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lunes, 8 de julio de 2024

Schumann: Dichterliebe (remastered)

Libremente inspirado en Lyrisches Intermezzo de Heinrich Heine (Schumann adaptó los poemas a las necesidades de la música, reordenando y alterando algunos textos), Dichterliebe (Los amores del poeta) se puede considerar tanto como un ciclo de canciones como un álbum, una galería de cuadros cada uno de ellos un microcosmos autónomo que ocupa pocos minutos en consumarse en tensión, conflicto o resolución, idea esta cara al Romanticismo temprano.

Los lieder de Schumann ocupan un lugar transicional entre lo vocal y lo pianístico, una suerte de extensión de su temprana creación para teclado. El piano provee mayoritariamente la melodía, con extensos postludios que glosan los poemas y “dan voz a pensamientos y sentimientos que las palabras sólo decoran” (Schumann dixit): A la presencia del amor como declaración y queja, como resignación a favor del ser amado, se une un peculiar sarcasmo en forma de reproche. Repentinas disonancias y tensión armónica subliman una pasión que es subrayada en el texto. El contraste dinámico entre características opuestas acentúa la ironía y prende una incierta atmósfera de deseo.


168 lossless recordings of Schumann Dichterliebe (Magnet link)

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1. Im wunderschönen Monat Mai [En el maravilloso mes de mayo]: La estructura de este lied se encuentra radicalmente fuera de la ortodoxia. La ausencia de definición tonal pespuntea un suspense continuo que deja la armonía irresoluta. El poder del pasaje inicial (construido con arpegios de carácter casi improvisado) radica en el hecho que implica la tónica, pero jamás la alcanza (relación con objeto de deseo -Clara- y su ausencia). Este anhelo, que desestabiliza la tonalidad y fragmenta la canción, puede ser escuchado en la imprecisa superposición de la melodía (compases 5 al 12) en las líneas vocal e instrumental; también reemerge al final de cada estrofa. El trazo vocal es sencillo, ascendiendo y descendiendo por grados cercanos, en una ondulación cromática que favorece el buen despliegue de las palabras. Al piano la melodía explicita la tensión en los grandes intervalos.

Comenzamos con un registro de los denominados históricos, plano, con un suave soplido de fondo y abundantes saturaciones. Charles Panzera posee una asombrosa belleza de timbre baritonal, tenue y cálida, una personalísima articulación que suena espontánea, evitando la hipérbole, y un inmenso abanico de colores con los que retratar, convincente en su intimidad y comprensión, el corazón de cada canción (apertura de la nº 8). A veces se producen desajustes entre voz y piano debido al abundante e imaginativo empleo del rubato de Alfred Cortot; quizá al oyente actual le resulte contrario al pulso natural de la música. Flexibilidad mágica del fraseo, la fantasía convertida en clásico (Warner, 1935).






2. Aus meinen Tränen sprießen [De mis lágrimas brotan]: Su concisión y aparente simplicidad encubren la complejidad de su armazón, con una insólita progresión armónica. Las flores brotan de las lágrimas, los suspiros se convierten en un coro de ruiseñores, y el Poeta habla directamente a la amada. Su presentación deja al oyente en una incertidumbre que queda sin dirimir y en torno a la cual gira todo el poema y su escenario. Las incompletas cadencias vocales, culminadas en el piano cada par de versos, realzan la indeterminación y la congoja. El final es conmovedor, la voz hace la pregunta, el piano susurra la respuesta.

En el poeta de Fritz Wunderlich (DG, 1965) sobresale la atractiva frescura de su voz juvenil, con aquel candor propio que fue siempre marca de la casa. Expresividad sin esfuerzo, respiración fácil, suavidad del legato, incandescencia del timbre y sentimiento interior, canta la mayoría de las piezas en su clave original. A destacar el ligero y apasionado vibrato de la canción nº 1, donde, sin embargo, escatima la intolerable nostalgia; en la nº 3 observa muy levemente el ritardando a mitad de canción, y en la nº 6 es monótonamente ligero. Muy bien en la anhelante nº 5 y en la llameante nº 7 (cumbre insuperada en el la agudo), en la interiorización de la nº 10, en la jovialidad de la nº 11, o en el denuedo de la nº 12. El piano de Hubert Giesen se amustia literal y poco imaginativo, perezoso en agógicas, dejando pasar los refinamientos de los aéreos pentagramas, como en el trivial postludio final.






3. Die Rose, die Lilie, die Taube, die Sonne [La rosa, el lirio, la paloma, el sol]: De extrema brevedad es el exuberante idilio correspondido. Dos estrofas, dos modos, dos ritmos, dos sentimientos que se oponen y se complementan, que se buscan y que se encuentran. Schumann combina la euforia con un contorno vocal silábico, pegadizo y alegre que es en cierto modo bastante difícil de cantar, requiriendo una dicción exigente de la rauda iteración de palabras y un ágil control de la respiración, que debe tomarse fugazmente entre semicorcheas. Los dos últimos acordes staccato confirman la firmeza del postludio, que demanda que el pianista mantenga un ritmo constante con la mano izquierda para enaltecer los acordes a destiempo.

Dietrich Fischer-Dieskau ha sido ampliamente reconocido como el más dotado intérprete de lieder de su (y probablemente de cualquier) época. Su curiosidad, inteligencia, su vasta paleta de colores empujaron el lied a nuevos niveles de comprensión e intensidad. Acaso en 1965 (Deutsche Grammophon) esté en su plenitud vocal, íntimo, esponjoso, inmediato y ardiente. Soberbio en la caricia de su timbre baritonal, la transparencia de la pronunciación, la amplitud dinámica. Bellamente calculados ritardandi en las canciones nº 3 (que podía entonar en una sola exhalación tabaquista) y 6 (donde deja el corazón helado). Como contrapartida(s) el intermitente sobreénfasis verbal, la acentuación de las palabras estratégicas, la generalizada caracterización de los modos mayor y menor para la esperanza y desesperanza. La contribución de Jörg Demus fluye suelta y llana, con un punto de rubato poético como en las nº 1 (atención al pedal) y 10. En 1975 (DG) el timbre es más tenoril e inevitablemente menos rico y vigoroso que en anteriores registros. También es más comedido en la dinámica. La orfebrería roza un inestable manierismo que puede ser irritante: matiza, teatraliza, exalta, sobreactúa; su energía a veces amenaza destruir el friable encantamiento shumanniano (el posterior registro con Brendel ya es peligrosamente cercano a la autocaricatura). Excelente el piano de Christoph Eschenbach, claro y evocativo, complementando más que acompañando, al mismo nivel ideal de realización artística.






4. Wenn ich in deine Augen seh [Cuando veo tus ojos]: La descripción que hace Heine de los distintos niveles de intimidad (desde una simple mirada, pasando por un beso, hasta recostarse sobre el pecho de la amada -Schumann coloca hábilmente cada uno de los sustantivos en el tiempo muerto cadencial al final de la frase-) avanza lineal hacia un punto culminante en el singular compás nº 13 donde la llamativa séptima disminuida aparece al nombrar la persona amada, y la palabra "sprichst" (dices) ralentiza el ritmo silábico mientras el piano asaetea con un arpegio descendente. Además de la resolución armónica, Schumann marca ritardando sobre “liebe” (amor), contribuyendo al realce retórico del c. 14, cuando el dolor torna en ternura. El postludio llora un desvanecimiento gradual basado en cambios de registro descendentes.

Peter Schreier (Berlin Classics, 1972) es un tenor lírico, con el extremo brillante, que oscurece el color por abajo (como en la nº 7, si bien pugna al límite de su extensión) y hace un vivaz uso de la dinámica para ampliar su expresión, alcanzando el drama en ocasiones. La pronunciación es serena y precisa, el particular tono lacio y susurrante fluyendo por el legato inextinguible y comunicativo. Si en la nº 2 solfea al tempo más lento posible (muy apropiado), en la nº 6 esta laxitud es pesante. El piano vaporoso de Norman Shetler mana cantabile en las nº 8 y 12. El más brioso y variado Christoph Eschenbach impulsa en 1988 (Teldec) una voz que nunca fue la más potente, bonita o sensual (las características vocales teutónicas e), pero que todavía mantiene el control de la respiración, la gracilidad de respuesta, la astucia (el temprano reconocimiento de la pérdida en “ich liebe dich” son ya palabras vacías en la nº 4), o el convincente martirio de la nº 13.






5. Ich will meine Seele tauchen [Debo sumergir mi alma]: Si las cuatro primeras canciones mantienen un tono de felicidad (filtrada por la memoria), en las cuatro segundas se instala la desesperación. A partir de la indicación expresiva leise (tranquilo, con un matiz privado) el ritmo de vals envuelve las dos estrofas. Este lied podría considerarse un trío con un perfil vocal (excepcionalmente dulce, casi siempre en pasos de un semitono) y una composición independiente en el piano con su propia silueta melódica y su significativa organización armónica, confirmada por un extendido postludio (primero de muchos como piezas casi independientes) cuyas cromáticas rupturas comentan el frágil estado emocional del protagonista.

Jose Van Dam dicta un poeta vociferante y aristocrático, decepcionado por la vida (ya no joven, acaso nunca lo fue), comandando su timbre rasposo de troll de las cavernas, arrastrando la pronunciación de las erres. Glorioso cuando se pide poderío o notas graves. Son canciones lentas, sombrías, con la muerte acechando, en las que en ocasiones irrumpe un destello de luz y color: la preciosa (y amanerada) conclusión del lied inicial, suavizando el ímpetu sobre la palabra “verlangen” (deseos), en lugar de confesar sobre el crescendo; en la nº 6 canta la primera estrofa con notas recias y oscuras para luego aportar luminosidad a las siguientes, apoyado en un flexible pianismo; en la nº 7 modifica constantemente el volumen épico de su voz para terminar con un suntuoso “nicht” que deja desvanecerse poco a poco; y en la nº 10 llora sobre “tränen” gracias a una mezza-voce trémula y sensible. Las trasposiciones necesarias para la tesitura de bajo-barítono conllevan también la severidad al piano de Dalton Baldwin, metálico y clangoroso (Forlane, 1988).






6. Im Rhein, im heiligen Strome [En el sagrado Rin]: El canto parte de un novedoso rango grave, y tiene pocas suspensiones y apoyaturas, doblando meramente las figuraciones del piano. Peculiar y definida progresión armónica, remembrada por un majestuoso coral de octavas de falsa solemnidad, con un implacable ritmo que parodia la obertura francesa. Palabras serias y umbrías encajan con la arquitectura gótica de la canción: la sorpresa en el último verso, estrepitosa y blasfema, nos obliga a repensar el poema desde el principio, ya que Heine rebaja la imagenería religiosa al compararla con la amada (la nostalgia da lugar a la idealización). El piano recurre a un tropo estilístico reconocible en el largo postludio que tilda la maulería de farsa irónica.

La colaboración entre el tenor Christoph Prégardien y el pianista Andreas Staier representa un primer ejemplo (DHM, 1993) de enfoque historicista conjunto, cimentado en sondear y flexibilizar cada fluctuación del texto. Tímbrica argéntea, sin gran volumen, pero sólida en todo el rango (mezclando resonancia de cabeza, falsete y voz de pecho), con una tesitura grave que le acerca a lo baritonal. El fraseo se entrega callado e inquietante, como un reservorio de resiliencia: quejumbroso en la nº 8, donde las relucientes semicorcheas son el mágico sonido de la naturaleza, conmueve en la figura dolidamente incisa en la nº 12 y en la irrealidad del vacío adormecido en la nº 13. Prégardien demuestra una escrupulosa atención a las dinámicas y marcas, un encuadre comedido de los retardos y rubati, y un parvo vibrato que le permite jugar con las consonancias y disonancias del piano. Staier es sobrio y discreto en su amaderado instrumento vienés (c. 1825), texturiza diferenciadamente las canciones (la diamantina estratificación en la nº 4), y emplea vívidos ejemplos de efectos de pedal decimonónicos (final de la nº 15). En un instrumento moderno las instrucciones parecen contradictorias, pero en el fortepiano tienen todo el sentido: notas individuales cortas y reticentes dentro de una bruma general de sonido (el flujo pujante de semicorcheas en la nº 9). Austero en la asincronía de las manos y en la rotura de los acordes.






7. Ich grolle nicht [No guardo rencor]: Su fuerza dramática descansa en la evolución armónica, mesurada pero continua, con una sucesión solapada de acordes de séptima (cc. 5-9 y 23-29). Schumann emplea la palabra "herz" (corazón) como una especie de estribillo poético (aparece cinco veces en un proceso acumulativo tonal y dinámico, separadas por distancias progresivamente menores), preparando el punto culminante en el c. 27 y la posterior resolución, un punto de inflexión decisivo ya que la ruptura entre el protagonista y su amada se completa aquí, con la tesitura más alta en todo el ciclo. La estampa vocal repite los acentos pesados creando una tensión lúgubre que se perenniza por la incesante trepidación del piano.

El fornido barítono Thomas Quasthoff (RCA, 1992) ofrenda una amplísima extensión, con facilidad para unos graves caliginosos y de tonalidad cavernosa (nº 6), aunque su metal flojea en las alturas (nº 5). Su dicción es nítida (poco ágil en la nº 3) y expresiva (a veces sobreextiende las vocales empañando la afinación), el legato terso y firme (nº 1), impecable la atención al texto. El timbre se afelpa meloso, contundente y sincero, pero peca de escaso volumen trágico y limitada distinción del carácter específico de cada canción, convirtiéndose en un narrador prosaico más que partícipe de la desdicha. El piano de Roberto Szidon ataca arrollador (nº 5), enérgico (nº 6), rotundo (nº 8). 






8. Und wüßten's die Blumen, die kleinen [Si las florecillas supieran]: Se divide en cuatro estrofas en las que Schumann utiliza tremolandi descendentes para representar el tenue canto de los ruiseñores, las estrellas que caen del cielo y la quebradiza condición del poeta. Este acompañamiento ingrávido y su armonía difusa se prolongan hasta la engañosa cadencia herida por el repentino cese de las fusas y la articulación staccata en el piano sobre la palabra “zerrissen” (destrozó), incluso con una suspensión dándole un énfasis repetido (cc. 30-32). Schumann rompe ferozmente a acordes dramáticos y un agitado postludio, que ilustra un cambio de humor repentino, incluso podría decirse que violento.

El grato timbre baritonal alto de Wolfgang Holzmair hipnotiza en su cremoso legato (Philips, 1994) y plantea un poeta opuesto al de Dieskau: gentil, tranquilo, con un hilo de voz aterciopelada y sensible, cual meditación personal, la vocalización clara y luminosa. Las primeras canciones están envueltas en delicadeza y ternura, dosificando pasión y sensualidad (nº 3 y 4). Puede verse impelido por el texto a declamar, pero rápidamente se enrolla sobre sí mismo, atenúa la insurreción y busca el silencio (la nº 7 es trágica y cautelosa al mismo tiempo). Imogen Cooper comparte este rasgo interiorizado y dolido (por ejemplo, en la canción nº 1, de queda dinámica), aunque a veces demuestra un apasionado balance de intensidad y atención (en la nº 12 destacando la melodía superior en la mano derecha mientras toca las notas medias mansamente).






9. Das ist ein Flöten und Geigen [Las flautas y violines suenan]: Su texto presenta una descripción casi indiferente de la boda de la amada con otro hombre. El ruidoso baile nupcial se narra en un burdo vals en el piano, la mano derecha en vertiginosas semicorcheas en legato, la izquierda percusivamente saltarina, pero el abatimiento del enamorado hace que el júbilo caiga en sus oídos en tono menor. Un largo postludio de diecinueve compases perpetúa un torbellino aparentemente ajeno a la angustiosa situación.

Si se contempla una visión refinada y asimilada del dolor, Ian Bostridge (EMI, 1997) tiene el instrumento adecuado: tenor lírico de voz nasal con una estrecha paleta de color, maneja un maravilloso y continuo legato, y utiliza selectivamente el vibrato como medio de expresión (en la canción nº 6 ilumina el descubrimiento de las flores y los ángeles). Su pronunciación germana puede mejorar (quizá). Terror, inmediatez, tanto a través de la poesía como de la música (estupenda la dinámica en cada verso en el primer lied, respirando el aire primaveral). Bostridge pinta musicalmente usando la dicción como paleta en la cual degrada los colores, nunca enunciando dos veces de la misma manera: la rabia contenida en la nº 7, la sugerente vulnerabilidad en la nº 8, disfrazando su voz triste y pálida en la nº 12, filtrando melancolía y tristeza en forma de canto privado y casi inaudible en la nº 13. Discreto, líquido y sensitivo acompañamiento debido a Julius Drake, capaz también de pulsaciones sísmicas (nº 6). 






10. Hör' ich das Liedchen klingen [Escucho el sonido de la cantinela]: El preludio introduce la característica ambigüedad rítmica de Schumann. Las armonías sencillas y el tempo lento crean un ambiente introspectivo, sugerido por la dirección de los arpegios del piano, pero la melodía superior mantiene la inestabilidad mediante livianas suspensiones. La abatida voz entra tarde, repitiendo embebida el lied que la amada cantaba: resuena a su alrededor, habla y se desvanece. En el postludio, casi una pieza en sí misma, con varios niveles de textura simultáneos, los ecos de la melodía se pierden en canon (cc. 21, 23 y 24), como lágrimas en la lluvia.

El barítono lírico Christopher Maltman (Hyperion, 2000) es capaz de vocalizar muchas de las canciones en la clave original, perfecto en las notas altas (sonoro y confiado en el la agudo en forte en la nº 7), muy variado en su tímbrica, de dicción cristalina y minucioso detallismo: En la canción nº 3 equilibra cuidadosamente arrebato, agilidad y gracia; rotundo, es capaz de finalizar melancólicamente tierno la nº 6; algunas retenciones (de silencios, de cadencias, de vocales largas) se asoman al precipicio y rompen la articulación inercial (nº 8) y el legato no es perfecto en ocasiones. Un reservado Graham Johnson al piano pastorea la voz, modula místicamente en la nº 6, rememora cáusticamente los residuos de la banda local en la nº 9, y en la canción final concibe silencios estruendosos.






11. Ein Jüngling liebt ein Mädchen [Un joven amaba a una muchacha]: Refiere la vieja historia de amor falaz, ambientada con música alegre en un repentino modo mayor y métrica sencilla que imita una canción popular. Las numerosas disonancias y el patrón de acompañamiento nítido sirven para establecer la referencia semántica y preparatoria del efecto trágico. Tras el punto álgido vocal (cc. 18-20) y armónico (maximizado bajo los dramáticos cc. 22 y ss.), se desata una tempestuosa progresión (a partir del c. 25) que culmina sobre la palabra “bricht” (destroza, c. 32) coloreando el sentido de la frase en ritardando. Schumann añade un extenso postludio que confirma esta resolución irónica con una serie de gestos de opereta: acordes martilleados, ligados, síncopas y saltos. 

En esta noción de no distorsionar innecesariamente la curva melódica matizando cada sílaba, encontramos asimismo la adecuada voz ligera de Werner Güra (Harmonia Mundi, 2002): Elegante y apuesta, espontánea y perfectamente controlada, de timbre deliciosamente plácido, muy matizado psicológicamente el texto en los lieder nº 7, 9, y 11 (donde hace un perfecto relato). Su soñador legato (una nº 13 narcótica), siendo un punto fuerte, no es comparable al de Wunderlich. A veces elige tempi tan pausados que adolecen de una cierta pérdida de tensión (nº 5). A lamentar el escaso desarrollo de la amplitud dinámica, la modestia en agudos (nº 7) y el magro dramatismo para las últimas canciones. Cuidadosas intervenciones al piano que algunos tacharán de polémicas, como cuando Jan Schultsz aterciopela las escalas descendentes del postludio en el lentísimo lied nº 10.






12. Am leuchtenden Sommermorgen [En una brillante mañana veraniega]: Ofrece una parodia sarcástica de la típica balada: una apertura folclórica en métrica compuesta, un porte vocal robusto e interludios de piano recurrentes. Los arpegios descendentes representan la compadecida presencia de las flores y crean un paisaje para la voz del amante mientras vaga por el jardín. Schumann induce una dolorosa ruptura tonal en los cc. 9-10 para representar la pérdida de voz del poeta y utiliza un inusual acorde cromático en el c. 16 para encumbrar la nueva emoción (el perdón), con una dinámica pianissimo y un tempo más lento. El postludio (contrastante e inequívocamente sobreactuado, con nueve suspensiones) pasa a clave mayor mitigando la amargura del texto.

El barítono Christian Gerhaher posee una voz versátil y matizada, de cuidada uniformidad, intachables legato, control del vibrato y de la gama dinámica (los forti sin asperezas), inmaculada dicción en la que cada vocal y cada consonante están minuciosamente elaboradas, especialmente la exquisitamente dibujada erre. Su interpretación es profunda e íntima, casi musitada, y deja una impresión perdurable de dolor en cierto modo gozoso. La familiaridad alquímica (y casi vitalicia) con Gerold Huber permite que cada acento agógico, cada cambio rítmico y cada giro del fraseo parezcan surgir de la pareja como un pensamiento único. El toque prudente y límpido al piano (la transparencia y regularidad de las semicorcheas, los aparentemente inocentes cambios armónicos) contribuye a la atmósfera camerística. La búsqueda de una narración evolutiva en el ciclo se va jalonando de momentos emotivos: la innovadora nº 7 comienza en mezzo-forte, con verdadera cualidad parlante, para construir de forma gradual, captando la rabia innata a la vez que transmite el pesar por la necesidad de su desafío; el melancólico baile de fondo en la nº 9, casi vacilante; el exquisito empleo del pedal en la nº 10, que permite discernir qué notas superiores en los arpegios han de estirarse y cuáles no; el ánimo sepulcral en el musitado recitativo secco de la nº 13; la ingeniosa observación de las corcheas graves bajo los acordes sostenidos en la nº 15; la aterradora vivacidad del lied final (RCA, 2004).






13. Ich hab' im Traum geweinet [He llorado en sueños]: Se distingue del resto del ciclo por su árida textura (la inusual ausencia inicial de soporte pianístico, con articulaciones separadas y silencios), su remota tonalidad y su inconsolable melancolía. Schumann presenta un modelo lineal con tres estados oníricos progresivos: la música de las estrofas primera (la muerte de la amada en futuro) y segunda (su rechazo del protagonista en presente) presenta un diálogo entre voz y teclado en el que aquella, casi recitada, narra cada sueño mientras el piano comenta esporádicamente con acordes graves; la tercera estrofa comienza con una introducción armonizada (cc. 23-25), previa a la entrada simultánea de voz e instrumento (su amor perdurable por él, un recuerdo de lo irrevocablemente pasado). Este contraste articulatorio alcanza su punto álgido cuando el re bemol se tonifica en el c. 29, y sobre ”thränenfluth” (torrente de lágrimas, c. 32-33), la palabra que encarna la imaginería nuclear del poema. La enfática disonancia local y un sforzando subrayan la aflicción del protagonista al despertar de este tercer sueño.

Gerald Finley (Hyperion, 2007) es un barítono heroico de metal carnoso y flexible, dúctil en volumen. Desoladoramente resignado y abstraído al comienzo (el paso procesional, casi letárgico, pone a prueba lo certero y articulado de su lenguaje en la nº 1), lacerante en el murmurado “te amo” en la tranquila nº 4, acaba la nº 6 con desconsuelo sardónico; corpulento y casi histriónico en la siguiente, aligera el tono en la nº 8, dando elegancia a los burlescos “zerrisen”. Luego oscila entre la ensoñación adormecida (una nº 12 apenas respirada) y la autodramatización ácida, funesta, triste y auténticamente heinesiana (verso conclusivo sottovoce de la nº 14), para acabar en un lied final siniestro. Julius Drake forja un pianismo silente y consciente, alerta a su mano izquierda, que da profundidad hierática a los acordes catedralicios de la nº 6, sin seguir tempi o dinámicas tradicionales (como en el glacial arranque de la nº 11).






14. Allnächtlich im Traume [Te veo en sueños todas las noches]: Única canción que permanece en la misma clave durante toda su duración, dividida en tres secciones de once compases por dos interludios de piano idénticos; las frases torneadas en grupos de cuatro y ocho compases. La voz se limita a doblar la melodía pianística (intentando alcanzar una y otra vez algo que está justo fuera de su alcance), casi como un dúo en el que el poeta cree que la amada siente la misma pérdida. El verbo “vergessen” (olvidé), al final de una frase germana, golpea con toda la fuerza.

Mark Padmore (HM, 2010) es un tenor honesto y maleable, apoyado en vibrato, de centro sólido y dulce agudo, y que canta con delicadeza incorpórea y paleta reducida. Su Dichterliebe es musicalmente pulido, de melodrama contenido, y cuidadosamente enunciado y coloreado, con una solicitud exquisita en cómo cada canción conduce a la siguiente. La cierta zozobra en la tesitura baritonal de la nº 6 se ve compensada por lo afilado de los ritmos al piano; el destellante cinismo papagénico en la nº 11 se apacigua en la siguiente canción. A veces la voz es casi un instrumento obbligato y Kristian Bezuidenhout domina la escena con un fortepiano Erard de 1837 que brilla cauteloso y cautivador, con carácter rico y variado, nítida articulación en las tesituras alta y media a costa de un registro grave algo pastoso, que engulle el protagonismo en los postludios. Su elocuencia diferencia los temperamentos (enfermiza la nº 9), con colores finamente graduados en todos los registros (deliciosos arpegios en nº 14 y 15). En la canción final revela la dulzura en la escritura del piano, subvirtiendo la apesadumbrada poesía. ¡Ay, catastrófica la endeblez vocal en la nº 10!






15. Aus alten Märchen winkt es [De los antiguos cuentos]: El poeta sueña largamente con la utopía liberadora de sus angustias. Tras la introducción al piano (cc. 1-9, una feliz melodía infantil en ritmo cadencioso), se cuentan las maravillas místicas de este país de las hadas (cc. 9-65), modulando y realzando la textura para intensificar el sentimiento; la sección climática, a tempo más lento y con una recapitulación aumentada, narra su alivio del tormento (cc. 69-84); la mañana hace que el sueño se desvanezca, descartando sus fantasías románticas como una ilusión sin sentido (cc. 93-104). Tras una fermata que prolonga el silencio, Schumann recupera al piano un lejano recuerdo de la tierra mágica y requiere el pedal hasta el final, lo que proporciona un efecto borroso dentro de la dinámica tranquila, enlazando armónicamente a la última canción.

Julian Prégardien (HM, 2018) parte de una visión retrospectiva (y añorada) más que vivida (y sufrida) en el momento. Tenor lírico de medios limitados (renuncia al la agudo opcional de la nº 7), comedido vibrato, sedosa sinceridad, con diversidad temperamental: las pequeñas notas de adorno (nº 1), el fervor en la nº 2 y la dulzura de la nº 5; la siguiente comienza iracunda para ir diluyéndose y amainando en íntima comunión; la tumultuosidad del final de la nº 8, y la ironía de la nº 9. Éric Le Sage emplea un cantarín teclado de 1856, encordado en paralelo, de tonos sosegados y plenitud de resonancia en el rango medio y armónicos, que permite hacer muy audible la polifonía, aunque la rítmica trote algo inhibida, quizá debido a que los graves suenan algo apagados dentro del acotado sonido general. Sus arpegios en la nº 12 revelan los claroscuros del jardín. A destacar el fantasmal efecto de la soprano Sandrine Piau susurrando un espectral “te amo” cuando el texto permite hablar a la amada en la canción nº 4: ¿La voz interior recordada? ¿Soñada? ¿Imaginada?






16. Die alten, bösen Lieder [Las viejas, malvadas canciones]: Dirigida directamente al oyente, declama su renuncia y desilusión con el romanticismo, reemplazado los elementos naturales con otros materiales e industriales. La introducción pianística cual fanfarria (las octavas recalcadas en ff) anuncia la conclusión y establece el motivo principal del semblante vocal. Schumann desarrolla un elaborado escenario con una marcha fúnebre (hasta el c. 39) antes de proporcionar el momento de inversión en la última estrofa, donde se ilustra el ataúd sumergiéndose en el océano con su amor y su sufrimiento (cc. 40-43), el contenido retenido hasta la frase postrera, cuando el tempo muda a adagio (c. 48). El largo postludio con cambios de compás, modo y estilo pianístico modula la decisión resuelta y desafiante, suavizando el tono de amargura de Heine. Este final reconciliatorio cierra la colección narrativa reinterpretada del hilo poético y nos deja casi como empezamos, en un recuerdo melancólico de los tiempos felices que nos precedieron.

Las grabaciones históricas asociadas al círculo schumanniano (en segunda generación, alrededor de 1900 -incluidas en el torrent como bonus-) ofrecen indicios de prácticas expresivas no anotadas para subrayar el texto, tales como modificación del tempo, anticipación o retraso en las entradas, asincronía rítmica, etc. que fueron proscritas u olvidadas posteriormente. En imitación de dichos documentos donde la poesía prima, el hablar cantando de Koen van Stade ofrece una nueva perspectiva (Deux-elles, 2021). Tenor menudo, de timbre (voluntariamente) heterogéneo, su enfoque flexible de las posiciones de la laringe mejora la intimidad del texto (nº 4, 10 y 12) y aparta el nerviosismo frenético de la nº 3, pero la pulcritud, precisión y estabilidad del canto académico quedan relegadas. Neal Peres Da Costa al teclado (réplica de un instrumento brahmsiano de 1868 ya descrito anteriormente) resalta el rápido decaimiento del sonido, los cambios de armonía tan jazzísticos, los acordes rotos en arpegios (bellísimo el efecto en la nº 12), la asincronía de las manos (también en relación a la voz, como en la nº 10, donde el piano se aferra con nostalgia a la primera de las cuatro notas de la frase descendente, mientras van Stade pinta una facha vocal casi independiente), suavizando los bordes del ritmo y la textura, y dislocando en un efecto de síncopa o arpegio casi continuos. La excéntrica acentuación agógica inquieta la nº 9 y anticipa el cine mudo en la nº 13. Los postludios se articulan desiguales e irregulares. Contradictoria, incongruente, exasperante. Manejar con cuidado.



 


viernes, 3 de abril de 2015

Schubert: Winterreise

A comienzos de 1827 Schubert trabaja en secreto, en un estado de ánimo eremítico, taciturno, pesimista; una fuerte exigencia interior le lleva en volandas sobre una colección de poemas de Wilhelm Müller sobre la vida, la pérdida, la soledad: un joven no correspondido trata de ahogar la pena en su amor por la Naturaleza. Ésta, en su vertiente más dura (el invierno), le aísla de la realidad y le precipita al abismo del dolor y la locura. Más que una narrativa dramática es el desarrollo emocional de un monólogo trágico, que representa la voz del poeta mientras abandona el pueblo de su amada y, vagabundeando por el paisaje invernal, busca la muerte. 

Schubert eleva en Winterreise la importancia del pianista a un rol igual al del cantante: limitado al registro medio y grave, es el inmutable impulso del viaje, y sus ritmos constantemente propulsan los estados de ánimo del caminante y esbozan de manera expresionista la rica imaginería de la Naturaleza, las voces vivientes de los elementos y de las criaturas.

La impactante modernidad de la libertad formal de los lieder fue insostenible en su época: la oscuridad y desnudez minimalista de la partitura, las líneas melódicas a menudo dislocadas, las constantes rupturas de ritmo, la fusión de la melodía y el acompañamiento, primando la adecuación a un texto obsesivo. Un viaje alegórico que va, paso a paso, hacia la disolución ante la imposibilidad de la comunicación, la desesperanza nihilista que lleva al trastorno mental.

Escrito originalmente en el rango de tenor ligero (él mismo), el compositor adaptó varias canciones a una tesitura inferior, probablemente a petición del editor, aunque el conjunto tal y como se publicó tampoco es confortable para una voz baritonal. A lo largo de las décadas ha generado perspectivas interpretativas que van del relativo desapego a la identificación apasionada, desde la aceptación estoica a la laceración propia, desde la extroversión operática a la auto-comunión íntima. Ya Schubert proponía: “Es importante generar un pulso interminable, con poco o ningún ritenuto al fin de las canciones: es un viaje atormentado sin descanso alguno”.





1. Gute Nacht [Buenas noches]: El poeta escapa secretamente (en re menor) en la noche de su pasada felicidad (real o imaginaria) –simbolizada por el modo mayor–. Esta dualidad (el modo menor evocando el sufrimiento del caminante) será un factor estructural recurrente en el ciclo. El ritmo de marcha 2/4 inamovible de corcheas al piano (“moderado, a paso de caminar”, pide Schubert) articula las cuatro estrofas: las dos primeras idénticas, de inspiración sencilla y popular, donde la palabra clave es “Fremd” (extranjero), alcanzando el tope de la tesitura para abatirse a golpes en más de una octava sobre la tónica; la tercera estrofa, aún conservando el re menor, endereza su línea melódica en actitud de desafío; la última, evocando el sueño de la amada, regresa al dibujo inicial mayorizando milagrosamente la tonalidad; sólo en el eco final vira al menor, confirmado por el postludio del piano.
El honor de la primera grabación completa (o casi, ya que para encajar este lied en una pizarra de 78 rpm hubo de omitirse la segunda estrofa) del Winterreise corresponde a Hans Duhan, barítono ligero que emplea con habilidad e inteligencia sus limitaciones en color y volumen: de timbre aterciopelado pero en ocasiones inestable, la dinámica tiende a descansar en el mezzo-forte. Lectura lenta y unitaria, ligeramente desapegada, educadamente caballerosa y ecuánime, diríamos urbana, sin la profundidad o imaginación de versiones posteriores. Un narrador pictórico que deja a un lado la pretensión de encarnar al caminante y recuerda con simpatía y comprensión, en el moderno concepto de mediador, tal vez producto de su carrera operística como cantante, director de escena y director de orquesta en Viena, donde sus actuaciones influyeron profundamente en el joven Hotter. El acompañamiento es compartido: Ferdinand Foll y Lene Orthman se turnan al piano (The Gramophone Company, 1928).





2. Die Wetterfahne [La veleta]: Basada en una simple alternancia de arpegios cromáticos de la menor (asociado por Schubert al trastorno psíquico) y mi mayor (la alegría), de asombroso efecto: La veleta (la amada) agitándose volublemente en el helado panorama. El evidente sarcasmo domina el recuerdo, una obsesión ésta (la del recuerdo) que es tema clave en el Romanticismo. Bruscos contrastes de registro y de intensidad plasman la reacción emocional del joven, mientras el viento se dibuja en los inestables trazos del piano.
La voz baritonal dorada de Gerhard Hüsch, juvenilmente masculina (32 años), de emisión redonda en toda la tesitura (algo nasal el agudo), sin un ápice de tensión, concisa y sonora, encarna el prototipo de cantor germano, de enfoque esencialmente directo y generalizado, los detalles subordinados al conjunto narrativo, sin enfatizar cada nota o cada coma; preciso en las modulaciones (la entonación quizás no siempre ideal), engarzando las palabras en sus firmes ligados con toda naturalidad, elocuente y objetivamente honesto, tierna y noblemente cantado con lirismo fácil y luminoso, transmitiendo pasión por su implicación emocional, sin necesidad de acudir al histrionismo. La toma sonora sitúa al atento (a la articulación armónica) piano de Hans Udo Müller al fondo de la perspectiva con un leve ruido de fondo (Preiser, 1933).





3. Gefror’ne Thränen [Lágrimas heladas] en fa menor (tonalidad asociada a la amargura): Alternando en este breve poema la forma estrófica simple con el recitativo, Schubert prescribe “no demasiado lento” al ritmo sincopado e inquieto que crea la impresión de marcha rota, caótica y angustiosa. Tanto acompañamiento como voz se mueven en una tesitura abismal. El simbolismo de las lágrimas heladas en staccato y el recurso a los cromatismos acentúan la tensión dramática.
Si la psicología del ciclo es universal (y, para más inri, Schubert era gay) “¿Por qué se le ha de negar a una cantante un gran número de maravillosas canciones si tiene el poder de crear una ilusión, si hace a la audiencia creer en ella?” (Lotte Lehmann). Soprano lírica de gran aliento y esplendoroso metal, sus ligeros problemas técnicos (estridencia) en la cima de la tesitura no empañan una sensacional capacidad expresiva, sin sofisticaciones psicológicas: “Winterreise se debe cantar con simplicidad y calidez, muy ligado”, Lehmann dixit. La espontaneidad verdaderamente improvisada a partir de continuos cambios de color y libertad en la declamación. Fluidos portamenti y frecuentes ritenuti son propios del momento histórico, integrados en un estilo audaz de gran romanticismo, con un protagonista byroniano, totalmente despojado de autocompasión. Paul Ulanowsky acompaña voluntarioso en un piano de afinación voluble. La transferencia a CD (Lys, mezclado a partir de diferentes discos del 1940 al 1941) es respetuosa con las pizarras originales que ostentaban una toma sonora demasiado cercana.





4. Erstarrung [Estupor] De nuevo la elección de la tonalidad es fundamental para expresar la emoción pretendida: Schubert asocia el do menor a la naturaleza como amenaza del hombre. Para crear el clima simbólico del entumecimiento del que habla el poema se utiliza un ritmo descompuesto en una hipnótica sucesión de tresillos: descendentes en la primera estrofa (recuerdos dolorosos), ascendentes en la segunda (sentimiento de bienestar); en la cuarta hay una combinación a dos voces de los dos diseños para evocar la nostalgia. El último verso del poema tiene la clave del fluido acompañamiento “Si mi corazón se derrite alguna vez, lo que manaría sería su imagen”. El diálogo entre la voz y la mano izquierda del piano es un acompañamiento moto perpetuo que contribuye al ímpetu.
El barítono-bajo Hans Hotter se encuentra en 1942 en óptimas condiciones, con la voz enfocada, cálida, flexible, titánica. El registro central y grave tienen un color sombrío, de potencia y extensión irresistibles (mi inferior; aunque tal es su autoridad que raramente se eleva por encima del mezzo-forte). La técnica de regulación dinámica y el perfecto control del fiato conjugan una magistral suavidad en los ataques. Aproximación narrativa como una entidad, cada lied fundiéndose con el siguiente, sin el detallismo de otras versiones. La actitud reverencial y evocativa ante la obra da lugar a una lectura lenta, de enorme fuerza, trágicamente sobria, mostrando resistencia al destino hasta el lied final donde el caminante parece ya otro fantasma, con efecto conclusivo catártico. El sonido monoaural es totalmente aceptable (Deutsche Grammophon), dando al prosaico piano de Michael Raucheisen la tímbrica necesaria. De sus otras seis versiones destaca especialmente la de 1954 (EMI), con la sacramental presencia de Gerald Moore.





5. Der Lindenbaum [El tilo]: Entusiasmo juvenil en el ritmo de danza lírica ¾, con la inocencia que Schubert asocia a la tonalidad de mi mayor. Tresillos en rápidas semicorcheas simbolizan el viento entre las hojas (en el preludio, en el ritornello pianístico entre estrofas, y en la conclusión), una fórmula plegada en sí misma, aislando la evocación de felicidad en un universo herméticamente cerrado. Las cuatro estrofas del lied proponen esquemas alternos para el acompañamiento, más inestable según se acerca el final. La tercera congela la línea en el estático bajo y propone una pregunta que anticipa el gélido final; la cuarta estrofa repite el sentimiento de paz anhelado e inaccesible.
En el folleto del disco se nos informa de que el estudio radiofónico del Reich en el que se registró este documento en marzo de 1945 “resistía aislado sobre ruinas humeantes”. De hecho, la grabación fue frecuentemente interrumpida por la artillería rusa: acaso por ello asistimos a la urgencia visceral de Peter Anders, clásico tenor teutónico de metal argénteo, homogéneo en su extensa amplitud (esta es la primera grabación en la clave original), retratando al protagonista como un soñador heroico. Visión wertheriana, creada, no por los crudos contrastes, sino por la absoluta densidad del legato, donde cada aliento y cada movimiento de su voz (a veces estentóreos e histriónicos) están cargados con un propósito expresivo; aún así, su inteligencia le evita caer en un melodrama que resquebrajaría la evolución estructural del conjunto. Lectura operística en el sentido de que Anders no describe, sino encarna con delirio febril la extrema desnudez de las heridas del caminante: la identificación está inflamada por la omnipresente guerra; escúchese como Anders enfatiza “Kampf” (lucha) en Rast. El lied final puede reflejar la pesadilla diaria de las calles berlinesas. Así han de entenderse también los acusados retardos cadenciales, las sobreenfatizadas consonantes, las notas altas mantenidas. El pianismo de Michael Raucheisen, con relajada suavidad experimental, consigue caracterizar el resultado final como un ente cíclico. La edición de Deutsche Grammophon conserva ligeras distorsiones, congestiones, estallidos sibilantes sobre las “s”, propios de la cinta magnética.





6. Wasserflut [Torrente]: En este lied y en el siguiente la tonalidad de mi menor está asociada a la melancolía. Lied estrófico en dos partes (menor-mayor) profundamente marcado por la constante presencia de los tresillos (que acompañan la descripción del viaje, y que junto al ritmo ¾, comparte con el anterior) en la acuosa línea melódica, mientras el piano se adhiere de forma rigurosa a los tres tiempos (corchea-puntillo-semicorchea). La introducción y conclusión (también con la misma fórmula) articulan la estructura ojival típica de muchos de los lieder del ciclo. La palabra clave “Weh” (dolor) se asocia a una mordaz disonancia con el piano, como un sollozo angustiado.
Hermann Prey es un barítono lírico de voz aterciopelada en la línea de Hüsch, de volumen reducido, de oscuridad a veces algo gutural y cavernosa, variado fraseo e impecable regulación dinámica. Sentimental lectura a corazón abierto cuya dicción surge sincera y espontánea, si bien la voz parece estar buscando su identidad: pasa súbitamente de decididos arranques pasionales a un uso imperturbable de la mezza-voce que se sume en el vacío. Entre los trucos empleados como melaza se cuentan el sutil portamento, el discreto glissando y el ocasional vibrato al final de las frases. La toma privilegia la voz sobre el eminente piano de Karl Engel (EMI, 1961).





7. Auf dem Flusse [Sobre el río] en mi menor: El río helado impone el ritmo de marcha 2/4, voluntariamente lento, medido por el staccato en el bajo, con acompañamiento siniestro invertido en las dos voces. Sobre la frase “Wie still bist du geworden” (que silencioso te has vuelto) la armonía cristaliza en un acorde un semitono por debajo de la tónica, evocando el cambio de estado del agua. La estrofa central del poema (en mayor) hace de trío funerario, mientras el poeta graba en el hielo el recuerdo del pasado (el nombre de su amada). La dinámica de la intensidad marca el dramatismo creciente dentro del lied.
Por supuesto habrá quien prefiera las grabaciones más tempranas, con el instrumento en plenitud de facultades, o las más recientes, con sus ilustres acompañantes solistas, pero mi rebelde paladar demanda la versión de 1962. ¿Por qué? Por la grabación (EMI), que aguanta con esplendor su más de medio siglo de edad: espaciosa, detallada, cálida. Por el acompañamiento manierista de Gerald Moore, alter ego instrumental de la voz. Por la inigualable confluencia de frescura vocal y sutileza expresiva de Dietrich Fischer-Dieskau, de colorido cautivador, infinitos registros descriptivos, inatacable fraseo, maleable y elegante legato e innegables limitaciones vocales –adelgazamiento tenoril en la octava aguda, la prusiana exageración de las consonantes–. La iluminación del sentido de los poemas en sus matices más imperceptibles es debida a la escrupulosa elaboración intelectual donde se suceden refinada docilidad y trágicos accesos. Pasen y vean, he incluido 13 versiones para disfrutar del liederista del siglo XX.





8. Rückblick [Mirada al pasado]: Literariamente se sitúa como centro del Winterreise, conteniendo alusiones a poemas pasados y futuros. Todos los elementos que pertenecen al viaje están en sol menor (clave asociada a la adversidad sobrenatural) y las evocaciones al recuerdo dentro del corazón del poeta están en sol mayor. Desesperada huida hacia delante acentuada por el fraseo irregular, el martilleo del ritmo ¾ y las inquietas figuras sincopadas del piano. La agitada violencia da paso a la tranquilidad en la segunda parte del lied, mucho más trágica puesto que el poeta la sabe ilusoria.
Gérard Souzay muestra un sensual timbre baritonal finamente modulado, más bien claro, elegante y discreto, con selecta flexibilidad y sensibilidad al gesto (en sintonía con el joven Dieskau), que va creando una poesía sutil e intimista, enlazada a la meditación filosófica, sin el ímpetu idiomático asociado tradicionalmente al Winterreise. La ósmosis con el piano de Dalton Baldwin (de legato tan maleable en ritmo y gradación dinámica como la voz misma) viene dada por toda una vida en común. La grabación destaca levemente la voz sobre el piano (Philips, 1962).





9. Irrlicht [Fuego fatuo] en si menor: Lentamente, sobre un compás ternario, se despliegan las tres estrofas, tratadas con gran libertad, la línea melódica saltando sobre extensos intervalos, el acompañamiento sugiriendo en su cambiante insistencia el movimiento de los fuegos fatuos (el fantasma de inestabilidad mental y locura que se atisba en su señuelo irá destellando en el resto del ciclo). Extraña conclusión con doble carrera hacia la muerte en armonías sucesivas de si mayor y do mayor.
Este peculiar milagro de imaginación creativa desafía la comparación con otros ciclos, ya que a partir de los medios limitados de Peter Pears (tenor lírico ligero, de timbre vaporoso y nasal) se alcanza una gran expresividad sui generis, seguramente por su vitalicia imbricación con Benjamin Britten (Decca, 1963). El vibrato es excesivo y su pronunciación de las vocales mejorable, pero ello no impide su instinto para la carga ardiente del sonido. Pears recuerda el tiempo perdido con una nostalgia bella y doliente, agonizante, gimiente: curiosa la manera en que las notas cambian abruptamente al comienzo de las palabras. Aristocrática en su dignidad, la pareja captura de manera única los cambios de lo natural a lo sobrenatural, que ocurren, no sólo a lo largo del ciclo, sino también dentro de los lieder, e identifican con su estricta atención al rasgo cada encuentro animado o inanimado en el viaje: una fascinante y claustrofóbica artificiosidad que deja poco espacio para la reflexión imaginativa. Para Britten Winterreise era uno de los dos pilares de cultura occidental (junto a la Matthäus-Passion). Su piano destila alquimia como una voz independiente, errático en su colorido, pero siempre con el peso adecuado a la voz (en la clave original). No se pierdan la informal charla doméstica de Britten y Pears en la biblioteca de The Red House en el video adjunto.





10. Rast [Descanso] en do menor, la tonalidad aciaga como motor esencial para el esquema estrófico alternante: La escansión característica del acompañamiento en el ritmo de marcha 2/4 contrasta con el estilo ligero y florido (sobre todo apoyaturas y anticipaciones, mediante semicorcheas ligadas de dos en dos) de la línea vocal (conservado del lied anterior). Evocación del cansancio en las síncopas y enfrentamientos de intensidad dinámica. Pero lo extraordinario es que el poema propone un texto de inmovilidad, de receso: el viaje se reduce a la odisea interior.
En principio el muscular estilo operístico de Jon Vickers no conviene en absoluto a la obra (como si fuese cantado a bordo de la barca de Peter Grimes en su último viaje), pero nos revela un nuevo ángulo de visión: una interpretación mesmérica, macabra, sádica, épica y sincera. Un infierno bizarro y apasionado que se basa en el puro esplendor vocal de su timbre tenoril, masculinamente ahumado, mezclando las resonancias de pecho y cabeza, los gruñidos, la nasalidad, la entonación serpenteante, la pronunciación tosca del alemán, la decoloración en el registro agudo, flotante cual grotesco djinn, especialmente cuando canta con suavidad tempi lentísimos o titánicas dinámicas estiradas hasta el punto de ruptura. La elección de la clave de barítono hace que Vickers cante incómodo, reforzando el lado desesperado, truculento, alucinatorio, tortuoso, de sesgo poético y no musical: el texto se vuelve pretexto. Parece que hubo desencuentros en la grabación (EMI, 1983) con el sufrido pianista Geoffrey Parsons que no encontraba los tempi requeridos por la atormentada plasticidad actoral de Vickers.





11. Frühlingstraum [Sueño de primavera] La tonalidad de partida (la mayor), la sonoridad delicada y lejana, la tesitura tan elevada, nos indican que se trata de un sueño: Evocado por una idílica canción folcklórica (una tonadilla de vals con acordes rotos), de mozartianas (y falsas) gracia e inocencia (en los ornamentos vocales), es sacudido por los chirriantes y discordantes gritos del gallo y los cuervos, mientras el desorientado caminante despierta amargamente. Con atroz intensidad, la sección final oscila entre mayor y menor cuando sueño e ilusión se funden con su afligida autoconsciencia. El tempo en la segunda estrofa se transforma, el ritornello popular desaparece, la tonalidad se difumina; el acompañamiento de tresillos da paso a las áridas corcheas y los trémolos de octava en forte contestan sarcásticamente a la línea vocal. En la tercera la marcha se hace más lenta (2/4), contemplativa, casi mística. La repetición en las tres estrofas siguientes de esta inestabilidad rítmica, melódica y tonal multiplica la intención irónica del lied, desvaneciendo la posibilidad de redención a través de la Naturaleza.
Habitualmente asociado al mundo del oratorio, Peter Schreier ofrece su clara voz de tenor, de dicción limpia, con un timbre astringente y nasal (la histeria acentuada por la manera -garganta abierta- en que pronuncia las e), aunque suena aquí algo fatigado (sobre todo al final), y su inquietud no permite sedimentar una verdadera línea legato. Su elección se vuelca hacia el abismo emocional: un vagabundo desequilibrado mentalmente, camino de una despiadada desintegración emocional y espiritual, al borde de la autodestrucción. Esta vehemencia explosiva está en tensión constante con el pianismo profundamente poético y espiritual de Sviatoslav Richter, que propone una estructura en arco: muy lento al principio y fin, y extrema y repentinamente enérgico entre los lieder 13 y 20. Grabación en directo (Decca, 1985) en un Dresde invernal cuya audiencia debió padecer una pandemia bronquial, y que puede afectar la atmósfera y continuidad en algunos oyentes.





12. Einsamkeit [Soledad] en si menor: Conclusión lógica e inevitable, comienza con un abatido ritmo de marcha 2/4, pero la segunda estrofa altera la atmósfera, la armonía vacila, el estilo vocal empieza a declamar y el acompañamiento a murmurar con los dramáticos trémolos anunciadores de la tormenta, para desembocar finalmente en la afirmación definitiva del fúnebre re menor y la aceptación de la soledad desesperada con la que concluye la primera parte del Winterreise.
La cualidad bipolar de este lied ofrece uno de los retos mayores para la interpretación: Brigitte Fassbaender (mezzo-soprano de timbre cálido y afelpado, sobre todo en el centro) lo evoca ferozmente expresionista. Con audacia transgresora, con crudeza mordaz, con autoridad y convicción plena de agonía y pánico, habla, grita, escupe, llora el texto (todo ello cobra su peaje en color y afinación, con las transiciones entre sus registros muy pronunciadas). La exploración del poema es exhaustiva para la (re)creación, incómoda y polémica: matices verbales y fraseo sutil (retrasos, vacilaciones, resbalones, ausencias) fluyen directamente del significado interno del texto. El piano es cómplice: sus primeros compases establecen el desafiante estado de ánimo, que es más fuerte a medida que avanza el ciclo; la sumisión al destino no existe. Relativo respeto en la observación de fraseo y marcas dinámicas, con cambios de ritmo incluso dentro de un mismo compás: el efecto es tan abrumador que se pueden obviar las objeciones. El compositor Aribert Reinmann es un imaginativo pianista, seco y quebradizo, de rudeza brutal, que sacrifica belleza tímbrica por efecto poético (EMI, 1988).





13. Die Post [El correo]: La segunda parte del ciclo comienza con el ritmo galopante y las llamadas (cruelmente joviales) del postillón en una brillante tonalidad de mi bemol mayor. Pero esta inocente animación termina con la primera estrofa, cuando un compás entero de silencio impone una ruptura dramática, confirmada por el cambio de ritmo y el paso a mayor. Este es el último contacto del caminante con la realidad tangible, y significativamente, la última ocasión en que el amor perdido es mencionado. Desde ahora el viaje asume una creciente dimensión filosófica, de contemplación introspectiva alimentada por la aspiración a la muerte; vagabundeando en búsqueda del propio conocimiento y el significado (o el absurdo) de la existencia.
Opuesta a la escuela detallista de Dieskau, la voz baritonal fresca y juvenil de Wolfgang Holzmair expresa con ligereza una imagen menos triste de lo habitual, natural en la adopción de una insensibilidad adormecida por el trauma, y excluyendo la desesperación en su visión de conjunto. La línea vocal finamente pulimentada va desenvolviendo la narración, con preferencia por las medias voces, y nasalización en la tesitura superior. Imogen Cooper aporta su independiente cuota de inspiración, elocuente, sutil la imaginación dentro de su sobriedad. Llamativo cómo destaca de manera singular los efectos onomatopéyicos (Philips, 1994).





14. Der greise Kopf [La cabeza canosa] en do menor: De concepción despojada, ascética, y estructura dominada por la caída de la estrofa central (“¡Qué lejos está todavía la tumba!”). Apogeo del lenguaje recitativo, donde la línea vocal, de dibujo en ojiva y vacilante marcha, baja al extremo grave de la tesitura en un intervalo de undécima, mientras el piano hace un acompañamiento fúnebre. Meditación dolorosa sobre el adiós a la juventud y la resignada aceptación del largo declinar de la vida, libremente ejecutada con una austera economía de medios.
Para rematar la monumental Hyperion Schubert Edition, el pianista (y alma mater del proyecto) Graham Johnson eligió al joven Matthias Goerne (aquí no llegaba a la treintena, pero ésa es la edad para la que fue concebida la obra): un fabuloso barítono, elástico en dinámicas y colorido, de fino legato y con el poderío cremoso del lenguaje nativo. La belleza tímbrica casi insuperable, incluso en los límites del registro (perjudicado sólo ocasionalmente por una insinuación de aspereza en los forte). Naturalidad y elegancia dieskauniana (su mentor y modelo) en la inflexion tonal de la voz, dentro de un estilo que podríamos considerar estoico. Viaje introspectivo hacia la soledad desorientada, ensimismado en la amargura y depresión (nunca demasiado cercano al extremo dramático). A destacar sus (escasos) momentos de compasión y ternura, sostenidos a fuego lento. Alimentado durante décadas de devoción a los lieder schubertianos, el pianismo de Johnson es genialmente impulsivo, preciso en el reflujo armónico, sin tratar de destacar en ningún momento (Hyperion, 1996). Las posteriores interpretaciones de Goerne, con Brendel (Decca, 2003) y Eschenbach (HM, 2011), son excelentes también.





15. Die Krähe [El cuervo]: Tonalidad (do menor), tempo “ligeramente lento” y forma ABA son idénticos a los del lied precedente. Pasando constantemente de una voz a otra en el piano, el ritmo de marcha 2/4 une también las estrofas entre sí. La central recobra el estilo recitativo, impregnado de terror ante los fieles cuervos (las ligeras semicorcheas en tresillos que sobrevuelan incansables los pasos del caminante). El acompañamiento termina con sombríos acordes descendentes (por grados, una octava entera) y no pueden conducir más que a la tumba (“grab”), proposición que la voz repite inmediatamente.
Este reconocimiento de la muerte como sentido del viaje es entregado cual poesía infantil, casi enteramente a mezza-voce, con un desamparo desalentador, por Christine Schäfer. Soprano de voz aniñada y ágil, despojada de color o vibrato, que emplea la versión original para tenor y leves portamenti que ilustran la imaginería del texto. La delicadeza en la dicción cuando se combina con seductores pianissimi produce una caricia espeluznante. Esta monocromática cristalinidad del hielo enfatiza el concepto de monólogo endógeno, que comienza como si el poeta estuviera sonriendo a distancia, con simplicidad e inocencia, descubriendo el dolor; después, como autodefensa, se encerrará quedamente en su goyesco mundo interior. La fluctuante libertad en los tempi (urgentes) de Eric Schneider, junto a la abundancia de descarados y vigorizantes staccati, le dan la apariencia de un bifaz inacabado, primitivo. Grabación salvajemente brillante (Onyx, 2003).





16. Letzte Hoffnung [Última esperanza]: Amenaza e inquietud conducen en la tercera estrofa a la ruptura psicológica: En menor, aislado entre dos compases pianísticos, subrayado por un cambio de tempo, solemne y grave, el final de la fe: “fällt mit ihm die Hoffnung ab” (mi esperanza se hundirá con ella). Inestabilidad tanto en el ritmo (binario y ternario contrapuestos) como en la ambigua tonalidad, que sólo al final consigue afirmarse en el mi bemol mayor (asociado a temor o devoción ante lo natural sublime), en la sorprendente exaltación lírica con la que el poeta llora su certeza. Nada más pronunciada, la frase vacila, se tiñe de menor y cadencia la esperanza. Las figuras inconexas de dos notas que desfiguran el pulso y la tonalidad simultáneamente sugieren la caída de las hojas, el tambaleo del caminante y su desvinculación de la realidad (piano mellado, schönbergiano).
La inestabilidad del lied se refleja en los melismas de la frase final “Wein' auf meiner Hoffnung Grab” (sobre la tumba de mi esperanza). Ian Bostridge es un tenor ligero y nasal (amanerado en la línea de los tenores ingleses post-Pears), de tonos doloridos y suplicantes que acentúan la vulnerabilidad del caminante, la adolescente incomprensión. Mantiene las claves originales del manuscrito, lo cual se advierte en las límpidas texturas; liberada del vibrato, la voz se torna blanca como la nieve circundante. El ciclo como una extensión de la tradición teatral británica del psicodrama: sardónico e intelectual, inquietante, satírico, histérico. Es ésta una opción muy comprometida, atrevida casi: cada canción es un drama autónomo en miniatura; el énfasis en la angustia de cada palabra amenaza con agrietar la arquitectura básica del lied, cuando la declamación se impone a la línea legato y se pierde la visión general. Leif Ove Andsnes se hace notar en cada requiebro armónico, en cada punteo rítmico, igualando la elocuencia vocal con un contrapeso de cordura. A destacar la desincronización de las manos en el lied Wasserflut que anticipa los polirritmos brahmsianos. Grabación tan cercana que las declamaciones germánicas salpican saliva (EMI, 2004). 





17. Im Dorfe [En la aldea] en re mayor: A ritmo exclusivo 12/8, el piano onomatopeya los ladridos del perro, un murmullo en los bajos seguido de largos silencios. Mientras, la voz evoca sorda y monocorde la tranquila dicha de los habitantes dormidos, una tentación negada al viajero (¿premonición del Zaratustra nietzscheano?), para, de pronto, estallar su renuncia en un desafío despectivo, valerosamente el desarraigo.
Thomas Quasthoff es un barítono lírico de voz ancha, densa, suave, y tintes penumbrosos (sobre todo en el registro grave, donde su registro de pecho le faculta para atisbar el abismo; su agudo se inestabiliza en los pasajes forte), legato fluido y bello, claro en la dicción, matizando el texto con sutiles gradaciones de color vocal (sin caer en el academicismo retórico del último Dieskau), juvenil y vulnerable en las postreras canciones del ciclo. Liederista puro, no utiliza teatrales recursos operísticos, pero sí juega con las dinámicas, sobre todo en los íntimos finales de frase, de tal manera que su sufrimiento parece enteramente natural. El sereno acompañamiento de Daniel Barenboim comparte la visión optimista del ciclo, otorgando el liderazgo a la voz, pero añadiendo su pizca de individualidad y claridad textural. Excelente sonido registrado en concierto público (con pequeñas correcciones posteriores) en la Philharmonie de Berlín (DG, 2005). En las reseñas del recital se puede leer que Quastoff estaba tan molesto que abroncó al público por la injustificable catarata de toses entre lieder.





18. Der stürmische Morgen [La mañana tormentosa] La violencia contenida en el lied anterior estalla aquí: La tonalidad de re menor, que, para Schubert, hace alusión a los elementos desencadenados, las ráfagas vehementes al piano, la voz dividida en largos intervalos. Amenaza y confusión hasta que voz e instrumento al unísono revelan la afirmación simbólica “Es ist nichts als der Winter, der Winter kalt un wild” (Esto no es más que el Invierno, el Invierno glacial y salvaje). Las numerosas octavas dobladas posiblemente simbolizan la identificación del poeta con los elementos.
Peter Harvey es un barítono ligero especialista en música barroca, de tímbrica mórbidamente divina que se extiende por toda la tesitura (acaso algo forzado en los extremos), con plena utilización de los contrastes dinámicos y pronunciación intachable (por pedantería diremos que algo empalagosas las vocales). Lectura belcantista de dignidad meditativa, casi demasiado galante, sin implicarse en profundidad en el sufrimiento del caminante. Una intimidad y atractiva transparencia que se va lentamente anudando para reventar en el lied nº 20 en una abstracción neurótica cáusticamente cínica. Pero la característica que define la grabación es la elección del acompañamiento: Gary Cooper toca una copia de un fortepiano Brodmann de 1823 que realiza colores perlados y delicadas dinámicas vedados al piano moderno, con transposición de claves personalizada para el plástico instrumento, imaginación libertaria en el uso del pedal, innovación formal (modernizante: más literal y menos simbólica), y clarificación de texturas. La diáfana e inmediata toma sonora (Linn, 2009) nos permite degustar las susurradas caricias y los fantasmales tonos instrumentales.





19. Täuschung [Ilusión]: La tonalidad de la mayor (habitualmente asociada a lieder de perfección formal, líricos, concisos y equilibrados) posee un efecto irónico, como lo son los comentarios del piano a las palabras del poeta. Un lento y pequeño vals que recupera el ritmo 6/8 (un imperturbable pedal negra-corchea como un referente luminoso e inalcanzable), que en su misma ingenuidad acuna su tragedia. Una tonalidad cambiante e inestable, un espejismo delicado y danzable, emblema de la exclusión social.
El dulce evangelista Mark Padmore es un tenor de claro timbre juvenil, sencillo pero expresivo: entusiasta en la zona alta de tesitura, con un toque acerado cuando es necesario; algo más pálido en los graves. Pronunciación del alemán problemática y uso cuidadoso del vibrato adornan los claros y variados contrastes dinámicos, que también se aplican a los tempi. Una intensa desolación espiritual se va desarrollando a lo largo del ciclo: perplejo y confuso al principio, el caminante transita “hacia la esterilidad sentimental, no hacia la muerte” según Padmore. Con resistencia estoica ante lo abrumador, padece momentos de arrepentimiento junto a otros muy turbulentos, pero siempre prevalece la angustia, la rota melancolía. Los acompañamientos de Paul Lewis, llenos de pequeñas sorpresas de énfasis y articulación, son soberbios, sensibles e inteligentes, aunque algo retraídos con relación a la línea vocal, como un observador neutral. Atención a la afilada armonía del último lied: de principio a fin, al comienzo de cada compás (y no sólo en los dos primeros, como pide la partitura), se escucha el acorde disonante en el bajo. Una solución extrema e incluso cruel (pero efectiva) para la conclusión del ciclo. Registro vibrante y natural (HM, 2009).





20. Der Wegweiser [El poste indicador] en sol menor: Ritmo de marcha moderado 2/4, como un canto de peregrino, la voz comentando las dificultades e incertidumbres del camino, dialogando con el piano. En la segunda estrofa el paso a sol mayor rubrica la fatalidad, mientras la voz se eleva por tramos para clamar su zozobra. Cada vez más recitada, la voz fatigada y dolorida acusa la dificultad de asumir un destino ineludible. La monótona letanía que resalta contra el lento y cromático descenso del bajo (eterno símbolo de muerte) tiende a un poderío aterrador en la estrofa final “Einer Weiser seh ich stehen” (veo un poste inamovible ante mí) que podría ser una metáfora de la cruz cristiana. En la línea mística baudeleriana, el Viaje (iniciático, sin retorno, como necesidad) concluye sobre un coral en filigrana.
Werner Güra es un tenor lírico ligero de voz ágil y juvenil, apacible y tierna. Su implicación psicológica (en la línea de Bostridge) es muy variada y va de lo inexpresivo a lo febrilmente atormentado, y sus repentinos cambios de humor suelen ir acompañados de grandes contrastes dinámicos que según avanza el ciclo se van minimizando: entonces la calma del poeta es aún más demoledora. Christoph Berner sombrea dramáticamente el acompañamiento a cargo de un fortepiano Rönisch de 1872 (¿Por qué la elección de un instrumento posterior en medio siglo a la muerte del compositor?), de timbre sólido, seco y cálido, más colorido que el de Cooper, de imperturbable precisión en los ritmos, tratado de igual a igual respecto a la voz. Otra excelente grabación de Harmonia Mundi (2010).





21. Das Wirtshaus [La posada]: El clima espiritual se prolonga aquí (“muy lentamente” pide Schubert). La célula negra-corchea-corchea puede evocar en su carácter fúnebre (fa mayor) el Kyrie gregoriano: un concepto de letanía donde piano y voz alternan las respuestas. El caminante se encuentra en un cementerio (posiblemente empleado por Schubert como metáfora de la Iglesia) donde pide, en vano, refugio (vedado para el suicida). Entonces cesa el diálogo, los interludios instrumentales desaparecen y la voz reitera la reanudación del camino, mayestática, angustiosa y amargamente irónica.
La anticipación de la muerte que permea este lied se ve perfectamente reflejada en la retraída interpretación de Florian Boesch: poderoso barítono, pero ligero y maleable, resonante. El osado intervalo emocional remite a reproches shakespearianos, su neurótica irregularidad vocal nunca se interesa en un melodioso legato o en un fraseo gracioso. La tristeza engulle el ciclo, la mayoría del tiempo en resignadas y melancólicas dinámicas piano, y con frugales forte en los clímax que van pormenorizando sin compasión la desintegración mental. El acompañamiento ideal para esta alucinatoria exuberancia de Boesch es la maniaca y corrosiva colaboración de Malcolm Martineau (viveza expresionista de amplio rubato, sombrío y cauteloso). Este nivel de intimidad (afín al método interpretativo Stanislavski) hubiera sido imposible en una actuación en directo, pero la cercanía al micrófono permite la austera identificación con el texto (Onyx, 2011). 





22. Muth! [¡Valor!] en sol menor: Contrastando con los lieder precedentes, la asunción del rechazo provoca un “rápido, con fuerza”, una reacción violenta, la proclamación del valor en la soledad y una lógica negación de la existencia divina (reflejo personal de Schubert en ese sentido). El seco diálogo entre voz y piano (cual acompañamiento en el servicio religioso) en las dos primeras contundentes estrofas, con breves intervenciones a ritmo de marcha 2/4, da paso a una agitación imperiosa y triunfante en la afirmación de la ausencia de Dios.
La tenoril voz de Christoph Prégardien ha ido con el tiempo -desde su magnífico registro con Andreas Staier (Teldec, 1996)- oscureciéndose hacia lo baritonal, aunque mantiene su amplia paleta de colores, el timbre avellanado, dulce sin llegar a lo meloso, la fascinante variedad de matices, libre de oscilaciones, coloraciones o sobreinterpretación del texto. Tempi más rápidos de lo habitual conectan los lieder como un ente unitario. Michael Gees realza pasajes de manera potente e impactante. Ambos artistas, sin formación jerárquica, mantienen abierto en todo momento el proceso de improvisación, lo que conlleva la impresión de que el ciclo está siendo creado en este momento, componiendo los poemas sobre la música en una tercera vía: sin dejar de lado los aspectos más oscuros del Winterreise, evitan basar todo el ciclo en la idea de la Muerte, y celebran sus (escasos) elementos amables. Con menos legato y más articulada la declamación, menos autocompasión y más coraje, para Prégardien el poeta continuará caminando en busca de una primavera no demasiado lejana. La toma sonora hace gala de una claridad innatural (Challenge Classics, 2012).





23. Die Nebensonnen [Los soles contiguos] en la mayor. La música está más allá del sufrimiento o la locura: Una transfigurada y encantada zarabanda cuyas melodías circulares (en trance) rodean una sola nota. Cima del recitativo estático en un ámbito vocal muy restringido; la discreción dentro de la gravedad del acompañamiento contribuye a crear un clima de solemnidad. Al final del texto espera la aspiración a la oscuridad presente en el corazón de Schubert.
Gerald Finley despliega un inteligente vocalismo baritonal de medios líricos contenidos; en las dinámicas, rara vez supera el mezzo-forte; el vibrato al mínimo. Lectura psicológica, elegiaca, pesarosa, mas evitando los tintes lúgubres: la peregrinación existencial hacia la muerte es aceptada con estoicismo. Formalmente el ciclo se ve como un todo, directo y poético, con un final encauzado hacia la ensoñación sombría en vez de deriva hacia la demencia. Más que una historia nos susurra una confesión, con severidad, ambigüedad, introspección. Una comunión a partir de la escala íntima y restringida. Esta economía de medios consigue un impacto emocional inmenso al investirse completamente en la complejidad del personaje. Abatimiento, angustia y melancolía, la voz de Finley toca fondo entregando una desolada calma interior. Su pianista monogámico, Julius Drake (de aproximación percusiva), aporta una extraordinaria flexibilidad y colorido a partir del uso permanente del pedal, los ritmos angulares, los desesperados pálpitos suplementando con perspicacia los matices del aporte vocal (Hyperion, 2013).





24. Der Leiermann [El organillero] en la menor: El último poema reúne muchos de los elementos constitutivos del ciclo: La ciudad y los perros, el cuervo bajo el sol helado, el rechazo, la imposibilidad del descanso… Por fin el poeta hace contacto con otra persona, desamparada y tambaleante, condenada a repetir retazos melódicos. Lied perfectamente estático (las dos quintas inmóviles, que van a sonar como un tañido en cada compás), de sombría parquedad, monotonía textual y estrófica (su trivialidad anticipando a Mahler). El ritornello final, siempre puntuado por el inmutable bajo, resulta indiferente, mientras la extraña pareja parece difuminarse en el helado horizonte. Teclado, zanfona y voz tienden a confundirse, adoptando su contorno –desaparición del Yo– mientras la fría y desnuda melodía plantea el interrogante final: el organillero puede verse desde el tradicional punto de vista como símbolo de la muerte; o como un primer paso hacia la rehabilitación; o como el auténtico narrador; o como una aterradora visión de la futura existencia del compositor –su irremediable enfermedad degenerativa–. El viaje desemboca en el viaje, o como dijo Einstein: “La obra se detiene aquí en el umbral de la demencia”.
Como refieren los apuntes del disco, para Jonas Kaufmann el músico es una quimera de la imaginación del caminante, su propio destino. De hermosa y áspera voz tenoril, de flexible poderío wagneriano, de un insólito timbre oscuro, domina la íntima mezza-voce, brilla en los viscerales agudos en forte, y es modelo de dicción (a excepción de unas pocas extravagantes erres), legato y transición dinámica. Su presentación teatral está algo atemperada, pero no escapa enteramente al melodrama: acaricia, gruñe, canta a través de los dientes. Kaufmann libera su tono operático, rico en fútiles ironía, protesta, lucha, alternados con gentil, compungida introspección. Meditativo, como recapitulación final antes de la muerte, concentra el aislamiento y la vulnerabilidad del caminante. Cada lied como una catarsis, disminuyendo el efecto de continuidad narrativa. Pianismo cartesiano el de Helmut Deutsch, meticulosamente controlado, de claras y precisas texturas, más un fantasma del pasado que un compañero de viaje, urgiendo al suave y espectral terciopelo a un escalofriante crescendo final que arropa su última exhalación de dolor, bella pero agonizante en la aceptada derrota. De rango dinámico excepcional, la grabación recuerda la experiencia de un concierto en vivo, resonante si bien clara en finura, cálidamente heroica (Sony, 2013).