viernes, 21 de agosto de 2015

Chopin: Sonata no. 2, op. 35 Fúnebre

Llamar sonata al opus 35 de Chopin (1839) podría parecer un capricho ya que en principio es una secuencia furtiva de 4 movimientos sin vida en común (desde y según los negativos comentarios de Schumann). No obstante, un análisis moderno revela una consistencia interna extraordinaria a partir de los principales motivos temáticos obtenidos de su tercer movimiento (compuesto ya en 1837) y la unidad de color armónico, forjada desde la hosca y temperamental clave de si bemol menor. De esta guisa busca Chopin la renovación de la forma en busca de una mayor espontaneidad, siguiendo las licencias poéticas de las sonatas de Beethoven (op. 26) y anticipando el principio cíclico de un Listz o un Franck.

1 Grave-Doppio movimento: Tras la breve y amenazadora introducción de apasionados y quejumbrosos acordes (métrica y armónicamente irregular, que determina el destino temático de la obra) se expone el violento y trepidante primer tema (c. 9-24), que, a diferencia de la norma, no volverá en la recapitulación donde reinará el perfil apacible del segundo tema, expuesto desde el c. 41 hasta el c. 56 (dos frases de 4 y una de 8 piú lento-trio), y que poco a poco va animándose sobre tresillos de negras, después de un transición sostenuto, casi recitada. Un desarrollo breve pero ardiente en escritura enarmónica y una coda (cc. 230-242) completan la fantasía.

2 Scherzo: Una fogosa tormenta musical, muscularmente beethoveniana, con el silbido del viento en la sucesión cromática de los acordes de sexta. Inesperadamente aparece el oásis de calma del trio (cc. 82-191), piú lento, un vals triste de ritmo oscilante y con una melancólica frase melódica en eco. El retorno del scherzo cual danza de las tinieblas equilibra y anticipa con suspense dramático (cc. 192-290) que se resuelve en smorzando hacia un extraño murmullo que prepara el tempo para la ...

3 Marcha Fúnebre: Germen y centro de gravedad de la obra, está basada en la lenta e inquietante figura ostinata en la mano izquierda, una lúgubre combinación de dos triadas. La sección central, un aria doliente, modula a mayor, actúa como trio y alivia en su melodía cantabile, tierna y dolorida (cc. 31-55).

4 Finale. Presto: Es un perpetuum mobile de cuatro chirriantes tresillos desarmonizados por compás, sin diferenciación de melodía y acompañamiento… solo una inaprensible, improvisada, deshilachada línea monódica en irónica representación del vacío. Un epigrama sombrío y enigmático: “esto no es música… es una esfinge de sonrisa burlona” criticaba Schumann. 

En resumen, un orgánico e indivisible conjunto, cuya concepción de forma y desarrollo temático es esencialmente diferente a la de los maestros clásicos, cual libertario affair de secuencia, variación y modulación. ¿Capricho? No, una sonata chopiniana.








El pianismo grabado más cercano en el tiempo al de Chopin de que disponemos es el de Raoul Pugno, pupilo de Mathias, él mismo alumno fundamental (único en el sentido de receptor de su tradición) del compositor. Una Marcha de estilo delicadamente claro, de pulsación refinada, pulcro al más minucioso nivel, brillante más que cálido. Pugno dictaba en su cátedra del Conservatoire que “la asincronía es enteramente anti-musical”: por ello el desfase de la línea melódica de la mano derecha respecto a la métrica de la izquierda está muy controlado. Del mismo modo el tempo fluctúa en unos (relativos) estrechos márgenes, si bien tras la íntima sección central altera la dinámica de la marcha y hace un rallentando final. El cilindro de cera original adolece de una afinación inestable, que afortunadamente la edición de Marston corrige en buena medida. Para aquellos preocupados por la calidad de la toma sonora les dejo las palabras del crítico Laloy tras la escucha in situ de estas grabaciones en 1903: “The Gramophone stands out from all sound recording apparatus by its power, which is twice that of any other and especially by the precision with which all the subtleties of the performance and all the distinctive qualities of the timbre are reproduced. Listening to it, at these auditions, one experiences the purest artistic delight and I believe that it is time to bring to the attention of musicians an invention which from now on will permit everyone to hear repeatedly the greatest works of the masters performed by other masters”.





Según refería un tardía crítica en The Times It’s when Chopin [the sonata] displays his darker and stronger moods, which Miss Scharrer recognizes and tries to treat as the manly stuff they undoubtedly are, that she begins to hit the music, often wildly”. Por ello es aún más lamentable que la necesaria adaptación al tiempo máximo posibilitado por el cilindro de cera forzara que Irene Scharrer sólo grabara la Marcha Fúnebre (una de sus especialidades, con la cual debutó en Londres con dieciseis años) y además excluyendo la repetición. El venerable documento (Apr, 1916), de graves perjudicados, nos abre un portal a un pasado pianístico soñador: la utilización del abundante, impredecible y dislocado rubato, la asincronía entre el ritmo imperturbable del acompañamiento mientras la melodía vacila caprichosa y fabuladora, la claridad nunca difuminada por el astuto e imaginativo pedal -ahora anticuado-, la maestría en las gradaciones dinámicas, la poética sensible e íntima, la nostalgia en la delicada melodía del trio, la caleidoscópica paleta tonal.





Aún más asombroso es el pasaje espacio-temporal que propone Rachmaninov: En 1885, a los doce años de edad, Sergei asistió a un concierto ofrecido por el legendario virtuoso Anton Rubinstein (colega y rival de Chopin en los salones parisinos). La cinemática interpretación de la Marcha Fúnebre dejó una huella imborrable en el joven, que la adoptó como suya: la variación de la dinámica en la repetición convierte el movimiento en un arco procesional que se aproxima en crescendo, permanece junto a la sepultura en el trío, y, retornando en fortissimo, desfila en la distancia en un gradual diminuendo. Todo ello, por supuesto, en completo desdén por las indicaciones del compositor.
Igualmente efectiva es la disposición de las dinámicas en el movimiento de apertura, reflejando la tendencia rusa a enfatizar el clímax restringiendo su volumen en vez de remarcarlo, la acentuación seca y siniestra del ritmo galopante del primer tema (claro y preciso, sin pedal, al pairo de la partitura), que retorna con todas las marcaciones dinámicas invertidas, desplazando el culmen dramático.
El scherzo revela el sobrehumano mecanismo de Rachmaninov, capaz de controlar acordes complejos tocados a toda velocidad, y permitiendo impregnar el ritmo de una inexorable fuerza trágica. Resaltar como se gradúan con tanta exactitud geométrica los crescendi como se otorga acusada flexibilidad rítmica (un cantaor diría que tiene duende) a la cantabile sección più lento.
Sobre la marcha fúnebre ya hemos advertido como trastoca el arrullo de una muerte dulce hacia una sombría visión de un destino indomable, impasible ante la esperanza o la oración. El tempo vivo (muy estricto, ignorando las frases pequeñas y sus cambios dinámicos internos) refrenda el concepto de marcha. La profundidad expresiva se acompaña con una restringida y leve desincronización de manos en el trio.
El finale despliega una turbulenta agitación emocional y la alteración del texto en el último compás, donde suaviza la brusca sopresa de los acordes conclusivos con una mínima pausa.
Además del escaso uso del pedal y la concepción orquestal del sonido, hay que hacer referencia también al frecuente tratamiento arpegiado de acordes; y al revés, para impulsar el flujo musical con presteza la mejor solución práctica es eliminar los arpegios, por ejemplo en los cc. 3 y 5 del scherzo; en este caso, la probable limitación física de Chopin (y no el factor expresivo) prescribe el arpegio sobre el acorde de décima; algo risueño para las descomunales manos del ruso. 
Con su inmaculado legato, Rachmaninov toca la melodía como si fuera un cantante con sus rallentandi y accelerandi adoptando la forma de las frases (exactamente como ha quedado recogido el estilo de Chopin por sus contemporáneos). Aberrante, portentoso, excesivo, magnético, ¡genio! De entre las ediciones escuchadas (Naxos, RCA, Philips, Andante) ésta última es la de mayor presencia y definición (1930).





Alfred Cortot registró la obra en cinco ocasiones siendo preferibles sus grabaciones tempranas, de juvenil sofisticación despreocupada, donde recrea el turbulento espíritu chopiniano de nostalgia y soledad existencial. Su mecanismo (su desobediente mano izquierda) es propicio (es decir, es inmune) a las notas falsas en momentos cruciales de la partitura, lo que añade desconocidas armonías a la obra (su alumna Lefebure decía que “his wrong notes were those of a God”). Cortot representa la escuela simbolista, emocional, impulsiva, de aparente espontaneidad pero basada en el profundo estudio de la partitura y su contexto: sus pedagógicas “Editions de travail” así lo demuestran. Su pianismo busca la declamación retórica del discurso musical, de aterciopelado legato, inigualable en el dominio del rubato y la variedad de tintes. La concepción vocal de la línea es ligera, vivaz, volátil. La libertad rítmica y métrica, de flexibilidad tendenciosa. Rompe con la tradición interpretativa en la elección de los vertiginosos tempi, que mantienen el mismo nivel de tensión a lo largo de los cuatro movimientos: atención a la fuerza rítmica de los tresillos ascendentes y descendentes después de la breve expansión del segundo sujeto en el doppio movimento. Pulsátil cual carrusel también el scherzo. Magia en la marcha (licenciosa e irresistiblemente vencida hacia el grave) a la que Cortot llamaba “un poema de muerte”, y leve desincronización en su trio; vértigo en el árido unísono del finale. A mi entender el sonido (1933) está demasiado filtrado –para eliminar ruido de superficie– en esta edición de EMI de 2012.





I am not lying. I am living out my imagination”. Mentiroso compulsivo (él lo llamaba usar la imaginación) Samson François llevó a fogonazos una vida tan exagerada como su larga melena colgando frente a sus ojos mientras tocaba jazz, terriblemente borracho, hasta la madrugada en clubs parisinos. Privilegia la melodía en detrimento de la arquitectura en una concepción rapsódica originalmente libre, comenzando por las excéntricas variaciones de tempo en el primer movimiento: aceleración progresiva hasta el doppio movimento. Fraseo depravadamente fascinante, desenvuelto cual improvisación, con unos pedales rebeldes e infinitamente modulados que siempre tienen sentido, contrastando con unas dinámicas poco matizadas (scherzo). Más eslávico que francés, indisciplinadamente personal y singular “buscando la curva de la melodía, paso por alto las estructuras, veo dónde me lleva la frase, sin saber que viene a continuación”. Así, la marcha es heroica antes del trio y desesperadamente doliente después, donde sigue el colorista modelo de Cortot bajando una octava el tema de la mano izquierda. Lástima de pedregosa conclusión, decepcionante. Son preferibles las versiones juveniles mono (naturalmente equilibradas, como ésta de 1956 editada por Philips -la de EMI suena mucho peor- a las estéreo.





La crítica de 1962 aparecida en Gramophone auguraba que este disco sería “a great recording of the century”. En efecto, Arthur Rubinstein cambió la manera de enfocar a Chopin: en lugar de tratarlo como una música de salón, repleta de sentimentalismo y brillante presunción, permitió que hablase por sí misma desde un patricio distanciamiento emocional, integrando el clasicismo de la arquitectura de la obra con la tradición epigonal romántica: como un clásico derivado de Mozart, nada decadente o tardo-temperamental. Soñador sin ser indulgente; apasionado pero perfectamente disciplinado; elegante y sensible, dulce en las partes reflexivas y temperado en las páginas borrascosas. Sin renunciar al rubato lo restringe con lógica, sin trastocar los pilares de la métrica, para producir un conjunto coherente a partir de la expresividad de las partes. Acompañamiento metronómico, mientras la mano derecha canta con absoluta libertad y flexibilidad, con un natural sentido de frase y tempi. Y sí, puede haber oyentes que, después de las anteriores interpretaciones, más impredecibles, encuentren en su aproximación cierta frialdad u objetividad, quizás fidelidad sin sobreinterpretación, quizás optimismo vital, su regocijo personal reflejado (afirmaba ser la persona más feliz que jamás había conocido). El segundo compás del scherzo es un verdadero crescendo rossiniano, una explosión salvaje que contrasta con la tierna belleza de la sección central, de inimitable terciopelo. Sus cadenciosos ritmos son cuidadosamente moldeados para proyectar la tensión en la Marcha: sombría, digna, reservada, de aplomo aristocrático. Rubinstein consideraba al finale como “el rumor aterrador del viento nocturno deslizándose sobre las tumbas”. En su lúcida lectura los patrones melódicos se establecen por sí mismos sin algarabía, etéreos en el mantenimiento asombroso del sotto voce. Toma sonora (Philips, 1961) muy cercana al instrumento y un poco seca. La edición de 2010 posee significativamente mayor impacto dinámico (dentro de la relativa parquedad en este sentido de Rubinstein). 





Vladimir Horowitz abandonó la actividad concertística en 1953, para, en un estado de semiretiro, reconsiderar sus interpretaciones, extender su repertorio y refrenar lo que él mismo consideraba “elementos de histeria” en su pianismo. La primera grabación tras esta larga pausa fue la 2ª sonata chopiniana (Sony, 1962). Respecto a su melodramática anterior lectura (1950) se conservan (amansados) el estado febril, los ataques marca de la casa, la fiera y maniaca intensidad, pero añade un nuevo sentido estructural. Centelleante claridad de textura (su frugal uso del pedal destaca el contrapunto) en el desarrollo del primer movimiento, y convincente las pocas veces que se aparta de la partitura, como en la repetición de la primera frase, variada en staccato. El scherzo ya no es tempestuoso pero integra un trio de coreografía polifónica, con los trinos de la mano izquierda apenas sugeridos. La marcha fría, aristada a ritmo vivo, ligera de texturas, con una sección central delicadísima, de decadente magia negra. Finale desesperado, trémulo. Su virtuosismo deslumbrante se traduce en las infinitas matizaciones del fraseo (a tramos extravagante), de las dinámicas, del equilibrio (juego) entre las manos -subrayando la izquierda con acentos inesperados-, su instantáneamente reconocible sonoridad pirotécnica. Horowitz decía que, en privado, podía tocar como un ángel. Quizás… lo que es seguro es que tocaba como el Diablo. Sonido excelente, complejo y detallado.





El nervioso temperamento artístico de Marta Argerich supone la búsqueda voluntaria de un riesgo que, en otras manos, podría desembocar en el desastre. Ataques trangresores, turbulentos, hercúleos. Tensa y arrebatada en el primer movimiento, de rubato elegante sin ser amanerado, donde el clímax se eleva frenético (el da capo desde el 5º compás equilibra la estructura). Scherzo siniestro en su maravillosa concentración y vehemencia torrencial. Bravura y espontaneidad en la agónica marcha, donde ni falta reposo ni sobra bombástica, y cuyo trio frena por instinto (no por indicación de Chopin), drástica e irrealmente. Finale de pesadilla, atisbado en la neblina surrealista. Toma sonora típica de la DG en aquellos años (1974), metálica, precisa.





Sabida es la polvareda que levantó Ivo Pogorelich en su exacerbada participación en el Concurso Chopin de 1980. En ésta su primera grabación después del escándalo (“You may not like my Chopin, but you will remember it”), el joven croata aplica un heterodoxo enfoque de, diríamos, deconstrucción cubista, recreando cada movimiento como si fuera una sonata (allegro-adagio-allegro) en sí mismo. Su técnica, perturbadora, profundiza en los contrastes de tempi, dinámica y articulación. La sinuosidad envolvente del legato chopiniano es empujada por el staccato de Pogorelich hacia los afilados rompientes de la modernidad. Primer movimiento conflictivo, anguloso y crispado en el primer sujeto y líricamente relajado el segundo, con la sección del desarrollo adoptando extraños ritmos. El pausado trio implica una desaforada aceleración en la reexposición del scherzo. Aparte de las individualizadas dinámicas en la marcha, la austera sensibilidad de la sección en Re bemol mayor encaja perfectamente (atención a los fabulosos trinos). La supresión de repeticiones (aquí y en el resto de la sonata) altera la clave constructiva y emotiva de la bóveda de la obra. Atención fascinante a los timbres y colores, con el pedal de resonancia entretejiendo luces y sombras en la misma frase. Una vez más la exuberante imaginación de Pogorelich nos seduce mientras explora la naturaleza contradictoria de la obra y la arroja a una suerte de narrativa perversa (DG, 1981).





El romántico rubato de Shura Cherkassky está tan pasado de moda que sus rallentandi-accelerandi son exactamente aquellos que distinguían a Chopin de Liszt. Según el diario de Lachmund el rubato de Liszt era ‘‘quite different from the Chopin hastening and tarrying rubato . . . more like a momentary halting of the time, by a slight pause here or there on some significant note, and when done rightly brings out the phrasing in a way that is declamatory and remarkably convincing. . . . Liszt seemed unmindful of time, yet the aesthetic symmetry of rhythm did not seem disturbed’’. Extravagante, afectado, iconoclasta en los tempi, palidece sin embargo frente al libre cantabile de Rachmaninov. Gran colorista, su introducción recuerda los compases de apertura de la Sonata nº. 32 de Beethoven. Cherkassky recrea el carácter improvisado de la música -descripciones del pianismo de Chopin sugieren que nunca tocaba sus propias composiciones de la misma manera, y que introducía variantes “acordes al carácter de la ocasión”-; así, el primer sujeto es expuesto en una manera flexible (énfasis retórico en los pulsos principales- y consecuente ligereza de los débiles-) que no siempre coincide con la marcación chopiniana. Cromatismo (pre)wagneriano en el desarrollo del primer movimiento, su clímax conseguido a través de (la concentración motívica y) el uso de la triple estratificación de la textura (cc. 138 y ss.). En el scherzo subraya los saltos característicos de una (transformada) mazurca, la modulación beethoveniana al final de la sección trio (cc. 186-191): las octavas que se generan oscurecen la armonía de este pasaje puente hacia el retorno del scherzo. Marcha impregnada de fatalismo, con ejemplar uso del pedal para definir las ligaduras del fraseo. Finale nimbado de fluidez amelódica. La grabación, en concierto, recoge el timbre metálico del instrumento, un tanto plano de dinámicas (Decca, 1982).





“Toca mejor que todos nosotros juntos” confesó con entusiasmo Rubinstein al acreditar a Maurizio Pollini como ganador del concurso Chopin de 1960, precisamente con esta obra. Riguroso en el detalle textual y en la arquitectura de la partitura, Pollini reconoce edificar su interpretación a partir de la imaginación del compositor(¡!) más que a partir del instrumento, ya que: “La propia fantasía creativa debe ir más allá de la realidad precisa y de las posibilidades de áquel”. Sutil uso del rubato (heredado del propio Rubinstein), sin permitir nunca que amenace la estructura: la transparencia de texturas y la austeridad en la articulación permiten desvelar las complejas voces internas. Enfatizando las afinidades entre los cuatro movimientos (como el primer sujeto en pianissimo, imitado en la marcha), su respeto por la partitura se muestra en la recuperación de los cuatro compases de la reexposición del primer movimiento, idénticos a los de apertura (desde el 5º en adelante). El scherzo demuestra su exuberancia física, contrastando con momentos de anhelante introspección, un tanto olímpicos en su distanciamiento. La Marcha trae una recreación oscura y reposada y una amplia gama dinámica (conjurando el cortejo desde casi el silencio), de poderío arrollador (otra particularidad en el segundo pulso del c. 14, donde toca dos corcheas en vez de las prescritas corchea con puntillo-semicorchea). El breve y ligetiano finale, un espectro sin notas discernibles individualmente. De sensibilidad tan contenida como palpitante, Pollini continúa atesorando una precisión quirúrgica, glacial y casi macabra, aunque esta primera grabación (DG, 1984) paréceme preferible a la más moderna (DG, 2008) por su mayor tensión emocional y superior toma sonora.





Grigory Sokolov es comparado a menudo con Gould por su excentricidad y con Horowitz por su dramatismo. El único punto en común que yo veo es su egomanía. Chopin ya no es un dandy perfumando los salones parisinos, sino un militar polaco exiliado que clama por la liberación de su tierra. La originalidad de su gran expresividad antepone poesía a estructura, con extremos (¿grotescos?) gestos rítmicos (el flujo tan flexible corre el peligro de interrumpirse), muscular incluso en las páginas más delicadas. El decrecendo abismal en la octava de apertura resurge con fogosa pasión heroica en el doppio movimento, cuyas inflexiones rubatianas devastan sin compasión: Sokolov pausa su galopada a menudo para iluminar los recovecos armónicos y las hendiduras contrapuntísticas… y sorpresivamente attacca sin pausa el scherzo, colosal, también lleno de rupturas, donde el abuso del pedal desfigura los staccati requeridos. Variedad de la tímbrica en la ominosa marcha, tocada a tempo muy lento (a 42 negras por minuto -compárense con las 62 negras p.m. de Argerich-), la dinámica casi pianissimo; abrumadora la intensidad de los pasajes en forte (cc. 15 y 23), cual grito de coraje ante lo inevitable. Con pasmo compruebo que acelera para afrontar la sección central con inocencia y nostalgia. Impresionante la perfección técnica de su continua intencionalidad del legato, sobre todo en el finale hipnótico, un experimento hacia la modernidad. Toma sonora apagada, recogida en concierto en la Salle Gaveau de París (Opus 111, 1992), que captura el poderoso esfuerzo físico del recreador, siempre al borde de la sobreactuación ególatra.





Evgeny Kissin comanda la ambigüedad del discurso chopiniano dentro de su concepto estructural de la obra, subordinando el cuidado por el detalle a la simplicidad de la línea. Desde el primer compás la independencia de las manos garantiza la claridad de la polifonía, sin repeticiones, riguroso en las marcaciones dinámicas (salvajes). Huracanado scherzo, con secuencias cromáticas de alto octanaje, y desentimentalizado (y menos convincente) su trio. Amenazantes y titánicos los graves en la marcha, con trinos beethovenianamente impúdicos. Dicha masculinidad brutal no sea posiblemente del gusto de todos, seguramente ni siquiera del refinado dandy Chopin. El gran Tony Faulkner realizó aquí otra de sus maravillosas grabaciones, dentro de la caja de resonancia (RCA, 1999).





Se podría plantear la necesidad de seguir grabando las mismas obras una y otra vez. En este caso la justificación es la investigación filológica: ¡el movimiento historicista ha alcanzado Chopin! El nombre de Janusz Olejniczak puede ser desconocido para algunos; seguramente sus manos no: aparecen como especialista en las escenas de la película The pianist (2002). Incluso interpretó a Chopin en la alocada La note bleue (1991). La menguada sonoridad del fortepiano Érard de 1849 (año de la muerte de Chopin) ilumina suavemente el ambiente reducido con elegancia, sensibilidad y buen gusto. Íntimo, tenue, con discretos pedal y rubato, con opacidad de colores y veladas dinámicas, Olejniczak ajusta su interpretación (NIFC, 2007) al instrumento y al contexto semiprivado: El piano de Chopin no tiene nada que ver con los actuales, pero tampoco las grandes salas de concierto. En una carta contemporánea, una señora, tras haber asistido en un salón a un recital de Chopin, se quejaba de que apenas había podido escuchar el sonido del piano, ya que estaba sentada ¡demasiado lejos del instrumento! Las críticas de sus conciertos reflejan esta delicadeza sonora como una debilidad, cuando era el rasgo genuino de su pianismo.
A aquellos que adviertan cierta tosquedad en relación a los aristócratas del piano mencionados previamente, no está de más recordar las palabras del alumno chopiniano Karol Mikuli, que Olejniczak comprende y asume en su tocar: “Bajo sus dedos, cada frase musical sonaba como un canto, con tal claridad que cada nota tomaba el significado de una sílaba, cada compás el de una palabra, cada frase el de un pensamiento. Era una declamación ajena a todo pathos, al mismo tiempo sencilla y noble”.