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jueves, 1 de agosto de 2019

Bach: Suite BWV 997


La Suite en do menor (BWV 997) de Bach permanece envuelta en un mar de controversias y dudas. Tradicionalmente asignada como obra para laúd, hoy parece obvio que fue compuesta para (y probablemente al teclado de) un clave-laúd. No solo la copia más antigua aparece sobre dos pentagramas y no en la universal tablatura, sino que, además, no es ejecutable técnicamente sobre el laúd sin cambios fundamentales al texto: su tesitura es demasiado extensa (cuatro octavas y una quinta), la línea del bajo densa y arrebolada.
¿Sabemos de alguna ocasión particular en la que Johann Sebastian podría haber usado los legendarios Lautenklavier inventariados a su muerte? El laudista Sylvius Leopold Weiss pasó cuatro semanas en Leipzig en 1739 visitando al kantor, creando y ejecutando música conjuntamente. Pudiera ser que esta ocasión fuera el impulso o la consecuencia de la composición de esta especie de suite truncada en cinco movimientos:

I Prelude: Construcción rígidamente arquitectónica en forma de concerto y breves ritornelli, en tres partes: A (cc. 1-16); B, modulando a la subdominante (cc. 17-33); C, una elaboración intensiva concentrada en la expresiva apoyatura. Bach lo dota de tal magisterio que es capaz de respirar un aire de fantasía improvisada a dos voces: la aguda, florida y flexible; la grave, casi por entero en reposadas y sombrías negras.
II Bach sustituye las tradicionales allemande y courante por una densa e inusual fuga en simétrica forma da capo ABA: A) El sujeto de la exposición se eleva diatónico para desplomarse afectado por un acorde de séptima que se resuelve en una sucesión de grados ascendentes, melancólicamente cromáticos. Un segundo sujeto en forma libre invertida se añade desde el segundo compás, por lo que podría denominarse doble fuga (cc. 1-49); B) Una cadencia imperfecta introduce la sección media con disímil notación en métrica reducida, que es desarrollada con decisión durante 60 compases. A) Restitución literal de la exposición con los compases finales adaptados a acomodar un corto pedal dominante y una breve coda (cc. 110-158).
III Sarabande: Delicado lamento organizado en dos mitades de dieciséis compases, que comienzan con una brevísima imitación entre las voces para enseguida entregarse al flujo de las semicorcheas que contrasta con los pasajes acentuados con puntillo.
IV Gigue: Estilo francés en las joviales agrupaciones de cuatro compases, surcadas de suspiradas apoyaturas, la línea del bajo coloreada por numerosas disonancias en el pulso. Dos secciones, la primera de dieciséis compases, la segunda de treinta y dos, finalizando levemente acortada y armonizada.
V La virtuosa conclusión es una variación ornamental en semicorcheas (a double velocidad) del tema de la gigue con las que rellena sus huecos rítmicos mientras conduce con libertad la línea melódica y la base armónica.









Lautenklavier
Ninguno de estos instrumentos, semejantes al clave, aunque más ligeros y de menor tamaño, ha sobrevivido. Los manuales (dos o incluso tres) permitían el uso de plectros (de piel, imitando un dedo) a diferentes puntos de las cuerdas, resultando en un cierto control dinámico. La ausencia de apagadores se manifestaba en una resonancia natural de los pares de cuerdas (de tripa natural, gruesas y sometidas a baja tensión), afinadas una octava aparte en el tercio bajo de la tesitura, y al unísono en el tercio medio para asimilar la tímbrica del laúd, aunque en un rango más extendido.
Un retrato contemporáneo de un clave-laúd de Bach, fabricado según sus propias especificaciones, nos cuenta que “su sonido podía pasar por el de un verdadero laúd incluso a oídos de músicos profesionales”. Si optamos por creerlo, los instrumentos que se han realizado hasta el momento distan mucho de ese objetivo, aunque las lecturas sean apasionantes:

Gergely Sárközy utiliza una reconstrucción propia, partiendo de un clave nuevamente encordado, al que ha añadido una tapa de resonancia abombada y efectos de crescendi y disolución de registros. Con semejante engendro bastardo nos embarca en un viaje psicodélico, terriblemente imaginativo, con tempi arriesgados (11 minutos de fuga zen), continuos cambios de registro (algunos delirantes, como la tesitura grave moog), grupetti a doble tempo (cc. 21 y ss. del preludio), expresivos clímax puyanescos, y palpables cambios dinámicos. Gigue fuertemente perfumada y double experimental (Hungaroton, 1984).





La clavecinistamente articulada de Robert Hill destaca por su ornamentación rococó, decorada con mordentes y aderezada con trinos, sin variaciones de registros y textura limpia en agudos y contundente en graves (que llegan a lo angustioso en la sarabanda). La falta de apagadores propulsa una cascada de choques armónicos recogida de manera sublime en la toma sonora (Hänssler, 1994). Un Bach elegante, más cercano a la galantería de Carl Philippe Emmanuel que a la didáctica de Johann Sebastian.





Es conocido que Bach diseñaba sus manuscritos con las notas mínimamente desacompasadas en la vertical, quizá indicando cómo sonaba en su cerebro, tentando al intérprete a liberarse del pulso métrico. La continua desincronización de las manos de Elizabeth Farr rompe la mayoría de los acordes, aportando un hipnótico aire de fantasía y de extraordinaria dificultad técnica, muy elástico textural y rítmicamente… y que en la danza conclusiva naufraga en una lenta y distendida improvisación. Rolan también con frecuencia las tímbricas proporcionadas por el gran instrumento de tres manuales, cuyas cuerdas vibran por simpatía en cada nota, como describe con minuciosidad puntillista la grabación (Naxos, 2007).





Laúd
La línea aguda está anotada fuera de registro (hasta el fa³ en la double, un valor que raramente se ve en la escritura bachiana sobre el teclado), con acordes de octava que el laúd no posee. Por ello es necesario el uso de trasposiciones, simplificaciones y afinaciones alteradas.

No solamente este es el repertorio técnicamente más dificil para el laudista (la línea del bajo ha de ser ejecutada únicamente con el pulgar, que no solo ha de tocar, sino parar las vibraciones y evitar las resonancias), sino que además la tensión de sus cuerdas es una pesadilla: Johann Mattheson confesó allá en 1713 que “si viviera ochenta años, me habría pasado sesenta afinando el laúd”. Hopkinson Smith basa su propuesta en las gradaciones expresivas, dando a cada movimiento un carácter personal: escuchemos por ejemplo como en el arranque del preludio (cc. 1-3), Hoppy realza la longitud de la primera nota del bajo de cada compás y acorta cada cuarto pulso (en vez del prescrito negra-silencio-negra realiza blanca-semicorchea). Dado que la duración de una nota en el laúd persiste mientras la vibración continúa o hasta que otra nota es tañida en la misma cuerda, la resonancia de los graves en la fuga tiende a emborronar ligeramente la textura armónica y contrapuntística. La libertad agógica se plasma en un pacífico rubato, si bien la regularidad rítmica de las danzas se difumina en la introspección (penumbrosa la sarabanda). Instrumento debido al hacer de Joël van Lennep, a cuyas siete órdenes de cuerdas superiores se unen otras seis de bajos que no pasan sobre el mástil, afinadas diatónicamente para ajustarse a la clave de la pieza, en este caso un traspuesto la menor, que crea una resonancia oscura y rica de armónicos que la toma sonora recoge en cercanía (Astrée, 1981).





El resto de lecturas parecen estériles a su lado: la desangelada de Junghanel (DHM, 1988), la monástica de Egüez (MA, 1999), la uniforme de Crugnola (Nova Antiqua, 2016), la pirotecnia virtuosa de Imamura (Naxos, 2016). Nice try, but no cigar.


Guitarra
Durante la segunda mitad del S. XX los guitarristas transcriben, simplifican (perdiendo riqueza armónico-textural) y adoptan las suites como repertorio nativo. Julian Bream es responsable de la primera grabación íntegra de la pieza en su Bouchet de 1960: las asimétricas barras armónicas, en número de cinco y orientadas en abanico, disciplinan el movimiento interior de las ondas sonoras desde la boca hacia la barra que refuerza el puente. De esta manera se obtiene una resonancia más duradera, clara y homogénea, pero menos explosiva. Independizándose de la escuela española imperante hasta entonces (Segovia, Yepes), Bream explora tímbricas contrastadas como resultado, no de sprezzatura, de estudiado disimulo y ligereza, sino de esfuerzo y tensión que desfiguran la naturalidad bachiana, alternando la posición de la mano derecha, acercándola al diapasón para lograr un timbre suave y bajándola hacia el puente para conseguir un ataque con mordiente. Destacar como ejemplo de retórica la extática sarabanda, donde a) enfatiza el primer pulso de los cc. 6-7, y b) en las líneas ascendentes de los cc. 9 y 11 se toma pequeños respiros después de cada tercera semicorchea. Como anacronismos hipertextuales se pueden citar la métrica rígida, la ausencia de embellecimientos, o las dinámicas con verdaderos crescendi y diminuendi. Grabación a la moda de 1965 (RCA), con imponente proyección.





En las pausas de sus conciertos John Williams suele disculparse ante el público contando la archisabida (medio) broma: “Un guitarrista afina el 90% del tiempo; el resto toca desafinado”. Para esta grabación (Sony, 1974), influencia de una generación entera de músicos, Williams utilizó una guitarra de Ignacio Fleta de 1972, apartada de la ligereza de la escuela Torres, un instrumento de mayor rigidez y volumen que añade diversas varillas y barras armónicas a las tradicionales; el resultado es un sonido denso y potente, permitiendo una enorme amplitud dinámica sin enfatizar el carácter percutivo. Con una mano izquierda que, a pesar de su intención consciente, no logra ser completamente silenciosa, su precisión inhumana impulsa un empuje gouldiano en el raudo preludio, donde una sutil variación rítmica se aparta de lo metronómico. El discreto empleo del vibrato pinta de expresividad la sarabanda, aunque la sequedad aflora en determinados momentos. El colorido del cedro emerge de la íntima toma sonora.





Göran Söllscher emplea una guitarra alto de 11 órdenes desarrollada por Georg Bolin en los años 60, cuyas seis primeras cuerdas están afinadas a la manera del laúd renacentista, una tercera menor más alta que la guitarra tradicional. El placentero registro grave se logra con la adicción de cinco cuerdas extra que permiten la interpretación de la suite sin comprimir la tesitura. Cultivado, refinado estilísticamente, discretamente ornamentado (a excepción de las dos fermatas del preludio, y algún embellecimiento en las repeticiones de las danzas), Söllscher consigue una fuga delicada, exquisita y preciosista, de lentitud parnasiana, rompiendo los acordes con una placidez doliente, revelando su arquitectura con la expresividad contemplativa en fraseo y métrica. Revelador el pasaje de pedal organístico bajo los cc. 35-37 de la double (DG, 1983). Como (excelente) alternativa podemos citar la gama de graves dinámica, firme y resonante, la elasticidad de fraseo, los tempi pausados, la ornamentación leve y elegante, la limpieza en la ejecución de Stephan Schmidt (Naïve, 2000).





A sus veinte primaveras, Paul Galbraith decidió en 1984 buscar una postura más natural y confortable a su guitarra, sujetándola entre las rodillas y ubicando el traste casi vertical, en una actitud similar a la de los violonchelistas. A partir de aquí, el paso obvio fue adaptar una pica a su instrumento, y para maximizar su difusión, una caja de resonancia. La exigencia de las obras de Bach le hicieron concebir un paso más, rodeando con dos cuerdas las seis tradicionales sobre diapasón y puente asimétricos, con los trastes abiertos en abanico. El apoyo del mástil en el hombro libera su mano izquierda de las coreografías requeridas en la fuga, entrelazada sin respiro desde el preludio con un arpegio conclusivo abreviado. Las cuerdas extienden la tesitura hasta las cuatro octavas sin tener que bajar y subir continuamente por el diapasón, por lo que la toma sonora no recoge ruidos de los trastes (Delos, 1999). Cristalino concepto contrapuntístico diferenciando las líneas en volumen y articulación, ornamentado con imaginación en las repeticiones. Lectura precisa y apolínea, a ritmos regulares (quizás algo encorsetados), que desvela la vena pedagógica que siempre acompaña la música bachiana.





Flauta y bajo continuo
La inusual distancia entre bajo y soprano en la partitura de la suite plantea incertidumbre en torno al destino instrumental de esta composición. Aduciendo el parentesco de la misma con otras obras para flauta (BWV 1013, BWV 1079, BWV 1030) diversos musicólogos han propuesto que la tesitura, el carácter, la rítmica y las pocas ligaduras de fraseo son características de las composiciones bachianas para ese instrumento.

Las voces se reparten entre Hugo Reyne (línea superior en su rango original para la flauta de pico tenor, también conocida como flauto d’amore), Emmanuelle Guigues (viola da gamba como línea melódica del pentagrama inferior), y Pierre Hantaï (clave como entramado armónico). De fiato inextinguible, la rica tímbrica de la flauta es capaz de diferenciar roles en los diferentes movimientos, entre lo contenido y lo expresivo (con menor peso), y evita ornamentaciones, excepto en la muy florida fermata del preludio. El clave adopta un necesario rol concertante ante la polifonía de la fuga mientras se limita a un discreto entintado armónico en las danzas, muy marcadas rítmicamente. La toma sonora profesa una implementación piramidal (Mirare, 2006).






Otros Teclados
La partitura de la fuga acusa unas distancias tan notables entre las notas (acorde de duodécima, c. 66) que no resulta ejecutable sobre teclados (salvo anatomía rachmaninoviana). La disparidad de criterios es en este caso agridulce:

No solamente está documentada la participación de Bach en la asesoría técnica, promoción y venta del instrumento denominado “piano et forte”, sino que en 1733 ya lo interpretó en público en el Café Zimmermann, y es muy probable que poseyera uno en su domicilio desde entonces. Luca Guglielmi ejecuta una copia moderna de un Gottfried Silbermann de 1749, con una estructura férrea muy pesada que soporta un entramado de cuerdas dobles a gran tensión que alcanzan una tesitura de cinco octavas. El prelude contiene dos fermatas que Guglielmi ornamenta con cadencias libremente improvisadas. Los arpegios resuenan con largueza y el registro medio a veces oscurece la línea grave. Sin embargo, la lectura es en conjunto poco convincente, con tempi cautelosos y aburridamente legato, cuando la factura de Bach al fortepiano no debería diferir de su interpretación al clave, ya que si hubiera compuesto específicamente para el nuevo instrumento sin duda la escritura hubiera sido diferente (Piano Classics, 2013).





La estampa cuidadosamente desordenada de Jean Rondeau genera asombro por la madurez de sus producciones. Alumno de Blandine Verlet desde los 6 a los 18 años, ha heredado de ella el amor por las pausas agógicas, gustosas, pero no excesivas. En el espacioso e íntimo preludio otorga una gravitas, una cierta pereza deliberada en el cuidado tímbrico, en el aliento legato, con la que consigue exponer de manera cristalina y colorida la estructura de la composición. Una verdadera maravilla, una obra de arte absoluta. La ventaja técnica que supone un teclado le permite imponer un tempo veloz en la fuga, con un trazo equilibrado de las voces e independencia de las manos. Las danzas se ornamentan juiciosas en sus libertades rítmicas, arpegiando algunos acordes y saboreando las disonancias de otros, integrándose en una narrativa de fraseo elegantemente improvisado, fluctuante y fascinante. La grabación del clave presume de cálida resonancia en la tesitura grave y engendra un soporte armónico excelente (Erato, 2014). Un intercambio dúctil, una queja asfixiante, un riesgo carnoso y consolador.



miércoles, 20 de septiembre de 2017

Schubert: Sonata Arpeggione

El arpeggione es una curiosidad histórica inventada en 1823 por Georg Staufer, en esencia un violoncello con seis cuerdas afinadas como en una guitarra, posicionado entre las piernas, y con trastes en el mástil. De frío recibimiento y efímera existencia (unos diez años), instrumentistas de cada atril -cello, viola, contrabajo, flauta, guitarra, clarinete, incluso trombón- han acudido al rescate de la música de la Sonata arpeggione en la mayor D821.
Schubert era un excelente guitarrista domiciliario y fue capaz de escribir idiomáticamente para el nuevo instrumento, utilizando las resonancias de cuerdas abiertas, pasajes arpegiados, y perfumando con un carácter improvisado de pestañeo magiar y leggerezza itálica.
La Sonata presenta tres movimientos nostálgicos y ambivalentes: “Cuando trato de cantar, amor muda en dolor; cuando trato de cantar, la pena torna en amor”.
I Allegro moderato: Tras un tema inicial melancólico y obsesivo (compases 1-30) y una breve transición (cc. 31-39), inmediatamente burbujea el descarado segundo, bullendo por las octavas en ráfagas de semicorcheas (cc. 40-73). El desarrollo (cc.73-123) explora y amplía mayoritariamente este segundo motivo hacia senderos introvertidos. La recapitulación está más equilibrada a la manera clásica (cc. 124-205), y las ideas originales son consolidadas a ambos márgenes de una inquietante transición. La coda (cc. 189-205) retorna simétricamente a menor.
II El movimiento central es un breve adagio concebido cual lied, cuya expresión somnolienta es transportada por largas y sostenidas notas del solista que ralentizan la inflexión, como coloreadas por las modulaciones armónicas en el acompañamiento pianístico. Tras la delicada cadencia final una sección decorativa attaca el mundo nuevo del …
III Allegretto: Lleno de vitalidad y atmósfera cambiante en forma de rondó, con un estribillo popular, sereno y esperanzado (cc. 1-76), y dos episodios que exploran las posibilidades virtuosísticas del novedoso instrumento: uno tormentoso en re menor (cc. 77-160), muy rimado y con figuras arpegiadas, que eventualmente se encalma para retornar al tema rondó; y otro en mi mayor (cc. 212-280), acusadamente soleado y melódico. Una breve transición al piano regresa a la zozobra (cc. 281-319). La obra se cierra en el rondó con radicales cambios armónicos.









Comencemos por los instrumentos de época que permiten sacar a la superficie los colores primarios de la música. Con una sonoridad similar a la viola da gamba y destinada a ser tocada en un salón acompañada de un fortepiano, los enfoques ligeros de estas versiones (escasas y fallidas hasta ahora) podrían ser apropiados.
Klaus Storck a los mandos de un pequeño y agradable arpeggione perteneciente a un pupilo de Staufer, complementa el delicado y retraido fortepiano vienés de comienzos del S. XIX tocado por Alfons Kontarsky (Archiv, 1974). Pese a la tosquedad del resultado sonoro, y a la falta de poesía y magia que encontraremos más adelante, brotan felices novedades, como el super arpegio en los últimos compases del allegro, o, como que el último acorde roto de la sonata se toque pizzicato, aunque el manuscrito prescriba arco.
Gerhardt Darmstadt y Egino Klepper hacen un disco correcto y educado, que abandona la flexibilidad vernacular vienesa de Storck y Kontarsky, así como su impacto rítmico y su equilibrio tímbrico (Cavalli, 2005).
El legendario Paul Badura-Skoda ejecuta un fortepiano Conrad Graf de alrededor de 1820, seco, percusivo, poco sutil en la diferenciación de las repeticiones, pero su compañero ni siquiera está a dicha altura: la distrayente respiración de Nicolas Deletaille, el timbre austero y poco homogéneo de una cuerda a otra, su facilidad para resbalar por las inmediaciones de la afinación o el pulso rítmico, conllevan el desenfoque de melodías y armonías. La soberbia toma sonora (Fuga Libera, 2006) señala con malévola precisión los escollos aludidos.






En la fecha en que la Sonata se publicó, 1871, el arpeggione llevaba décadas olvidado, de modo que la edición incluía una parte alternativa para violoncello. La pieza posee formidables dificultades para los cellistas dada su extensa tesitura de cuatro octavas y el diferente sistema de afinación.
La más antigua grabación de la obra (1937) nos permite atisbar la elegancia de Emanuel Feuermann, su poderosa emisión, su entonación impecable, la fácil articulación incluso en los pasajes rápidos, el sutil empleo del glissando. Tempi vivaces y rítmicos, con el aroma zíngaro de las danzas gitanas tan populares en los tiempos de Schubert, a veces sin tregua para el aliento. Resaltar el trémolo no marcado en los cc. 72 y ss. del allegretto. La antañona toma sonora regurgita un sonido ocre, si bien equilibrado con el piano de Gerald Moore, menos filtrado en la edición de Opus Kura que en la de Pearl.





La primera vez que Mstislav Rostropovich escuchó a Benjamin Britten desgranar los compases iniciales de la Sonata quedó tan deslumbrado que no fue capaz de comenzar su línea a tempo, por lo que le pidió que empezara de nuevo “con menos belleza”. Auscultando esta grabación (Decca, 1968), es fácil ver por qué: el rango de colores del teclado encantado, el ritmo lento y sombrío, la delicada articulación. El respeto mutuo conduce a una ejecución mucho más dialogada de lo habitual, intensamente dramática. Las idiosincrasias del ruso danzan con imaginación en las áreas ligeras de la obra, de gran riqueza tímbrica y amplitud dinámica (ajena a la partitura). Por supuesto que el mundo vienés de principios del XIX es sepultado bajo la sentimentalidad, el espontáneo y continuo rubato que declina en momentos rapsódicos, los detalles apesadumbrados bajo el paso pensativo de las notas. No importa, compás a compás estos dos nigromantes nos muestran la desolación del alma de Schubert, sin alegría ni esperanza: “Voy a dormir cada noche esperando no despertar, y cada mañana solo me trae la pena de ayer”.





Tan pronto como el vino resplandecía dentro de él, gustaba de retirarse a un rincón y se entregaba a una rabia silenciosa, a veces creando un frágil castillo de copas y platos, mientras sonreía y entrecerraba los ojos”. Este refugio schubertiano en el olvido temporal de la bebida podría ser una de las posibilidades a la hora de acercarse a esta obra, una suave locura, melodramática y delicadamente mozartiana. La sobriedad poética del pianismo de András Schiff, ligero y elegante, preciso y uniforme de timbre (acaso en demasía), subraya el detallismo de su línea. La serenidad clásica del violoncello de Miklós Perényi produce un timbre cálido y sosegado incluso en la tesitura alta. Alejados de lo espectacular, la estabilidad rítmica (con algún expresivo rubato) de sus tempi pausados otorga holgura a cada detalle, como el calmo, controlado e inacabable do del adagio (cc. 60-64), que permite el descenso al abismo misterioso en la mano izquierda del piano (Teldec, 1995).





Semejante criterio interpretativo de calma morigerada, aunque con historicismo aplicado ofrece la lectura de Pieter Wispelwey -cello de 1760 con cuerdas de tripa, cruelmente expuesta su impecable afinación por la ausencia de vibrato- y Paolo Giacometti -fortepiano vienés de principios del XIX, ligero de textura y ágil de mecánica-. Dos instrumentos bien emparejados que resuelven problemas de equilibrio, aunados a una gentil sensibilidad que se acomoda al flujo rítmico de la obra, rompiendo la regularidad metronómica (Channel, 1996).





La característica más relevante de la siguiente propuesta es la amplia paleta tonal del cello de Jean-Guihen Queyras, navegando en un fluido e inconsútil legato, libre en ritmo, flexible en vibrato. Destacar en el allegro el atrevido pizzicato del solista en el desarrollo (cc. 74-79), mientras el primer tema pasa a mayor en brillantes octavas al piano, y el pasaje macabro en su agitación (cc. 87 y ss.). Ansiedad y melancolía se desenmascaran en la austera conclusión del adagio, dando paso a un tercer movimiento convertido en un romance expresionista y multicromático. Táctil rol concertante del piano a cargo de Alexandre Tharaud. Cobista y aduladora grabación (HM, 2006).





Antonio Meneses -elegancia cautelosa con un asomo de cálido vibrato- y Maria João Pires -intimista tanto en las oscuras corrientes subterráneas que de vez en cuando afloran, como en el episodio en clave menor a la hungára que burbujea con vitalidad- niegan el énfasis emocional a tempi hipnóticos y, a veces, con ráfagas inesperadas que reflejan la reciprocidad y familiaridad. Su armonía está más cercana a Mozart que a un profeta del romanticismo, imbuida de valores clásicos de simplicidad, naturalismo, y moderación. Toma sonora en vivo en el Wigmore Hall londinense (DG, 2012), que restaura su recoleta espacialidad mediante segura hechicería.






El rango del arpeggione se asemeja naturalmente al de la viola, pero unas pocas notas caen demasiado bajas, y por tanto requiere de transposición. Además, el timbre más reducido que el del cello permite escenificar una mayor cercanía.
Yuri Bashmet es tal vez el máximo exponente de la viola solista, enfocando a la manera romántica cada matiz casi como Rostropovich, si bien con mayor equilibrio entre drama y lirismo. Poderío sin artificio, vibrato expresivo, elegantes gradaciones tonales. El sentido del rubato y los cambios de colorido (incluso en los pizzicati) insuflan nuevo aliento a cada frase. Tanto el timbre, tan aterciopeladamente suntuoso como el de un violonchelo, como el amplio panorama dinámico, son restaurados por la cálida grabación en directo en el Festival de Verbier de 2007 (DG). Escuchemos cómo Bashmet despliega pianissimo el motivo de cuatro semicorcheas ligadas del segundo tema del allegro (c. 40), todo melancolía y timidez, para luego transfigurarlo en el desarrollo a suplicante, aliviado, temeroso, y finalmente inexorable. La fuerte personalidad de Martha Argerich explota su espontaneidad emocional, impulsivamente insistente, cambiante en tempo y dinámicas, aunque respetando la tersura de la línea legato. Para aquellos alérgicos al pianismo excéntrico de Argerich la clásica recomendación de Mikhail Muntian como compañero obsecuente de Bashmet es seguramente inigualable (RCA, 1990).






En cuanto a los arreglos orquestales, Gaspar Cassadó es el solista de su propia transcripción de la Sonata como concierto para cello y orquesta, reconfigurando sustancialmente la parte pianística con drásticas alteraciones y añadiendo nuevo material. En el momento de su concepción (1928) fue un aporte bienvenido en el limitado repertorio de concierto romántico para cello y recibió múltiples interpretaciones. Sin embargo, poco se puede atisbar del tutti, ya que solo en los ritardandi bombásticos el Concertgebouw Amsterdam sale de la cueva a donde lo ha condenado la edición digital de King, descolorido por la celosía de la edad (concierto del 12 de diciembre de 1940). El inspirado fraseo, los portamenti expresivos, y sus libertades en el rubato -en consonancia con la dirección de Willem Mengelberg-, no pueden (no deben) extrañarnos en el oído actual.





La transcripción para guitarra y orquesta de cuerda ideada por Christopher Gunning presenta algunos cambios y adicciones, muy musicales, pero alejados del contexto histórico de su compositor. Ciertamente la guitarra de John Williams no es capaz de sostener notas largas o variar sus reguladores, por lo que sobre todo el adagio queda comprometido. Fantástica grabación, mecanizada para recomponer un equilibrio imposible en concierto, donde el solista ha de quedar avasallado por la Australian Chamber Orchestra (curiosa mezcla de instrumentos antiguos y modernos, con un uso arbitrario del vibrato), dirigida por Richard Tognetti en 1998 (Sony).





Frente a la magna escala que propuso Cassadó, Michal Kaňka transcribe preciosista, con una sonoridad camerística que se empareja con la simplicidad de la partitura original, equilibrando el solista y el conjunto de cuerdas, apenas una docena, muy empastadas y escrupulosas en las marcaciones dinámicas. La Praga Camerata dirigida por Pavel Hula baila a pasos muy tranquilos, con frecuentes pausas al final de las frases, como cogiendo aliento para el siguiente pas de dance. El pizzicato del comienzo del desarrollo se convierte en este arreglo en una delicada danza; hacia el final del allegro el timbre grave del cello suena tan suave y carnoso como un soplido raveliano. El adagio es una bella canción de cuna que llega hasta la transición en el allegretto (cc. 281 y ss.). Excelente toma sonora, muy detallada (Praga, 2007).





Los contemporáneos de Schubert cuentan que éste mantenía el tempo de manera estricta excepto en los casos que la partitura lo exigía expresamente. Además, siempre concebía la expresión lírica guiando el flujo de la melodía, pero nunca permitía disturbios violentos o dramáticos en su acompañamiento. Exactamente como lo hace el fascinante arreglo liederístico para orquesta realizado por Dobrinka Tabakova, retraído y modesto, subrayando lo melódico sobre lo armónico, en el que las líneas de las cuerdas semejan palabras. La Swedish Chamber Orchestra conducida por Muhai Tang sombrea convenientemente el lienzo para que acoja en su seno el timbre plácido y lánguido, a veces un hilo de voz, de la viola de Maxim Rysanov, soberbia técnicamente (¡qué episodio tormentoso en los cc. 57-160 del allegretto!) a pesar de su discreción.  Mágica y susurrada la coda al final del adagio (Bis, 2010).





Luigi Piovano firma e interpreta esta nueva transcripción que amplifica la polaridad de la obra, el contraste entre la nostalgia mórbida de unos temas y la coreografía despreocupada de otros, y asegura su permanencia como pieza concertante en el repertorio futuro. Piovano es además el director del conjunto de Archi dell'Accademia di Santa Cecilia, 22 atriles de cuerdas que leen con sonoridad profunda los dos primeros movimientos, y en tonos pastoriles y claros el allegretto, con dinámicas sutilmente graduadas, diferenciando los tres elementos en que consiste la Sonata: canción, danza y pasajes virtuosísticos. La maldición de estas grabaciones tan cercanas al solista es la captación de su respiración, que barahusta el timbre quejumbroso de las cinco cuerdas del violoncello piccolo (Eloquentia, 2013).






Entre el rango de alternativas sobresale la otorgada al clarinete, plena de validez por su amplia tesitura, y que para dar variedad a su timbre introduce frecuentes cambios de octava. Afortunadamente para la efectividad de la transcripción, Schubert no hizo empleo de las posibilidades de dobles cuerdas en el arpeggione.
La Sonata corresponde al mismo periodo en que Schubert compuso los cuartetos nº 13 y 14. En base a ello el Allegri String Quartet interpreta una transformación asombrosamente persuasiva de un quinteto con James Campbell al clarinete solista, dialogando continuamente con el primer violín en una conversación secreta que en ocasiones semeja una siniestra delación (Naim, 1997).





Otro resultado de gran naturalidad es la de Gervase de Peyer al clarinete y Gwenneth Pryor al piano (Chandos, 1982), aunque la adaptación suba o baje melodías por octavas, y algunas líneas sean transferidas del solista al piano. Fraseo cantabile, mas con una agilidad y rango sobrehumanos. Se disuelven las barras de compás cuando es necesario, variando los tempi sin cesar.





Anotar por último el arreglo de Gil Shaham y Göran Söllscher (DG, 2002), una curiosa combinación tímbrica, ya que la guitarra toma el rol armónico del piano; sin embargo, en las secciones en que el violín toca en pizzicato la pareja de cuerdas pulsadas se difumina en el vacío.





In this episode from excellent series Building a Library, reviewer Robert Philip analyzes a ragtag bunch of Arpeggione Sonatas for the entertainment and instruction of the BBC listeners.