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jueves, 5 de agosto de 2010

Mozart: Don Giovanni

¿Qué significaba dramma giocoso en la época de Mozart? ¿Es Don Giovanni un héroe o un villano? ¿Es la ópera una comedia o una tragedia? ¿Su conclusión dramatiza el triunfo moral sobre el pecador ajusticiado, o celebra el desafío épico de un librepensador?

La ópera, como su protagonista, rehúsa capitular al orden convencional: Si para una escuela de pensamiento la obra es en esencia una ópera bufa, una comedia a la italiana (aunque con personajes individualizados gracias a la música que los acoge y representa), para otra línea de tradición germánica se inscribe de lleno en la composición dramática, rezumando aroma sacro. La riqueza, ambigüedad y complejidad de la obra han permitido el acercamiento desde diversos conceptos, aun antitéticos, con resultados igualmente estimulantes. Amalgama de géneros (los temas míticos del teatro antiguo: el amor, la venganza, la justicia, la muerte) que transitan en meandros por el carácter complejo y contradictorio de la partitura, que siempre plantea problemas de conjunto. La música, más que el libreto, nos cuenta la historia, subraya las emociones, y matiza todas las sutilezas psicológicas que distinguen a Don Giovanni como ópera de óperas.


105 lossless recordings of Mozart Don Giovanni - Part II (1977-2021) (Magnet link)

 

Link to the torrent file II




Desde 1934 en las verdes colinas de Sussex se busca celosamente la perfección estilística mozartiana, estableciendo nuevas pautas en su lectura musical y dramática. Fritz Busch registró la primera grabación completa de Don Giovanni con flexible autoridad y sensualidad a la Orquesta del Festival, aprovechando las concienzudas representaciones en el Glyndebourne de 1936. Refinadamente diáfana, elegantemente lírica, su elocuencia narrativa, variedad, frescura, espontaneidad (no confundir con trivialidad) son impropias de estas fechas, además la noción unitaria, el juego escénico prácticamente inigualado, el adecuado pulso dramático y la magnífica elección del equipo vocal, bien contrastado (sobre todo el femenino). El aristocrático y estilizado John Brownlee (Don Giovanni) es un barítono no demasiado oscuro, con graves sólidos, de impecable timbre opulento y resonante, que se presta tanto a la ironía como a la insinuante sugestión amorosa. Variado y grotesco Salvatore Baccaloni (Leporello), único cantante con el idiomatismo apropiado para comunicar la gracia astuta de su rol, y del que se cuenta que debido a sus excesivas libertades rítmicas un día recibió un telegrama de protesta firmado por W.A.M. Si consideramos estupenda la poderosa seguridad técnica de Ina Souez (Donna Anna), y a Luise Helletsgrüber como una (Donna Elvira) casi ideal por la construcción de su vibrante personaje (con algunas dificultades en las agilidades), lo extraordinario llega de la muelle voz de Koloman von Pataky: timbrada, flexible, de sensibilidad y belleza a partes iguales (Don Ottavio). El Masetto de Roy Henderson está bien perfilado con su particular acento cockney; también muestra cierta afectación británica la (Zerlina) de Audrey Mildmay, e imponente la autoridad (si no el poderío vocal) de David Franklin (Commendatore). Torrenciales recitativos acompañados por el director al piano. La grabación acusa la edad, pero es perfectamente disfrutable (Warner).









Debemos la primera grabación live a Bruno Walter, que en una representación neoyorquina con la Metropolitan Opera Orchestra (Naxos, 1942) plasmó su visión fatalista de la obra, de tempi y ritmos apremiantes, y que destaca ante todo por acaso la más bella voz italiana del siglo, el bajo carnoso, de legato perfecto, dicción irreprochable, matizadísimo fraseo y ataque siempre puro: el personaje encantador y diabólico delineado por Ezio Pinza -sin duda el (DG) de los años 30 y 40- engarza ejemplarmente con el carácter cómico de Alexander Kipnis (L). Completan el reparto Rose Bampton (DA), Jarmila Novotna (DE), Charles Kullmann (DO), Mack Harrell (M), Bidu Sayao (Z), y Norman Cordon (Com). La brevedad del comentario corresponde al padecimiento de una toma de sonido pésima, y aún así mucho mejor que la previa de 1937 editada por Andrómeda: sólo para fanáticos del mono más exiguo, please email me.











Wilhelm Furtwängler (Gala, 1953) conecta la tragedia clásica y suntuosa de un Gluck entreverada con rasgos y sentimientos beethovenianos. Ya escuchando la llamada al aquelarre que suponen los vehementes timbales en el acorde inicial se advierte que estamos ante una apreciación especial: Solemne, coherente y unitario en el desarrollo del drama, fluidamente oscilante entre lo olímpico y lo trágico, retórico, expresivo, severamente moral, Furtwängler encarnaba la idea de que cada interpretación debía ser “una grandiosa improvisación”, de ahí lo desconcertante a veces de la ductilidad de los tempi, amplios en general. El espléndido equipo de cantantes comienza con el gallardo Cesare Siepi, que emerge poderoso, viril y telúrico como protagonista inmenso, vocal y dramáticamente, cruel y elegante a la vez; un bajo baritonal de oscura tímbrica, a priori poco apto, pero que realizó sin duda el (DG) de los años cincuenta. Sin el conveniente contraste, Otto Edelmann (L) de porte y vocalización decididamente germánicos; mejor el cristalino instrumento lírico de Elisabeth Grümmer (DA), creíble en su vulnerabilidad, firme y sincera. Impecable técnicamente Elisabeth Schwarzkopf como (DE), de temperamental fiereza en su articulada caracterización; sutil el (DO) de Anton Dermota, de atractiva nasalidad; sarcástico el teutón (M) de Walter Berry, Erna Berger crea una ingenua (Z), tenaz y temible el (Com) de Raffaele Ariè. La Wiener Philharmoniker frasea de forma romántica, tejiendo damasquinadas texturas. La toma sonora del Festival de Salzburgo es peyorativamente histórica, con leves saturaciones, y ecos y ruidos varios que recrean el aliento escénico, y aun así, comparativamente superior a la grabación de 1950 (EMI). Una última cuestión. Sabido es que la técnica gestual de Furtwangler era, como tal, errónea: sus brazos no daban ninguna indicación clara del número de batidas en un compás, haciendo movimientos circulares que no podían ser interpretados como un ritmo estable; para dar la entrada hacía signos misteriosos en alto, bajaba la batuta y un poco después atacaba la orquesta. Y si se les preguntaba a los músicos cómo sabían cuándo habían de entrar en medio de toda aquella ceremonia respondían: “No lo miramos”.










Josef Krips busca y encuentra un equilibrio sereno, reposado, cálido, ligero y sonriente (me autocito), pone pausa a los tempi amenazantes, pondera las dinámicas, acentúa con lógica y control, permite respirar en la oscura atmósfera de la obra. Desde esta acomodaticia elegancia vienesa, de aparente placidez dramática y transparente sencillez, Cesare Siepi nos seduce con suavidad mortífera (DG), mimetizado vocalmente con el sardónico y hasta exagerado Fernando Corena (L), convincentes ambos en los recitativos de perfecta enunciación. A un relativo menor nivel las féminas, precisa y musical, pero desapasionadamente angelical la (DA) de Suzanne Danco, mientras Lisa Della Casa (DE) canta brillantemente, aunque un tanto inexpresiva. De peculiar timbre el (DO) de Anton Dermota, poco ágil en la coloratura; soberbio el simpático (M) de Walter Berry, excelente el timbre dorado de Hilde Gueden dando vida a una traviesa (Z), y correcto Kurt Böhme (Com). Fantástica grabación en estudio de la Wiener Philharmoniker (Decca, 1955), cuya excelente presencia estéreo permite apreciar la delicadeza y claridad de una línea instrumental perfectamente engarzada con las voces, donde centellean multitud de pormenores sutiles, inauditos en otras versiones.










Saludemos también la técnica de Dimitri Mitropoulos, que no usaba nunca batuta ni partitura: “Dirigir con batuta es como tocar el piano con guantes”. En el podio golpeaba el aire con los puños, en un estrambótico repertorio de gestos y muecas que reflejaban cada emoción, del terror al éxtasis. Y esto es lo que propone en este documento: una fustigante tensión narrativa, galvánica, elocuente, variada y detallista escénicamente (revolucionaria en el Festival de Salzburgo de 1956, tras la muerte de Furtwängler), una Wiener Philharmoniker en todo su esplendor, y ante todo un equipo vocal sensacional (coincidente en su mayoría con los anteriores): Cesare Siepi vicioso, peligroso y hasta violento (DG); además, desprende buena química con el histriónico, idiomático y excelente actor vocal Fernando Corena como (L). Vigorosa y dolorida Lisa della Casa (DA), señorial y emocionante Elisabeth Grummer (DE); dulcemente exquisito (¡qué pianissimi!) Leopold Simoneau (DO), Walter Berry (M) fenomenal también; destaca la sensualidad del vibrato de Rita Streich (Z), y el sólido, pero poco canónico (Com) debido a Gottlob Frick. La edición Sony presume de mejor sonido que la corsaria (Arkadia), utilizando las cintas originales de la Radiodifusión austríaca. A pesar de su inmediatez, es desigual en volumen, con abundantes saturaciones, y resalta los consabidos ruidos escénicos, los desplazamientos de los cantantes respecto a los micrófonos, y los aplausos del respetable (a veces antes de que acaben los números), ¡pero Mozart era un hombre de teatro!










Dejemos de lado las vocalmente irregulares versiones de Ferenc Fricsay (DG, 1958) y Erich Leinsdorf (Decca, 1959) para dar paso a la lectura con mayor equilibrio sonoro y estilístico. Azarosa fue la génesis de esta grabación con la leggeriana Philharmonia Orchestra, bruñida por y para Otto Klemperer, que fue sustituido, gravemente enfermo, tras tres días de sesiones de grabación por Carlo Maria Giulini, que, aunque nunca había conducido la ópera, transformó indudablemente el sentido de la misma (EMI, 1959): “A Mozart hay que entenderlo siempre y esencialmente desde el canto y desde su sentido teatral”. Para Giulini refulge la chispa de la ópera bufa napolitana en buena síntesis con el elemento germánico. Desde esa base hace respirar fervorosamente a la orquesta con vitalidad atlética, facundia, enorme riqueza de acentos, convicción y balance entre ligereza y severidad. Como con Busch, prima la sensación de causa común, con una meta bien definida, la de la comprensión de la expresión musical de los personajes y su motivación dramática: la fornicación, el asesinato, la blasfemia en último término. Homogéneamente espléndido el reparto vocal: Eberhard Wächter plantea un (DG) lascivo, fogosamente juvenil y tosco (y algo falto de carisma), aunque brillante en el tono chispeante de los recitativos (deliciosos), donde también brilla el excepcional (L) de Giuseppe Taddei, variado y dinámico, bufo sin exageración, sucesor natural de Baccaloni. Quizá un obstáculo (en todo caso menor) a la canonización de este registro venga dado por el parecido tímbrico entre ambos. La pareja de donnas es prodigiosa: elegantemente aristocrática Joan Sutherland como (DA), de preciosa tímbrica, si bien vocalmente flexible y precisa sólo en la zona aguda; tampoco roza ya la perfección vocal Elisabeth Schwarzkopf (DE), pero posee el personaje enteramente en cada gesto; Luigi Alva (DO) dulcemente refinado en la difícil coloratura; ladino y sobreactuado Piero Cappuccilli (M), maliciosamente sincera Gabriela Sciutti (Z); soberbio, matizado, dominante, escalofriante y cavernoso el (Com) de Gottlob Frick. Toma sonora algo lejana orquestalmente, pero de buena presencia tímbrica y clara de texturas, destacando las sombrías cuerdas. Actualización: El reciente transfer (2012) realizado por Pristine proporciona una portentosa mejora en profundidad y amplitud espacial.










El referido manojo de grabaciones contiene tan alto nivel artístico que generó sombras sobre las producciones de las siguientes décadas.

Seis años después de su fallido intento, Otto Klemperer retomó los mandos de la New Philharmonia Orchestra (EMI, 1965). Resaltar la genialidad narrativa, la admirable labor orquestal, la claridad de exposición con rasgos virtuosísticos asombrosos, pero con tendencia a perderse en densas y solemnes meditaciones instrumentales antes que prestar atención a la verdadera esencia teatral. Lento y majestuoso, granítico, el cuadro final. Excelente elenco vocal –el viril (DG) de Nicolai Ghiaurov, todo esmalte y señorío, Walter Berry hace un áspero y germánico (L), insuficiente Claire Watson (DA), muy exigida de tesitura Christa Ludwig (DE), un Nicolai Gedda (DO) cuya entonación digamos que presenta impurezas, el expectorante (M) de Paolo Montarsolo, la sensual (Z) de Mirella Freni, consistente (Com) debido a Franz Crass- al que los tempi mortuorios ahogan, sobre todo en los lúgubres recitativos apoyados en un descarnado clave. Excepcional grabación de la magna tímbrica orquestal, perfectamente equilibradas en la balanza cuerdas y maderas.









En su línea fluida y sin complicaciones metafísicas, Karl Böhm da un punto de referencia medio, sin lograr hacer patente el aspecto trágico, inquietante y ambiguo de la obra, tanto en su primer acercamiento -con la Orquesta del Teatro de la Ópera de Praga (DG, 1967), sinceramente mal el equipo vocal: forzado hasta el empalago Dietrich Fischer-Dieskau (DG), Ezio Flagello (L), Birgit Nilsson elección claramente equivocada en un papel lírico como el de (DA); también fuera de estilo Martina Arroyo como (DE), Peter Schreier (DO), Alfredo Mariotti (M), Reri Grist (Z), Martti Talela (Com)- como en el postrero en el Festival de Salzburgo -Wiener Philharmoniker (DG, 1977) Sherrill Milnes (DG), Anna Tomowa-Sintow (DA), Zyllis-Gara (DE), Walter Berry (L), Peter Schreier (DO), Dale Duesing (M), Edith Mathis (Z), John Macurdy (Com)-.








Colin Davis (Philips, 1973) recrea otra esmerada lectura con aciertos parciales, de tono y ritmo aceptables, pero sin fantasía, incapaz de obtener el adecuado clima teatral. Del reparto destacan las magníficas féminas, sobre todo Mirella Freni como (Z): Ingvar Wixell posee la fascinación del movimiento de una serpiente (DG), Wladimir Ganzarolli (L), soberbia Martina Arroyo (DA), suave la (DE) de Kiri Te Kanawa, aterciopelado Stuart Burrows (DO), Richard van Allen (M), poderoso Luigi Roni (Com).






La salida de Decca del productor John Culshaw marcó un severo declive en la calidad de las realizaciones operísticas de Georg Solti. En esta lectura rudamente violenta, distanciada, neutra, cual perfecto ejercicio orquestal de la London Philharmonic (1978), sólo sobresale una fabulosa Margaret Price perfilando una altiva (DA) de emisión controladísima, el timbre bien proyectado y fraseado; Bernd Weikl hace un (DG) de tosco acero alemán, incapaz Sylvia Sass (DE), Gabriel Bacquier (L), fría cortesía de Stuart Burrows (DO), Anton Sramek (M), Lucia Popp (Z), poderoso y seguro Kurt Moll (Com).









Lorin Maazel grabó su versión a las riendas de la Paris Opera Orchestra (Sony, 1978) y fue recogida en estudio como banda sonora de la erotofóbica película de Joseph Losey. Por ello sus consideraciones dramáticas prevalecen sobre las musicales (hay imprecisiones e incluso distorsiones rítmicas), imponiendo un Ruggiero Raimondi gélidamente sádico (DG). El resto del reparto incluye Edda Moser (DA), Kiri Te Kanawa (DE), José van Dam (L), Kenneth Riegel (DO), Malcolm King (DO), Teresa Berganza (Z), John Macurdy (Com).






Bernard Haitink intentó recrear en el Festival Glyndebourne de 1983 el potente espíritu de equipo que animó la primigenia lectura de Fritz Busch. Una lectura nada magisterial, pero tan minuciosa e imaginativa en su concepción como fluida y natural en los recitativos. Capitaneados por el demoníaco, lascivo y amenazante Thomas Allen (DG) -de excelente línea y correcto italiano-, el elenco comprende el oscuro (L) de Richard van Allan, sutil en el uso de la media voz, y una pareja de féminas de buena credibilidad dramática, enérgica Carol Vaness como (DA), y determinada en su injuria Maria Ewing (DE). Keith Lewis (DO), John Rawnsley (M), Elisabeth Gale (Z), Dimitri Kavrakos (Com) completan una correcta alineación casi enteramente británica. La London Philharmonic Orchestra está recogida con discreción (EMI).







Para este registro Herbert von Karajan maquinó un plan secreto de sesiones, sin desvelar hasta el último momento lo que se grababa a continuación, y de esta guisa mantuvo a todo el equipo vocal en ascuas, alerta y en tensión permanente. Por eso es aún más sorprendente la pétrea frialdad (sin inflexiones rítmicas, y de tempi muy lentos) que desprende el brillo satinado de la Berliner Philharmoniker, sobre la que reposan, inertes, los personajes mozartianos: Samuel Ramey imanta un (DG) de buenas maneras, línea vocal e inteligencia, conspirando con un extravertido Ferruccio Furlanetto (L); sin autoridad ni deseos de venganza respectivamente Anna Tomowa-Sintow como (DA) y Agnes Baltsa como (DE), contrastando con el resoluto (DO) de Gösta Winbergh; huraño Alexander Malta como (M) y demasiado infantil la (Z) de Kathleen Battle, firme el (Com) de Paata Burchuladze. De igual modo, muy plana y sin relieve, la toma sonora, llena de errores de edición (DG, 1985).






Nikolaus Harnoncourt muestra su preferencia por el riesgo con una orquesta moderna y amplia de efectivos, la Royal Concertgebouw de Amsterdam (Teldec, 1988). Entramos en una nueva era tímbrica y armónica, polémica y perversa, de abruptos acentos y dinámicas extremas, aunque a veces los tempi son convencionales y prosaicos y las texturas no son todo lo transparentes que la teoría harnoncourtiniana predice. Thomas Hampson experimenta un flexible y actual ansia adolescente (DG) y encuentra su complemento en el terrenal (L) de Lászlo Polgár; discreta la pareja de donnas: Edita Gruberova (DA) rebelde y orgullosa, Roberta Alexander (DE), Hans Peter Blochwitz (DO), Anton Scharinger (M), Barbara Bonney (Z) flirtea burlona, ligero el (Com) de Robert Holl. La grabación adolece de pausas entre los números generando el efecto de discontinuidad escénica.






Cuando afloró la versión del diletante Arnold Östman (L’Oiseau-Lyre, 1989) pareció que el concepto de la ópera se desventraba en el experimento de recrear en el teatrito de la localidad sueca de Drottningholm la obra mozartiana tal y como se supone fue representada en su día, con los medios y tramoyas de la época. La reducida Court Theatre Orchestra presenta la tenue sonoridad ácida de los instrumentos originales y evanescencia en las texturas sonoras (recordemos que Mozart tan sólo contó con seis violines en el estreno de 1787). El resultado vocal, con livianos intérpretes -ya en decadencia el (DG) de Hakan Hagegaard, Gilles Cachemaille (L), Arleen Auger (DA), Della Jones (DE), Nico van der Meel (DO), Barbara Bonney (Z), Bryn Terfel (M), Kristinn Sigmundsson (Com)-, se queda en leves propuestas: puntualizaciones de acentuación, de ritmo, mayor velocidad en los recitativos, jacobino en los tempi extravagantes, acelerando los momentos múltiples (dúos, tercetos, conjuntos) y ralentizando algunas partes solistas. Se busca la comedia íntima en detrimento de la tragedia épica, faltando algo de gracia y espontaneidad.






El pulso raudo y firme de Riccardo Muti con la Wiener Philharmoniker (EMI, 1990) enfatiza el melodrama verdiano (tersura de líneas, gentil construcción, pero adusta y epidérmica) y no alcanza el sabor teatral bufo a la napolitana de un Giulini. Llamativamente obsesivo el (DG) de William Shimell; Samuel Ramey (L), siempre excelente cantante, aquí está distanciado de la eficacia teatral de sus actuaciones en directo. Competitivo vocalmente el resto del elenco, pero lejos de una interpretación interiorizada del fraseo (y las palabras son extremadamente importantes en Mozart) -Cheryl Studer (DA), Carol Vaness (DE), Frank Lopardo (DO), Natale de Carolis (M), Suzanne Mentzer (Z), Jan-Hendrik Rootering (Com)-. Acústica reverberante en exceso que emborrona los recitativos.






El acercamiento de Neville Marriner con la Academy of St Martin in the Fields (Philips, 1990) ejemplifica las virtudes y limitaciones de las producciones fin de siglo: absoluta claridad de texturas, levedad y viveza de tempi, aparentemente apropiados para el lado bufo de la obra. Cuidada realización del continuo en los recitativos. Elenco vocal correcto sin más, con el punto flaco en las mujeres: Thomas Allen (DG), Simone Alaimo (L), Karita Mattila (DE), Sharon Sweet (DA), Francisco Araiza (DO), Claude Otelli (M), Marie McLaughlin (Z), Robert Lloyd (Com). Excelente toma sonora, de gran presencia.









Yendo un paso más allá que Östman, la versión que propone Roger Norrington con sus London Classical Players (EMI, 1992) deviene en un equilibrio fluido, estilísticamente respetuoso, de bases rítmicas constantes y estudiados contrastes, preeminencia de los vientos en la reducida (y estratégicamente dispuesta) orquesta. Aligeramiento de los tempi (con algún exceso), sabia administración de timbres y planos sonoros, inclusión de discretos adornos, y generosa inserción de apoyaturas. Planteamiento en demasía esquemático, adoptando un tono narrativo ameno y gracioso, y hurtando prácticamente la dimensión demoníaca. Equipo vocal sólido, no siempre coherente con este grácil programa. Muy adecuada la contraposición de la pareja: brutal Andreas Schmidt como (DG), eslavo cual cosaco del Don el (L) de Gregory Yurisch. Inerte dramáticamente la (DA) de Amanda Halgrimson, Lynne Dawson (DE), suficientemente ágil John Mark Ainsley como (DO) para ceñirse al tempo veloz, bien caracterizada la pareja (M)-(Z) debida a Gerald Finlay y Nancy Argenta, Alastair Miles (Com). La grabación en estudio incluye una serie de efectos escénicos artificiales.








La personalidad de John Eliot Gardiner se impone en esta grabación: distinción sobria de concepto, inteligente sentido teatral, alternancia de tempi, tímbrica excitante, agilidad de articulación, brusquedad en los ataques, ornamentación un tanto liberal. Para paladares abiertos a nuevas experiencias, como la brevedad y levedad extremas en obertura,  como los aportes dialogantes de las maderas, o el continuo en los recitativos a cargo de fortepiano al que a veces se le une un cello. Los mínimos ruidos escénicos no perjudican la espontaneidad que propone la cristalina grabación en directo (Philips, 1994). Los estupendos English Baroque Soloists acompañan incisivamente a un juvenil y correcto reparto vocal que se inicia con el barítono ágil y poderoso Rodney Gilfry (DG) y continúa con su compinche de timbre pastoso, Ildebrando d’Arcangelo como (L). Por su parte, Ljuba Orgonasova (DA) está asombrosa en su habilidad con la coloratura, Charlotte Margiono deleita con su valiente (DE), y Christoph Prégardien recrea un cálido y blando (DO); pasable la pareja Julian Clarkson (M) y Erian James (Z), e implacable Andrea Silvestrelli (Com).







El magro contingente orquestal de La Petite Bande liderado por Sigiswald Kuijken (Accent, 1995) ostenta una delicada claridad de texturas, una ligereza de acentos y fraseo, un meditado detallismo, que desgraciadamente revienen en palidez dramática, quizás debido al contingente vocal poco expresivo: Werner Van Mechelen (DG), Huub Claessens (L), Elena Vink (DA), Christina Högman (DE), Nancy Argenta (Z), Markus Schäfer (DO), Nanco de Vries (M), Harry van der Kamp (Com). Extrañas mezclas se agitan en la postproducción de este registro en concierto público.










La London Philharmonic Orchestra dirigida por el preciso y prosaico Georg Solti cumplimenta un discurso musical diáfano, pleno de lógica y falto de misterio, audible ya desde la vertiginosa obertura (Decca, 1996). Irregular el estelar reparto de voces: el (DG) perfilado por Bryn Terfel es un siniestro psicópata sexual, de gran caudal vocal pero poco ágil; destreza que derrocha el vivaz (L) debido a Michele Pertusi. Peor las féminas: la (DA) de Renée Fleming no sintoniza con el carácter requerido por el libreto; perfectamente olvidable la prestación(?) vocal de Ann Murray (DE), y Monica Groop sofistica en demasía a su (Z). Pasables Herbert Lippert (DO), Roberto Scaltriti (M), y Mario Luperi procurando un sobrenatural (Com). Cálida toma de sonido recogida en concierto, sin representación escénica.





A pesar de los guiños a las prácticas historicistas (tempi, ornamentaciones) Claudio Abbado no parece haberse identificado plenamente con la gramática mozartiana, y desde un amable sesgo rossiniano ofrece a los mandos de la Chamber Orchestra of Europe (DG, 1997) sus habituales nitidez, claridad… y precaución, arropando un inconsistente elenco vocal del que descuellan los barítonos: interesante la diferenciación entre los protagonistas, con un ácido Bryn Terfel que se ajusta escénicamente mucho mejor al papel de (L), y Simon Keenlyside, elegante, insolente, pero poco matizado (DG). Una apagada Carmela Remigio como (DA) desentona con la distinguida (DE) de Soile Isokoski, y meramente convencionales el resto -Uwe Heilmann (DO), Ildebrando d’Arcangelo (M), Patricia Pace (Z), Matti Salminen (Com)-. Muy cuidados los recitativos, construyendo personajes y sus relaciones, como resultado de las representaciones previas a la (analítica) grabación.








Más que una revolución, el último paso (hasta la fecha) en la revelación de la sonoridad mozartiana: René Jacobs (HM, 2006) elimina la estética demoníacamente heroica con la que los literatos del s. XIX habían barnizado la composición. Y la hace partir de la tradición musical barroca, disolviendo las capas añadidas, los mitos románticos (el anhelo de lo imposible, la redención a través del amor). Jacobs nos recuerda que, en su mayoría, los cantantes disponibles por Mozart para el estreno de la obra eran muy jóvenes, y así reúne un elenco fresco y espontáneo (caramba, como Busch en el 36), pleno de entusiasmo escénico: el inmaduro, rebelde y venenoso terciopelo quasi-tenoril de Johannes Weisser (DG) contrasta adecuadamente con un lúbrico Lorenzo Regazzo (L), eléctrico en sus rústicas respuestas, mientras ambos vagan de fiasco en fiasco; lírica-ligera la (DA) de Olga Pasichnyk, ingenua y sensible según Jacobs comprende la partitura; huracanada la (DE) de Alexandrina Pendachanska. Gentil y franca la actuación de Kenneth Tarver como (DO), arquetipo de ciudadano ilustrado dieciochesco, equilibrado entre razón y emoción. El robusto Nikolay Borchev (M) busca el reposo en la dulce y pequeña voz de Sunhae Im como (Z), siendo seca y pobre la intervención de Alessandro Guerzoni como anciano (Com), que sin embargo en la última escena resucita (algo más) poderoso. Apremiante, vibrante el virtuosismo de la Freiburger Barockorchester. El protagonismo de las maderas alcanza un nuevo estadio dentro de la tendencia general que viene dando la preeminencia a la orquesta más que a las voces (que, dicho sea de paso, perpetran libre ornamentación en la repetición de las arias). Nuevos efectos tímbricos (timbales pirotécnicos, metales amenazantes) y un tempo ingrávido otorgan a la obertura una pincelada becqueriana. La cuestión de los tempi (aparentemente experimentales y sorpresivos) viene dictada por la búsqueda de Jacobs de ritmos de danza populares mimetizados en la partitura, con continuos cambios de pulso marcados por el ritmo de la acción escénica y que tienden a enfatizar lo giocoso. Los parlanchines recitativos son acompañados por una improvisatoria y licenciosa pareja de fortepiano y violoncello, que mantienen y enriquecen la tensión musical (cual banda sonora de los Looney Tunes cartoons). Antológica, irresistible grabación, prolija, espacialmente panorámica. La alternativa más apasionante en décadas.








miércoles, 16 de junio de 2010

Mozart: Sinfonía nº 38 "Praga"

Como nos cuenta Morike en su espúreo pero encantador relato, en los primeros días de 1787 Mozart partió rumbo a Praga en lo más parecido posible a una tournée de placer (sus obligaciones eran pocas: una interpretación de Las bodas de Fígaro y un par de recitales de piano). Entre los sombreros de Constanza viajaba un manuscrito recién acabado con una sinfonía en re (K. 504), que quedaría para siempre relacionada con el nombre de la ciudad. El 19 de enero Mozart dirigió su estreno ante una orquesta de una veintena de instrumentistas, al parecer con gran éxito. Años más tarde, en 1808, su amigo Niemetschek recordaba “la sinfonía permanece como favorita en Praga, y sin duda ha sido interpretada cientos de veces”.

Indudablemente la obra es una de las cimas del autor, a pesar de que sólo integra tres movimientos en lugar de los cuatro tradicionales, tal vez una alusión a la simbología masónica (Massin dixit). La ausencia del clásico minueto se compensa por la introducción lenta que abre la composición, influencia de los progresos sinfónicos de su querido Haydn (y que tanto peso habría de tener en Beethoven). De tono profundo, casi amenazante, tonalmente impredecible, a veces severamente disonante, en el compás 16 sobrecoge al pasar a clave menor (con un estallido de percusión y trompetas): en sus modulaciones se huele el rastro del K. 466 y se adivina la sombra cromática del dissoluto. Entonces, el grave presentimiento cede el paso a un allegro, tirante y sincopado (a contratiempo), descentrado armónicamente. Hasta seis motivos (reflejos de Fígaro, intuiciones de La flauta mágica) son desarrollados y fugados contrapuntísticamente. En esta densa polifonía (de la que significativa e inusualmente Mozart realizó múltiples bocetos de posibles combinaciones temáticas) se suceden estrategias retóricas irresistiblemente enérgicas, que cierran el movimiento sinfónico mozartiano de mayor originalidad, síntesis de tradiciones barrocas y estilo clasicista.

La forma sonata también es seguida en el segundo movimiento, marcado andante y de sinuoso ritmo ternario, en otro ejemplo de la sofisticación de la sinfonía: contrasta un lírico y espiritual primer tema con un segundo turbulento, basado en tensos acordes de las maderas. Por fin, extrañas sombras cromáticas desestabilizan la armonía y se agazapan tras imitaciones contrapuntísticas. La recapitulación revisa todos los materiales empleados en el movimiento alternando tonalidades hacia un final apacible, cuya atmósfera camerística afianzada por la rica paleta armónica servirá de inspiración a Schubert.

La obra concluye con un presto, originalmente escrito para ejecutar la sinfonía “París” (K.297) con un nuevo final, que se inicia con una jovial atmósfera de carácter bufo (regresa la semblaza melódica a Fígaro) en la que los vientos irán desgarrándose en una violenta tormenta. A modo de rondó utiliza diálogos cromáticos, síncopas y transformaciones contrapuntísticas en un oscuro carácter coral, apenas embozado en una capa de luz.

Para completar la dicha Mozart abandonó Praga con unos gulden en la casaca y el encargo de una ópera para el otoño siguiente. De ella nos ocuparemos próximamente.








La tradición mahleriana
En 1929 Berlín era sin duda alguna la capital del orbe musical: aparte de la Philharmoniker dirigida por Furtwängler, tenía tres óperas funcionando a la vez, siete días a la semana, durante diez meses al año, cuyos directores eran Erich Kleiber, Bruno Walter y Otto Klemperer. La biografía de estos tres se entrecruza de manera fundamental con la de Gustav Mahler.

Berlín 1929: Walter, Toscanini (de visita), Kleiber, Klemperer y Furtwängler




La juventud del primero vino marcada por la impresión causada por un concierto de Mahler que marcó su decisión de dedicarse a la dirección de orquesta. El rigor, instinto y genio de Eric Kleiber conseguió en su grabación con la Wiener Philharmoniker –donde la dureza de las cuerdas domina la delicadeza de las maderas– (History, 1929) una concisión suprema, ágil y vivaz, a pesar de partir de unos presupuestos artísticos alejados de cuestiones de estilo y prácticas musicales propios de la época del compositor.

Bruno Walter aprendió su Mozart con Gustav Mahler cuando éste lo estableció en la Ópera de Viena como kapellmeister en 1901. Walter registró en estudio la sinfonía en tres ocasiones: con la Filarmónica de Nueva York (Sony, 1956), Sinfónica de Columbia (Sony, 1959) y Filarmónica de Viena (Pearl, 1936). Con ésta programó de nuevo la obra en un concierto de 1955 en la Musikverein recogido por Radio Austria y editado posteriormente por Deutsche Grammophon en 1992 con motivo del 150 aniversario de esta orquesta. El concepto es similar en todas las grabaciones, pero este registro posee el mejor equilibrio entre factura sonora e instrumental: lleva a su máxima expresión la fluctuación del tempo dentro de cada movimiento, en total flexibilidad rítmica sin caer en el peligro de la fragmentación, relajándolo en los pasajes más oscuros, para tratar de transmitir cuidadosamente su carácter melancólico (allegro) o atormentado (presto). El otro factor clave es el cálido fraseo, aligerando los tiempos fuertes en cada compás y suscitando una sutileza cantabile de matices, una pura delicia en su combinación de vitalidad rítmica y humana efusividad. Partiendo de un sonido pleno de gran orquesta con numeroso (y desequilibrante) contingente de cuerda, Walter desarrolla un vigoroso poder comunicativo, de alta tensión, a la vez que dirige de forma bellísima, lírica y aterciopelada (ese sentido de divertimento en el andante de jocosa sensibilidad), resaltando todos los elementos melódicos. Ejemplar claridad en el detalle y en la textura, aunando riqueza expresiva con lógica constructiva, guardián de una tradición casi desvanecida.






La gran severidad y ausencia de inflexiones personales constituye la visión mozartiana (madura, sedienta de libertad espiritual) del último representante de la tradición romántica mahleriana: Klemperer grabó primeramente con la RIAS Symphonie-Orchester Berlin (la radio del sector americano) (EMI, 1950) y con la Philharmonia (Testament, 1956), documentos ambos de tempi notablemente urgentes y fibrosa articulación pero cuya endeblez técnica nos hace preferir la milagrosa claridad de texturas que Walter Legge llamaba (y registraba magníficamente equilibradas) radiografías sonoras. La cohesión y la soberbia calidad de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1962) permiten la unanimidad sonora de un grupo de cámara, de transparencia en la superposición de los planos sonoros, grandeza arquitectónica, monumental sentido constructivo, de olímpica y serena objetividad, meticulosa atención al valor de las notas, fraseo, ritmo, entonación, belleza y dinámica del tono. Klemperer siempre mantuvo el hábito mahleriano de situar antifonalmente primeros y segundos violines, lo que permite bosquejar insospechados diálogos. Elegante sentido dramático en la introducción, amplitud dinámica en el uso de los timbales, luminosidad de las maderas y presencia de la línea grave, firmeza y orden en los movimientos rápidos, y austeridad de expresión en el andante.





Entre estas versiones llegaron otras: un Mozart eslavo y principesco propone Vaclav Talich al frente de la Czech Philharmonic Orchestra (Supraphon, 1954). El mismo año, un superficial y agitado Igor Markevitch con la Berliner Philharmoniker (DG) está sujeto a la tiranía del oleaje y el viento. Por último, claridad, delicadeza y elegancia en la tímbrica camerística extraída por Erich Leinsdorf de la Royal Philharmonic Orchestra (DG, 1955).

La gran virtud de Karl Böhm es la situarse balanceado entre la tendencia objetivista de un Klemperer y la subjetivista de un Walter. Basado en la claridad expositiva y perfecta ejecución instrumental de la Berliner Philharmoniker (DG, 1959), la solidez constructiva, severa y solemne, la escasa variación de los acentos, la concepción plana de la articulación, la uniformidad y exceso de retórica, la morosidad en los tempi moderados por no decir pesantes, dan como resultado la reducción de los tonos oscuros y la flacidez del dramatismo inherente en la composición. En suma, un perfil apolíneo y almidonado de Mozart.

Otras cuatro grabaciones se realizaron en los años 60: mientras el errante Carl Schuricht es todo lirismo y cantabilidad delante de la Orquestre National De L'Opera de Paris (Scribendum, 1963), un nonagenario Pablo Casals consigue con la Marlboro Festival Orchestra (Sony, 1968) una lectura vibrante y desigual, con parte del público aquejado de rinitis primaveral. Por su parte, la ágil e incisiva Staatskapelle Dresden dirigida por Otmar Suitner (Edel, 1968) contrasta con la monodinámica interpretación de Karl Münchinger con la para mí desconocida Klassische Philharmonie Stuttgart (Vienna Classics, 1969).

Josef Krips fue el paladín del modo interpretativo vienés por excelencia, un arte sereno, reposado, ligero y sonriente, con sentido del equilibrio… y un punto falto de incisividad dramática. Texturas transparentes (ocasionalmente los vientos se difuminan en el gran contingente de cuerdas) pero carnosas, claras las voces y los contrapuntos, acentos ecuánimes y controlados, tempi tranquilos pero poco contrastados (es decir, lento en los movimientos extremos y rápido en el central), las dinámicas calibradas en un moderado intervalo, cálido y perfecto legato, naturalidad, aparente sencillez comunicativa, vivacidad, transparencia, sublime expresividad. También fogueado en su juventud como director operístico, exalta multitud de gestos sutiles, inauditos en otras versiones. Espléndida grabación, de perspectiva cercana y natural, recogiendo la riqueza tímbrica de la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Philips, 1972).








Como es norma en Herbert von Karajan su enfoque pasa por el concepto del sonido: denso, aterciopelado, preciso en las articulaciones, de redondez tímbrica y de extraordinaria gama dinámica (acaso exagerada), fraseo flexible y un tanto romántico, pero amanerado, sin pulso dramático, apresuradamente envejecido. Una antiséptica Berliner Philharmoniker (DG, 1977) resulta descompensada entre cuerdas y vientos.

Lástima que el artesano concienzudo y meticuloso que es Neville Marriner adolezca de una pizca de audacia en su impersonal y genérica interpretación al podio de The Academy of St. Martin in the Fields (Philips, 1980).

Mozart contiene la plenitud de la vida, del dolor más profundo a la alegría más pura”: Por esta necesidad de (re)conocer –y traducir en sonidos– los contrastes, la ambivalencia, la ambigüedad y los abismos que descansan en sus estructuras internas, Nicolaus Harnoncourt sometió a la disciplinada y versátil Orquesta del Concertgebouw (Teldec, 1982) a un tipo de pautas interpretativas completamente ajenas a su rutina habitual en el repertorio sinfónico: cambio de posición de la mano, del arco, distinto tipo de vibrato, diferente digitación, introducción de instrumentos de viento natural y de timbales pequeños que permiten diferenciar su sonoridad de la de las trompetas cuando ambos tocan al unísono. Pero la revolución viene del lado del tratamiento: aristado, abrupto, inquietante; tan radical y ruda es la acentuación, los ataques tan agresivos que viene a las mientes el término viril, pero encuentro más atinado ese vocablo tan anglosajón: “macho”. Así, como suena. Extremismo dinámico en el contundente conjunto madera-metal-timbales, vehemencia más que dramática, diríamos operística, en el carácter marcial del implacable allegro seguido de la tregua tensa e intensa del andante, para preparar el furioso presto (mucho más conseguido en estos dos últimos movimientos; el inicial carece de cantabilidad y lirismo). La toma de sonido es distante, pero resalta una descarada contribución de los metales.







Una de las principales bazas del registro debido a Leonard Bernstein es sin duda la sensacional Wiener Philharmoniker captada neblinosamente en directo (DG, 1985). A pesar de su excesivo tamaño, los planos sonoros son diseccionados con fluidez y viveza por el fogoso entusiasmo de la batuta, evocando su familiaridad con Walter. El magnetismo animal que alumbraba Bernstein va construyendo sentimiento a sentimiento esa voluptuosidad romántica que tan bien casa con estas (todas las) obras de Mozart. El presto, prestísimo, como cantaba (el otro) Fígaro. ¿Inapropiado? Tanto como templar un helado. !Delicioso!

Por el contrario, el impenitente Peter Maag, imbuido de perfume mozartiano, se ve lastrado por las impurezas instrumentales de la Orchestra di Padova e del Veneto (Arts, 1996).

Las últimas interpretaciónes a reseñar continúan la vía Harnoncourt en la que las orquestas modernas aplican el tratamiento instrumental y metodológico de los postulados historicistas: Claudio Abbado con su recién formada Orchestra Mozart se muestra eficaz y aseado en este pormenorizado y predecible registro en vivo (Archiv, 2006).

Ya en su anterior aproximación a la partitura Charles Mackerras mostró su aprendizaje moderadamente HIP, con un sorprendente clavicémbalo al continuo con la Orquesta de Cámara de Praga (Telarc, 1986). La reciente grabación con la Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2007) ha conseguido entusiastas críticas entre la prensa especializada. ¿Clasicismo o fantasía? Bueno, depende… si comparamos su viveza de tempi o sus contrastes dinámicos con los de René Jacobs aquellos quedan muy atenuados y uniformados; eso sí, entre los aciertos se cuentan el mayor dramatismo conseguido con la relajación de los tempi, el uso penetrante de los metales al natural nada más arrancar el allegro o los vientos en el 2º tema que remarcan perfectamente el elemento trágico. La cercanía de los micrófonos a los atriles (con recuperada separación antifonal de los violines) permite un sonido íntimo y claro, cercano a la ilusión de un concierto en una pequeña sala privada.







La recuperación dieciochesca
La primera grabación íntegra del corpus sinfónico con instrumentos y prácticas interpretativas de “la época” (es decir, de la época de comienzos de los años ochenta del siglo XX; hoy, el movimiento historicista -para algunos musicología forense- ha progresado) fue la de Cristopher Hogwood al frente de The Academy of Ancient Music (L'Oiseau Lyre, 1983). En ella se recupera coherentemente la tan querida por Mozart reducidísima orquesta (y por tanto muy moderna) y su espacialización en arco, la compensación entre timbres débiles y fuertes, el variado fraseo, las entonaciones y los acordes requeridos por el contexto rítmico y dinámico, la ausencia de vibrato, así como la realización de todas las repeticiones. Si bien consigue la percepción de las líneas instrumentales (con gran simplicidad expresiva), no obstante, comparado con los logros posteriores se revela poco imaginativo, con un exceso de decorativismo acuarelado. Cruda toma de sonido.

Con los pies en la tierra y sentido común a raudales, como tuve ocasión de comprobar en una memorable charla con Frans Brüggen, este holandés de conversación tranquila y mirada franca ha sido definido como el romántico dentro del movimiento historicista. Cada uno de los discos debidos a su Orchestra of the Eighteenth Century es un acontecimiento en sí mismo. Primero, por la especial producción y grabación –siempre en vivo–, realizadas exclusivamente por la propia orquesta tras una exhaustiva gira de conciertos y luego ofrecidas a la compañía discográfica (Philips) como un producto cerrado. De este modo su catálogo es necesariamente breve, con un par de discos al año a lo sumo. Pero, ¡qué discos! En el año 1988 se editó esta etimológicamente encantadora lectura, que destaca por su holgado contingente de cuerdas, 31 (recordemos que Mozart estrenó la obra con seis violines) –perfecto técnicamente y a la vez de una calidez de antaño– y la muy audible contribución de maderas y percusión. La consecuente proporción simétrica y textural entre instrumentos se pone al servicio de una articulación ágil y chispeante, una incisiva claridad de planos, ligera y transparente a cualquier velocidad, pero no exenta de lirismo y elegancia, donde levísimas variaciones en el tempo alimentan unas ligeras gradaciones dinámicas creando un sugerente carácter improvisatorio. A destacar en el allegro el color oscuro de las maderas que acentúa un carácter a ratos tenebrista, aspecto mozartiano que a Brüggen le encanta enfatizar, siendo reflexivo en el andante, y urgente en la propulsión broncínea de unos temas a otros en el presto. Refinada toma sonora que sólo cabe atesorar.






Como los maestros de ayer, John Eliot Gardiner tiene sus raíces profesionales en la dirección coral; por ello paréceme que su lectura destaca por el subrayado de las citas operísticas. Así, baliza la sinfonía como pariente cercana del drama (poco) giocoso, con riqueza tímbrica cercana a Beethoven (fuerte presencia de vientos y percusión), emocionante, pero sin énfasis, de escasa y austera vocación lírica, aunque con decidido aliento dramático. Brillante captura sonora de los English Baroque Soloists (Philips, 1988) que traicionan con perfidia ligeros desajustes en el delicado final del andante.

Discreto y seguro, pero no excitante, se muestra Trevor Pinnock al frente de The English Concert (Archiv, 1993): la grabación es tan depurada e impoluta como la interpretación, de tempi nerviosos, articulación precisa con gran vivacidad de acentos, y un magro número de atriles de cuerdas (25). Una curiosidad: hace veinte años el número de instrumentistas de nivel era muy reducido, por lo que sus nombres aparecen repetidos en todas las formaciones británicas.

La aproximación teatral, cual ópera en miniatura (la anterior realización discográfica de René Jacobs fue Don Giovanni), asoma ya en los primeros compases, con dinámicas forte-piano muy contrastadas que suelen ir acompañadas de rallentandi y accelerandi que le otorgan gran variedad de caracteres y un impulso vital cíclico tensión-distensión. La lírica y el sentido cantabile que encontramos en otras versiones es aquí literalmente asaltada por una articulación aserrada, impredecible, con acentos repentinos sforzato, plena de intensidad y fiereza con fuertes acordes y ruda presencia del timbal, profundidad ambigua y danzable en el andante, terminando con un presto que no permite coger aliento. El pasmoso y sutil continuo al pianoforte llega a apreciarse debido al reducido contingente (23) de cuerdas de la Freiburger Barockorchester (HM, 2007), que permite una reveladora claridad de líneas y trazos, donde las complejas texturas adquieren una limpieza cristalina. Toma de sonido triunfante.





Nota final: No ha lugar la controversia de las repeticiones, ya que en varios casos el concepto teórico del director se adaptó a las necesidades prácticas de la técnica de reproducción, ajustándose al minutaje limitado de los discos de 78 rpm, y después al de los LP de 33 rpm.