Mostrando entradas con la etiqueta Schnabel. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Schnabel. Mostrar todas las entradas

jueves, 8 de septiembre de 2022

Beethoven: Piano Sonata nº 14, opus 27 nº 2, Moonlight

Pudo haber sido otra la elegida, pero sirva ésta (la nº 14, opus 27 nº 2, apócrifamente titulada Mondschein o Claro de luna) como muestra del genial corpus beethoveniano. Compuesta en 1801, enlaza sus tres movimientos en una secuencia direccional y vanguardista, soldando los movimientos sucesivos en una continuidad unificada que comparte marcadas similitudes temáticas y texturales. Como el Cuarteto nº 14 op.131, comienza con un movimiento lento y espera hasta el finale para desencadenar la acción sonata.

I Adagio sostenuto: Lamento fúnebre cuya doble indicación “sempre pp y delicatissimamente senza sordino” dicta la sombría resonancia de los acordes graves sobre los centenares de tresillos que giran obstinados y modulan inmóviles. Podemos (si queremos) vislumbrar una canción sin palabras con una primera estrofa (compases 1-23); un área central (cc. 23-41); una segunda estrofa (cc. 42-60); y una coda (cc. 60-69) que attaca subito al breve…

II Allegretto: Un interludio, “una flor entre dos abismos” (Liszt dixit), que conecta la casi estática apertura con la agitación final: un delicado minueto A (cc. 1-16); B (cc. 16-24); A’ (cc. 24-36), seguido de un anhelante trío C (cc. 37-44); D (cc. 44-60).

III Presto agitato: Los gestos y texturas radicales, el feroz estilo de hallazgo y fantasía, la sensación de libérrima improvisación... no deben hacernos olvidar su arquitectura de convencional forma sonata: exposición (cc. 1-64); desarrollo (cc. 65-101); recapitulación (cc. 102-156); coda y elaborada cadenza (cc. 157-200), un torrente de semicorcheas arpegiadas que cierra su irremisible carácter trágico.

 

 378 lossless recordings of Beethoven Piano Sonata no. 14 Moonlight (Magnet link)

 

 Link to the torrent file

 

 

Debemos comenzar por el linaje: Ignaz Friedman (alumno de Lechetizsky, a su vez pupilo de Czerny, y éste, discípulo de Beethoven) quizás no represente el pianismo de sus ilustres profesores, pero sí el estilo individualista y virtuosista lisztiano donde tenían cabida todo tipo de efectos diseñados para complacer a la audiencia decimonónica, con mayor grado de flexibilidad del tempo del que ahora es común, y enriquecimiento de la textura y la puntuación por razones o caprichos de sonoridad. La caracterización de los detalles expresivos (arpegios, adicción de octavas graves, descarte de repeticiones) puede llegar a modificar el texto sagrado. La audacia rítmica es selectiva en las diferentes voces, de modo que la melodía no siempre está coordinada con su acompañamiento, por ejemplo, en los cc. 15-19 y cc. 51-55 del adagio sostenuto. El allegretto está fuertemente especiado con una oposición de staccato y legato, el trío más lento. El presto agitato resulta inestable (y en última instancia algo descontrolado), cabalgando entre síncopas y turbulencia. Algunos acordes relampagueantes son decapitados brutalmente en pos de la elocuencia. La grabación eléctrica (Pearl, 1926) es suficientemente nítida.





 

Artur Schnabel es el pionero: Además de ser el primer pianista en grabar (1933) la integral de las sonatas beethovenianas, es conocido por su búsqueda de la intención del compositor mediante el estudio exhaustivo de las partituras y la literatura contemporánea. Por ello sus registros suenan tan modernos y son todavía referencia para cualquier intérprete del presente. Capaz de conciliar una lentitud tranquila y concentrada con un pulso que respira y una vida interior agitada, Schnabel sostenía que "es un error imaginar que todas las notas deben tocarse con la misma intensidad o incluso ser netamente audibles. Para clarificar la música, a menudo es necesario oscurecer ciertas notas''. La elasticidad dramática de los ritmos, la naturalidad de las variaciones dinámicas y la claridad estructural residen en la (su) comprensión intelectual y emocional de la sonata. Acata el alla breve del adagio sostenuto (algo que muy pocos pianistas han respetado y que lo vincula directamente con los compases que evocan la muerte del Comendador en el Don Giovanni de Mozart) y alza cierta neblina por el uso del pedal (que Glenn Gould, malévolamente, decía que Schnabel aplicaba “con gran sentimiento y para cubrir ciertas imperfecciones técnicas”). Explosivo presto agitato, con aceleraciones incandescentes. La edición de Pristine eclipsa las de History, Pearl, EMI o Warner, sin estática o zumbidos, y sin afectar a las cualidades tonales.





 

La calidez tonal de Claudio Arrau no tiene parangón. Sus acordes desprenden una perfección absoluta. Otra cuestión es el emparejamiento de la obra con su personalidad musical, la nobleza altiva, la autoconciencia, la cautela mayestática. Si el adagio sostenuto desliza muy lento, todo expresión, con un ostinato rítmico que nunca transita mecánico, y la melodía brilla cantarina, el presto gira con una inercia diabólica, un extraño proceder en Arrau que consideraba que “la velocidad es opuesta a la pasión”. La grabación monofónica (Warner, 1950) es asaz limpia y nos libra de los suspiros que bañan su postrer registro de 1962 en Decca.






La sensibilidad musical de Wilhelm Backhaus se forjó a finales del siglo XIX. Por ello se explican la cierta tosquedad (o despreocupación) técnica, la elegante seriedad, las moderadas (y no siempre precisas) dinámicas. Ignorando la marca alla breve, el adagio sostenuto marcha lóbrego y contemplativo, pero sin un ápice de sentimentalidad (la semicorchea de la melodía es llevada a su mínima expresión), inmerso en su mundo interior e indiferente al oyente, desenfocando admirablemente con el pedal, su flexibilidad derivando en un curso casi errático (atención al ritardando que cierra el área central, cc. 39-41). El allegretto es preciso y contenido en su facundia scherzante. La esporádica desincronización entre las manos en sus acordes inicia lo que propulsará el vengativo presto agitato a un viaje tormentoso y lapidario. Desagradables brillos metálicos se aferran a las notas más altas aún en la portentosa edición de Pristine (1952).





Personalísimo es el concepto romántico de Solomon (Profil, 1952). Adagio sostenuto calmado, en estado de continua meditabundez, inquietud y melancolía, sostenido el espectral tempo en la amplia armadura, acompañada de una refinada articulación. Es quizás el único pianista que toca con sobriedad cisterciense la anacrusa de la melodía. El allegretto danza gravemente con una severidad que lo convierte en un macizo de ortigas (en términos lisztianos) y el presto agitato erupciona con inexorable impiedad, y, a pesar de su destreza digital, varias de esas rápidas subidas de la mano izquierda están emborronadas. Las variaciones de tempo entre sujetos son mayúsculas.

 


 

 

 

Yves Nat es el equivalente en la escuela francesa a la caballerosidad germánica demodé de Backhaus: es apasionado e intenso, moderadamente reprimido (nunca de forma perjudicial) por el rigor intelectual. Venerado por Marcel Proust, que lo elogió en estos términos: "Su forma de tocar es la de un pianista tan grande que uno ya no sabe si es realmente un pianista; porque se vuelve tan transparente, tan lleno de lo que interpreta, que desaparece para convertirse en una ventana a la obra maestra". La apertura es oscura y morbosa, serena sin lentitud, donde dulces rallentandi apuntalan el armazón. Abandono irreverente en el soleado allegretto. La conclusión es fogosa y punzante, se disuelve en un lirismo neoclásico y encantado, y resalta bien los caracteres de los temas a través de diferentes tempi. Grabación acústicamente familiar, con un sólido extremo grave y una limpidez más que aceptable (EMI, 1955).





 

Se puede considerar a Wilhelm Kempff como el heredero poético de Schnabel y opuesto a Arrau. A escala íntima, es clásico incluso en esta fantasía. Espontáneo y honesto, presenta las líneas con la máxima claridad, los contrastes dinámicos bruscos y estrechos, los acordes texturizados como en un órgano, las marcaciones minuciosamente observadas, el rubato refrenado. La tranquila simplicidad favorece la interminable línea de canto del adagio sostenuto pero descuida el misterio y la profundidad de la armonía. El pedal es escaso, sin tentaciones románticas. En el allegretto contrasta los tempi, evitando la pesadez. Ya en el finale la mano izquierda queda absorta en un ritmo danzarín y festivo, y culmina con obediencia luterana en lugar de explosionar. Creativo en los furtwänglerianos patrones de esfuerzo y descanso, nunca predecibles y siempre diferenciados. En la edición original de DG (1956) el piano suena brillante pero un poco quebradizo y escaso de graves; Pristine Audio incorpora presencia dinámica y una cálida reverberación.





 

Vladimir Horowitz reconcilia el entramado clasicista (simetría y equilibrio) sin dejar de recalcar la cuota de la marea creciente del romanticismo. El andante sostenuto predica su aparente desinterés en Beethoven (bajándolo del olimpo de los compositores y sentándolo en la banqueta como un colega virtuoso), pero la diferenciación de los registros del piano muestra la pronunciada interacción melodía/acompañamiento y enfatiza la importancia del color. Su infalible mano izquierda acaricia entre descomunales dinámicas (el crescendo del c. 48 es lo suficientemente dramático como para permitir que el piano del c. 49 sea un piano subito ¿Exagerado? Tanto como precioso). Acierta dándole una pátina melancólica al allegretto. Domina, resonante, atronadora, una avalancha enmarañada en el presto agitato, frenética y barroquizada. Registrada en su domicilio neoyorkino, la grabación recoge un instrumento con un peso de acción muy ligero, especialmente preparado para su posición: las muñecas giradas hacia fuera y a menudo por debajo del teclado, los dedos planos, los meñiques curvados (RCA, 1956).

 





Peter Serkin ofrece una lectura toscaniniana de Beethoven, poco (o nada) sentimental, por momentos antiséptica, pero con una narrativa rigurosa del edificio de la sonata, un sentido absolutamente estricto del tempo, la articulación diáfana y un peso muy ligero en los dedos. Los tresillos se motorizan en el lento recitado del adagio sostenuto. La ostentosa separación entre melodía y acompañamiento también da un gran resultado en el camerístico sonido del allegretto, con las octavas impecablemente alineadas. La grabación recoge el canturreo del pianista y cultiva espontáneamente espejismos acústicos aleatorios (Sony, 1962).





 

La extrema sensibilidad define el pianismo de Ivan Moravec. La rítmica del evocativo y resignado movimiento inicial se adapta al andamiaje, compensada con un allegretto desenfadado en el que Moravec encuentra tal ligereza de textura que nunca suena demasiado lento (resulta increíble que un instrumento de percusión rezume tanta suavidad y gentileza), y un final intrépidamente impulsivo, de airados acentos con poderío sostenido y sin estrépito. Finura tímbrica inigualable, voluptuosidad tonal, ingravidez. La grabación (1964) editada por Supraphon detalla exquisitamente los amaderados timbres del Baldwin y su rica resonancia. La postrera versión de 1987 abusa del pedal, enfangando las armonías.





 

Cuando Beethoven afirmaba que Mozart "tenía una forma de tocar elegante pero entrecortada, sin legato" quería decir que realmente era un clavecinista, no un pianista. Puede que Glenn Gould entre en esa categoría. Lo que hace con la Moonlight es de una perversidad fascinante. Aprovecha los amplios márgenes interpretativos y la libre morfología para intuir, más que obrar, una lectura transgresora y blasfema, aislada de la perspectiva histórica. Su adagio sostenuto es quizá el más ascético e impasible de la discografía, en gélido staccato mecanizado, sin asomo de pedal, desbrozando sus inflexiones y desmigando la evocación romántica; la línea del bajo coalesce en melodía. Licencias rítmicas en el torturado allegretto. En el presto agitato el sonido y la furia salen de Yoknapatawpha y se instalan en los suburbios de Toronto. La toma sonora recoge el lied tarareado por Gould y los desconcertantes crujidos de su famosa banqueta infantil (Sony, 1967).







Friedrich Gulda se centra en la velocidad y la agilidad, interesado en iluminar la estructura con su fenomenal técnica, falto de expresividad lírica frente a tantos otros. No destaca en sutilezas refinadas, pero articula y frasea espléndido, las texturas tan claras que a veces su piano se acerca (remotamente) a la sonoridad de un fortepiano. La dinámica es amplia, ignorando en ocasiones los límites amables del instrumento (acaso las malas compañías jazzísticas han contaminado su pulsación). La actitud (el riesgo y la pulsión), la independencia rítmica entre las manos, y el tratamiento suelto del rubato proporcionan un toque picante. El sonido del piano es impactante y seco, distorsionado en los pasajes sísmicos (Decca, 1967).





 

Radu Lupu entra en trance para regalarnos su persuasiva visión privada, de estilismo poco convencional, con un magnífico rango dinámico (esporádicamente el requerido por el compositor), toques aterciopelados que rezan significados, y una flexión celibidachiana del pulso básico. La historia comienza en un adagio sostenuto de sensualidad impresionista, y entre suspiros y desvanecimientos erige un edificio con un sorpresivo clímax dinámico. A la moda rusa, desplaza el bajo una octava en los puntales estructurales (cc. 23 y 42) para crear un entorno submarino. Lupu se recompone el vestido y atempera la atmósfera en el allegretto. Sinfónico e impactante presto agitato, orquestado en oleadas que crecen desde los graves y viajan de forma arrolladora, con gran amplitud y tensión emocional. Schubert asoma al fondo del estudio (Decca, 1972).





 

Alfred Brendel parte de la creencia de que interponer la propia personalidad entre las notas y los oyentes es injusto e imprudente: es un seguidor de la directriz de Stravinsky "no me interpretes, sólo toca las notas como están escritas". Así, hilvana la corrección vienesa, la rígida implacabilidad, la austera construcción arquitectónica netamente estructurada, la claridad textural. En el adagio sostenuto actúa sobre el pedal una fracción de segundo después de los acordes, dando la ilusión de que las armonías se superponen. La expresión es reservada, pero atina al impulsar una clave dinámica para rematar el arco de la sección central. Banal allegretto, donde la pulsación en staccato cristaliza en un fraseo meticuloso. Brendel restaura el orden bursátil en un finale de ritmo relajado, donde los sobresaltos no son bien recibidos, y los f y ff son indistinguibles. Toma cercana y poco atrayente (Philips, 1972), pero que al menos descarta los habituales gemidos del pianista.

 


 

 

 

Anton Kuerti es el Fischer-Dieskau del piano. El ritmo parsimonioso en general le permite pintar con luces y sombras a voluntad, otorgando matices a cada nota y a cada frase, trazando gráciles variaciones dinámicas, coloreando tonalmente y aplicando rubato. Si bien las pausas inspiran con tensión, la curva estructural se desdibuja. Kuerti llamaba vándalos a aquellos que hiperromantizan el adagio sostenuto. Él lo ilustra con la mayor de las moderaciones, sin subrayar el ritmo staccato del tema, con la mano izquierda articulando con igual trascendencia en la vocalización (la conversación) de la música. La ternura prosigue en el lánguido allegretto. El presto agitato es apacible en dinámicas y observa un irreconciliable ritmo lento al comienzo del segundo tema a pesar de que no hay marcación en la partitura a ese respecto. La toma sonora, en concierto, da una imagen realista del entorno, sin desdeñar los matices y detalles del metálico piano (Analekta, 1974).





 

La publicación del ciclo de sonatas beethoveniano de Annie Fischer para el sello Hungaroton (1977) quedó supeditado a su propia muerte, ya que la esterilidad emocional que la provocaba el estudio de grabación chocaba con la intensidad de su comunicación con el público. Dependiente de la inspiración del momento, nunca tocaba una pieza de la misma manera dos veces (algo que compartía con el propio Beethoven como concertista). Su auto exigencia es extrema en busca de la precisión expresiva: el etéreo legato en el adagio sostenuto, la variedad tímbrica en las repeticiones del allegretto, con livianos cambios de dinámica y color. Fischer se lanza con arrojo a un tumultuoso finale, que percute con energía incendiaria. La toma sonora recoge el castigo a un piano oscuro, duro y cortante, con abruptos cambios de tempo y dinámica.





 

El ortodoxo Emil Gilels, siempre cuidadoso en la transmisión técnica de la partitura, prefiere lo apolíneo sobre lo dionisíaco. El adagio sostenuto transita olímpico y por supuesto obvia las instrucciones de pedal. En el allegretto domina un ritmo modesto y sincero, como una oración. Gilels comanda el presto agitato con tensión dramática, sí, pero con la ataráxica impasibilidad del capitán en el castillo de popa. Aunque los grandes contrastes dinámicos son su sello personal algunas veces la violencia percusiva, empuja el registro agudo al desgarro (DG, 1980).





 

La característica esencial de la lectura de Paul Badura-Skoda es la personalidad umbría, con un notable registro grave, del instrumento construido en Viena hacia 1790 por Anton Walter, y que mantiene los forros originales de piel en los martillos. La apertura es rápida, viva, limpia y sin manierismos; fluida y rítmicamente ágil. Badura-Skoda anuncia su individualidad con algunas notas y frases de acento único y muestra una discreta gama de dinámicas (comparado con un piano moderno; pero ¿cuál? ¿el de Gould?, ¿el de Gilels?). La estupenda grabación expone el ruidoso mecanismo (Astreé, 1988).





 

Mikhail Pletnev materializa una interpretación excéntrica. En realidad, toma al pie de la letra las instrucciones de Beethoven de tocar el adagio sostenuto sin apagadores, pero el efecto en un aparato moderno resulta primero chocante y luego onírico, fantasmagórico: los acordes sostenidos patrocinan un marchamo fúnebre que necesariamente implica un tempo muy lento para tratar que la neblina no mezcle y superponga todas las armonías moduladas a lo largo de la pieza. Su triunfal fortaleza técnica le permite incluso arpegiar algunos acordes en el frenético finale. La muy cercana grabación retiene sin embargo la amplitud del espacio (Virgin, 1988).





 

Richard Goode no tiene la actitud del virtuoso (sí su técnica) ya que se forjó profesionalmente durante décadas como músico de cámara y liederista. Quizá por ello no busca una visión protagonista o revolucionaria: su humilde franqueza hacia el texto (o hacia su fidelidad espiritual) recorta las emociones, las ordena, aparta algunas con cuidado; ello se compensa con una iluminación excepcional del detalle y la coreografía de la obra. A la bondad en los moderados contrastes dinámicos y en la coloración se añade un inmaculado y cremoso legato en el adagio sostenuto; las manos absolutamente independientes. El segundo tema del finale se eleva chopinesco. El registro (Elektra Nonesuch, 1989) es excelente y rico en graves.





 

Melvyn Tan parece empeñado en que el fortepiano de época sea desesperadamente inadecuado para expresar la dialéctica beethoveniana. Sus dementes ataques (propiamente dicho, Careful with that axe, Melvyn), entre requiebros y retenciones, vagan por una grabación confusa (Virgin, 1993) en la que los gozos y las sombras del instrumento combaten en un túnel por una onza de chocolate.





 

András Schiff se decanta por un enfoque académico (en cuanto al texto) pero no historicista (en cuanto al instrumento). Para ser coherente con el seguimiento de la partitura al pie de la letra mantiene el pedal pisado (parcialmente) durante todo el adagio sostenuto, vaporoso sin llegar a pastoso, y sin crear disonancias molestas, excepto en el rápido bajo en los cc. 48-49 y cc. 56-58. Sigue escrupulosamente la indicación alla breve con dos pulsos por compás, y divorcia polifónicamente la melodía de la figuración de los tresillos (que transmutan bachianos, privados de una pulsación rítmica chispeante), sin que haya interacción alguna. Schiff se esmera en distinguir las articulaciones ligadas de las separadas en el allegretto. Como Kuerti diferencia con claridad los tempi de los sujetos tormentoso y lúgubre en el presto agitato, que se salpica con silencios impredecibles y peligrosos (aunque esto es sin duda una ilusión bien planeada). La toma sonora procedente de concierto mantiene la resonancia natural (ECM, 2005).





 

Ronald Brautigam emplea un fortepiano Walter (copia) estrictamente contemporáneo (1802). Pero el instrumento no quita que el intérprete se decante por un enfoque romántico: el adagio sostenuto está cuidadosamente engarzado con numerosos y pequeños ajustes rítmicos y acentos inesperados. Además del apagador de rodilla (cuyo efecto de desenfoque se limita a la duración del compás debido al tempo relativamente lento), Brautigam incorpora un registro que interpone una fina tela entre los martillos y las cuerdas, abrazando el color con una niebla aterciopelada. El compulsivo círculo melódico-armónico resulta tan sofocante y desorientador como un grabado de Escher. Los contrastes dinámicos locales proporcionan carácter al allegretto. En la primera página del finale se emplean tres tipos de sonoridad: non legato sin pedal, legato sin pedal y subito forte con pedal. El empleo incesante del pedal, común en muchas grabaciones, elimina esas distinciones. No aquí, donde el ritmo surge espontáneo de la claridad sin par, impetuoso y rugiente, sin aspavientos, tan solo empleando las tensiones que surgen de la partitura, sin que la contundente expresión en los sf corra el riesgo de ser excesiva. La amplia separación de las manos demanda una coherente heterogeneidad de los registros, notoriamente capturados por BIS en 2005.





 

Steven Osborne nos embarca en una travesía poética por las dinámicas, progresando desde la meditación a la actividad corpórea. El adagio sostenuto radia hipnotismo y acaricia con su gama de pianissimi, elevándose solo para remarcar el área central del lied. El allegretto trota juguetón y el presto agitato galopa por diferentes grados sf hasta impactar con toda la fuerza sin atender a los feísmos metálicos que subyugan las cuerdas golpeadas (Hyperion, 2008).





 

Murray Perahia sugiere en su nueva edición de la sonata que Beethoven pudo haber tenido la intención de que sus arpegios emularan el arpa eólica, instrumento enormemente popular durante la vida del compositor. La idea suena interesante (y prestada, ya que recoge el testigo de Carl Czerny), pero, ¿se transfiere esta intuición a la música? El timbre es cristalino y perfectamente graduado, el uso del pedal convencional (como la mayoría de los pianistas sigue la interpretación de Czerny y cambia el pedal con cada nueva armonía), el rubato amordazado con la rigidez de un preludio bachiano. Ni siquiera la resonante grabación (DG, 2017) resulta innovadora.





 

Igor Levit ubica milagrosas gradaciones dinámicas (sin cataclísmicos contrastes románticos) sobre tempi de ligereza schnabeliana. Su toque revolotea cambiante pero no improvisado. El adecuado uso del pedal en el oscilante y amenazante adagio sostenuto produce unos graves líquidos y dislocados para no tapar la melodía. A destacar la intensidad que logra, no ya en el cromatismo de los compases 51-54, sino en la tensión puramente diatónica del segundo tiempo del c. 55. Los sólidos aunque tranquilos ritmos del allegretto nos recuerdan que Haydn fue profesor de piano de Beethoven. El efecto acumulativo se resuelve en un presto agitato portentoso, donde cada frase posee un vector direccional que apunta hacia la desesperanza. Toma sonora detallada a pesar de la superflua reverberación escénica (Sony, 2018).





 

La flexibilidad lírica caracteriza la ejecución de Jos van Immerseel (Alpha, 2019). En el adagio sostenuto enfatiza la primera corchea de la anacrusa desequilibrando su impulso; su reticencia a tocar en tempo durante mucho tiempo no es aparente: inesperadamente rola, pausa, retiene. Cincela el stacatto en el allegretto. El paso pausado y el refinamiento del presto agitato no parecen propios de la imagen (que tenemos) de Beethoven, pero nos proporcionan tiempo (nada menos que 9:08) no solo para recrearnos y abrumarnos en la abigarrada sonoridad del instrumento, réplica de un Walter circa 1800, sino también para apreciar la cohesión motívica de la sonata. La dinámica es relativamente tranquila y aterrazada, lo que contribuye a la atmósfera de tensión subyacente que finalmente se libera en los últimos compases. Las fluctuaciones de tempo cuidadosamente graduadas contrastan con los cambios de ritmo mucho más bruscos y exagerados en la grabación previa (Accord, 1983), en un piano Graf de 1824 donde podría recordar a Friedman, y su libertad de expresión desfigura la estructura de la sonata (el propio Immerseel ha reconocido posteriormente que este registro “suena como una distorsión de la realidad”).





 

Daniel Barenboim ha grabado la sonata hasta en seis ocasiones en otras tantas décadas, siempre con solemne reverencia y apoyado en el extremismo equilibrista de un Furtwängler. Elegiremos aquí la última (DG, 2020) por el instrumento, concebido por el propio Barenboim a partir del bicentenario piano de Listz: el encordado en paralelo, el rediseño de la tapa armónica y la recolocación de los martillos reemplazan la homogeneidad del ubicuo Steinway model D por unos registros diferenciados según su tesitura, pero de resonancia escasa. Barenboim lleva el adagio sostenuto al límite, como prolegómeno de una tragedia, con el desmesurado rubato y los reguladores dinámicos personalizados casi rompiendo la línea musical, el teclado (pareciendo) incapaz de producir un legato suave y cantarín. Deliberado allegretto, con la necesidad de lograr una revelación (el subrayado, las pausas) en cada frase. En el presto agitato la agilidad y la fluidez se resienten, la dinámica reclama mayores cumbres y valles. En resumen, para encontrar la espontaneidad del gran pianista argentino regresen a las ediciones de antaño (Profil, 1958, y EMI, 1967).





 

No sabe nada, no aprende nada y no escribirá nada bueno” decía Salieri de su alumno Beethoven. Nikolai Lugansky pone a prueba la pedagogía del italiano y disecciona la obra no como ente sonata, sino como páginas desconectadas entre sí (incluso en sus partes constituyentes) y solamente relacionadas por su melífluo timbre. Adagio sostenuto poderoso y masivo, despegando desde el mezzo-piano y elevándose por momentos al forte, pero pobre en fantasía agógica. El encorsetado allegretto precede a un presto agitato de fluctuaciones apesadumbradas (HM, 2021).





miércoles, 19 de septiembre de 2012

Beethoven: Piano Concerto nº 5, Emperor

Llamé por tres ocasiones. Iba a retirarme cuando abrió un hombre de gran fealdad, visiblemente malhumorado, y preguntó en un exabrupto qué deseaba. Tomó la carta que le tendí, me miró y me permitió la entrada. Su apartamento consistía, creo recordar, en sólo dos espacios: El primero era una alcoba que contenía su cama, pero era tan pequeña y obscura que debía vestirse en el salón. Imaginaos la más desordenada y sucia habitación que os sea posible concebir, con manchas de agua salpicando el suelo. El polvo peleaba por la supremacía con partituras y manuscritos sobre un vetusto pianoforte. Debajo suyo –no exagero– reposaba un orinal usado. Cerca, una pequeña mesa de nogal acostumbrada a recibir en desorden los útiles de escribir. La más burda pluma de posada os parecería excelente al lado de los cálamos enfangados en tinta seca que allí se agolpaban. La mayoría de las sillas eran de esparto y estaban cubiertas con ropajes y platos que exhibían los restos de la última cena. Balzac o Dickens podrían continuar este relato por dos páginas y necesitarían de las mismas palabras para describiros el aspecto del famoso compositor. Dado que yo no soy ni uno ni otro, me limitaré a deciros: Estaba en presencia de Beethoven”. De esta guisa describe el barón de Tremont su presentación al músico en 1809.

En estas circunstancias domésticas, y bajo el bombardeo y ocupación vienesa de las tropas napoleónicas, compuso Beethoven su Concierto para piano nº 5: “Nada más que tambores, explosiones y miseria humana”, sobre un borrador jaspeado de alusiones a batallas y derrotas.
 
  
 






Se dice que Artur Schnabel fue “el pianista que inventó a Beethoven” (aunque la primera grabación sobre cera se realizó diez años antes –Lamond, Goossens (HMV, 1922) mártires auditivos, please email me–) ya que eliminó la rigidez militar asociada a su música, irrumpiendo con su característica impetuosidad, penetrante y audaz, angular y arriesgada a costa de la perfección técnica (el abuso del pedal unido a la viveza en los movimientos extremos dan como resultado cierta falta de nitidez), la fragilidad o incluso de la ternura. Aunque sigue con rigor las indicaciones dinámicas y metronómicas, mantiene casi imperceptible en el aire una sensación de improvisación vital. Destacar los susurrados acordes descendentes al inicio del desarrollo, o el sentimiento poético en la sección en si bemol en el compás 105, o en el mi bemol del c. 385 en el primer movimiento, aunque Schnabel hace del movimiento central el núcleo nodal y expresivo del concierto, con un sublime discurso, lento y rico, deslumbrante, finalizando mágicamente la meditación preliminar del tema del rondó en los cuatro últimos compases. Como era tradición en la primera mitad de siglo, la London Symphony Orchestra ostenta un tono masivo en los graves, alguna madera desafinada y otros fallos de conjunto. Malcolm Sargent antepone la espontaneidad al esquema formal de la obra y es proclive al portamento romántico. Sonido anémico, con añejo soplido de fondo y ocasionales distorsiones decoran el traqueteo del piano en forte y la estridencia desgarradora del agudo orquestal (Naxos, transferencia desde inmaculadas pizarras a 78 rpm., 1932).












La relación espiritual de Edwin Fischer con Wilhelm Furtwängler fue estrecha y de largo recorrido (desde el lejano Berlín de 1924). Si puede haber una violencia romántica, éste es el mejor ejemplo, quedando la técnica en un accesorio segundo plano. Mientras el pianista, seguidor del nuevo estilo schnabeliano de interpretación beethoveniana, muestra un toque de terciopelo translúcido, elegante, flexible y agreste por igual, Furtwängler fustiga a la rocosa Philharmonia Orchestra su elección, sinfónica a gran escala, de tempo y dinámica dictados por la armonía de la composición: dramático y vigoroso, libre e imaginativo (la entelequia en la relajación en el segundo tema), fluidamente erótico, arrebatadamente emotivo, extenuante, sin compases absolutorios, cada frase impregnada de significado simbólico o incluso metafísico (como probablemente hizo el compositor), en términos de conflicto, lucha y triunfo final entre lo individual (el propio Beethoven) y lo social. Retumbante grabación monofónica realizada en estudio (aunque nadie lo diría por su osadía), de graves orquestales de gran riqueza, que no debe retraer a nadie de su conocimiento y posesión (Praga, 1951).









Wilhelm Kempff elimina la personalidad histórica de la música para liberar su esencia y fantasea en su característico toque, ni dramático ni heroico, leve y suave como gasa, fiel a su estilo ágil e inspirativo, soñador en la paleta tonal, persuadiéndonos de la frescura de sus descubrimientos, donde brillan deslumbrantemente tersas las voces internas. El legato es conseguido por el canto de los dedos: su escueto uso del pedal permite gran claridad (por ejemplo, a partir del compás 184 observa con exactitud el sempre staccato en los tresillos descendentes cromáticos en la mano izquierda). Mantiene el ataque límpido incluso en los pasajes forte, y el sfumato a pianissimo progresa milagrosamente. Hay menores variaciones de tempo básico que en sus anteriores registros (Raabe, Kempen) aunque en el gran pasaje con doble escala hay una perceptible aceleración de soberbio efecto, o en el momentáneo tenuto en la escala ascendente en el c. 194. Su poética delicadeza, su humor y su inacabable dinámica deslumbran en el adagio: abandonado en este oasis, el rubato respira espontáneo en las escalas descendentes marcadas espressivo, agrupando los tresillos de manera natural. La belicosa fanfarria terminal (y las ligeras limitaciones técnicas que acompañan a la edad) se rinden a lo sublime: “Toca Beethoven como una persona, no como un pianista”, Sibelius dixit. Ferdinand Leitner en el pódium de la Berliner Philharmoniker acompaña con alada cualidad camerística (DG, 1961). La calidad de la grabación es tal que parece haber sido realizada ayer (esto es más un reproche al escaso avance en medio siglo de ingeniería sonora comparado con otros campos).









Rudolf Serkin sacrifica el centelleo polifónico, cada mano cual orquesta de cámara, y arrolla en severo staccato percutivo incluso los pasajes más líricos, cual masivas calderas de vapor a sobrepresión, como la pequeña cadenza de semicorcheas en terceras (cc. 35-38 del adagio). Como agua y aceite con Leonard Bernstein… ¡No! Craso error, Lenny contribuye en gran medida a la victoria: siempre flexible rítmicamente, asume velocidad y riesgo en un allegro que contrasta con la calma chicha del adagio, y acelera entusiasmado en la recta final. Los maquinistas de la New York Philharmonic propulsan intensamente dramáticos sin dejarse dominar por el piano (atención a las cuerdas imitativas en los cc. 107-120 del rondó). Registro de extendida panorámica lateral, algo tosco en los forte, con el acento puesto en el solista (al que se oye canturrear a ratos), al gusto americano de la época (Sony, 1962).









La conjunción planetaria de Glenn Gould y Leopold Stokowski (Sony, 1966) provoca una perversa heterodoxia contrastante de ritmos y acentos. El director reconoció en privado que hubieran necesitado de más ensayos para aunar ideas: “Gould tenía en la mente una interpretación diferente a la mía. Me dio a elegir entre tocar rápido o tocar lento. Escogí esto último”. El locuaz e irreverente manejo de los arpegios (esenciales en el primer movimiento) como si fuesen cadencias propias, su frecuente destrucción del acorde, la desconcertante tímbrica y la transparencia de las voces (su obsesión por la mano izquierda), van revelando aspectos de la música que otros intérpretes no consideran (aparentemente) y que, en el caso del canadiense, siempre dan la impresión de proceder del estudio concienzudo de la estructura armónica y contrapuntística de la partitura, “melancolía marcial” según Gould. La American Symphony Orchestra (a la que Stokowski animaba a frasear libremente y no de manera uniforme, logrando una robusta y continua sonoridad de las cuerdas) titubea en principio, falta de tensión en el allegro (ma non tanto –la eliminación, tan gouldiana como su incesante canturreo, de la noción tradicional de tempo–), pero va asumiendo su papel de “fool” shakesperiano para lograr un final extenuante, acompañando el ritmo danzarín de los tresillos del piano. Y es que en un test de Rorschach los dibujos no tienen ninguna importancia, sólo las respuestas.








Entroncada en la tradición germánica, la granítica monumentalidad de Otto Klemperer funde a la perfección con el grácil y perfumado pianismo de Daniel Barenboim (a pesar de los casi sesenta años que había de diferencia entre ambos), una visión simbiótica que se resume en el hecho de que la grabación, en tomas de movimientos completos, no necesitó de repetición alguna, a pesar de sus extraordinariamente complicados pasajes (hay alguna imperfección, juiciosamente ignorada en beneficio de la lozanía general). Klemperer, sarcástico y rotundo, impone su autoridad en unos tempi muy amplios (42:55), pero que no fosilizan las líneas; Barenboim utiliza este marco formal para erigir su interpretación (como Kempff) en el delicado y expresivo contraste tonal (¡qué manera de suavizar los floreos de la apertura para hacer más poderosa la entrada del tutti orquestal!), evita los acolchados pedales románticos, y mantiene un ritmo constante incluso en los pasajes más tentadores para pausar. La New Philharmonia Orchestra, las cuerdas oscuras y las maderas elocuentes, se beneficia de la cohesión de una toma sonora excelente, con profundidad de perspectiva y cuerda antifonal (Warner, 1967).










Arturo Benedetti-Michelangeli perfila una creación personal fascinante, donde la más pequeña unidad métrica o motívica cede el paso a la bellísima gradación de tonos cantabile, la microdinámica infinitamente controlada, la perfección preciosista en la creación del fraseo, cautivador y meticulosamente planeado –aunque no exento de algunos acentos agresivos–, la impecable fosforescencia expositiva en las diferentes líneas de las manos y su romántica desincronización que añade otra dimensión a las texturas, creando gloriosos colores de artificio. Melifluo en el adagio, concebido como un nocturno de olímpico legato, con un pedal tan imperial como inhumano: “Los pedales son los pulmones del piano”. En el rondó varía cada repetición del ritornello proyectando un sentimiento de improvisación. Casi cada palabra anterior se puede aplicar al otro gran sumo sacerdote del instante inmortal: Sergiu Celibidache. Entre ambos (y la inestimable colaboración de la Orqueste National de l'ORTF) ofician un ritual inefable y controvertido, de tempi vivos. Naturalmente la grabación es corsaria, tomada de una retransmisión radiofónica sólo aceptable (Altus, 1974).











Es casi imposible de asumir la técnica excelsa de Claudio Arrau (toda una vida de experiencia beethoveniana –81 años–), físicamente robusta y espiritualmente refinada, siempre con su singular belleza de sonido (hercúleo, carnoso en su utilización del pedal en los cc. 162-166), en su amplísima gama dinámica y la más honda expresividad, donde cada nota rinde su alma emitiendo su propia luz. Arrau lee la partitura con escrupulosidad filológica desconocida (escasas y muy meditadas las dudas agógicas que amaneraban sus anteriores acercamientos –con Galliera, con Haitink–). Colin Davis al frente de una soberbia Staatskapelle Dresden sigue el criterio del solista en un perfecto ejemplo de acompañamiento orquestal, admitiendo el debate constructivo y el conflicto romántico en sus amplios tempi. La franqueza rítmica en el primer movimiento precede a la serenidad en la apertura del adagio (escrupulosamente seguido el poco mosso, que permite desarrollar su delicado hechizo). En el finale Arrau ocasionalmente abandona el compás. Prodigioso registro del piano, reverberante (Philips, 1984). Y qué decir de la localización de los timbales…











La interpretación de un concierto de piano del clasicismo con instrumentos originales revela un déficit de equilibrio dada la débil potencia sonora del fortepiano, que lucha en desventaja y suele sucumbir grácilmente ante los empujes de la orquesta, salvo en salones de concierto muy pequeños. En las grabaciones la balanza es fácilmente manipulable, aunque no en todas se opta por la misma solución redistributiva (naturalmente esta circunstancia no está limitada a las interpretaciones historicistas). Robert Levin se pertrecha con un colorista fortepiano de seis octavas de 1812, con suficiente cuerpo en los graves, y bello y acristalado timbre en los agudos, de gran capacidad expresiva en su sugerente y delicado juego de matices y contrastes. Imaginativo y con mayor libertad poética que sus colegas Tan (con Norrington), Lubin (con Hogwood), o Immerseel (con Weil); óigase, por ejemplo, el lírico pasaje del c. 151 y ss., donde los tresillos se piden leggiermente, o el fluido segundo tema cuando se desliza de si menor a do bemol mayor (c. 159), o, en fin, la exuberancia del movimiento conclusivo. John Eliot Gardiner opta por seguir de cerca las prescripciones metronómicas de Czerny (pupilo y amigo de Beethoven), más livianas que las impuestas por la tradición. A destacar los timbales percusivos en los tutti durante los cuales el piano toca como continuo (algo exigido por el manuscrito). La grabación es fiel en el sentido de no querer adulterar la dinámica del instrumento solista (donde la lucha es imposible, la articulación ofrece romance) y transmite diamantinamente toda la incisividad, flexibilidad y vitalidad de los intérpretes, así como la transparencia de texturas del amplio contingente (12.10.8.6.5) que conforma la Orchestre Révolutionnaire et Romantique (Archiv, 1995).








Iluminadora, polémica (y, por tanto, bienvenida) la propuesta de Arthur Schoonderwoerd y el Ensemble Cristofori, un mínimo contingente de una veintena de instrumentistas, tomando como base los testimonios contemporáneos de los conciertos privados de la alta sociedad, y que resuelven el problema del desequilibrio sonoro entre solista y ripieno. Ahora bien, por efecto de la memoria auditiva, son ahora las acuareladas cuerdas de tripa (1.1.2.2.1) las que nos suenan desnudas frente a maderas y metales. Intentando desandar lo aprendido, se pueden hallar deslumbrantes tesoros: el nuevo colorido tímbrico, la presente diafanidad del conjunto de cámara, las inauditas raíces mozartianas, el delicado balance de los gozos y las sombras del fortepiano Fritz (Viena, c. 1810), un traslúcido instrumento de seis octavas que realiza el pertinente bajo continuo con articulación militarista. Musicalmente los resultados son discutibles, pero la excitación que procuran es superlativa: Schoonderwoerd, como Gould, arpegia –taracea– algunos acordes en la mano izquierda, un modo perfectamente legítimo de obtener resonancia añadida; un adagio tenso, bordeando el martellato en los ataques de las cuerdas, lo que perjudica seriamente el efecto legato; un rondó danzable cuyo descuidado ritmo en el tema principal del piano compromete el pretendido efecto sincopado. Extraordinaria toma de sonido, muy cercana, realizada coherentemente al planteamiento de esta grabación (Alpha, 2004). El concepto de sinfonía con piano obligado queda muy, muy lejano…









El futuro inmediato de la interpretación del Emperador parece basarse en el diálogo camerístico y no en el tradicional conflicto entre solista y orquesta: así se presentan las grabaciones de Guy-Jordan (Naive, 2007), Grimaud-Jurowski (DG, 2007), Lewis-Belohlávek (HM, 2009). También la lectura de Ronald Brautigam, que rechaza para este registro sus habituales fortepianos McNulty, y en aras del reto tímbrico que propone Beethoven, emplea un convencional (y maravilloso) Steinway Model D que dispone físicamente en el centro de la orquesta. Su técnica es fastuosa: no sólo traduce las dinámicas y acentos originales, por ejemplo, tocando leggiero y staccato para sugerir la frescura y sutileza de acción del fortepiano; además, exhibe capacidad para sombrear cada nota a partir de la precisión del ataque, la articulación mordiente y percusiva, el dinamismo en la espontaneidad cuasi improvisada. El adagio –tocado como andante, puede que el más breve de la discografía (6:19)– resalta algo prosaico. Andrew Parrott, dejando un lado también sus familiares instrumentos originales, hace sonar la Norrköping Symphony Orchestra con incisivo carácter historicista, en una lectura que hermosea altanera la toma sonora (BIS, 2009).












En aras de la claridad del opúsculo, voy terminando. Resulta lamentable haber dejado fuera de esta pequeña selección a tantas y tantas magníficas interpretaciones. Citaré algunas otras, que, como siempre, están a vuestra entera disposición:


Walter Gieseking, muy, muy veloz y superficial, pero deliciosamente entretenido, Arthur Rother, Orchestra Berlin Reichssenders (Music&Arts, 1944). De fondo, durante la cadenza (anotada expresamente, dado que los problemas auditivos de Beethoven impedían su propia interpretación), el bombardeo aliado sobre Berlín.


Vladimir Horowitz hace gala del frenesí esperado por su audiencia, con leves desvaríos marca de la casa en la mano izquierda, decorativamente rococó en el adagio, con desvanecimientos de tempi varios, Fritz Reiner, RCA Victor Symphony Orchestra (Naxos, 1952).


Wilhelm Backhaus, de actitud literal y poco variada, severo y reservado con preferente atención a la estructura lógica y no a los detalles, Clemens Kraus, Wiener Philharmoniker (Decca, 1953).


Emil Gilels, amplio y restringido, falto de sentimiento, Leopold Ludwig, Philharmonia Orchestra (EMI, 1957).


Maurizio Pollini espejea diamantino, y Karl Böhm procura un acompañamiento cálido y musculoso, espeso, quizá pesante, de la Wiener Philharmoniker (DG, 1979).


Murray Perahia, acaramelado, pero pequeño en dinámica energética; fantástico acompañamiento de Bernard Haitink, pulimentado con betún hasta resplandecer, Royal Concertgebouw Orchestra (Sony, 1986).


Steven Lubin, pensativo y delicado, presta poca atención a los grupos de semicorcheas débil-fuerte (acompañando a la recapitulación de los vientos) que parecen grupos ordinarios de cuatro, con lo que el efecto previsto por Beethoven se pierde. Christopher Hogwood dirige The Academy of Ancient Music (12.12.8.6.6) (L'Oiseau Lyre, 1987). Aquí el fiel de la mesa de mezclas se inclina hacia el solista (un Graf de 1824) para evitar su sepultura. Pero hay que entender que las limitaciones del instrumento producen efectos en la vía que Beethoven compuso. La argumentación de que Beethoven escribió para los instrumentos del futuro puede acercarnos peligrosamente a cuestiones del tipo: ¿Qué hubiera pintado Leonardo con una caja de óleos? ¿Y con un spray graffitero?


Kristian Zimerman, cristalino y refinado expresivamente, de belleza tonal siempre controlada, elegante articulación y mínimo rubato, rigurosamente férreo antes que imaginativo en la ornamentación. Leonard Bernstein culmina el regreso del judío errante a Viena, donde la Filarmónica, cálida y suave, pero también vibrante de emoción, lo recibe triunfal (DG, 1989). Monumental su disfrute (y el nuestro).


Mauricio Pollini, objetiva intelectualidad, aunque peca de generoso con el pedal lo que emborrona el fraseo, Claudio Abbado, Berliner Philharmonker (DG, 1993).


Jos van Immerseel, Bruno Weil, rigidez metronómica incluso en el animado larguetto, Tafelmusik (7.6.4.3.2) desvela su textura tenue, casi mozartiana (Sony, 1997).


El vienés apátrida, Alfred Brendel, analítico y sintético, inmaculadamente perfecto, pone en práctica en su cuarto acercamiento al Emperador, la poética introspectiva, es decir, a partir de un conocimiento intelectual de la partitura hacer asomar el humor mozartiano y hasta haydniano, por medio de sus intuiciones (veleidades para otros) que han resisitido el paso del tiempo. Simon Rattle (“lo que Brendel te pide cuando hace música contigo ha pasado de ser declaradamente imposible a convertirse simplemente en endemoniadamente difícil”) maneja con similar desparpajo la elegancia de la Wiener Philharmoniker. Estéril toma sonora (Philips, 1998) que ofrece un tornasolado equilibrio piano-orquesta.







Hélène Grimaud, enérgica y vaporosa, Vladimir Jurowski conduciendo la Dresden Staatskapelle hace respirar el adagio. Mezcla artificiosa de micrófonos (DG, 2006).


François-Frédèric Guy, sensibilidad y detallismo, Philippe Jordan con la Orchestre Philharmonique de Radio France propone dinámicas aterrazadas. Grabación palpable y balance realista (Naive, 2007).


Mikhail Pletnev, arbitrario y desequilibrado, Christian Gansch, Russian National Orchestra (DG, 2009).


Artur Pizarro, correcto pero prosaico, Charles Mackerras, Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2009).


Evgeni Subdin, falto de contrastes, Osmo Vänskä, Minnesota Orchestra (BIS, 2010).


Christian Zacharias, lectura clasicista, sin tormenta romántica, Kurt Masur, Dresden Staatskapelle (EMI, 2010).

For further analysis, Stephen Johnson explores this piano concerto in BBC broadcast Discovering Music.