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sábado, 12 de agosto de 2023

Mozart: Quinteto para Clarinete , Kv. 581

Durante casi cien años los clarinetistas han grabado reconstrucciones especulativas del Quinteto KV 581. La empresa es encomiable: por un lado, la desaparición de los instrumentos pertenecientes a Anton Stadler, hermano en la masonería y amigo íntimo de Mozart (y de quien aprendió el inexplorado potencial técnico y expresivo del clarinete), ha llevado a navegar a tientas hasta la aparición en 1992 de un grabado del bassetto original: con una campana globular en un ángulo de 90 grados con respecto al cuerpo principal, produce un sonido más oscuro y ligeramente más velado, y cuyo rango se extiende cuatro semitonos hasta el do bajo.

Por otro lado, la pérdida del autógrafo de Mozart (y dado que las primeras ediciones del Quinteto son ya transcripciones) hace que los músicos tomen sus propias decisiones en articulación y dinámica. Además, para el intérprete del bassetto es tentador utilizar las notas adicionales disponibles, generalmente mediante arpegiación extendida y ocasionalmente en figuras melódicas.

El Quinteto es una pequeña ópera de cámara: a través de una variedad de escenas, los personajes hablan, se lamentan y bailan, con estados de ánimo y alianzas siempre cambiantes, mientras rememoran la misma historia desde un ángulo diferente cada vez.

I Allegro: En forma sonata, alinea exposición (compases 1-79) de hasta cinco células temáticas; desarrollo (cc. 80-117), donde todos los instrumentos destacan como solistas concertantes; reexposición (cc. 118-169), que se prodiga en reelaboraciones exquisitas; y coda (cc. 169-197).

II Larghetto: Un canto nocturno de gran sutileza armónica apoyado en arcos en sordina. Dos compases puentean las secciones del lied: A (cc. 1-27); B (cc. 30-48); A (cc. 51-77) y breve coda (cc. 80-85).

III Menuetto: Un minueto bucólico y popular con dos tríos: uno sombrío, reservado a las cuerdas y con fuertes disonancias; y de segundo, un ländler donde la rusticidad del clarinete le acerca a sus orígenes alpinos.

IV Allegretto con variazioni: Un tópico simple con seis glosas de longitud muy regular. En la Variación I (cc. 17-32) las cuerdas se reparten el tema, contrapunteado desde el clarinete; las Variaciones II (cc. 33-48) y III (cc. 49-64) son un juego pareado de preguntas, protagonizados por el curioso violín y la melancólica viola; el modo mayor de la Variación IV (cc. 65-86) ríe en virtuosas semicorcheas; tras cuatro compases de dramática pausa, la Variación V (cc. 87-100) retrasa la resolución en un lírico y tierno adagio; una breve transición lleva a la Variación VI (cc. 106-141), una alegre coda que devuelve los personajes al escenario para un último saludo.

 

 188 lossless recordings of Mozart Clarinet Quintet KV 581 (Magnet link)

 

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¿A quien se le ocurriría tocar una partitura para violín con un instrumento de tres cuerdas, arreglando o tocando en la octava todos los pasajes escritos en la cuerda sol? Hoy en día es casi impensable interpretar la obra con un instrumento standard en si bemol, muy alejado de la acústica original, y de difíciles empaste y equilibrio dinámico con las cuerdas (pero si se busca esa remembranza estética se pueden rastrear ejemplos en la entrada dedicada al Quinteto op. 115 de Brahms).

Hans Deinzer abrió en 1976 la recreación de instrumentos auténticos, o mejor dicho, parcialmente adecuados (estrictamente hablando, el público debería llevar peluca y no haber trabajado ni un solo día de su vida). A pesar de emplear una primera reconstrucción de un bassetto austríaco de 1790, la impresión es de cierta pesadez en los tempi, de articulación lenta y cautelosa, y el conservador seguimiento de la edición tradicional no refleja los graves que pudo tener el manuscrito de Mozart. A favor puede citarse el magnífico equilibrio entre los miembros del Collegium Aureum en la toma sonora (DHM).

 


 

 

 

Alan Hacker estudió una amplia gama de fuentes (algunas de ellas espurias) hasta descubrir la tesitura extendida del clarinete de Stadler. A partir de ahí se implicó en la construcción de un híbrido esencialmente moderno en su afinación y mecánica, pero con la adicción de una pieza de 17 centímetros previa a la campana donde se instalaron cuatro nuevas llaves. Una pena que la imaginativa ornamentación resulte enmascarada por la monótona dicción, sobre todo en el bruckneriano larghetto. El Salomon String Quartet queda sepultado en la infame toma sonora, lejana y apelmazada para la fecha (Musical Heritage, 1984).

 


 

 

 

Anthony Pay y Charles Neidich optaron por un clarinete di bassetto acampanado, largo y recto, pero regresando a la afinación adecuada. Estas lecturas suenan anticuadas, ligeramente clínicas, serena y cordialmente moldeadas con contornos esponjosos, discretamente contrastadas y ornamentadas, con todavía algo de apreciable y efusivo vibrato. Los solistas de The Academy of Ancient Music Chamber Ensemble (L'Oiseau Lyre, 1987) y L’Archibudelli (Sony, 1992) son legendarios, aunque su tímbrica es ácida y el registro grave de las cuerdas poco presente.

 


 

 

 

El Quatuor Mosaïques restaura una música civilizada, de marcado carácter coloquial y racional. Visiones de un clasicismo maduro y dolce que templa las disonancias y aplica un carnoso y vaporoso vibrato. El larguetto es un verdadero duetto vocal donde soprano y contralto intercambian elocuentes gentilezas (en 1789 Mozart estaba trabajando en Così fan tutte). Si el primer trio posee una desolación schubertiana, en el segundo el violonchelo intenta intenta poner los pies en la tierra con su nota pedal y repetidos pizzicati, pero al final se ve obligado a intervenir espectacularmente con un solo rapsódico (cc. 104-108) para sofocar las dudas y el mal comportamiento de sus compañeros, especialmente las dobles cuerdas del primer violín. La grabación, jerarquizada en importancias, deja traslucir el traqueteo de las llaves del clarinete de Wolfgang Meyer, copia de un basset austríaco de colorido y expresividad tímbrica diferenciados según la tesitura, con un opulento registro grave muy amaderado (Audivis, 1992).

 


 

 

 

Naturalmente el Kuijken Quartet aporta una incisiva articulación a sus cuerdas historicistas, de fuerte carácter y ortodoxia sin adornos, sin que la prioridad sea el esmalte impoluto, sino la franqueza camerística entre los asistentes, reunidos para el entretenimiento común, amable y educado, las voces integradas en un mismo discurso. Destaquemos el ritardando afectuoso en los cc. 107-108 del segundo trío y la cualidad hipnótica del extatismo ultraterreno y nymanesco del clarinetto d’amore de Lorenzo Coppola en la sublime variación III. La cercana toma sonora (Challenge, 2003) permite recrear las refinadas sutilidades de ataque y dinámicas, amén de accionamientos de llaves y arcos.

 


 

 

 

Suavidad (como en el caso de Stadler según nos cuentan las fuentes) y discreción (tan valorada por el siempre práctico Leopold) son las características esenciales de la versión de Eric Hoeprich, moderadas las veces que entra en valores graves, con muy pocos adornos e inflexiones alteradas. Hoeprich toca su propia reconstrucción, clara en los agudos, robusta en la


tesitura central y de graves cálidos y resinosos. Como curiosidad, Hoeprich descubrió que es posible obtener un si grave cerrando un orificio de ventilación con la rodilla. Hay un pasaje en el quinteto donde esa nota pudo haber sido empleada, y se da aquí como una ossia en el primer movimiento (c. 147). El bassetto entrelaza seductoramente con el London Haydn Quartet, dando lugar a unas texturas inquietantemente bellas al principio del larghetto. La entonación del grupo es impecable, con acordes magníficamente afinados y disonancias punzantes, ataques y articulación excepcionalmente limpios, con inteligente y parco vibrato, acentuación, fraseo y rítmica variados y flexibles, con innumerables detalles de sombreado y contrastes dinámicos erosionados. La grabación captura la respiración de los músicos y los ocasionales artefactos técnicos (Glossa, 2006).

 


 

 

 

La visión de Jane Booth es muy tranquila y pausada, resaltando las ricas e inusuales modulaciones del desarrollo inicial (cc. 80 y ss.). El Eybler Quartet hace gala de unos instrumentos apropiados y perfectamente integrados, cuya polifonía se hace presente en una envolvente grabación (Analekta, 2010), en la que las cuerdas se despliegan en abanico, con el segundo violín opuesto al primero. Su contribución se adapta amortiguando el comienzo y final de sus frases, y es conmovedora en el primer trío donde conjura la melancolía subyacente a la careta mozartiana. Los intérpretes no temen detenerse en momentos escogidos, como el final de la reexposición del allegro (c. 166), los puentes previos a la vuelta de la sección A del larghetto (cc. 49-50) o la variación adagio (c. 84), produciendo efectos encantadores como resultado. Las decoraciones y adornos son espontáneos y nunca exagerados, especialmente eficaces en el segundo trío (incluso con portamenti bufos), que preparan el escenario para el tema y las variaciones que siguen. Sonido heterogéneamente natural e inmersivo, muy transparente, de vibrantes texturas y con la tímbrica de las cuerdas cálidamente rasposa en la sección imitativa al final del desarrollo (cc. 98-114).

 


 

 

 

El nombre de The Revolutionary Drawing Room proviene de la sala que en la época georgiana era el escenario privado en las casas de los músicos y sus mecenas. El cuarteto, con un cultivo exquisito de las dinámicas, toca sin atisbo de vibrato, excepto en las ocasionales notas largas ligadas, donde el violín I adorna con una sombra. Las frases respingonas del segundo trío desfilan con una sonrisa patética y forzada. Escúchese cómo la viola inyecta ominosas apoyaturas en la tercera variación en clave menor, o cómo el clarinete y el violín intercambian furiosos los últimos recuerdos nostálgicos en la quinta variación, antes de concluir con respetuosa cortesía que las nubes pasarán. En la variación final, Mozart permite que el clarinete bajo muestre sus cualidades tonales más idiosincrásicas (incluyendo el oscuro registro chalumeau). Colin Lawson adopta un diseño vienés de petaca cuadrangular sobre la que se monta la campana, y comienza su floreo de apertura en do (impreso) y no en sol como se suele escuchar, pero las notas coinciden ahora con las de la segunda floritura, una octava más alta. Decorando ampliamente con elegancia y carácter, sus fantasías de difusa tersura ahumada jamás restan belleza a la línea melódica (Clarinet Classics, 2012).

 


 

 

 

Aunque el propio Romain Guyot opina que “esta música suena mejor en instrumentos históricos”, su aproximación es fantástica si disfrutamos de la partitura no como un producto acabado, sino como un ser viviente que puede avanzar en cualquier dirección. La picardía alocada disfruta de los extremos de la tesitura, ornamentando con fruición chisporroteante en las repeticiones; los descubrimientos adolescentes, exaltados y exultantes, brotan cantarines y papagénicos, con dinámicas embrujadas y pianissimi radiantes; la imaginación informal, incluso impía, salpica las réplicas ingeniosas, trufadas de suspense, anticipación y entusiasmo. Los demoniacos tempi no comulgan con las habituales asociaciones otoñales de la obra, pero es que Mozart no planeaba morir con 36 años. La sombra del Sturm und Drang sobrevuela el acentuado allegro inicial: tras la llegada a la dominante, el cambio al modo menor y una dinámica más tranquila, las síncopas en las cuerdas conducen a un enfrentamiento entre el clarinete y el resto del conjunto, un estallido de semicorcheas y un trino conclusivo en tres instrumentos (c. 64), que da lugar a la cadencia firme. El efecto es arrastrar al oyente en una ola de actividad cada vez más agitada y dongiovannesca. El segundo trío caricaturiza progresivamente el swing exagerando su paso hasta el punto de que amenaza con descarrilar: Lamentamos que Mozart se haya dejado ir a la deriva, en pos de la modernidad a toda costa” escribió un crítico contemporáneo. El quinteto de instrumentos (modernos, pero tocados con sensibilidad historicista) pertenece a la Chamber Orchestra of Europe, y empastan sin perder la personalidad de sus miembros, destacando el elemento rítmico de la obra (Mirare, 2012).

 


 

jueves, 24 de diciembre de 2020

Haydn: Sinfonía nº 6 Le Matin

El posicionamiento en 1761 de Franz Joseph Haydn como Vice-Kapellmeister de la familia Esterházy comenzó una relación feudal que duraría medio siglo: a cambio de salario, comida, alojamiento y seguridad social se le obligaba al cuidado de los instrumentos, supervisar la conducta y vestimenta de los miembros de la orquesta, y destinar con exclusividad sus nuevas composiciones al disfrute de Su Alteza. La primera obra que el nuevo director musical planteó al pequeño conjunto (una quincena de intérpretes, todos ellos de gran nivel técnico) fue la Sinfonía nº 6, La Mañana, dentro de una trilogía programática junto con la nº 7, El Mediodía y la nº 8, La Noche. Es un híbrido festivo, una lucha ágil y constante entre elementos barrocos y neoclásicos, entre el antiguo concerto grosso y los elementos sinfónicos, una dialéctica de fuerzas que construye una síntesis original y de incalculables consecuencias.

Todavía atado al mundo emocional del pasado, Haydn contempla el futuro en la estructura de sus cuatro movimientos:

I Adagio-allegro: Tras una introducción (compases 1-6, representando el amanecer, algo que ya vimos en La Creación) en la que a la figura del primer violín se van incorporando capa a capa el resto de partícipes de pianissimo a fortissimo, el movimiento despierta y transcurre dentro de una pastoril forma sonata, con exposición de primer y segundo temas (cc. 7-47), desarrollo (cc. 48-86) y recapitulación (cc. 87-118). Al final del desarrollo, el célebre ingenio de Haydn se ejemplifica con la trompa solista que, como por error, repite la apertura de la melodía de la flauta, anticipando por dos compases la recapitulación.

II Adagio simétrico para cuerdas, en el que queda encuadrada una sección andante con galantes diálogos de violín y violonchelo (cc. 14-105) entre dos pequeños adagios corellianos, el último una perorata solemne, casi como una sonata da chiesa.

III: Siguiendo el espíritu de los nuevos tiempos, Haydn introduce un Menuet que arranca con gravedad francesa (cc. 1-34), dando cabida a elegantes embellecimientos en la flauta acompañada por los violines, así como a una fanfarria que conduce al trío en re menor (cc. 35-64), con su quejumbroso coloquio de fagot, violonchelo y viola rodeados de un coro pizzicati.

IV: El Allegro final es otra contundente y apuesta sonata, de carácter concertante y métrica ligera, articulada en la alternancia de solos - flauta, violonchelo y violín - y todo ello bajo la bandera de un nuevo dinamismo sonoro ondeando sobre textura de divertimento.

Aunque no se le pueda otorgar el título de inventor, Haydn merece el crédito de haber desarrollado la sinfonía (e igualmente el cuarteto de cuerda) en términos de forma, contenido musical e instrumentación del género tal como lo conocemos hoy.

 

 43 lossless recordings of Haydn’s Symphony no.6 Le matin (Magnet link)

 

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Desgranemos brevemente algunas de las versiones clásicas como la de Anthony Collins (Boyd Neel Orchestra, Cameo, 1955), cuyo fantasioso clave sale del armario y toma el protagonismo en el desarrollo (cc. 58-65); más convincente es Karl Ristenpart (Rediscovery, 1966), que, al frente de las dieciséis cuerdas de la Kammerorchester Des Saarländischen Rundfunks, fue pionero en la ejecución de la música anterior a 1790 (sin despreciar una importante contribución a la música contemporánea, en un caso similar al de su compatriota Hermann Scherchen). Vital y chispeante, a tempi vivos, con una apertura luminosa. La ausencia de continuo se argumenta (entonces y ahora) en que Haydn era el único teclista empleado en la orquesta Esterházy, y dirigía desde el violín, según la tradición vienesa. Tampoco se han conservado indicios verbales o autógrafos de la adicción de un clave, ni está implícito en la armonía de la obra.

 





Al otro lado del Telón de Acero, Günter Herbig tiene derecho al reconocimiento por sus jubilosos tempi, el mordiente en los ataques, la atmósfera rural, el discreto y sabiamente empleado continuo (Berlin Classics, 1973). Herbig resalta los solistas de la Staatskapelle Berlin para acercar la obra al concerto grosso. El menuet (término, junto al título de la obra, que refleja el afectado gusto francófilo de la época) es, correctamente, poco más rápido que el andante, ya que el metro ¾ está lastrado por corcheas y semicorcheas. Además, rehúsa la tradición de ralentizar la sección trío, confirmando su esencia danzable.

 





Haydn se ha beneficiado en gran medida de las interpretaciones que apuntan a recrear los colores, equilibrios y articulaciones de finales del S. XVIII. El enfoque historicista ha variado el ataque y el vibrato, y ha facilitado la expresión del portamento y la messa di voce. El resultado sonoro es menos confortable y más fiero, sus asimetrías menos mozartianas y más vivaldianas. Para ser honestos, cuando comencé a escuchar el Haydn de Trevor Pinnock adoraba sus pulsos amables y timbres afilados. Ahora, al comparar su individualidad con otras muchas interpretaciones, he decidido revisar esta evaluación. En el año 1986 The English Concert compartía gran parte de sus músicos con The Academy of Ancient Music y tal vez por ello sufre en esta grabación Archiv de hogwooditis aguda: anemia galopante, pálpitos en la línea melódica y congestión del fraseo. El conjunto de cuerdas (4.4.2.2) se empasta en una delicadeza tímbrica que es casi endotérmica comparada con las anteriores, sin que compensen la separación antifonal de los violines ni los coloristas vientos, demasiado integrados en los tutti. La regularidad pedagógica en la cuerda grave, la articulación mecánica y falta de flexibilidad, la rítmica sin fluidez..., dan como resultado un andante laborioso, un menuet palaciego y civilizado, y un finale dibujado y pulido con cuidado, pero de expresión pobre.



 



La primera diferencia con Nikolaus Harnoncourt es de escala. El Concentus Musicus Wien se presenta con un masivo cuerpo sonoro sin resultar anacrónico y apenas confuso en los tutti, aunque es cierto que en la apertura se fuerza la monumentalidad de una Creación casi cuatro décadas posterior. La imaginación de Harnoncourt roza la ocasional idiosincrasia, como el énfasis en la primera barra de compás, el despreocupado andante, o la retención del trío dentro del burlón menuet. Impredecibles también el continuo mediterráneo, el toque de aspereza en la cuerda (escúchese el desarrapado violín en su entrada en el adagio), los choques armónicos destacados, la articulación vengativa staccata, el detallismo intervencionista en detrimento de la línea, casi bernsteniano en los embellecimientos sutiles pero grotescos (Teldec, 1990).



 



Robbins Landon recomienda en su antológica Universal Edition el empleo del clave en aproximadamente las primeras cuarenta sinfonías. A favor de su uso está documentada su utilización puntual en la Viena contemporánea sin parte escrita explícita, algo que Haydn habría podido realizar con facilidad al vuelo; además se plantea la difícil posición en que hubiera quedado el insigne Luigi Tomassini como Konzertmeister de la orquesta Esterházy si el compositor hubiera usurpado su puesto. Roy Goodman (y muchos otros antes que él) propulsa al continuo (activo, pero no intrusivo) los ritmos en un estilo intensamente dramático, sobreenfatizando los pulsos fuertes, silvestre en el allegro inicial, robusto y retozón en el menuet. The Hanover Band (Hyperion, 1991), dispuesta en configuración antifonal, muestra un colorido muy variable gracias al exuberante aporte de los vientos, cuya diversidad e informalidad de los decorados solos paréceme comparable al Concierto para orquesta de Bartók.

 





Las credenciales haydinianas de la Lausanne Chamber Orchestra fueron firmemente establecidas por la estupenda serie de óperas conducidas por Antal Dorati. Bajo la dirección de Jesús López-Cobos (Denon, 1991) despliega las grandes posibilidades de exhibición instrumental, escritas por Haydn no solo para complacer diplomáticamente a sus músicos, sino también por el beneficio económico, ya que el príncipe Esterházy recompensaba financieramente cada uno de los solos. Registro sobresaliente por su estupenda sonoridad moderna, muy espacial, con escultórico protagonismo de los vientos, la disciplina y el control, si bien capaz de introducir felices elementos de duda, como el fagot en el c. 53 del menuet, o destacar la fermata o pausa, característica del lenguaje haydiniano y utilizada por vez primera aquí.

 





La orquesta Esterházy constaba de unas nueve cuerdas (3.3.1.1, acaso ampliando extraordinariamente a 4.4.2.2 por miembros de la orquesta eclesial), flauta, dos oboes, fagot, dos trompas, y posibilitaba “experimentar” en palabras del propio Haydn. Sigisvald Kuijken va más allá y dispone las cuerdas minimalistas de La Petite Bande (2.2.1.1) para que destaquen la huella barroca: las notas repetidas en las cuerdas graves que lideran las melodías que flotan alrededor de ellas, los ritmos con puntillo, la erección de la arquitectura en pilares intermitentes sostenidos en los vientos, que, lejos de ser aparentes entradas puntillistas, poseen un significado motívico. Mordiente y sutileza en la articulación tejen un lienzo contrastado en tímbrica, por ejemplo, en el allegro inicial, donde un pizzicati casi imperceptible va de la mano de una trompa gamberra. La levedad de los tempi resalta un finale muy ponderado que revela una profundidad inédita. Los solos siempre integrados, sin exhibicionismos, con el propio Kuijken adoptando también el posible (pero discutible) papel de Haydn como concertino al violín, a menudo guiado y encauzado por los afrutados vientos. La natural reverberación expone la plenitud tímbrica de los bajos en el íntimo menuet (Accent, 2012).



 



El rasgo preponderante de la versión de Skye Mcintosh es la singularidad de su continuo: amanece con acordes al clave, y percute en el resto del allegro inicial. Pero, atención, en el adagio es reemplazado por un órgano positivo que enlaza con un Corelli en su vertiente más severamente austera, la de la sonata eclesiástica. Onomatopéyico el Australian Haydn Ensemble (4.3.3.3), que se difumina a un discreto rol de soporte cuando los embellecidos solistas realizan sus entradas, por ejemplo, el timbre afrutado del fagot en el subacuático trio (de singular importancia es su independencia, aparte de su tradicional compromiso en el soporte al bajo). Generoso rango dinámico (ABC Classics, 2016).





lunes, 6 de abril de 2020

Gluck: Orfeo y Eurídice

Se dice que Orfeo y Eurídice abre el camino como mojón fundamental en la historiografía musical a su evolución dinámica en Mozart, e incluso la transformación hacia el drama homogéneo y total wagneriano. Sin embargo, se suele olvidar que sus conceptos básicos flotaban ya en el ambiente previo: el libreto que Raniero di Calzabigi escribe sobre el mito preserva el casto clasicismo del original virgiliano y retorna a los ideales de pureza, equilibrio y simplicidad, hacia la proporción armoniosa y la naturalidad emocional rousseauniana, donde el drama predomina sobre la escenografía, apartándose de situaciones convencionales y podando la frondosidad verbal sin significación teatral. La economía de medios con solo tres personajes descarta la estructura rígida e intrincada, las floridas disquisiciones, los pomposos espectáculos barrocos.
La ópera que compuso para dicho libreto Christoph Willibald von Gluck en 1762 parte de la continuidad del discurso musical-dramático, donde recitativos acompañados avanzan la trama y realizan la transición entre los números cantados. El novedoso sistema de integración de coros, solistas y danzas en una emulsión clara y de acción minimalista (sin episodios marginales, aparte el festivo final) se suma a la música colorista y elemental armónicamente, con pocos cambios de clave y modulaciones. El canto es esencialmente silábico (los escasos melismas o saltos interválicos amplios potencian el sentido del texto), galante y melódico, depurado del contrapunto excesivo y alejado de “la extravagancia gótica y barbárica” en palabras de Calzabigi.








1762
No sé cuál es el misterio que atesoran estas producciones de finales de los sesenta. Quizá sea la coloración de la Münchener Bach-Orchester, masiva, morosa y romántica. Karl Richter convierte el ballo inicial en una verdadera elegía fúnebre, con la resonancia de una pasión bachiana. Serio y venerable, el coro muniqués asociado solfea empastado e impecablemente afinado, germanizado en sabor y refinado en exceso para amedrentar como Furias. Dietrich Fischer-Dieskau impone un suntuoso aire oratorial, magistralmente detallista. Cada sentencia es un poema: escúchense sus inestables recitativos intercalados con intervalos disonantes en Chiamo il mio ben cosí, que trazan el dolor del protagonista en la tradición madrigalística, de legato y colorido impecables técnicamente, pero fuera de rol en la suspirada aria Che farò senza Euridice. Aunque traspuesta su tesitura baritonal (opción injustificable musicalmente), el contraste tímbrico con la serena y pura soprano Gundula Janowitz es bienvenido, pese a que su temperamento flaquee en calidez e vehemencia. La Danza de la Furias de 1774 se cuela ucrónicamente de tapadillo para solaz de los oyentes. La toma sonora propulsa al solista en un intrusivo primer plano (DG, 1967).






Accent edita en 1982 el primer Orfeo con criterios historicistas. La Petite Bande (5.5.4.3) despliega una plasticidad didáctica aún deficiente en expresión y carácter (Sigiswald Kuijken comenzaba a ejercer de director), con un aire más barroco que prerrevolucionario en acentuación y fraseo: así, el trémolo borrascoso de las cuerdas en Numi! barbari Numi! le da un afrancesado olor a Lully, y en los pasajes de recitativos acompañados hay una laboriosa literalidad de ritmo. Abundante ornamentación, espléndidas dinámicas, tempi lentos y, a menudo, muy lentos, con un semblante de formalidad en las danzas, cual oasis gentiles. El contratenor René Jacobs, perfecto de entonación, mas de timbre gris y bajos débiles (su tesitura orbita del la grave al mi agudo), propone un protagonista angustiado en su cuidadosa e inteligente declamación, trufada de gustosa decoración. En Che puro ciel el descriptivo acompañamiento orquestal de la grácil acuarela de los Campos Elíseos se beneficia de las transparentes texturas, una de las más complejas compuestas por Gluck. Marjanne Kweksilber (tesitura de soprano del re sostenido grave al la agudo) es una intensa y apasionada Euridice, aunque en su diálogo con Orfeo se ciña en frialdad. El reducido coro del Collegium Vocale evoluciona con delicadeza desde la intimidación al candor como Furias. Las pausas entre números tienden a fracturar el drama en unidades musicales.





El interés en continuar por la senda gluckiana veraz se plasma en la dirección picante y enérgica de Hartmut Haenchen, a pesar de que los instrumentos de su diáfana Kammerorchester C.P.E. Bach no sean idóneos: hay texturas ricas y suaves como en la saturada Che puro ciel, pero en Chiamo il mio ben cosí el recurso barroco al efecto de eco está poco diferenciado. La estrella de esta grabación es el convincente contratenor Jochen Kowalski, elocuente y enardecido, de poderoso registro de pecho en la tesitura grave y media, que torna menos agradable en el agudo (muy abierto, sin vibrato), con falta de legato a tempi rápidos, ornamentado con fruición; en la delicada línea declamatoria Deh! placatevi controla la emoción para verterla desesperado en el Che farò senza Euridice, interpretado como allegro (pero con destacados rallentandi) según una fuente contemporánea. Dagmar Schellenberger-Ernst es una soprano agitada, urgente, fresca, pálida de color vocal. El amplio coro Rundfunkchor de Berlín vocaliza candente y sensual, y presume de un poderoso efecto en el ritmo con puntillo como Furias. La toma sonora (Capriccio, 1988) encierra las voces en una zona indistinta y brumosa que oscurece las figuraciones rápidas.






Descarto la camerística visión de Frieder Bernius con Tafelmusik (Sony, 1992) por su aroma arcaizante y demasiado seráfico para recrearme en la vigorosa iconoclastia teatral de John Eliot Gardiner y sus translúcidos English Baroque Soloists (9.7.5.4), ejemplares en las caracterizadas danzas, en la sugestión de penumbra melancólica del río en el acompañamiento en T’assiste Amore!, en el intensivo uso de instrumentos solistas con motivos naturalistas en Che puro ciel. El contratenor Derek-Lee Ragin es ardiente, tenso, casi caprichoso en el drama del recitativo Che disse, feroz en sus súplicas a las Furias, si bien sus embellecimientos en Che farò senza Euridice no ocultan las dificultades en la emisión grave, los cambios de color, las deficiencias de pronunciación, su menor volumen respecto a la soprano Sylvia McNair, de liviana y gélida belleza, inocente en su reanimación. Precisión máxima para el Monteverdi Choir en su rol de Furias: acordes disonantes y fuerte contraste dinámico, reflejo especular de las interpolaciones de Orfeo en el coro de apertura. La estupenda grabación (Philips, 1991) concibe leves movimientos escénicos de los cantantes.






Tres décadas después René Jacobs lleva Orfeo al disco, esta vez como director (HM, 2001), e imprime a la espectacular Freiburger Barockorchester de tal sublime rítmica que rezuma vitalidad en cada escena, con un concepto de acentuación estilísticamente danzable, audaz en las dinámicas. Fantástica la percusión añadida que consigue salvar en parte la debilidad de la obertura, insulsa y sin ninguna relación con la peripecia teatral, así como en el pasaje que precipita el descenso al Hades al final del acto I. Las heladas y funestas disonancias que serpentean a continuación dialogan con la firmeza de la tórrida y corpórea voz de la mezzo Bernarda Fink, que nos persuade con naturalidad de su soledad y su dolor sin lágrimas. La afligida y temperamental Veronica Cangemi es verdaderamente irresistible para Orfeo, aun cuando alguna vez su entonación yerre. El RIAS Kammerchor está en plena forma y adecúa su temperatura a cada acto. El palpable sonido (con efectos especiales) está a la altura del evento.
 





La adaptación cinematográfica (que excluye o abrevia las danzas) debida a Václav Luks y la orquesta Collegium 1704 está idealmente rodada en el teatro barroco del castillo de Český Krumlov a la luz de las velas y con un uso encomiable de las sombras. Si poderosa escénicamente resulta la pareja del contratenor Bejun Mehta y la soprano Eva Liebau, Regula Mühlemann es una Amore insuperable. Los decorados de estilo dieciochesco están destinados a convertirse en un clásico con el paso de los años (ArtHaus, 2013).







1774
En 1774 Gluck inicia una campaña cuidadosamente planeada para conquistar el mundo operático parisino. Donde Orfeo era una obra revolucionaria, Orpheé et Eurydice fue entallada a los prejuicios más conservadores de la audiencia regular: la adaptación incluye un nuevo libreto francés (traducción directa del original), reescritura musical con extensión y cambios en orquestación (el genial uso de la trompeta), ampliación de escala (desde una azione teatrale camerística a una compleja representación en la Académie Royale) y alteración vocal. En París no habitaba la asexuada y semidivina voz castrato, asi que Gluck asignó Orfeo a un tenor ligero (que acaso cantaba en falsete las notas más altas) y por ello perdió el carácter de profunda melancolía que pide el tema. Las escenas en el Hades y en el Elysium son superiores en aliento y abundancia por la adicción de las danzas, arias y melódicas contribuciones corales.

El mismo Gluck marcó muchos pasajes en esta versión parisina para ser tocados con vibrato, enfatizando sus colores armónicos. El efecto se pierde si se hace general, como en la voluntariosa pero apagada dirección de Louis Froment (Hänssler, 1955), sin progresión dramática de la acción teatral, toda serenidad y solemnidad, consecuencia en parte de una secuencia propia de números (y cortes) poco satisfactoria. La Société des Concerts du Conservatoire, registrada en concierto, se muestra imprecisa en los ataques, y su coro garantiza la pronunciación nativa, aunque resulta confuso en la claustrofóbica toma sonora que también perjudica las cuerdas. Destaquemos como el ardoroso tenor Nicolai Gedda borda sus notas con seguridad (con discretas trasposiciones) y desenvoltura técnica (Laissez-vous toucher), mientras la soprano Janine Micheau impone su presencia de matrona romana en sus dudas, sus reproches, su desconcierto ante el desafecto de Orfeo.






Marginalmente mejor la grabación Philips de un año después, aunque como era de rigor en los 50 hay prominencia de las voces en relación a la Orchestre des Concerts Lamoreaux. Hans Rosbaud dicta una calma lectura con pujante fraseo legato, pulso rítmico rígido y líneas sostenidas, las danzas con gracia funérea. Timbre texturado del Conjunto Vocal Roger Blanchard, algo letárgico y pesado. Léopold Simoneau, noble héroe decimonónico de pulida belleza, también recurre a la trasposición de algunos números ante las dificultades casi insalvables de la tesitura de Orfeo, que sube cuatro tonos y se ve ampliada hasta casi las dos octavas, desde el mi grave al re sobreagudo. Suzanne Danco negocia un amplio y sostenido vibrato sobre un distinguido francés idealmente pronunciado.






Dichas lecturas parecen opacas y pesadas al lado de la editada por Naxos en 2002. La ingravidez es el factor diferencial de la propuesta de Ryan Brown, que en las danzas aflora en todo su esplendor. Culpable de ello es la diáfana Opera Lafayette Orchestra (5.4.3.3), mucho menor que el conjunto empleado en la première (14.14.5.12), y que integra instrumentos y articulación historicista al servicio de la vivacidad teatral: percíbase cómo en la introducción al acto II acentúa el tenebrismo de la textura orquestal con unas dramáticas trompetas naturales. El coro asociado (14 integrantes por los 47 del estreno) está a similar nivel. Excelente asimismo el tenor ligero Jean-Paul Fouchécourt, ágil y elástico, de gran registro superior, esmalte aterciopeladamente monocromático, y que aporta sentido de sorpresa en Quel nouveau ciel y delicados ornamentos en J’ai perdu mon Euridice; junto a él aparece la soprano Catherine Dubose, de timbre avasallador y penetrante, si bien dulce y expresiva a voluntad.
 





Mi buen señor, es intolerable. Siempre gritáis cuando dererías cantar, y cuando es cuestión de gritar no lo hacéis. No penséis ni en la música ni en los coros, gritar como si alguien estuviera serrando vuestros huesos”. De esta guisa Gluck instruyó a su cantante en 1774 a interpretar el coro de apertura, y sin duda con esta premisa actúa Marc Minkowski, colorido y efectista. La sutileza de las texturas no es óbice para el mayor contingente de Les Musiciens du Louvre (9.7.4.6), ni para el coro asociado de 26 voces, variado de timbre ya sea como etéreos pastorcillos o como implacables y maníacas Furias. Minkowski ofrece su característica explosividad de grandes contrastes de ritmo, impulsividad, e interminables danzas a tempo plañidero como la Pantomime des Nymphes et des Bergers. Esta peligrosa volatilidad transita de la ferocidad de los trombones al elegante florecimiento del fraseo en Quel nouveau ciel. Richard Croft es un verdadero haute-contre, brillante de timbre, sensible en la matización verbal de Objet de mon amour!, y cómodo en las extravagantes cadenzas cromáticas en el L'espoir renaît. Mireille Delunsch le acompaña juvenil y enternecedora. Grabación procedente de representaciones públicas, a mi (escaso) entender reveladoras experiencias teatrales, en la línea de su Lully o Rameau (DG, 2004).
 





Juan Diego Flórez es el epicentro de esta grabación (envolvente, pero con una plétora de prominentes ruidos), donde conciertos sin representación escénica fueron recogidos por Decca en tres días primaverales de 2008. El soberbio tenor ligero se ve obligado a ascender hasta los cielos de su tesitura (ojo, en un par de números se ha bajado su rol un semitono), con afinación impecable y rossiniana línea legato (L'espoir renaît), tal vez demasiado muscular para el rol. Más persuasiva teatralmente la soprano Ainhoa Garmendia, que frasea empática, ferviente, flexible y plena de estilo. Jesús López-Cobos conduce irregularmente al Coro y Orquesta Titular del Palacio Real, sucediéndose números dinámicos con otros donde los ataques en las cuerdas resultan cuasi románticos, los metales blandos, las danzas torpemente coreografiadas.






1859
A mediados del siglo XIX el Teatro Lírico de París pidió a Héctor Berlioz modernizar la obra para su reposición. Esta solución póstuma de compromiso cambia su estructura (y por tanto contradice e inmortaliza a Gluck) restaurando la línea vocal de Orfeo a su afinación original (para contralto o mezzosoprano), corrigiendo la orquestación y desechando las danzas parisinas. Desde 1859, en francés o retro-traducida al italiano y mezclada con retales del original, permaneció más de un siglo como la ópera más temprana del repertorio.

En su primer acercamiento a la revisión de Berlioz, John Eliot Gardiner (EMI, 1989) observa correcciones leves y recupera algunos números. La Orchestra of the Opéra de Lyon, apoyada por algunos instrumentos antiguos prestados para la ocasión (como los cornetti, ya arcaicos en 1762), inercia con sobriedad la obra de principio a fin con una selecta sonoridad, terrorífica en la representación del Hades. La deslumbrante mezzo Anne Sofie von Otter hace creíble su pena controlada, en sintonía con el concepto general de Gardiner (menos dramático que su lectura de 1762), masculina e invulnerable. Barbara Hendricks dispensa un contrapunto puro y delicado (Fortune ennemie). El limpio y estilizado coro Monteverdi, tan perfecto de entonación como siempre.






Nos cuentan las fuentes que Gluck era dirigiendo ”un dragón al cual todos los músicos temían, y frecuentemente les obligaba a repetir las frases veinte o treinta veces”. Donald Runnicles es menos fiero, y equilibra (indeciso, en 1995) prácticas modernas e historicistas de timbre y tempi: la Orchestra of San Francisco Opera sale favorecida en el reparto, pero el coro suena irrealmente amplio y lejano. Femenina, suntuosa y positiva la mezzo Jennifer Larmore, que en la endiablada aria Amour, viens rendre à mon âme atestigua el conocimiento del idioma, pasión y diversidad de emociones, y contrasta adecuadamente con el timbre argénteo de la visceral soprano Dawn Upshaw. Runnicles maneja la armonía y las modulaciones para caracterizar el estado de ánimo de los protagonistas. La toma sonora de Teldec disemina los atriles magníficamente.





Pasticcio: Además de las tres ediciones distintas contempladas (1762, 1774, 1859) hay otras grabaciones variadas, alteradas o mutiladas en diferentes versiones, compendios y mezcolanzas posteriores a Berlioz.

La retransmisión radiofónica desde el Teatro Municipal de Amsterdam (EMI, 1951) documenta el incandescente instrumento de Kathleen Ferrier, una de las pocas verdaderas contraltos, con una maternal y opulenta pastosidad. Alguna aspereza e inestabilidad, el intrusivo vibrato, apenas menguan su distintivo poderío en el retrato mayestático de Orfeo: decía Gluck que solo es necesaria la más ligera alteración -una nota demasiado corta o demasiado larga, un descuidado incremento en ritmo o volumen, un adorno desplazado- en Che farò senza Euridice para tornarla una farsa. Desgraciadamente el resto parece inadecuado, desde la pobreza técnica de la soprano Greet Koeman a la impaciente lectura de Charles Bruck, la torpe y sosa respuesta orquestal (insólitos portamenti) y coral de la Netherlands Opera, endeble tímbricamente y victoriana de ritmo.
 





Georg Solti hace gala de su proverbial instinto teatral, impetuoso y refulgente, con tempi extremos. Los sobredimensionados (para la obra) Orchestra & Chorus of the Royal Opera House responden con un sólido y acerado sonido, con beethovenianos contrastes dinámicos. Partiendo de un estilismo vocal verista (y formidable), y sin pretensión de integridad textual, Solti intercala liberalmente fragmentos a modo de rompecabezas de todas las versiones (vertidos al italiano) para permitir a Marilyn Horne exhibir su fortaleza variada y conmovedora, virtuosa en las coloraturas de bravura (Addio, addio). El canto de Pilar Lorengar, no siempre entonado, quejumbra mecido en un trémulo vibrato. La cinemática mezcla simula movimientos escenográficos en el estudio (Decca, 1969).






Raymond Leppard (Erato, 1982), como Solti, escoge números para lucimiento de sus solistas "Broadly I chose whatever option was better", usando el texto parisino (retraducido al italiano) con la instrumentación vienesa, y perdiendo por el camino la concisión y el sentido narrativo del original. Janet Baker está fuera de forma al final de su carrera: sin potencia en la octava grave suena más como una soprano que como una mezzo, y exhibe momentos inestables y dudosa entonación; sin embargo su labor es ejemplar en la efusiva imaginación, en el ritmo e inflexión de los recitativos, en la milagrosa delicadeza en el lentísimo tempo impuesto en Che puro ciel, o en la desolación tras la nueva muerte de Euridice. La tiple Elisabeth Speiser tiene carácter, aunque aburre con su timbre monocolor y pesado vibrato. El Glyndebourne Chorus modula óptimo (para una ópera belcantista) y los diversos retoques a la orquestación logran de la London Philharmonic un sonido robusto, con un fraseo pulido, poco idiomático e intensamente dramático.