico mana un tanto espasmódico en el motivo principal de la Ouverture. Cavernosa la toma sonora, dejando entrever al metálico clave (EMI, 1963).







Raymond Leppard dirige una cálida y densa English Chamber Orchestra al estilo tradicional, alejado de investigaciones historicistas. La principal característica de esta interpretación es la generosidad sin ambages en las repeticiones: Bourrée y Réjouissance son reiteradas en tres ocasiones con variaciones tonales. El conjunto de Menuets se duplica también, pero las trompas crean una espesa y poco handeliana textura, dado que bajan una octava respecto a la tesitura de la trompeta. Ritmos tenaces, abundantes trinos y arpegiante clave al bajo continuo. Discreta grabación Philips de 1970.







Prescindible registro el de los 29 miembros del Collegium Aureum (DHM, 1971), acatando una literalidad poco jubilosa, fallona en entonación, quizá producto de los tempi decaídos.







Gentil documento a cargo de Neville Marriner y su Academy of Saint Martin in the Fields en modesta configuración. Tímbricamente dulce y ligero, de ritmos elásticos, ingeniosa y levemente fraseado… y vacío de pompa y circunstancia. Troca los tres colores básicos (trompas, trompetas y vientos más cuerdas) a variados cambios tonales en los tutti, incluyendo la separación de las secciones de cuerdas y maderas. Aquietando las dinámicas suaviza los efectos de eco y procura una delicadeza inaudita hasta la fecha en esta obra. La toma sonora recrea de manera suprema el ambiente espacial del lugar de grabación, Wood Hall (Philips, 1971).







Johannes Somary repite la réplica imaginaria de Mackerras con una aumentada y abigarrada tonalmente English Chamber Orchestra. Ejecución anodina en lo rítmico (por ejemplo, el tristísimo menuet en re menor), con percusión estrictamente militar. El sistema cuadrafónico de grabación intentó emular la orquestación y su emplazamiento originales (Vanguard, 1973).







Pierre Boulez delinque una descuidada ejecución, en la que lo peor no es la respetable falta de interés en el historicismo musical, sino lo deslavazado de los ritmos, las ocasionales desafinaciones (sobre todo las agresivas trompetas) y los chirridos de las continuas ornamentaciones. La New York Philharmonic tiende a homogeneizar los movimientos, haciéndolos soporíferos. Los Menuets (en trío) no concluyen la obra, sino que dan paso a una plúmbea Réjouissance. La estrecha y acerada toma sonora remata el desaguisado, en el que un tintineante clave asoma de vez en cuando (Sony, 1975).







Lejos de las vastas armadas recreacionales de la ceremonia, Christopher Hogwood ofrece un sensible y refinado concierto de diáfana articulación, con variaciones dinámicas sobre notas largas y variada decoración, donde las repeticiones son emplazadas con trazo delicado (primer Menuet), la acentuación más cantable que danzable, con la transparencia y levedad debida a la corrección cortesana. The Academy of Ancient Music compuesta por 47 miembros presenta un sutil equilibrio sonoro: los tres percusionistas dominan con levedad las texturas; sin embargo, cuando no se ajustan a la línea del bajo (lo que ocurre a menudo, dado que sólo tocan dos notas), éste resulta casi inaudible (por ejemplo, en la sucesión de semicorcheas en la sección de apertura, cc. 160-161). Encantadora esbeltez instrumental de la Bourrée. Toma sonora a la altura (L'Oiseau-Lyre, 1980).







Enfatizando la pompa y la acentuación de los ritmos pointeé, Trevor Pinnock conecta con el sofisticado ceremonial anglosajón, amablemente educado en su escala más íntima. Elegante en los dinámicos tempi, comunicando energía y decisión, dicta buen gusto en la variación dinámica de la percusión y en la caracterización diferenciada de cada movimiento. Pero donde este registro sobresale es el Menuet en re, todo un prodigio de canto a tempo, especialmente en las cuerdas. Vigoroso plano del bajo continuo con Pinnock dirigiendo desde el clave un perfectamente equilibrado English Concert, que, además de 21 atriles de cuerdas (6.6.4.3.2) y la consabida percusión, comporta 3 elementos de oboes, trompas, trompetas y fagotes, un contrafagot y 4 flautas (para la Paix). La grabación es excelente, transparentando las ricas texturas (Archiv, 1984).







Hans-Martin Linde dirigió en 1983 a una Capella Coloniensis cuya sección de metales no posee la entidad necesaria para acometer la obra. Los tempi, anacrónicos. La constreñida toma sonora tampoco ayuda (Virgin).






Un jubiloso John Eliot Gardiner encauza una lectura virtuosamente sinfónica, de preciosismo sonoro, fluida vitalidad rítmica y discreta ornamentación. La plantilla moderada permite la audición de un extenso abanico de rasgos texturales, como el  Lentement de extraordinaria sensibilidad, o la Réjouissance enfatizando las maderas de timbre oscuro. Menuets contrastados, no sólo tímbricamente, sino también en su dinámica. Protagonismo relevante para la percusión, pero alejada de toda estridencia. Primorosos los English Baroque Soloists (Philips, 1983).







Sonoridad castrense de La Grande Ecurie et la Chambre du Roy comandada por Jean-Claude Malgoire. A pesar de los ocasionales embellecimientos añadidos escasea la paleta expresiva, por ejemplo en la Bourrée, llevada a ritmo frenético. Estridencia en los metales, a veces destemplados. Toma sonora espacialmente amplia y minuciosa, pero distante (Sony, 1986).







Después de los Pinnock o Gardiner, Bohdan Warchal y su Capella Istropolitana no aportan nada aparte de una sonoridad avinagrada y unos tempi anadeantes. Lo mejor, una velocísima Réjouissance interpretada por secciones (Naxos, 1988).







La visión comedidamente británica de Robert King, con un King's Consort dilatado hasta alcanzar 62 instrumentistas de viento, metal y abundante pero suave percusión (a cargo de 8 ejecutantes), desvela una nueva dimensión sonora. Desenvueltas cascadas de semicorcheas e interesantes variaciones dinámicas y rítmicas en la Ouverture (cc. 96 y ss.). Dulzura de las trompas en la Paix. Lástima del sonido mate y poco puntualizado (Hyperion, 1989).







Durante años ensalzado por la prensa británica, el (excelente) registro debido a la Orpheus Chamber Orchestra (6.5.4.3.1 en las cuerdas y vientos por parejas) paréceme hoy excesivamente preciso, articulado y estructurado mecánicamente, por ejemplo en el ritmo tartamudo del allegro en la Ouverture (cc. 47 y ss.). La Bourrée desfila en un suspiro y la Paix afronta un ritmo pointeé excesivamente entrecortado. Pródigo en embellecimientos, muy apropiados en el Menuet en re (DG, 1990).







Maravillosamente extravagantes las inauditas sonoridades extraídas por Andrew Manze al frente de La Stravaganza Koln, con sus dinámicas muy contrastadas. En este concepto camerístico al clave se le otorga parecido valor dinámico que a la percusión. Planteamiento con frescura en el dibujo con puntillo en la Paix. Metales cáusticos en la Réjouissance y protagonismo para las cuerdas en los Menuets de salón (Denon, 1992).







Jordi Savall añade al contingente de cuerdas (5.4.2.3.2) de Le Concert des Nations una pequeña agrupación de vientos (sin idea de replicar el evento original), otorgando al contrafagot el rol de bajo suplementario. Acentuación y fraseo de definido e irresistible carácter danzable en la Ouverture, donde la imaginativa trompeta enlaza con la sección allegro. Resaltar una Paix con tímbrica y dinámicas exultantes en la cuerda chispeante, en las trompas pendencieras y en las trompetas canallas. El mago catalán sorprende con efectos coloristas, fantasea con la ornamentación y la variación de dinámicas en las repeticiones, como en el Menuet, perfumadamente francés. La siempre distinguida presencia de Pedro Estevan a los timbales se suma al continuo de clave y tiorba. Toma sonora realística en su concepto ambiental (Alia Vox, 1993).







Hervé Niquet y su Le Concert Spirituel optan por el faraónico contingente ceremonial que estrenó la obra. No sólo las 42 (10.10.8.8.6) cuerdas y las 3 percusiones, sino que todos los instrumentos de viento requeridos: 53 maderas (entre oboes, fagotes, flautas y contrafagotes, todos ellos con un poderoso registro grave) y 18 metales (entre trompas y trompetas) se fabricaron exprofeso para la grabación (Glossa, 2002). Una fastuosidad tímbrica que inevitablemente implica borrosidad en las líneas, una enérgica recreación con tempi de ágiles a frenéticos, un glorioso uso de dinámicas extremas e incisivos ataques. Además, se respeta el temperamento natural de los metales (sin válvulas ni orificios, todos los efectos tonales se realizan con la boca), que proponen un timbre militar y de controlada tosquedad. El duelo antifonal entre percusiones comienza ya desde la desinhibida cadenza a solo que preludia la Ouverture y en la improvisación anterior al cierre. Una fuerte acentuación al inicio de cada frase en la Bourrée inercia su picante desarrollo. Las crujientes disonancias, el equilibrio y la entonación impuros y erráticos forman parte del encanto de la mêlée en que se transforma la Paix. Grabación de atmósfera muy reverberante que recrea la rimbombante celebración.







Federico Guglielmo propone una relajada versión de concierto con una combinación homogénea de cuerdas y vientos: tan sólo 27 instrumentistas componen el Ensemble L’Arte dell’Arco que se descifran con facilidad en la cercana y límpida toma sonora (CPO, 2004). Dinámicas variables sobre notas prolongadas, ritmos moderadamente contrastados y ágil articulación. Lírica espontaneidad del continuo a cargo de tiorba y clave.







El pasado de Kevin Mallon como discípulo de Gardiner se desvela en los tempi vivaces pero quizá no especialmente excitantes, en el sonido pulimentado, con suaves ataques en todas las secciones instrumentales, diáfano en sus mimbres. El grupo canadiense Aradia Ensemble, conformado por 34 músicos, interpola un tambor militar en las partes triunfales (de devastadora intervención en la Ouverture). La Bourrée incluye múltiples repeticiones en orden inédito: cuerdas, maderas y su mezcla. Es la primera grabación en apreciar la minúscula indicación del manuscrito original añadiendo una flauta travesera de etéreo efecto en la Paix. El Menuet brinda una interesante progresión dinámica. Al modo haydniano, Mallon aplica el hábito de emparejar las notas independientemente del fraseo estipulado. Soberbio en definición el registro, natural y equilibrado (Naxos, 2005).







El conjunto italiano Zefiro Baroque Orchestra sopla las telarañas de sus instrumentos, transmite la algarabía inherente al evento y otorga preeminencia a los vientos sobre los empastadas cuerdas, en una lectura sutil, fluida y gustosa, con una original profundidad emocional, mediterráneamente fraseada, alejada de ritmos remachados a golpe de percusión, tempi rápidos y poco pomposos, con libertad en la acentuación, especialmente al final de las frases, donde los ritmos pointeé se desvanecen en dinámicas piano. Alfredo Bernardini interpreta libremente articulación, dinámica y texturas sin atisbo de rutina o fórmulas tradicionales. Buscando el contraste entre las danzas que forman la obra, la Ouverture (presentada por un tenso redoble) presenta el equilibrio idóneo entre esplendor y elegancia (jubilosos los enfrentamientos en el allegro), la Réjouissance destila magnificencia en los metales y sensibilidad en la percusión, y el Menuet en re descolla gracioso y con cierta dosis de coquetería. El bajo continuo aderezado con arpegios al clave resalta en la íntima escala (29 músicos en total). La grabación, registrada al aire libre en un claustro siciliano, suena exuberante e inmediata (DHM, 2006).

lunes, 29 de abril de 2013

Rachmaninov: Concierto para piano nº 2

El Concierto Nº 2 para piano y orquesta op. 18 de Sergei Rachmaninov nació orgullosamente tardío (1901), posromántico y decadente, monumento sin par a la suntuosidad de la nostalgia, basado en el fatalismo y el pesimismo inherentes al autor, e impregnado de apasionado color ruso. Perfectamente equilibrado en forma y fondo, aúna solidez arquitectónica y riqueza melódica ligada a su flexibilidad: todas las modulaciones son suaves y graduales, sin repentinos cambios a distantes tonalidades. Rachmaninov pensaba que la misión de la música era dar expresión tonal a los sentimientos, y así, languidez, olvido y belleza solemne se dan cita en la rica y cálida orquestación, predominando cuerdas y maderas, y permitiendo a los metales brillar solo en los clímax.
Su estructura es una personalísima mezcla de la clásica concepción en tres movimientos y el poema sinfónico romántico de desarrollo continuo:

I Moderato: Aunque la obra proviene de un periodo de dudas personales, los acordes de apertura anclados al fa grave, que se expanden cromática y dinámicamente desde un pp a un poderoso ff, nos lanzan a un trágico paisaje de lacrimosos arpegios que acompañan al magullado tema en las cuerdas y clarinetes. Una anhelante sección de transición nos transporta al modo mayor con una llamarada de las trompas. Habiendo sido sumergido en las densas texturas orquestales, el piano regresa a la superficie, introduciendo un antagónico y rapsódico segundo tema. Florecientes melodías son acompañadas por borneantes arpegios en la tesitura grave, dando una sensación de libertad emocional. Las densas armonías cromáticas intensifican este humor antes de que varios solos en las maderas y las trompas dialoguen amorosamente con el piano. Sigue un dinámico desarrollo en cinco secciones aparentemente ileso del torbellino emocional anterior, conduciendo a la recapitulación de los temas y a una belicosa coda que cierra el movimiento.

II Adagio sostenuto: Escrito en forma de lied ABA, es un etéreo nocturno de elegancia sinuosa que parte de cuatro compases introductorios que modulan suavemente desde el do menor que cierra el moderato a la lejana clave de mi mayor. Una serie de arpegios al piano envuelven el canto que hace la flauta del quejumbroso y soñador tema antes de cederlo al clarinete, rodeado por un halo de cuerdas, y posteriormente al piano y otros solistas dialogantes. Cambios armónicos profundizan en una serie de violentas variaciones que ondulan libremente entre la orquesta y el piano, previas a una cadenza virtuosística que retorna hasta la serenidad inicial, esta vez en los violines.

III Allegro scherzando: Formalmente un rondó, comienza con una imprudente giga que nos devuelve a la tonalidad de do menor del inicio. La exposición del sencillo primer tema (alternando semitonos y una célula rítmica de una negra y dos corcheas) cede paso a una martilleante rapsodia de transición, con brillantes pasajes del solista y marciales metales y percusión. El rápido tempo amaina en el segundo tema: meditativo, melancólico, de aire oriental en sus acordes, desplegado por violas y oboe. El piano responde con dolorosas suspensiones armónicas y secuencias melódicas que se imponen. La arrebatada orquesta y las pirotecnias del piano conducen al restablecimiento escalonado de los temas, rampantes en su amorosa gloria, antes de que la coda procure un cierre centelleante.


 





De supremo interés histórico–musical es la grabación que realizó el propio compositor en 1929. Extraordinario técnicamente, mezclando sobre la marcha gracia y gravedad, Rachmaninov procura una alternativa clara y enérgica a algunas lúgubres, letárgicas o sentimentales lecturas modernas. La modesta reticencia a exaltar el virtuosismo, la elegancia de su fraseo patricio, aristocráticamente ayuno de lirismo, conviven con un inexorable y demoníaco impulso rítmico e intensos rasgos personales tales como el tañer de los fa graves (que plasma, no con las blancas prescritas, sino con negras con puntillo seguidas de corcheas) que enlazan los acordes iniciales cual péndulo gigante; o el sentido uso del rubato en el segundo tema del moderato, haciéndolo respirar con encanto y misterio (ue. 4, cc. 9 y ss. –Rachmaninov articuló la partitura en unidades de ensayo–); o la ausencia de las sobre enfatizadas corcheas sincopadas que tan a menudo se escuchan; o el trino sobre doble nota en el clímax del adagio reducido a la mínima brevedad (ue. 25, c. 2); o la increíble aceleración previa al fugato (ue. 33, cc. 7 y ss.) en la mitad del trepidante finale. Leopold Stokowski procura a los mandos de la Philadelphia Orchestra un opulento y colorido acompañamiento que parece ruborizarse de su propia riqueza, y propone una interpretación emocionalmente austera, coordinada y coherente (a pesar de las fuertes diferencias interpretativas que surgieron en los ensayos entre director y autor), con una inercia compulsiva forjada en los rápidos tempi (hay quien sugiere que, más que siguiendo las pautas metronómicas de la partitura, apresurándose para empotrar el concierto en sólo cuatro pizarras a 78 rpm). Stokowski remacha el acompañamiento orquestal, desfavorecido en la grabación, algo inclinado a la imprecisión y al desmayado portamento. La planitud orquestal y los ruidos de fondo acentúan el sentido de nostalgia gentil y la remembranza del tiempo pasado inherente a la música. De las ediciones consultadas (Pristine, Naxos, RCA, Vista Vera y Dutton), la primera es incuestionablemente la más clara y equilibrada, dentro de los parámetros de sonido histórico. Y es que como observaba el propio Rachmaninov en 1931: “recent astonishing improvements in the gramophones themselves that has given us piano reproduction of a fidelity, a variety and depth of tone that could hardly be bettered”. Amén.








Menos severo y más apasionado fue su amigo y compatriota en el exilio Benno Moiseiwitsch: imaginativo y supremo colorista, pone el énfasis en la belleza tímbrica de su legato aterciopelado, con el equilibrio entre manos cuidadosamente organizado, antes leggiero que di forza, escuchando y emulando el fraseo grave y profundo de la orquesta con la flexibilidad de su articulación y su cualidad narrativa. Ya en los dramáticos acordes iniciales evoca timbres diferenciados (arpegiando quizá debido al pequeño tamaño de sus manos; las gigantescas de Rachmaninov le permitían tocar cómodamente decimoterceras). Los veloces tresillos de octavas staccato en la mano derecha en la sección tercera del desarrollo (ue. 8, cc. 25 y ss.) poseen todo el lujo demodé del Orient Express, tal como el breve embellecimiento en la conclusión de la coda. El perlado sonido y la sensibilidad al cambio armónico de Moiseiwitsch se adaptan a la sutileza del adagio, a tempo ligero y deliberadamente bajo en azúcar, con las figuras arpegiadas cálidas y dúctiles. Con táctica seductora, el solista abre suavemente el finale, aunque las discrepancias de ritmo con la orquesta en el fugato rechinan, aunque “repitieron la toma seis veces, con todo el mundo fumando, con los bajistas dedicados a sus pipas y complacidos con sus sombreros hongos” como rememora un testigo de la grabación (Naxos, 1937). Walter Goehr dirige la London Philharmonic Orchestra que exhibe una evidente falta de refinamiento e incluso de afinación, con los jugosos bajos recogidos de manera admirable. Si incluso Rachmaninov pensaba que Moiseiwitsch tocaba este concierto mejor que él mismo, ¿quiénes somos nosotros para discutirlo?









En su aromática espontaneidad, el tocar candente de Walter Gieseking arriesga (y genera) algunas notas falsas, emborronamientos y añadidos como la breve cadenza que conduce al clímax en el finale extendida a un glissando en la tesitura aguda del teclado (ue. 39, c. 37). Pero si este documento impacta de manera visceral se debe al magnético acompañamiento logrado por Willem Mengelberg (y su laboreada Concertgebouworkest), adecuando dinámicas, fraseos y tempi a su épica liberalidad. Aplica sombreados colores en los momentos más tranquilos, como el segundo tema del primer movimiento (u.e. 4, c. 9), es volcánico en las secciones 4 y 5 del desarrollo (u.e. 9, cc. 1 y 9), y hace brillar la pátina del metal en la recapitulación del segundo tema (u.e. 13, c. 1). Delicado el acompañamiento en el adagio y vibrante en el finale, sabiamente frenado en las líricas entradas del segundo tema. La árida grabación procede de un concierto en vivo (Andante, 1940), con los característicos golpes de batuta del director entre movimientos para evitar que el público se disperse, con apreciable ruido de superficie, escasa dinámica, y un piano que proyecta su sombra sobre la orquesta oculta tras la neblina del páramo holandés.







Cyril Smith ofrece otra interpretación de alto voltaje, impredecible en su discurrir: tras un veloz moderato (aunque cálidamente cantabile en las secciones quietas), el manejo de la agógica resulta espléndido al comienzo del adagio, para acelerar brutalmente llegando al exabrupto del scherzando; después se abre paso una cariñosa y cantarina consolación, no un simple da capo, en la recapitulación. En el último movimiento articula la tensión por medio del vigoroso ataque y las rápidas secciones puente. Susurros y gentilezas en el aterrazado fraseo llenan los momentos líricos del segundo tema (ue. 31, cc. 1 y ss). Conmovedor el impulsivo abrazo final entre piano y orquesta, la Liverpool Philharmonic conducida por Malcolm Sargent, que acompaña suavemente, amplia y redonda (a pesar de los estridentes metales en la recapitulación del finale). Milagrosa restauración sonora (que sólo traicionan pequeñas saturaciones en los clímax) con claridad y profundidad espacial, y magníficos pormenores tales como los pizzicati y los pasajes de cuerdas graves en el comienzo del finale (Guild, 1947).










El icónico Sviatoslav Richter destella con esplendor bizantino en su avasalladora expresividad y en su convincente imposición de los tempi, desbordantes de imaginación: hipnótico en su mantenimiento de algunas secciones (mucho más lentas que las del propio compositor –el soberano control en los compases de apertura, con los fa grave tañidos con asombroso poderío; la fantasía agresiva e intrincada del desarrollo; el sostenido y gentil legato en el adagio; las dos transiciones meno mosso en el finale son extraordinariamente calmadas–), siendo en otras (el tremendo scherzando al comienzo y el fugato del brillante finale) muy rápido, aunque preservando siempre las líneas maestras. La escultural articulación permite la audición de –la delicada decoración de– cada nota, la idiosincrática panoplia de colores, la personal interpretación de las marcas de dinámica. Un pianismo que enfatiza la verticalidad de la música y su sólida estructura armónica (y de ese modo también el crecimiento amesetado de los motivos). Su arquitectura global integra los románticos temas en el tapiz del concierto, proponiendo una visión mística e intensa de la obra, cual canto llano de la Iglesia Ortodoxa: por ejemplo, en el movimiento final, en el citado pasaje puente entre el lírico tema segundo y la recapitulación de la marcha (u.e. 32, c. 1), o en la devota afirmación de fe que supone la progresión escalonada del tema principal del adagio. La rusticidad de la Warsaw Philharmonic Orchestra clama en el finale, donde Stanislaw Wislocki no consigue que la marea orquestal siga la exuberancia del piano. Suculenta toma sonora con apropiado equilibrio solista–orquesta (DG, 1959). I-rre-sis-ti-ble.








Los dos documentos siguientes, flamantes en sus nuevas ediciones, son los rivales clásicos de la edad dorada de la discografía norteamericana, más convencionalmente románticos que Richter, pero sin su fortaleza mitológica. Discípulo de Horowitz durante diez años, Byron Janis recoge su mezcla de poesía colorística y virtuosismo arrollador: inesperados acordes expansivos, flexibilidad rítmica, expresivas dudas y retenciones que hacen sonar la música con frescura, claridad de digitación, alerta a las marcaciones dinámicas (quizá subrayando en demasía los crescendi y diminuendi). Antal Dorati plantea una visión levemente distanciada, intelectual, seca y ligera en la Minneapolis Symphony Orchestra, cuyos rápidos tempi cercan al solista de manera maníaca y amparan la precisión compenetrada en el tête–à–tête en el finale. La grabación original (1960) se realizó con la técnica patentada de Mercury “The living presence”, consistente en tres únicos micrófonos, por lo que la publicación en SACD restaura el canal central (difuminado en la versión CD) y ofrece una imagen orquestal holográfica, coherentemente amplia y espaciosa, con vientos aireados, cuerdas sedosas y platillos que no distorsionan. La tímbrica esmaltada y el equilibrio entre piano y orquesta gambetean naturales.








La victoria de Van Cliburn en el Concurso Tchaikovsky celebrado en Moscú en pleno apogeo de la guerra fría (1958, con Shostakovich, Richter y Gilels en el jurado) gestó sensación internacional. El héroe tejano, de extraordinaria nitidez en la pulsación, es mucho más reflexivo y reservado que su rival de la Mercury. Mas la lectura es sobre todo recomendable por el magisterio de la batuta. No osaremos tildar a Fritz Reiner de sensiblero, pero en esta grabación con la aterciopelada Chicago Symphony Orchestra se muestra mucho más asociativo que en la versión con Rubinstein, y sus característicos precisión y vigor rítmicos fluyen con brillantez, rigor y equilibrio orquestal. Sorprendentemente, en el adagio Reiner permite a cuerdas y clarinetes tocar fuera de tempo, si bien el retórico fraseo del solista ayuda a este cierto abandono romántico: Cliburn acusa cierta languidez en los episodios más reposados de los movimientos externos (melancólico crescendo que conduce al desarrollo, u.e 6, cc. 27-28 del moderato), pero desenvuelve plácidamente las melodías de una manera vocal, enfatizando las líneas internas (como en el comienzo del finale). La imagen “The living stereo” (RCA, 1962) tiende continuamente a enfocar el instrumento que porta la melodía en cada momento, pero ofrece buena profundidad de planos orquestales (con alguna distorsión en las cuerdas a la derecha) con un sólido piano (algo metálico el agudo y débil en el registro grave) colocado al centro y cuya cercanía hace inaudibles fragmentos del acompañamiento (incluso marcados mf).







Earl Wild es poseedor de una técnica que pugna despreocupadamente con la del compositor (y así despliega tintineantes los fa grave del comienzo como el propio Rachmaninov), aunque acusa cierta falta de sinceridad en los temas líricos y descuido por las dinámicas piano. En el primer movimiento su ligereza de pulsación (los tempi, a pesar de su rapidez, nunca parecen excesivos) no logra dar suficiente peso dramático a los acordes en la sección recapituladora anterior a la virtuosa conclusión, de habilísima articulación. Sin embargo, en el adagio fluye expresivo sin sucumbir a la tentación de dilatarse empalagosamente en la melodía (aunque la excesiva relajación del clarinete se acerca peligrosamente). En el finale el ímpetu rítmico resplandece sin perder la claridad de digitación, ofreciendo el apropiado poderío a la repetición del tema de apertura (u.e. 32, cc. 21 y ss.), y un fugato chispeante. Las cálidas cuerdas de la Royal Philharmonic Orchestra (cuatro años después la muerte de su guía espiritual Thomas Beecham era todavía un fabuloso instrumento) suponen un pilar del registro, con la enfermiza atención al detalle del incisivo Jascha Horenstein (fraseo de la melodía en el cello en la u.e. 2, o los compases modulantes al inicio del adagio), un director habitualmente asociado al mundo sinfónico tardo-germano, y que sin embargo interpretó en varias ocasiones el concierto con Rachmaninov como solista, y que aquí se contiene emocionalmente, sin complicidad a pesar del grandioso legato, prosaico incluso en los castos rubati. La extraordinaria edición de Chandos mejora el ya espléndido sonido de origen (1965), cálido y dinámico, equilibrándolo con la idónea presencia en graves.







La siguiente propuesta descansa sobre la docilidad de Andre Previn ante las serenas demandas de un Vladimir Ashkenazy, que se decanta por la delicadeza antes que por la autoridad, suavizando y ralentizando una lectura templada por el lirismo y la meditación: la gentileza de las marcaciones dinámicas se sigue de manera inusual, la iluminación de gestos se hace casi impertinente en su precisión (por ejemplo, en el un poco piú mosso que señala la primera transición, ue. 3, c. 9), aunque rubato y vuelo de la línea melódica siempre suenen naturales. En la sugerente apertura los acordes arpegiados contrastan con el fa grave repetido como siniestros aldabonazos en el sombrío tempo elegido, pero el posterior abuso del pedal (u.e. 2, cc. 9 y ss.) emborrona la línea. Destacar la espontaneidad obtenida en el primer movimiento, con abundante manejo de la agógica, la manera mágica en que persiste en los compases anteriores a la segunda transición, así como las satinadas tonalidades de la segunda sección del desarrollo (u.e. 8, cc. 1 y ss.). El adagio no desvela la interioridad del intérprete, pero nos da otro ejemplo del manejo del tempo: la aceleración en la sección primera del desarrollo (u.e. 19, cc. 9-16) enfatiza el carácter onírico del pasaje. En la breve cadenza suenan magistrales los arpegios desvaneciéndose hacia los trinos, así como los dramáticos acordes en la mano derecha en la coda y el extremo cuidado en la articulación de los arpegios conclusivos. Simplicidad en el segundo tema del finale, llevado muy tranquilo y soñador. Los clímax son más efectivos por la manera en que el pianista pausa la ejecución, aunque desde la recapitulación del tema de cierre y en toda la coda acaso falte algo de impulso nervioso. La London Symphony Orchestra (igualmente idiomática, pero mucho más refinada que la Moscow Philharmonic de la anterior versión de Ashkenazy) anega la grabación en los pasajes forte, aunque goza de excelente claridad en sus texturas (staccati en maderas en el finale, por ejemplo). La estupenda tímbrica del piano redondea el registro (Decca, 1971).







Una imaginativa alternativa es ofrecida por Tomás Vásáry, acaramelado en su fantasía, pero sin amaneramientos excesivos en su articulación cristalina. La London Symphony Orchestra entrega otro vibrante y colorido acompañamiento, con el inspirado y extremadamente expresivo Yuri Ahronovitch al pódium, delirante y lánguido, estirando poéticamente tempi y frases (por ejemplo, el ritardando en la recapitulación del primer tema en el moderato, u.e. 10, cc. 21-24) de manera que las posteriores entradas del piano parezcan relativa y bellamente simples. Reposado adagio donde la pulsación mozartiana se envuelve en opulento celofán orquestal, con los vientos sentimentales. Notables amplitud y profundidad, correcto equilibrio orquestal, y algo quebradizo el timbre del piano (DG, 1975).







Mikhail Rudy contrasta la exuberancia emocional de la música con la tranquila parquedad de su interpretación, donde se insinúa sutilmente más que se muestra de forma abierta. Elegante y refinado, sensible y suntuoso, con una inacabable gama de gradaciones y tonalidades tímbricas que tiene su mejor exponente en la inusual apertura: en lugar del habitual crescendo sonoro, el pianista modula cuidadosamente las voces internas (como si se tañesen varias campanas) a través de la progresión de acordes, creando tensión armónica a la vez que vaporosamente varía la paleta cromática. La legendaria St. Petersburg Philharmonic Orchestra se erige como la coprotagonista, restringidamente austera en el concepto y la sonoridad que propone Mariss Jansons, donde las transiciones son enlazadas orgánicamente. Grabación de gran presencia y brillantez analítica, con todas las líneas orquestales diáfanamente audibles (EMI, 1990).







Krystian Zimerman hace de cada disco un acontecimiento ante su necesidad de largos periodos de estudio (este concierto ya estaba incluido en su contrato desde 1976) y un escrupuloso análisis previo de la partitura, donde cada frase ha alcanzado su propósito y su significado, y cada trazo ha sido considerado e integrado en el concepto. En el libreto habla de su examen del manuscrito del concierto en el que, al parecer, ha encontrado marcas de lápiz con exhortaciones expresivas: así, la imponente lentitud en la apertura contrasta con el rápido detallismo en la presentación del primer tema, ligero y schubertiano en su pulsación. El muy lento adagio se despereza con intimidad melancólica y control dinámico, arriesgando la parálisis y la falta de cohesión en su manera intervencionista e introspectiva de frasear en las secciones lentas. Aparente abandono en el finale (cuyo vivaz tempo enmascara algunos perfiles) con respirados cambios de fraseo, articulación y textura para diferenciar los temas. Desafortunadamente el solista impone su presencia (cálida y transparente) en la grabación a expensas de la orquesta (una Boston Symphony orientada con sensibilidad por Seiji Ozawa), distante y borrosa, contraviniendo el sentido del concierto (DG, 2000).







Stephen Hough aduce una vigorizante lectura que rescata los aspectos superficiales del registro del compositor (tempi fluidos y ardientes, improvisados rubati por doquier, laxas dudas y efectistas pausas, etc.), no sólo en el lenguaje pianístico, sino en el estilo historicista de la interpretación orquestal (gentiles deslizamientos en la sección de cuerdas, aire imprevisto en solistas de viento, etc). La ligereza de tempi (y las otras marcas de expresión y dinámica) que prescribe la ejecución estricta de la partitura lima el dramatismo poético (alguien dirá que imposibilitan la necesaria respiración entre frases), pero resalta la estructura de la obra. Ya los impávidos acordes iniciales (al campanilleante uso de Rachmaninov) y el tema de apertura siguen religiosamente el tempo del resto del movimiento en vez de recrearse líricamente en la variación rítmica (y posiblemente fragmentar así el discurso). Dicha audaz flexibilidad (persistencia en el comienzo de las frases, suspenses armónicos, textura pianística, líneas internas) es coherente con el entramado general, pero puede ser percibida como errática, sin tensión ni profundidad. Resaltar el timbre marcial de los metales en la transición previa a la recapitulación (u.e. 10, cc. 1-8). Deslumbrantes efectos coloristas y burbujeante entrelazado de motivos en el adagio. Las mórbidas cuerdas de la Dallas Symphony Orchestra regidas por Andrew Litton escoltan con esmero al solista y acentúan la orientación sinfónica de la obra, como en el fraseo del tema oriental en el movimiento conclusivo. Suave grabación procedente de conciertos en vivo con perspectiva un poco distante, amplia dinámica y tamaño realístico del sonido del piano (Hyperion, 2004).







No existe ninguna duda hacia la meticulosidad y las inatacables facultades técnicas del poster boy (el libreto no tiene desperdicio) Lang Lang: Anunciando su fórmula protagonista desde los lentísimos e irregulares acordes iniciales, el fraseo deriva fluctuante, haciendo caso omiso a su papel de mero acompañamiento en muchas fases del concierto, y a menudo el discurso suena episódico y distendido en sus serpenteantes meandros, sin una visión estructurada o con sentido de continuidad. El intervalo dinámico es amplísimo, pero exagerado en su nomadismo: En el adagio a ratos la delicadez roza lo somnoliento, y, por otro lado, al sobrepasar cierta velocidad a la que el martillo golpea la cuerda no se consigue una mayor sonoridad sino un degradamiento del timbre. El acompañamiento que Valery Gergiev logra de la Orchestra of the Mariinsky Theatre posee una minuciosidad asombrosa, destacando en el adagio el respirado fraseo en los compases de apertura o la dulzura de las cuerdas en la recuperación del tema principal; por su parte, el fugato se acomete con la necesaria y absoluta seguridad rítmica por todas las partes. Grabación hostil al sentido concertante de la obra, escorada en favor del piano (el ripieno queda huérfano y suena desvalido en la recapitulación del moderato), con una toma sonora tan cercana que permite escuchar las quejas del instrumento (uñas en canal izquierdo en las codas de los movimientos extremos) ante las acometidas torturadoras de este moderno, sobreactuado y entretenido Fu Manchú (DG, en busca del ingente mercado asiático, 2004).