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martes, 19 de diciembre de 2023

Mahler: Sinfonía nº 4

“¿Qué se puede decir sinceramente de esta sinfonía? ¿Qué puede decirse de cualidades musicales donde no se detecta ninguna, y por qué hay que entrar en detalles sobre la escenografía orquestal, cuando no hay nada detrás? Incluso con la intención más sincera parece imposible encontrar nada excepto una serie de efectos orquestales inconexos, bastante ingeniosos en cuanto a conocimiento de los instrumentos, pero totalmente superficiales, y que no tienen nada que ofrecer al espíritu ávido de música". Musical America, January 1911.


La sinfonía nº 4 de Gustav Mahler (1900) es un cuento de hadas onírico e irreal, de imponderabilidad aérea y exaltación dichosa. Las alegres meditaciones de Mahler sobre el descanso post mortem se sustentan en una impropia sencillez de medios orquestales, transparencia textural y simplicidad armónica, coherentes con la visión celeste a través de un alma infantil. La intencionalidad mahleriana da a cada atril el rol de un solista, descomponiendo la línea melódica en fragmentos definidos por diferentes colores instrumentales, como una especie de prisma acústico. Pero en su tradicional estructura formal pululan sombras poco inocentes y se arrastran horrores:

I Deliberado: En el inestable mosaico de motivos de la exposición (compases 1-101), el clasicismo familiar de la sonata sufre por la irrupción literaria de frecuentes cambios de tempo, alteraciones, suspensiones y complicadas relaciones métricas; la deslumbrante complejidad del evolutivo y lógico (o, más bien, teleológico) desarrollo (cc. 102-238) explora nuevas y distantes claves y abre un espacio radicalmente inédito, en el que los temas se disuelven en motivos autónomos o se transforman hasta quedar irreconocibles; la recapitulación (cc. 239-339), en cierto modo fallida, conduce a una coda histéricamente triunfalista.

II Moderado: Scherzo quimérico y espeluznante, armado en cinco episodios: A (cc. 1-68), trío B (cc. 69-109), A1 (cc. 109-200), trío B1 (cc. 200-280), A2 (cc. 280-341); y coda (cc. 341-364). Mahler especificó la scordatura del violín solista (afinado un tono más alto, angular y cromático) "para que el violín suene chirriante y áspero, como si la Muerte golpeara". Invocación de la cultura errante y juglar, una llamada a la muerte descrita como disonante, aterradora, pero también seductora...

III El contraste entre dos complejos temáticos hostiles determina la disposición, el carácter y el curso del Poco adagio (ruhevoll, apacible). Presenta una estructura de rondó con variaciones en cinco partes: A (cc. 1-61), B (cc. 62-106), A1 (cc. 107-178), B1 (cc. 179-221), A2 (cc. 222-314), con una rutilante coda (cc. 315-353) que nos regala un estallido armónico e instrumental, rendición postrera y simbólica elevación a un plano superior.

IV Das himmlische Leben (La vida celestial): Inicialmente destinado a formar parte del monumental edificio de la 3ª Sinfonía, este lied se articula en cuatro versos separados por secciones instrumentales que retornan las figuras de apertura para dar a la obra una sensación cíclica. Atmósfera mágica, donde el universo cotidiano y el universo espiritual se complementan en un sentimiento cándido de recompensa (fuera del marco hebraico): el sustrato de promesa para el hambriento de las canciones del Knaben Wunderhorn, de panes y peces, de corderos y espárragos gigantes…



204 lossless recordings of Mahler Symphony no. 4 (Magnet link)


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Ya vimos en la Sinfonía nº 5 como el sistema Welte-Mignon (capaz de registrar los matices íntimos del intérprete: rítmica, dinámica, fraseo, ataque y pedal) ofrece un supremo documento histórico. La edición Preiser redondea el invento acoplando el sistema neumático al piano poseído por el propio Mahler en su vivienda vienesa, un grand Blünther de 1902, con siete octavas suaves y melosas. Mahler siempre tocaba directamente desde la partitura orquestal, en un arriesgado equilibrio sobre las patas delanteras de la silla. Los acordes arpegiados, los ritmos sinuosos, el fraseo sensible y nervioso, el rubato soñador… encajan con la personalidad y carácter sombrío del compositor: ”Mi música no es más que ruido de la naturaleza”.






En el Principio era Mengelberg. Durante las visitas que Mahler realizó a Amsterdam entre 1903 y 1909, Willem Mengelberg (indudablemente el más dotado de sus discípulos) anotó detalles interpretativos y metronómicos (que la partitura no lleva) durante los ensayos del compositor, o, al menos, su interpretación personal de los mismos y que no siempre coinciden con lo registrado en este concierto público de 1939. ¿Autenticidad? Más bien una ensoñación ultrarromántica, exagerada en su intervencionismo extremo, impredecible, peligrosamente viva. Desde el comienzo los cambios de color, de clima (misticismo, melancolía, amenaza), conectan con las rupturas schumannianas. El scherzo gira a 152 corcheas por minuto, con un carrusel de liberales portamenti y breves staccati de violín que rememoran una pesadilla de plagas. Mengelberg sumerge el ruhewoll de inmediato en una suerte de éxtasis de tristeza, con un momento extra de asombro cuando añade un quinto tiempo al segundo compás del tema de apertura, en el que los violonchelos espressivo aparecen con interminables notas. Jo Vincent muestra en el lied un timbre un tanto agrio y un carácter matronal. La publicación de Pristine Audio es muy convincente, con una agradable ecuanimidad instrumental de la Concertgebouw Orchestra y evitando filtrar en demasía el sonido como en las ediciones anteriores (Philips, Decca, Altair, Documents, History, Q Disc).






Debido al resultado de la Guerra la antorcha pasó a Bruno Walter, que, desde el conservadurismo esencial y la orientación espiritual impregnó la música de su naturaleza amable, pastoral y panteísta, luminosa y sensual, muy diferente de la manera errática, intensa y a veces insensible del compositor. Aparte de su grabación comercial de 1945 se han recogido al menos otras diez procedentes de conciertos. Escogeremos como muestra la de 1953 con la New York Philharmonic Orchestra, en la que Walter contó con su soprano predilecta, Irmgard Seefried, cuyo perfil liederístico es formidable, si bien lejos de la inocencia beatífica solicitada. Walter ignora marcaciones dinámicas y rítmicas en la pesadumbre otoñal del primer movimiento, descubriendo solo a medias el lado tenebroso de la historia, como un cuento de los hermanos Grimm purificado por los tonos pasteles de Disney. Algunas asperezas en los metales caracterizan un scherzo menos estricto y controlado de lo habitual en Walter, pero hay poco contraste con las secciones trío. ¿Es la (magistral) coda del ruhevoll un ejemplo temprano de la tonalidad progresiva mahleriana? No, ya que la tensión armónica se resuelve en la apertura del lied. Walter lo entiende a la perfección minimizando la pausa entre los dos movimientos. Claro sonido (Tahra), congestionado en las dinámicas elevadas y con un público aquejado de bronquiolitis.






Paul Kletzki es consecuente desde el principio, fluido y relajado, y con solo un leve aliento dramático (optimistas, incluso jocosas, las maderas de la impecable Philharmonia Orchestra), con muchos de los portamenti requeridos ejecutados sui generis como un legato extendido, y descaradamente extrovertido y algo ruidoso en el pasaje en do mayor (“niños golpeando ollas y tal vez rompiéndolas en pedazos”, Adorno dixit, cc. 209-220) previo al clímax, producido sobre una disonancia inesperadamente rasposa. Resaltar la arquitectura estilizada y transparente del scherzo, sin descarnamiento. El ritmo lento del bajo en el ruhevoll, en contraste con el tono solemne de la melodía, le confiere un aire de himno, un estado de contención pacífico y estático, como en los contemporáneos paisajes de Klimt. Emmy Loose posee la tímbrica adecuada, una técnica casi ideal, la dicción clara; todo ello especiado con ternura y con un acompañamiento ilusionista en las cuerdas. La grabación es extraordinaria para la fecha (EMI, 1957), con la intrincada partitura en vívido relieve.






El minimalismo microfónico de la RCA en 1958 resulta en una perspectiva realista y apropiada a la superlativa prestación técnica de la Chicago Symphony Orchestra en manos de Fritz Reiner. El consolador y poco lírico adagio (grabado en una sola toma) es un perfecto ejemplo de su desinterés en la estética mahlerania: el rechazo de Reiner a muchas de las marcas (fraseo, color, acento, dinámica) y sus prioritarios y legendarios orden, precisión y reserva escatiman los portamenti, y aferran la rigidez de los tempi. De escuela interpretativa sinfónico-vienesa, el bedächtig es muscular y falto de reposo, y el scherzo carece de humor sardónico. El lied se inicia en un paso somnoliento y Lisa della Casa muestra problemas de pronunciación germánica y su pronunciado vibrato se desliga de la ingenuidad. Naturalmente que el detallismo opresivo y la fidelidad tímbrica engendran explosiones armónicas straussianas. Pero cuando las notas terminan no queda ningún resplandor.






El enfoque de Otto Klemperer es prácticamente el polo opuesto al de Walter: cada uno, al parecer, basa su interpretación en aspectos opuestos del complejo carácter de su mentor. Objetivo, vehemente y agitado, con los gélidos colores primarios de un Mondrian. Su sentido de la cohesión estructural es particularmente evidente, pero desprecia los rasgos psicológicos de la obra. Comienza a un tempo calmo y germánico (rubati y portamenti son poco utilizados) hasta que violentamente se nos sumerge en las inauditas orquestación y armonía. Scherzo solemne y circunspecto (el exceso y la exageración están ya en la música). El impaciente adagio camufla su mordiente en un sorpresivo andante (escuchemos cómo incrementa el tempo entre los cc. 222-282), que nos lleva de la mano a... una mocosa perfumada y maquillada (no todas los niñas son ángeles): Elizabeth Schwarzkopf, elegante y sofisticada, analiza y colorea cada una de la palabras en la antítesis de las instrucciones del compositor (pero Klemperer rememoraba que Mahler le dijo una vez: “Si algo no te parece bien, cámbialo. No sólo tienes el derecho, sino el deber de hacerlo”). La lateralidad y profundidad de la toma sonora (Warner, 1961) evidencia el refinamiento de una orquesta cálida y compensada, con las maderas de la Philharmonia observadas en una óptica resultona que ha caído en desuso posteriormente, aunque la adecuada división antifonal de las cuerdas enriquece el contrapunto. 






George Szell es un maestro del equilibrio (tan esencial en este tipo de Mahler) de las voces principales e interiores, pulido de perfección mecanicista e iluminador escrupuloso de la arquitectura. Sin embargo, el amor (y el humor) infantil no aparece por ninguna parte, la disciplina toscaniniana lo impide, suavizando sus grotesquerías y rugosidades. Meticuloso en las dinámicas (aunque no todas), minucioso en la delineación de detalles (esos acordes creados por las serpenteantes cuerdas en el scherzo). Con neutralidad inflexible, el pulso constante del bedächtig cincela la unidad en la diversidad, con cambios de tempi fuertemente subrayados y rubato unánime (tanto, que es casi sobrenatural). Ländler genuinamente mozartiano, con las secciones trío rústicas y joviales. El andante, íntimo y grave, rocía pasmosos glissandi en dolcissimo. El lied, a fuego lento, también participa de este enfoque narrativo: Judith Raskin llena de voz madura las tres primeras estrofas, pero los últimos versos, a una dinámica inferior, transmiten una gracia extraordinaria, cándida y divina. Glacial la belleza de las cuerdas de la Cleveland Orchestra, cuidadosamente preparada y empastada (Sony, 1965). 






Jascha Horenstein presenta un Mahler serio y didáctico, escasamente intervencionista, combinando orden, intensidad emocional y claridad instrumental. Lanza una sombra ominosa y obstinadamente presente sobre la superficie del movimiento inicial que pocos directores concitan. Crudo y evocativo el lentísimo scherzo, donde Horenstein inmiscuye chirriantes caricaturas que interrumpen al violín abrasivo, con los tríos nostálgicos de una inocencia perdida. El tejido de cuerdas divididas en el ruhevoll excluye la individualidad más acerba y carnavalesca de las maderas del movimiento anterior, y crea una textura expansiva de tipo coral vinculada a una religiosidad vocal (Mahler describió el pasaje como "el desvanecimiento del final es etéreo, como de iglesia, de ambiente católico"). El lied arropa con exiguo confort, siendo Margaret Price una discutible elección, casi de oratorio (de los de antes), con sólo un leve reflejo plateado. La cercanía de los micrófonos (EMI, 1970) repercute en el desequilibrio tímbrico orquestal de la London Philharmonic (la sobreexposición de los clarinetes y timbales).






La primera aproximación de Claudio Abbado a la obra (DG, 1977) es más urgente y abrupta que sus posteriores versiones: el bedächtig se inicia suave y confitado para después abandonar el típico aroma comodo mahleriano, con erráticas bogadas rítmicas y dinámicas. El violín del scherzo (vertical y deliberadamente desalineado con su acompañamiento) asoma y cede el paso caballeroso ante los vientos sedosos de la Wiener Philharmoniker. En el ruhevoll Abbado hace caso omiso de las indicaciones de la partitura y fuerza unos tempi morosos, brucknerianos; atención al desgarrador portamento de las trompas (c. 75) que muda “de la divina alegría a la profunda tristeza” en palabras de Mahler. La solista, fuera de lo común, es la mezzo Frederica von Stade, sin problemas de tesitura, pero de emisión entrecortada en los staccati. La grabación es fatigosa en su brillante metalicidad, algo que también lastra la fría y nítida traducción de James Levine (RCA, 1974).






En los ensayos y luego en los conciertos, la figura torpe e improbablemente alta de Klaus Tennstedt se balanceaba de lado a lado de forma desgarbada, con poca o ninguna técnica de dirección discernible. Lo que perdió en bienestar físico con los años, lo compensó con drama y angustia en su rítmica poco marcada, contorsionando el flujo lineal de cada frase, como en los frecuentes luftpausen y prolongados ritardandi. Los tempi funcionan a pesar de ser atrevidamente extremos, pero los cambios bruscos de ritmo alteran el andamiaje. Una interpretación gloriosamente lírica y romántica, con las secciones de vientos con relevancia y singularidad propia -pero no en la línea liviana, sonriente, hasta traviesa de un Kubelik (DG, 1968)-. Tennstedt guía las fantasmagóricas flautas y campanas de trineo totalmente independientes del ritardando de clarinetes y primeros violines (algo requerido en el compás 3, pero que muy pocos directores conceden), lo que enfatiza la colisión rítmica hasta la entrada del tema. Tras el clímax del bedächtig (cc. 221-224), ahíto de júbilo y alegría, se va imponiendo un apremiante impulso sobre las marcaciones (ignoradas), presagiando la tumultuosidad de la Quinta. En el mordaz scherzo la estruendosa trompeta (c. 200 y ss.) da paso a un retorno del trío donde la suma flexibilidad se desliza hacia la desarticulación. Ruhevoll amedrentado por las trompas, con retenciones conmovedoras al final de las frases, y las secciones astringentes mitigadas. La meditación pastoral de Lucia Popp desestima el regocijo candoroso y canta straussianamente oscura (a pesar del significado d) el texto. La toma sonora de la London Philharmonic Orchestra (EMI, 1982) es sucia, plana, vacua.






Solo cabe calificar de milagrosa la lectura de Lorin Maazel. Con el embrujo de un encantador de serpientes hace sonar a la Wiener Philharmoniker melancólica y tranquila, los ataques suavizados, las texturas mórbidas, con dilaciones en el remate de las sentencias, la belleza por encima de todo (aunque en esta línea se puede ir más lejos, véase Karajan). Comienza con un ceñido cumplimiento de la petición bedächtig (prudente), para destacar después las fulgurantes cuerdas en el segundo tema, donde los cellos cantan sobre las violas de manera tan brahmsiana. En el scherzo las dinámicas son aplicadas de manera repentina, pero con suntuosa bondad. La severidad de las cuerdas agudas, con portamenti sin reparos, se turba por la efusión de dolor en mitad del movimiento (muy) lento (cc. 189 y ss.), reconociendo la derrota. Maazel lleva al extremo la marcación sehr behaglich (muy acogedor) en el finale con sabor de repostería, dulce y cremosa: cuando la música se desliza hacia mi mayor, arpas y bajos doblando discretamente (“muy tierno y misterioso hasta el final”), relaja aún más el ritmo y los excepcionalmente quedos violines y clarinetes introducen sus temas casi en un trance perpetuo sobre el que la línea angelical y vulnerable de Kathleen Battle deslumbra con su límpida pronunciación y timbre argénteo. Grabación abierta en su panorámica, pero poco impactante (Sony, 1983). 






Cuenta Eliahu Inbal que se colaba por una ventana para poder ver los ensayos de Bernstein en Tel Aviv y tomarle así como modelo; ciertamente enfatiza los rasgos hebreos, la ligereza, la ironía, el humor; pero, por otro lado, minimiza los acentos dinámicos-dramáticos, “los misterios y horrores” de que hablaba Mahler en sus cartas, quedando en un templado clasicismo apolíneo. Bedächtig fragmentado en secciones poco coordinadas rítmicamente. Excelente el transparente scherzo, con la superficie distorsionada por las ondas de los portamenti. Emborronado adagio, jadeante y poco sereno. Helen Donath adolece de rudeza tímbrica y afinación inestable. La Frankfurt Radio Symphony Orchestra (a la que Inbal sacó de su provincialidad con este exitoso ciclo Mahler de grabaciones) está recogida de manera simple y franca en la toma sonora en concierto (Denon, 1985); de hecho, la compañía nipona recurrió a Inbal porque su concepción de la música de Mahler como esencialmente frágil y delicada (incluso en medio de la tempestad y la lucha) ''apelaba a nuestros sentimientos sobre la música de cámara'' y se adaptaba a sus técnicas de registro. Quizás no sea una escala más pequeña, sino una mirada menos angustiosa, con el hombre como parte de la naturaleza (en el sentido nietzscheano -y seguramente mahleriano-).






Quizás el mayor legado discográfico de Leonard Bernstein haya sido integrar su sentimentalidad profunda, excesiva y neurótica en un componente esencial del (un) syllabus interpretativo. En su Mahler la sincronicidad de temperamentos roza lo confesional. En el desarrollo del plácido movimiento inicial las abruptas interrupciones a mitad de tema, los cambios de clave y las trasposiciones son asumidos con la normalidad con que aceptamos una pesadilla incongruente. Por eso la fanfarria de trompeta (cc. 224 y ss.), que, en este contexto infantil de triángulo, glockenspiel y campanas de trineo parece emanar de la guardería y no de la milicia, tiene una función hoffmanniana de llamada al despertar que va disipando los sueños. El inquietante y operático scherzo (con constantes cambios de marcha y dinámica para acentuar las posibilidades dramáticas de la ambigüedad) frena en meandros en los tríos, aunque la enfermiza determinación del violín solista logra encauzar el curso. Gran narrador de historias, Bernstein sorprende con un adagio vivaz, de fervor amoroso y meditativo (atención a la repentina caída del tempo en el solo de oboe, cc. 175 y ss.). En el finale (según Bernstein un anhelo de recompensa cristiana) emplea un niño soprano para resaltar la delicada orfebrería orquestal que le rodea. Helmut Wittek desprecia saludablemente los matices de tono y ritmo, y se concentra en dar un relato extrovertido con la ayuda de una buena dicción. La cercanía de los micrófonos proporciona gran pegada (la felicidad de las maderas), pero yerra la veracidad de la Concertgebouw Orchestra (DG, 1987). Ah, finalmente (que diría Puccini) para aquellos que contemplen las dificultades juveniles con la extensa tesitura requerida hay otras alternativas: Emanuel Cemcic aporta no sólo una voz diáfana y confiada, sino un fraseo excepcional y una lectura sensible del texto en el testimonio de Anton Nanut con la Ljubljana Symphony Orchestra (Stradivari, 1987); Daniel Hellman resuena menos matizado en el arreglo camerístico de la obra realizado por Howard Griffiths y la Northern Sinfonia (Novalis, 1999).






Michael Tilson Thomas disfruta de una bucólica alusión de la naturaleza, amenazada acá y allá por oscuros pozos de magia que deforman el fraseo, remarcan las pausas, contrastan los tempi, y arrugan la pátina pulida de la San Francisco Symphony Orchestra, aquí con las cuerdas divididas idóneamente. Bedächtig terso y aristocrático (escúchese el beethoveniano homenaje en los compases finales de la exposición), sosegado y tan schubertiano como en Boulez (DG, 1998), pero sin su aureola inalcanzable e inhumana. El violín del scherzo, siempre en pianissimo, es tan civilizado que se podría bailar en el Neujahrskonzert. Con el segundo tema del adagio el tempo cae a una celibidachiana etereidad, un paseo por las nubes reminiscente de Parsifal (cc. 51-61). Laura Claycomb imposta el lied con un timbre atractivo, pero demasiado carnoso y adulto. Sensacional grabación moldeada a partir de una serie de conciertos (SFS, 2003) con perspectiva realista y profunda que no escrutiniza los instrumentos.






Bernard Haitink siempre se ha decantado por la efectividad técnica por encima de la imaginación, haciendo de la sobriedad una patente propia, buscando la iluminación intelectual más que la catarsis emocional y llegando a quejarse públicamente de los oyentes que se acercan a Mahler "por razones equivocadas"(¿?). En ésta su octava grabación de la obra, Haitink persiste en un Mahler mesurado y metódico, newtoniano. La termalización del pulso dibuja un primer movimiento reservado, casi temeroso de que la expresividad desborde los atriles, la estructura olímpica, las dinámicas atenuadas. En el scherzo el violín solista procede clemente, relegando la pesadilla, corta de maldad. Adagio exquisito e imperturbable salvo en las variaciones previas al (magnífico) clímax. Por momentos la inteligibilidad de Christine Schäfer queda un tanto comprometida al estar su metal oscuro integrado en la orquesta. El registro (RCO Live, 2006), derivado de un único concierto, riega con generosidad (y algo de confusión) la glamurosa tímbrica de la Concertgebouw Orchestra.






Para Iván Fischer el drama (que no deja de ser eso, la terrible niñez de Mahler) se desarrolla con lozanía y simplicidad, con inflexiones agógicas cuidadosas, peculiares e inestables, en una búsqueda obsesiva del más allá de las notas. Es curioso que, a pesar de la crudeza en la exposición de las tensiones, el final del desarrollo no se rasgue por la fanfarria de trompeta sino por las campanas de trineo, hasta entonces escondidas entre los vientos (cc. 230 y ss.). Quejumbroso el violín solista, casi sin vibrato, y sin enfatizar su presencia en el scherzo. Ruhevoll tectónico en lo tímbrico y estoico en lo anímico, con un arranque soleado del tema tchaikovskyano (cc. 107 y ss.). El Stravinsky más atávico irrumpe en los interludios instrumentales la concienzuda pronunciación de Miah Persson: Su halo liviano pero no tímido adopta idealmente la petición del autor: "Para ser cantado con expresión infantil y alegre; ¡Totalmente sin parodia!". Las cuerdas de la Budapest Festival Orchestra pierden empaste y presencia al posar divididas, pero ganan en transparencia en la muy dinámica toma sonora (Channel, 2008).






Les Siècles es una reducida formación de instrumentos contemporáneos a la obra, con disposición antifonal de sus violines, mínimo vibrato, asombrosa claridad textural, tímbrica fresca y heterogénea, individualizada en el viento y menos agresiva en metales y percusión, articulación y fraseo retóricos y declamatorios, y donde resalta más la expresividad del portamento. François-Xavier Roth parte de un concepto objetivo y preciso, pero el elemento fantástico está presente desde el principio (nunca han sonado tan próximos a Peer Gynt los cc. 302 y ss.), con gran ligereza en el paso (pero Mahler requiere “sin prisa”), caprichosas dinámicas y potencia sonora (escúchese la implacable urdimbre de cuerdas alrededor de los solos de trompa hacia el final del movimiento). La scordatura del violín solista en el risueño scherzo recalca su colorido discordante, metálico entre las cuerdas de tripa, pero es reticente en su intimidación; los tríos desgranan los intercambios melódicos entre instrumentos (los vientos deliberadamente poco caústicos) en un fascinante juego de luces y sombras. Las digresiones variacionales dentro del adagio tienen un aire auténtico de improvisación. La intervención del violín solo (cc. 98 y ss.) es muy especial, cada uno de sus portamenti un lamento doliente. La angelical conclusión muestra delicadeza y fragilidad, no la habitual luz cegadora desde el umbral al mundo ultraterreno. La seráfica Sabine Devieilhe, ágil en las dinámicas y maravillosamente cristalina, roza lo sacro, tildando perturbadoras las transiciones instrumentales. La opulencia de la toma sonora ilumina el tramado, un festival tornasolado y una mezcla fuera del alcance de la sala de concierto, destinada a una (atenta y gozosa) escucha doméstica (HM, 2021).






To conclude, I would like to rescue Deryck Cooke's priceless dissertation for the BBC in 1961, in which he surveys the recordings of the Fourth Symphony that existed at that time. Linking his presentation with the then fashionable movement of historically informed performance, he gives greater attention to the recordings of those conductors who had a relationship with the composer: Mengelberg, Walter and Klemperer, trying to extract from them some light on what would become the historicist Mahler.

But the mahlerian tradition does not exist! He rehearsed and conducted his works with continual changes in orchestral arrangement, even at the textual level (what matters is the transient feeling, the spirit of the moment) without the need to crystallise it interpretatively. He could easily have done it differently, on another day (as long as there were no noises):


- "What is that? What is that?" 

- "That's a car, Mr. Mahler" 

- "Well, whatever it is, we have to stop it!"

- "It can't be stopped. This is New York"

- "Rehearsal's over!"


viernes, 15 de julio de 2011

Ravel: Concierto en Sol

En 1929, habiendo conseguido reconocimiento popular y desahogo financiero a través una maratoniana gira de conciertos por Norteamérica, Maurice Ravel se propone crear un concierto para piano con el objetivo de sacar el imaginario virtuoso que lleva dentro (las críticas hablan de que era incluso peor pianista que Brahms), y que será el resultado de un perfecto equilibrio entre júbilo exuberante y luminoso, rigor arquitectónico, claridad textural, empuje rítmico, empleo colorista de la armonía tonal y una sensible, infalible y tornasolada orquestación.

Vertebrado en 3 movimientos (Allegremente, Adagio assai y Presto) este divertimento musical, delicioso e inútil, arranca con el chasquido de un látigo y trota con vitalidad petrushkiana. El piano concierta desde el primer compás en las límpidas regiones agudas a través de arpegios bitonales. Una parodia de un tema étnico español en perspectiva anamórfica vira hacia la nueva y perecedera fiebre jazzística que azota el mundo, especialmente en la onírica secuencia del desarrollo, plena de humor maquinista. La exaltada cadencia es una brillante exhibición de la mano izquierda, desenvuelve grandes arpegios y martillea el canto con el pulgar por debajo de los tresillos de la mano derecha.

El primitivismo preurbano genera por reacción la inmaculada perfección de la belleza sonora, artificial por naturaleza como el duque Des Esseintes, personaje de la novela favorita de Ravel À rebours, cuya meta era sustituir la realidad por el sueño de la realidad. Así pues, simbolismo más que impresionismo en el delicado e inacabable aliento que se renueva sin cesar a lo largo de un lied que la orquesta retomará rociada por ráfagas de semicorcheas en una lluvia tibia y tranquila, tan sólo momentáneamente acentuada en un clímax disonante. El superpuesto y contradictorio ritmo de vals inocente, infantil y doliente, que aun en régimen binario crea la impresión del ternario, va angustiando al intérprete para mantenerse en esa progresión lenta, en esa larga frase que fluye… “¿Qué fluye?” nos grita Ravel “¿Cómo que fluye? ¡Pero si esa frase la trabajé compás a compás y estuve a punto de fenecer en el intento!” Y es que este artesanal arabesco, de sentida simplicidad, esconde una enorme dificultad en el modelado de su línea cantabile, en la cuidada acentuación, en la estabilidad del tempo.

El tercer movimiento es un estrepitoso rondó que nos transporta descaradamente al bullicio de una ciudad de la época, con la sugestión de bocinas enloquecidas. Con un solo tempo compulsivamente preciso va incorporando irracionalmente material diverso como una industrializada tocatta, el simulacro de fanfarrias, etc. 

Entre las memorias maternales de un pasado folcklórico y los sueños de su padre inventor de un futuro mecanizado, Ravel erige una máscara para velar su verdad interna. ¿Ingeniero de precisión o lírico apasionado? ¿A quién habremos de creer?





Pasaremos a toda velocidad por las audaces acrobacias de Leonard Bernstein con la Orchestra Philharmonia (ArtOne, 1946); la dinámica y radicalmente jazzística Monique Haas con la Sinfonie-Orchester des Nordwestdeutschen Rundfunks dirigida por Hans Schmidt-Isserstedt (Profil, 1948), y el Ravel brumoso y mistérico a base de pedal de Vlado Perlemuter, donde Jascha Horenstein conduce una pobre Concerts Colonne Orchestra, perjudicada por una toma sonora cercana en exceso (Archipel, 1955).


La leyenda cuenta que Arturo Benedetti Michelangeli fue descendiente directo de San Francisco de Asís, y ejerció de violinista y organista, médico y soldado, aristócrata y monje franciscano, piloto de carreras, esquiador y técnico de pianos. Perfeccionista fanático, su repertorio estaba limitado por años de trabajo obsesivo. Su existencia fue revelada al gran público cuando se graba este disco allá por el año 1957. Mas allá de su absoluto dominio técnico (donde cada nota y cada acorde tienen el peso exacto, sonando naturales aun tan refinadamente calculados), la traducción es introspectiva y concentrada. Incandescente, devastador en los movimientos rápidos (atención a los diáfanos efectos de tracería, como los delicados glissandi en los trinos), su serenamente enigmática y anhelante concepción del adagio ha elevado al altar esta interpretación. Los personales manierismos tales como la anticuada desincronización de las manos (la izquierda siempre ataca antes), el etéreo retraso en todas y cada una de las notas, la iluminación de las frases claves a través de ligerísimas variaciones dinámicas, conjuran un altorrelieve de líneas finamente pulimentadas e inacabables gradaciones de sombra, incluso aunque añada o retoque alguna nota (si al final del largo trino); a este respecto hay que recordar que Ravel opinaba que “los intérpretes son esclavos de la partitura”. La incorrupta toma sonora (EMI) recoge la sedosa y glacial sonoridad del piano por encima del tejido orquestal (vibrante dirección de Ettore Gracis al frente de la Philharmonia), además de un leve soplido que adorna la mística atmósfera. Acto de fe trascendente e inescrutable, alejado pues del ambiente de humo de Caporal, licor y jazz que ocupaba las madrugadas del compositor.









Samson François o la elegante arrogancia del dandi, enjoyado de rubato arbitrario y genial, impregnado de perfume condescendiente, deriva por esta caprichosa y delicada superficie que oculta una profunda musicalidad y manipula traviesamente tanto la agógica como los matices dinámicos ravelianos, en busca de una errática y volátil inspiración, apoyado en una técnica de pedal pulcra y colorista. François insistió en la elección de André Cluytens para dirigir a la Orchestre de la Société des Concerts du Conservatoire (EMI, 1959), de tenue e íntima presencia (fallones los metales) en la seca y minuciosa grabación, que, a veces, denuncia reflejos metálicos en el instrumento solista (quizás un problema de colocación del micrófono más que de pulsación del pianista). En la apertura es uno de los pocos directores que mantienen el tempo de manera consistente.









A base de percutividad moderna sin sentimentalismos y huyendo de lo tenue, Martha Argerich y Claudio Abbado grabaron un aguafuerte explosivo de contrastes, por cuyas finas líneas la música está compelida a trazar su movimiento con ímpetu atlético y mordaz sentido de descubrimiento. El pianismo de la argentina es urgente, insolente, desplegando una capacidad de matización inigualable, una audaz intensidad rítmica y una temperamental paleta de colores, abandonándose con malicia adolescente especialmente en las gamas dinámicas inferiores en el adagio central. Argerich, amenazadora por momentos, en otros se enlaza fascinada en febriles posturas con los miembros del viento berlinés, de perfecta entonación en cada una de sus largas notas sostenidas. En el contagioso movimiento final es deliciosamente vívida. Grabación sensacional, con ideal integración entre piano y orquesta, si bien la masa orquestal permanece distante (DG, 1967).









Más cercano en el tiempo sólo descuella la distancia y reserva que impregna(ba a Ravel) a Krystian Zimerman (DG, 1994) en una lectura de relativa simplicidad y ponderación en los sutiles crescendi, de suma elegancia en el rango de colores y en las gradaciones dinámicas: por ejemplo, en la cadenza del primer movimiento la idea general es tocar pianissimo todo el tiempo. Racionaliza el conflicto armónico y evita como anatema tanto la sentimentalidad como los momentos de deliberada vulgaridad. Por su parte, el niño Pierre Boulez crece escuchando los estrenos de la música de Ravel, y son para él música moderna y viva. El adulto recogería la Cleveland Orchestra de manos de George Szell, director allí un cuarto de siglo, donde su espíritu permanece: la disciplina y eficiencia de los solistas de viento se traducen en una excepcional claridad y transparencia formal, la perfecta articulación incluso en el rápido rondó (de perfil sarcástico según Boulez), evitando el balbuceo confuso de otras grabaciones, aunque después de grandes tutti la amplia reverberación empañe el detalle subsiguiente. Un cóctel de champagne helado que casa perfectamente con la sofisticada escritura raveliana.








Poco diferenciadas el resto de grabaciones, destacando el rigor estilístico de Jean-Philippe Collard con la Orchestre National de France dirigida por Lorin Maazel (EMI, 1979); el manierismo a destiempo de Michelangeli y el indolente rubato de François reunidos felizmente por Hélène Grimaud junto a la Baltimore Symphony Orchestra y David Zinman (Erato, 1997); el protagonismo bernsteniano cual hombre-orquesta en una parada circense de Yundi Li acompañado por Seiji Ozawa y la Berliner Philharmoniker (DG, 2007); y la fiesta sin risas que propone Pierre-Laurent Aimard en la reciente grabación de Boulez (DG, 2010).



En una breve entrevista previa al concierto con la Sinfónica de Londres, Sergiu Celibidache comulga con la meticulosidad sepulcral de Arturo Benedetti Michelangeli en esta producción de la BBC grabada en 1982. Aun con su economía de movimientos, su erotismo mórbido y perversidad decadente, los planos de las manos dejan entrever la extrema y saltarina dificultad técnica de la obra.



miércoles, 10 de febrero de 2010

Mahler: 9ª Sinfonía

En las adaptaciones para niños se suele obviar que Jim Hawkins mata de un pistoletazo a un pirata. Así, aún cuando parte del público aficionado a la música clásica asocia el mundo sinfónico mahleriano a efébicas poses en el Lido veneciano, su complejidad, modernidad y riqueza de orquestación comportan un verdadero universo en sí mismo: ”¡La sinfonía es el mundo! La sinfonía debe abarcarlo todo”.

La 9ª sinfonía de Gustav Mahler (1909) es una obra que pertenece a la mitología romántica y ha estimulado toda clase de interpretaciones subjetivas. Mucho se ha escrito sobre la reflexión que supone esta sinfonía, impregnada por la certidumbre de la muerte propia o de la de su adorada hija pequeña, acontecida poco antes. Reúne el sentimiento dividido entre la resignación personal ante el paso del tiempo, la trágica situación de su matrimonio con Alma (Mahler escribe en el manuscrito de la partitura: “¡Oh, perdidos días de juventud!, ¡Oh, disperso amor!”) y la propia consciencia de conclusión del sinfonismo romántico germano. Las piezas musicales del pasado que él ama, los valores por los cuales ha vivido y creado, incluso la sensibilidad para percibir todo esto, caerán –con él- en el olvido. Y en verdad es imposible comprender plenamente el corpus mahleriano sin referirse a su biografía, ya que vida y obra se encuentran íntimamente ligadas: con la expresión de sus más personales anhelos (soledad más allá de alegría o dolor, despedida sin amargura, anhelo de permanencia) creará una suerte de novela musical, transformando y deformando los materiales temáticos (los personajes) a medida que se desarrolla el relato, de manera orgánica, en un proceso de construcción y deconstrucción de la memoria, no lejana de la semblanza mental del Ulisses. Dejaremos que sea cada intérprete el que exponga su visión de la más compleja de las composiciones mahlerianas, ya que las numerosísimas anotaciones –técnicas y expresivas- que Mahler recogió en la partitura –más que acotar- han posibilitado infinitas posibles lecturas.

Formalmente la sinfonía consta de cuatro movimientos asociados de una guisa poco ortodoxa: dos movimientos rápidos encuadrados por dos lentos, inusualmente en tonalidades diferentes todos ellos. Asimismo, están articulados en niveles discontinuos, incluso dentro de cada movimiento, aunque todos ellos recuerdan o preludian los otros.

El Andante comodo está aparentemente configurado en esquemas tradicionales como la sonata (desarrollo y exposición), rondó (retorno y variaciones) o lied (alternancia); sin embargo, técnica y expresivamente la novedad es fulgurante, anticipando estructuras que habrán de desarrollar las generaciones siguientes. Los primeros compases dejan oír cinco pequeños motivos que van a organizar timbres, duraciones e intensidades sobre las ruinas de citas propias de Mahler: Érase una vez la tonalidad parecen cantar, y crecen nuevas, convincentes. La permuta entre la afirmación de una voz lírica y nostálgica y la negativa a su expresión, establece una forma de retorno emparejada a su oposición, cada vez más tensa, hasta que el potencialmente ciclo sin fin es roto por un clímax entendido como una catástrofe, cuando la entidad lineal y melódica es abrumada por la disonancia vertical: “Con la máxima potencia” demanda Mahler. Sólo entonces las fuerzas orquestales se reducen a un conjunto camerístico para entonar la cadenza que muere con suaves reiteraciones de las primeras notas.

No puede haber contraste más brutal en el paso al segundo movimiento, marcado “en el tiempo cómodo de un landler”, en el que trocan las tranquilas danzas (pero sin la menor noción feliz asociada al término) rústicas con un vals más animado, y con continuas rupturas de intensidad y préstamos de elementos temáticos y rítmicos. Este scherzo, que en anteriores sinfonías fue descrito por Mahler como ”un nostálgico sueño de felicidad pasada”, y que en su parte final posee el aroma del clásico minueto, esta vez es parodiado salvaje, irónica, áspera, macabramente.

El Rondó -significativamente denominado “Burleske”-, está marcado como “muy terco” y contiene un contrapunto (heterodoxo) de una densidad desconocida. Implacablemente disonante, demoníaco hasta los límites del estallido instrumental, desarrolla el carácter contrapuntístico bachiano que tanto estimaba Mahler. Música (des)articulada sobre pequeñas células temáticas, con momentos en los que completos cambios de textura y sonoridad (marcados por glissandi ascendentes en violines o arpa) son probados e invariablemente rechazados. El imposible intento de integrar tales voces disparatadas (el escarnio de todo lo vulgar que subyace en la metrópolis vienesa) culmina en lo que acorde a la forma debería ser el final, titánico en su apogeo (pero situado meditadamente en el lugar equivocado)… y entonces llega la paz, absoluta y sobrecogedora.

El Adagio regresa a las profundidades del primer movimiento, convirtiendo en un paréntesis los tiempos centrales. Los compases iniciales conectan un solitario lamento al consolador himno (simple, diatónico) de las cuerdas. El oscuro tema del fagot grave aparece desnudo; duda, conquista implacable. A medida que los motivos avanzan, amenazando y atravesando cada posible ambigüedad cromática, profetizan a Berg en el uso simultáneo de los violines en el registro más agudo y de los bajos en el más grave. La última página, Adagissimo, donde la partitura demanda “agonizando”, “dudando”, “extremadamente lento” es un discurso bruckneriano con un cese gradual, un desvanecimiento progresivo de la materia sonora en silencio etéreo, que, sin embargo, deja una sensación de suspensión más que de resolución, consuelo y no desesperanza, como si la anhelada batalla terminara en retirada y no en derrota. Se suceden las citas a Das Lied von der Erde (“eternamente”) pero la referencia más significativa se produce justo antes de que el sonido se esfume, cuando las cuerdas invocan la frase del Kindertotenlieder asociada a la morada de los niños: “El día es hermoso en aquellas alturas”.






Un repaso a la amplia discografía de la obra ha de comenzar con su primera grabación, en la Viena de 1938, a pocas semanas de ser invadida por el ejército nacionalsocialista germano (Bruno Walter y buena parte de los profesores que formaban la Filarmónica escaparon o fueron expulsados entonces). Interpretación en la que por encima de todo destella la urgencia de los tempi (pero recordemos que los rollos de piano automático Welte-Mignon grabados por el propio Mahler en 1905 destacan por tempi mucho más rápidos que los empleados hoy día). Así pues, agilidad y fluidez en detrimento de la cualidad emocional. Tampoco es desde luego un modelo de refinamiento tímbrico y a veces da la sensación de que la partitura supera la capacidad técnica de la orquesta en este repertorio moderno y cuasi degenerado. Irresistible el desquiciamiento en el rondó, en el que la sociedad es reducida a jirones. Sin embargo, este incandescente documento histórico (editado por EMI, Naxos, Dutton) de amazacotado sonido y regado con toses del público es de obligado conocimiento, ya que Walter, alumno y discípulo dilecto del propio Mahler, fue responsable de la primera ejecución de la obra (dedicada a él) en 1912, y puede acercarnos a cómo sonó probablemente en dicho estreno. En su posterior grabación, a los ochenta y cinco años, la comprensión y aceptación de la obra de Mahler revela, por primera vez, su significado completo, en este caso dirigiendo a la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1961): moldea las frases tendiendo a ralentizarlas en busca de una expresividad onírica, tranquila, nostálgica, profundamente sentida: “El adagio debe ser como la disolución de una nube en el azul del cielo”. En los movimientos centrales aligera el tempo evidenciando sus raíces en la aseada capital imperial, a la que parodia académicamente. La grabación, algo constreñida, se acompaña de una entrevista y una interesantísima secuencia de ensayos.










Aunque John Barbirolli tiene una versión live (New York Philharmonic Special Editions, 1962) de trazo más grueso y peor registrada, elegiremos aquí la editada por EMI (1964): lírica, cálida, resplandeciente en belleza, pero anodina y desvirtuada por la falta de intensidad trágica y dramática. En ocasiones parece vacilar confraternizando con la tortura personal del compositor y utiliza las retenciones para potenciar la sensación de anhelo, el rubato para encauzar los clímax al máximo impacto, siempre dentro de un estilo cantabile, gentil y fluido. La Filarmónica de Berlín no presenta aquí la absoluta precisión y virtuosismo que uno espera en esta difícil y compleja obra, salvo en el adagio final, donde es maravillosamente conmovedora. Barbirolli sostenía que este movimiento no se podía tocar de día, así que programó para el empeño una sesión especial con nocturnidad y alevosía, que dejó para la posteridad una toma sonora atmosférica y algo brumosa.








El programa ofrecido por la London Symphony Orchestra en el Royal Albert Hall el 16 de septiembre de 1966 (BBC Legends) era el caballo de batalla para la batuta del notable mahleriano que siempre fue Jasha Horenstein. Feroz y amenazante, impresionante y turbador, éste es un prodigio en el que la orquesta es utilizada como un vastísimo grupo de cámara, rasposo y atormentado, en el que la Muerte se siente como previsible realidad. Óigase cómo en su búsqueda desesperada lacera la zona grave de metales y maderas, para despedazar el clímax en los compases 314-318. O cómo en el scherzo descarna (sin consuelo) las asperezas y gruñidos que otros directores enmascaran, acentuando la ironía y la amargura. ”Mis sinfonías expresan mi vida entera. He vertido en ellas todo lo que he vivido y sufrido”. Pues esta es la cara más oscura del alma mahleriana, de acuerdo con la definición de la sinfonía que hacía Deryck Cooke. Del desastroso tercer movimiento, un caos de afinación y desajustes, mejor hablar poco. Contribuyen a la ficción de concierto los aplausos del público al final de cada movimiento (aparte de toser, moverse, empujarse y arañarse entre sí). Nada que no se pueda arreglar con un editor de audio para una copia personal de uso noctámbulo e íntimo. Traducción inolvidable, lástima de sonido sólo regular.








Es significativa la anécdota que recuerda Otto Klemperer de su participación en los ensayos de la séptima sinfonía en Praga, en 1908: “Cada día, después del ensayo, Mahler se llevaba la partitura completa a casa para retocarla, pulirla, mejorarla”. Una se pregunta qué cambios habría realizado Mahler a las obras que nunca escuchó. Seguro que le habría encantado la grabación de la New Philharmonia Orchestra (EMI, 1967): ácida, siniestra. La austeridad y la claridad en la arquitectura musical es lo primordial (construida con pilares y arquitrabes, aquí no hay lugar para columnas y arcos), cada sección plegándose ante el todo. Los tempi son graníticos, constantes, estoicos, desalentadores ante lo inevitable. En los movimientos centrales escoge tesis amplias, toscas y masivas, explicadas por su sentido del humor pétreo y su convicción personal: “No hay ironía, sarcasmo, resentimiento… Sólo la majestad de la muerte”. Toma sonora sorprendente, realizada con un solo micrófono colocado encima del director, lo que le otorga un horizonte único, de enorme claridad panorámica, que revela la característica situación antifonal de primeros y segundos violines, tan cara a Mahler, amén de registrar el paso de las páginas de la partitura y los enormes zapatazos con los que el maestro daba las entradas. Es reseñable que Klemperer eligiera las tomas por su intensidad interpretativa y no por su (im)perfección técnica. Una de sus mejores grabaciones, un maelstrom emocional, no se puede decir más: “Experimento tantísimas cosas desde hace año y medio que apenas puedo hablar sobre ello. ¿Cómo podría intentar exponer una crisis tan terrible?”.







La sesión de grabación se inicia con unas palabras, cuidadosamente elegidas, de agradecimiento por la velada anterior y comienzan los ensayos de texturas y pormenores específicos. La toma –del movimiento completo– es absolutamente perfecta en técnica y expresión. El maestro sonríe afable, y levanta la batuta una vez más: “Da capo”. De nuevo el milagro se produce y los profesores se miran asombrados. El maestro los mira beatíficamente y sugiere un último intento mientras prepara el gesto: “Questa volta per noi”. Naturalmente será esta última toma la que integre la grabación que ganará no menos de ocho premios internacionales al disco del año de 1976: Carlo Maria Giulini dirigiendo a la Chicago Symphony Orchestra (DG). Exégesis preciosa, suave y romántica, de estilo elegante y delicado, de tempi más lentos que la mayoría de registros, emocionalmente sincera. Aproximación de gran aliento y pulso continuo, evitando los portamenti y los claroscuros acusados de forma estudiada, diríamos antimahleriana. Con gran refinamiento lírico, construye con paciencia y alegría esta música amada. La relativa falta de contraste, violencia y suciedad en los movimientos centrales se ve compensada por la atención especial a las tesituras medias de la cuerda, a las maderas, resaltando aspectos que quedan velados en otras interpretaciones. El adagio es una canción contemplativa, de profunda resonancia espiritual, un lamento gentil sobre el sufrimiento personal, hipnótico, dócil ante el fin de lo conocido: “¿Mis creencias? Soy un músico. Eso lo dice todo”. El sonido posee toda la claridad y pureza requeridos para acompañar dignamente.









Leonard Bernstein solía referir que “Nuestro siglo es el siglo de la muerte, y Mahler su profeta musical”. De las varias ocasiones que llevó la obra al disco elegiremos la registrada con la Berliner Philharmoniker en concierto público (DG, 1979), la única vez que se puso al frente de la orquesta, por aquel entonces más karajanizada que nunca. Hizo popular la hipótesis de que los compases iniciales son una imitación de la arritmia de un corazón enfermo, noción sentimental debida quizá a la comunión mística con el autor que propugnaba Lenny. Dicha simbiosis (“la interpretación es perfecta cuando me da la impresión de que yo soy el compositor”, y Bernstein había perdido a su mujer un año antes) otorga una intensidad dionisiaca, una angustia colorista y grotesca, fantasmagórica, empujando a los instrumentistas a las desafinaciones, con el edifico musical a punto de derrumbarse para sólo en el último momento enderezar las riendas, exagerando las innumerables contradicciones del mundo mahleriano, arriesgando en el rubato volcánico, en los glissandi de terciopelo verdirrojo. Y es que Bernstein solía decir que nunca se puede exagerar lo suficiente a Mahler. El adagio en el que “Mahler ora por la restauración de la vida, de la tonalidad, de la fe” resulta una página final bellísima en la que las cálidas cuerdas berlinesas evaporan el tempo de manera milagrosa (el reino de lo que Bernstein llamaba “silencio musical”). Legendaria es la desaparición de la sección de trombones entre los compases 118-122, clímax de la obra, donde precisamente es requerida la máxima potencia a toda la orquesta. Hecha esta salvedad, testimonio indiscutible para el mundo de la fonografía. Toma sonora espaciosa y agresiva.








Aunque Herbert von Karajan había grabado la obra apenas dos años antes (hay malvados que aseguran que quedó tan conmocionado por la versión que Bernstein hizo con su Berliner Philharmoniker, que decidió aprovechar el peculiar entrenamiento para registrar la obra) se embarcó en una gira de conciertos que concluyeron con esta velada en la Philharmonie (DG, 1982). Karajan está tan alejado del expresionismo chirriante de un Horenstein como de la emotividad histriónica de un Bernstein, y en un dictamen tal vez menos ambicioso, hace suyo el hecho de que Mahler en ningún caso entendió esta obra como su última composición, ya que comenzó a esbozar compulsivamente la 10ª sinfonía inmediatamente después de pasar a limpio la partitura de la 9ª. Así pues, la realidad biográfica nos muestra un director de orquesta de 49 años, tan hiperactivo como de costumbre, con un centenar de conciertos programados en sus últimas temporadas: “Estoy sediento por la vida y encuentro el hábito de vivir más dulce que nunca”. Por tanto, Karajan entiende que la muerte aquí no es más que el tema recurrente y obsesivo que persiguió a Mahler durante toda su vida, y examina cuidadosamente fracciones y texturas, redondeando sus aristas. Tras el comienzo inocente hace crecer una ambigua mezcla de resignación y esperanza para chocar con el terror de la consciencia de la mortalidad que da la madurez; conjura en los movimientos centrales una inevitable pesadilla en aceleración exponencial hacia la autodestrucción; y termina con una serena aceptación de la muerte en la coda conclusiva, donde luce con todo esplendor la apolínea belleza de la cuerdas, el refinamiento sonoro y la sofisticación tímbrica, cual mármol exquisitamente pulido a mano por Canova. Pero en este Mahler en cierta manera uniformado con Strauss, de precisión técnica más que humana, tantas cosas se quedan por el camino, la intensidad emocional, la tensión... ¿Es ésta una terapia curativa para la neurosis de Mahler? Grabación de absoluta claridad.








Deliberadamente he dejado sin nombrar las diversas lecturas, que, desde un punto de vista imposiblemente objetivo, se han realizado de esta partitura. No sólo es que (lógicamente) su disparidad expresiva sea menor, sino que de algún modo quedan oscurecidas por el último disco comentado.
Karel Ancerl con la Ceska Filharmonie (Supraphon, 1966): limpio de texturas, sin claroscuros destacables, pero frío y apresurado en el poso que permanece tras la escucha (más que en los tempi).
Rafael Kubelik se muestra algo más romántico y poético, íntegro y luminoso, de texturas y tempi ligeros, sin acudir al rubato, a las leves variaciones de tempo, para resaltar la expresividad mahleriana. Ausente la compulsión interior, la estructura sinfónica genuina es bella y controlada. Sus dos grabaciones con la Symphonieorchester del Bayerischen Rundfunks (DG, 1967) y (Audite, live, 1975) son muy similares en términos interpretativos, caracterizándose el registro en estudio por un mejor sonido.
Las cualidades tonales de la Orquesta del Royal Concertgebouw de Ámsterdam afloran verdaderamente únicas, con sus maderas acres y desgarradoras, bajo la dirección de Bernard Haitink (Philips, 1969): desmenuzando las intrincadas sonoridades del andante, evocativo y onírico en su coda; asombrosa la manera casi única en que gestiona el lírico episodio del rondó, cual vacua feria de las vanidades, conjugando la integridad estructural del movimiento con su enrevesada belleza poética; la rara concentración en el lento tempo escogido de principio a fin en el adagio. Sobria reflexión sobre la condición humana, destaca el lado más intelectual y menos emocional de la personalidad mahleriana. Coherencia estructural, orden, contención, fluidez, claridad y unidad en la exposición, lúcidamente ultraobjetivo y circunspecto, formalmente restringido, prosaico y terrenal. No busquen aquí la teatralidad ni la gestualidad intimidatoria que presidía las interpretaciones del propio autor (y conviene mentar aquí su afinidad con Nietzsche: “Es solamente al bailar cuando sé leer el símbolo de las más altas cosas”). La acústica del recinto holandés se muestra en todo su esplendor en esta modélica grabación que ofrece un asombroso equilibrio entre las secciones orquestales.
La Orquesta Filarmónica Checa ostenta una gran tradición en estos pentagramas. La capacidad analítica de Vaclav Neumann (Supraphon, 1982) rinde un estilo austero, diríamos higiénico, de texturas cristalinas, ralentizando el tempo en ocasiones en el andante, evocando las melodías de la infancia. Landler cortante y repelente, esporádicamente agresivo. Fuertemente irónico en el rondó. Simplicidad natural y equilibrio (¿Pero Mahler lo requiere?).



Con Giuseppe Sinopoli la Philharmonia Orchestra recuperó el formidable nivel de su pasado leggeriano (DG, 1993). En su exploración personal de la partitura realiza una deconstrucción en la compulsiva claridad de texturas, en la fidelidad literal y reverencial al rasgo por encima de la estructura sinfónica, iluminando las anomalías armónicas a expensas de la línea horizontal, desordenada si no esquizofrénica, el fraseo amanerado, la manipulación tortuosa y gestual, los metales penetrantes. Reflexivo en el primer movimiento, donde las unidades tímbricas con función tectónica brindan una tornasolada sonoridad camerística (a gran escala). La idiosincrática interacción de tempi hace vagar sin rumbo fijo al landler. El amplio adagio equilibra su visión del andante. Acaso no una primera opción (para eso están Klemperer, Bernstein, y Giulini), pero sí un nuevo y muy interesante horizonte. Toma sonora adecuadamente analítica y cristalina conseguida por medio de una colocación de los micrófonos muy cercana a los atriles.







Gran traductor (y discípulo directo) de la Segunda Escuela Vienesa, el formidable radiólogo que pudo haber sido Pierre Boulez ofrece a los mandos de la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1995) un análisis transparente de texturas, maniático en la claridad y el cuidado por el elemento, escrupuloso en las gradaciones dinámicas…, pero con muy poco sentido cantabile, epidérmico, frívolo, soso, culpable de indiferencia y gelidez en un movimiento final llevado a tempo urgente, walteriano. ¿Dónde están el dolor y el sufrimiento, la dulzura que el autor volcó en estas páginas? En fin, una desilusión después de su formidable 6ª (su tiempo aún no ha llegado). La toma sonora es gloriosa.









Conocido es el desprecio supino de Sergiu Celibidache por el sinfonismo mahleriano: “Saca a pastar a su oveja por la mañana, pero al final del día no tiene idea de cómo traerla de vuelta“. Ahora bien, su particular concepción de la fenomenología musical y su dilatada guía para con la Münchner Philharmoniker legó a ésta unas características únicas: el singular control de las dinámicas orquestales, el refinamiento tímbrico, la capacidad de sostener tempi inverosímiles. Y por esta senda discurrió James Levine en un concierto público de 1999 y que ha sido editado por Oehms Classics. Densa la sección de cuerdas muniquesa, magnífico el uso de metales y timbales en los catárticos clímax. Pero es en el adagio final donde el director propone una elongación del tiempo que es casi una singularidad einsteniana (compárense estos 32 minutos con los 18 dedicados por Bruno Walter para el mismo movimiento). Si no se imaginan nuevos horizontes, ¿para qué grabar más discos? En cuanto al pedigree de la orquesta, recordemos que el propio Mahler estrenó varias de sus sinfonías a los mandos de dicha formación.









La amplia experiencia de Claudio Abbado en la música del siglo XX conjunta a la Berliner Philharmoniker (DG, 1999) aseguran una excepcional respuesta orquestal que se ve lastrada de inmediato por una artificiosa y experimental combinación en la mesa de mezclas, haciendo variar continuamente la percepción espacial y atmosférica de la Philharmonie. La apertura y cierre de los micrófonos ligados a los diversos grupos instrumentales colapsan lo que debió ser una espectacular actuación en directo. Analítica en busca de lo esencial, pero naturalmente texturada, cuidadosamente equilibrada con aires improvisados, hace un uso muy restringido de los contrastes, sin enfangarse en los lodos sentimentales y pegajosos (adorables) de un Bernstein. A estas alturas, amigo lector, debería saber que éste no es el disco que yo me llevaría a una isla desierta. Vayamos terminando.








Nunca ha sonado tan femenino y suave el ritmo sincopado de tres notas en los bajos de la orquesta con la que nace la sinfonía como en la apreciación de Riccardo Chailly (Decca, 2004). En esta construcción abstracta del lenguaje, que conduce a los instrumentos a hablar, germina un intenso amor panteísta, una pasión fruto de conflictos, donde los tempi sosegados tienen algo de abandono maternal y procuran una sin par clarificación de gestos y matices, sin nunca permitir la amenaza a la integridad general de la estructura. En las pesadillas centrales las maderas nos persiguen bellas e insolentes, imbatibles, con escrupulosa atención a dinámicas y fraseos. En su última representación con el director italiano, es fantástica la prestación del Concertgebouw de Amsterdam, donde Mahler encontró al fin una orquesta y un público para sus obras. Verdaderamente excepcional el proceso técnico, con una uterina toma sonora, cálida y confortable, casi tangible en su opulencia tímbrica, donde los detalles siempre suenan naturales (increíbles las campanas).








Todos tenemos nuestras grabaciones favoritas, dependiendo de cómo creemos que la música debería sonar, o qué emociones esperamos encontrar al escuchar un disco. De aquí el desánimo que me inunda cuando compruebo que el nuevo registro de la Berliner Philharmoniker, esta vez con Simon Rattle en el pódium (EMI, 2007) sigue por los mismos derroteros que en el último decenio: la extraordinaria toma de sonido, capaz de reproducir cada textura por compleja que ésta sea, saca a la luz sonoridades nuevas, delicadas y educadas. Pero la superlativa prestación orquestal no es capaz por sí sola de relegar al olvido el chirrido expresionista, la ferocidad de las dinámicas en los clímax, la turbulenta tensión emocional, la violencia, la catástrofe, el horror que destilan los grandes directores del pasado, y que relegan al oyente a la extenuación. Los tempi mantienen su cualidad elástica, si bien menos acusada que en su anterior grabación para EMI (1993). Y la avalancha continúa: en los últimos meses han aparecido dos nuevos documentos que nos informan de la actualidad de la sinfonía más importante del siglo XX. Lástima que tanto Alan Gilbert con la Royal Stockholm Philharmonic Orchestra (BIS, 2008) o Jonathan Nott con la Bamberger Symphoniker (Tudor, 2008) no planteen nuevos caminos en esta poliédrica, multifacetada obra, crucial en la historia de la música.