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miércoles, 20 de septiembre de 2017

Schubert: Sonata Arpeggione

El arpeggione es una curiosidad histórica inventada en 1823 por Georg Staufer, en esencia un violoncello con seis cuerdas afinadas como en una guitarra, posicionado entre las piernas, y con trastes en el mástil. De frío recibimiento y efímera existencia (unos diez años), instrumentistas de cada atril -cello, viola, contrabajo, flauta, guitarra, clarinete, incluso trombón- han acudido al rescate de la música de la Sonata arpeggione en la mayor D821.
Schubert era un excelente guitarrista domiciliario y fue capaz de escribir idiomáticamente para el nuevo instrumento, utilizando las resonancias de cuerdas abiertas, pasajes arpegiados, y perfumando con un carácter improvisado de pestañeo magiar y leggerezza itálica.
La Sonata presenta tres movimientos nostálgicos y ambivalentes: “Cuando trato de cantar, amor muda en dolor; cuando trato de cantar, la pena torna en amor”.
I Allegro moderato: Tras un tema inicial melancólico y obsesivo (compases 1-30) y una breve transición (cc. 31-39), inmediatamente burbujea el descarado segundo, bullendo por las octavas en ráfagas de semicorcheas (cc. 40-73). El desarrollo (cc.73-123) explora y amplía mayoritariamente este segundo motivo hacia senderos introvertidos. La recapitulación está más equilibrada a la manera clásica (cc. 124-205), y las ideas originales son consolidadas a ambos márgenes de una inquietante transición. La coda (cc. 189-205) retorna simétricamente a menor.
II El movimiento central es un breve adagio concebido cual lied, cuya expresión somnolienta es transportada por largas y sostenidas notas del solista que ralentizan la inflexión, como coloreadas por las modulaciones armónicas en el acompañamiento pianístico. Tras la delicada cadencia final una sección decorativa attaca el mundo nuevo del …
III Allegretto: Lleno de vitalidad y atmósfera cambiante en forma de rondó, con un estribillo popular, sereno y esperanzado (cc. 1-76), y dos episodios que exploran las posibilidades virtuosísticas del novedoso instrumento: uno tormentoso en re menor (cc. 77-160), muy rimado y con figuras arpegiadas, que eventualmente se encalma para retornar al tema rondó; y otro en mi mayor (cc. 212-280), acusadamente soleado y melódico. Una breve transición al piano regresa a la zozobra (cc. 281-319). La obra se cierra en el rondó con radicales cambios armónicos.









Comencemos por los instrumentos de época que permiten sacar a la superficie los colores primarios de la música. Con una sonoridad similar a la viola da gamba y destinada a ser tocada en un salón acompañada de un fortepiano, los enfoques ligeros de estas versiones (escasas y fallidas hasta ahora) podrían ser apropiados.
Klaus Storck a los mandos de un pequeño y agradable arpeggione perteneciente a un pupilo de Staufer, complementa el delicado y retraido fortepiano vienés de comienzos del S. XIX tocado por Alfons Kontarsky (Archiv, 1974). Pese a la tosquedad del resultado sonoro, y a la falta de poesía y magia que encontraremos más adelante, brotan felices novedades, como el super arpegio en los últimos compases del allegro, o, como que el último acorde roto de la sonata se toque pizzicato, aunque el manuscrito prescriba arco.
Gerhardt Darmstadt y Egino Klepper hacen un disco correcto y educado, que abandona la flexibilidad vernacular vienesa de Storck y Kontarsky, así como su impacto rítmico y su equilibrio tímbrico (Cavalli, 2005).
El legendario Paul Badura-Skoda ejecuta un fortepiano Conrad Graf de alrededor de 1820, seco, percusivo, poco sutil en la diferenciación de las repeticiones, pero su compañero ni siquiera está a dicha altura: la distrayente respiración de Nicolas Deletaille, el timbre austero y poco homogéneo de una cuerda a otra, su facilidad para resbalar por las inmediaciones de la afinación o el pulso rítmico, conllevan el desenfoque de melodías y armonías. La soberbia toma sonora (Fuga Libera, 2006) señala con malévola precisión los escollos aludidos.






En la fecha en que la Sonata se publicó, 1871, el arpeggione llevaba décadas olvidado, de modo que la edición incluía una parte alternativa para violoncello. La pieza posee formidables dificultades para los cellistas dada su extensa tesitura de cuatro octavas y el diferente sistema de afinación.
La más antigua grabación de la obra (1937) nos permite atisbar la elegancia de Emanuel Feuermann, su poderosa emisión, su entonación impecable, la fácil articulación incluso en los pasajes rápidos, el sutil empleo del glissando. Tempi vivaces y rítmicos, con el aroma zíngaro de las danzas gitanas tan populares en los tiempos de Schubert, a veces sin tregua para el aliento. Resaltar el trémolo no marcado en los cc. 72 y ss. del allegretto. La antañona toma sonora regurgita un sonido ocre, si bien equilibrado con el piano de Gerald Moore, menos filtrado en la edición de Opus Kura que en la de Pearl.





La primera vez que Mstislav Rostropovich escuchó a Benjamin Britten desgranar los compases iniciales de la Sonata quedó tan deslumbrado que no fue capaz de comenzar su línea a tempo, por lo que le pidió que empezara de nuevo “con menos belleza”. Auscultando esta grabación (Decca, 1968), es fácil ver por qué: el rango de colores del teclado encantado, el ritmo lento y sombrío, la delicada articulación. El respeto mutuo conduce a una ejecución mucho más dialogada de lo habitual, intensamente dramática. Las idiosincrasias del ruso danzan con imaginación en las áreas ligeras de la obra, de gran riqueza tímbrica y amplitud dinámica (ajena a la partitura). Por supuesto que el mundo vienés de principios del XIX es sepultado bajo la sentimentalidad, el espontáneo y continuo rubato que declina en momentos rapsódicos, los detalles apesadumbrados bajo el paso pensativo de las notas. No importa, compás a compás estos dos nigromantes nos muestran la desolación del alma de Schubert, sin alegría ni esperanza: “Voy a dormir cada noche esperando no despertar, y cada mañana solo me trae la pena de ayer”.





Tan pronto como el vino resplandecía dentro de él, gustaba de retirarse a un rincón y se entregaba a una rabia silenciosa, a veces creando un frágil castillo de copas y platos, mientras sonreía y entrecerraba los ojos”. Este refugio schubertiano en el olvido temporal de la bebida podría ser una de las posibilidades a la hora de acercarse a esta obra, una suave locura, melodramática y delicadamente mozartiana. La sobriedad poética del pianismo de András Schiff, ligero y elegante, preciso y uniforme de timbre (acaso en demasía), subraya el detallismo de su línea. La serenidad clásica del violoncello de Miklós Perényi produce un timbre cálido y sosegado incluso en la tesitura alta. Alejados de lo espectacular, la estabilidad rítmica (con algún expresivo rubato) de sus tempi pausados otorga holgura a cada detalle, como el calmo, controlado e inacabable do del adagio (cc. 60-64), que permite el descenso al abismo misterioso en la mano izquierda del piano (Teldec, 1995).





Semejante criterio interpretativo de calma morigerada, aunque con historicismo aplicado ofrece la lectura de Pieter Wispelwey -cello de 1760 con cuerdas de tripa, cruelmente expuesta su impecable afinación por la ausencia de vibrato- y Paolo Giacometti -fortepiano vienés de principios del XIX, ligero de textura y ágil de mecánica-. Dos instrumentos bien emparejados que resuelven problemas de equilibrio, aunados a una gentil sensibilidad que se acomoda al flujo rítmico de la obra, rompiendo la regularidad metronómica (Channel, 1996).





La característica más relevante de la siguiente propuesta es la amplia paleta tonal del cello de Jean-Guihen Queyras, navegando en un fluido e inconsútil legato, libre en ritmo, flexible en vibrato. Destacar en el allegro el atrevido pizzicato del solista en el desarrollo (cc. 74-79), mientras el primer tema pasa a mayor en brillantes octavas al piano, y el pasaje macabro en su agitación (cc. 87 y ss.). Ansiedad y melancolía se desenmascaran en la austera conclusión del adagio, dando paso a un tercer movimiento convertido en un romance expresionista y multicromático. Táctil rol concertante del piano a cargo de Alexandre Tharaud. Cobista y aduladora grabación (HM, 2006).





Antonio Meneses -elegancia cautelosa con un asomo de cálido vibrato- y Maria João Pires -intimista tanto en las oscuras corrientes subterráneas que de vez en cuando afloran, como en el episodio en clave menor a la hungára que burbujea con vitalidad- niegan el énfasis emocional a tempi hipnóticos y, a veces, con ráfagas inesperadas que reflejan la reciprocidad y familiaridad. Su armonía está más cercana a Mozart que a un profeta del romanticismo, imbuida de valores clásicos de simplicidad, naturalismo, y moderación. Toma sonora en vivo en el Wigmore Hall londinense (DG, 2012), que restaura su recoleta espacialidad mediante segura hechicería.






El rango del arpeggione se asemeja naturalmente al de la viola, pero unas pocas notas caen demasiado bajas, y por tanto requiere de transposición. Además, el timbre más reducido que el del cello permite escenificar una mayor cercanía.
Yuri Bashmet es tal vez el máximo exponente de la viola solista, enfocando a la manera romántica cada matiz casi como Rostropovich, si bien con mayor equilibrio entre drama y lirismo. Poderío sin artificio, vibrato expresivo, elegantes gradaciones tonales. El sentido del rubato y los cambios de colorido (incluso en los pizzicati) insuflan nuevo aliento a cada frase. Tanto el timbre, tan aterciopeladamente suntuoso como el de un violonchelo, como el amplio panorama dinámico, son restaurados por la cálida grabación en directo en el Festival de Verbier de 2007 (DG). Escuchemos cómo Bashmet despliega pianissimo el motivo de cuatro semicorcheas ligadas del segundo tema del allegro (c. 40), todo melancolía y timidez, para luego transfigurarlo en el desarrollo a suplicante, aliviado, temeroso, y finalmente inexorable. La fuerte personalidad de Martha Argerich explota su espontaneidad emocional, impulsivamente insistente, cambiante en tempo y dinámicas, aunque respetando la tersura de la línea legato. Para aquellos alérgicos al pianismo excéntrico de Argerich la clásica recomendación de Mikhail Muntian como compañero obsecuente de Bashmet es seguramente inigualable (RCA, 1990).






En cuanto a los arreglos orquestales, Gaspar Cassadó es el solista de su propia transcripción de la Sonata como concierto para cello y orquesta, reconfigurando sustancialmente la parte pianística con drásticas alteraciones y añadiendo nuevo material. En el momento de su concepción (1928) fue un aporte bienvenido en el limitado repertorio de concierto romántico para cello y recibió múltiples interpretaciones. Sin embargo, poco se puede atisbar del tutti, ya que solo en los ritardandi bombásticos el Concertgebouw Amsterdam sale de la cueva a donde lo ha condenado la edición digital de King, descolorido por la celosía de la edad (concierto del 12 de diciembre de 1940). El inspirado fraseo, los portamenti expresivos, y sus libertades en el rubato -en consonancia con la dirección de Willem Mengelberg-, no pueden (no deben) extrañarnos en el oído actual.





La transcripción para guitarra y orquesta de cuerda ideada por Christopher Gunning presenta algunos cambios y adicciones, muy musicales, pero alejados del contexto histórico de su compositor. Ciertamente la guitarra de John Williams no es capaz de sostener notas largas o variar sus reguladores, por lo que sobre todo el adagio queda comprometido. Fantástica grabación, mecanizada para recomponer un equilibrio imposible en concierto, donde el solista ha de quedar avasallado por la Australian Chamber Orchestra (curiosa mezcla de instrumentos antiguos y modernos, con un uso arbitrario del vibrato), dirigida por Richard Tognetti en 1998 (Sony).





Frente a la magna escala que propuso Cassadó, Michal Kaňka transcribe preciosista, con una sonoridad camerística que se empareja con la simplicidad de la partitura original, equilibrando el solista y el conjunto de cuerdas, apenas una docena, muy empastadas y escrupulosas en las marcaciones dinámicas. La Praga Camerata dirigida por Pavel Hula baila a pasos muy tranquilos, con frecuentes pausas al final de las frases, como cogiendo aliento para el siguiente pas de dance. El pizzicato del comienzo del desarrollo se convierte en este arreglo en una delicada danza; hacia el final del allegro el timbre grave del cello suena tan suave y carnoso como un soplido raveliano. El adagio es una bella canción de cuna que llega hasta la transición en el allegretto (cc. 281 y ss.). Excelente toma sonora, muy detallada (Praga, 2007).





Los contemporáneos de Schubert cuentan que éste mantenía el tempo de manera estricta excepto en los casos que la partitura lo exigía expresamente. Además, siempre concebía la expresión lírica guiando el flujo de la melodía, pero nunca permitía disturbios violentos o dramáticos en su acompañamiento. Exactamente como lo hace el fascinante arreglo liederístico para orquesta realizado por Dobrinka Tabakova, retraído y modesto, subrayando lo melódico sobre lo armónico, en el que las líneas de las cuerdas semejan palabras. La Swedish Chamber Orchestra conducida por Muhai Tang sombrea convenientemente el lienzo para que acoja en su seno el timbre plácido y lánguido, a veces un hilo de voz, de la viola de Maxim Rysanov, soberbia técnicamente (¡qué episodio tormentoso en los cc. 57-160 del allegretto!) a pesar de su discreción.  Mágica y susurrada la coda al final del adagio (Bis, 2010).





Luigi Piovano firma e interpreta esta nueva transcripción que amplifica la polaridad de la obra, el contraste entre la nostalgia mórbida de unos temas y la coreografía despreocupada de otros, y asegura su permanencia como pieza concertante en el repertorio futuro. Piovano es además el director del conjunto de Archi dell'Accademia di Santa Cecilia, 22 atriles de cuerdas que leen con sonoridad profunda los dos primeros movimientos, y en tonos pastoriles y claros el allegretto, con dinámicas sutilmente graduadas, diferenciando los tres elementos en que consiste la Sonata: canción, danza y pasajes virtuosísticos. La maldición de estas grabaciones tan cercanas al solista es la captación de su respiración, que barahusta el timbre quejumbroso de las cinco cuerdas del violoncello piccolo (Eloquentia, 2013).






Entre el rango de alternativas sobresale la otorgada al clarinete, plena de validez por su amplia tesitura, y que para dar variedad a su timbre introduce frecuentes cambios de octava. Afortunadamente para la efectividad de la transcripción, Schubert no hizo empleo de las posibilidades de dobles cuerdas en el arpeggione.
La Sonata corresponde al mismo periodo en que Schubert compuso los cuartetos nº 13 y 14. En base a ello el Allegri String Quartet interpreta una transformación asombrosamente persuasiva de un quinteto con James Campbell al clarinete solista, dialogando continuamente con el primer violín en una conversación secreta que en ocasiones semeja una siniestra delación (Naim, 1997).





Otro resultado de gran naturalidad es la de Gervase de Peyer al clarinete y Gwenneth Pryor al piano (Chandos, 1982), aunque la adaptación suba o baje melodías por octavas, y algunas líneas sean transferidas del solista al piano. Fraseo cantabile, mas con una agilidad y rango sobrehumanos. Se disuelven las barras de compás cuando es necesario, variando los tempi sin cesar.





Anotar por último el arreglo de Gil Shaham y Göran Söllscher (DG, 2002), una curiosa combinación tímbrica, ya que la guitarra toma el rol armónico del piano; sin embargo, en las secciones en que el violín toca en pizzicato la pareja de cuerdas pulsadas se difumina en el vacío.





In this episode from excellent series Building a Library, reviewer Robert Philip analyzes a ragtag bunch of Arpeggione Sonatas for the entertainment and instruction of the BBC listeners.




viernes, 23 de diciembre de 2016

Brahms: Klarinettenquintett op. 115 (Clarinet Quintet)

Durante su estancia primaveral de 1891 Brahms trabó amistad con el clarinetista de la Orquesta Ducal de Meiningen, Richard Mühlfeld. Impresionado por su virtuosismo e intoxicado por su tímbrica, decidió abandonar su retiro compositivo y crear algunas obras para el instrumento.

El Quinteto op. 115 para 2 violines, viola, cello y clarinete engloba en su sólido concepto arquitectural una síntesis de su técnica retrospectiva, utilizando el timbre discreto del clarinete como estructura junto con el principio de metamorfosis continua. Brahms hace gala de una excelente comprensión del instrumento (muy evolucionado sobre el de cinco llaves y endiablada digitación cruzada que conoció Mozart), que con dieciocho llaves ya permite una extensa tesitura y una entonación muy efectiva, haciéndolo sonar en el placentero registro medio, y llevándolo al agudo solo cuando la dinámica se incrementa. El rol del clarinete no es ya el de solista acompañado, sino que siguiendo un principio de equivalencia se suma al cuarteto de cuerdas con propósito de variedad, riqueza y colorido, creando nuevas combinaciones sonoras nunca antes exploradas.

Desde la frescura y exuberancia de su juventud hasta la plenitud y sobriedad de su madurez desfilan en esta despedida vital de construcción asimétrica y compleja, de ambigüedad armónica y rítmica que rompe los límites aceptados y culmina ese largo diario íntimo que es la música de cámara de Brahms.

I Allegro: La oblicua forma sonata consta de una introducción (cc. 1-13) en la que se expone como leitmotiv un fluido balanceo en los violines; la exposición (cc. 14-70) alinea un primer tema al violonchelo y viola desde el cc. 14 y ss., un segundo sujeto más espeso al clarinete y violín en octavas en c. 37 y ss., y un tercer motivo suavemente sincopado a las cuerdas en c. 48 y ss.; un desarrollo libre (cc. 71-135) que se abre con un pasaje similar a la introducción; la recapitulación simétrica de los temas (cc. 136-194); y coda que trae el recuerdo de la apertura (cc. 195-218).
II AdagioMovimiento seráfico articulado como lied ternario ABA, despierta con un canto áspero del soñador clarinete mecido por las cuerdas en sordina (cc. 1-51); un episodio rapsódico central de carácter zíngaro con los arabescos del virtuoso sobre los arcos en tremolandi (cc. 52-86); y una recapitulación dialogada en ambiente íntimo (cc. 87-127), concluyendo con una mágica coda libre (cc. 128-138).
III Andantino - Presto: A modo de lírico preámbulo en 33 compases se expone un tema piano y semplice para luego en el descuidadamente juvenil presto adoptar maneras de scherzo furtivo y fantasmal: exposición (cc. 34-75); desarrollo (cc. 75-113); y tras una breve transición (cc. 114-122), cierra la recapitulación (cc. 122-192).
IV Finale: Incapaz de decir adiós, transparenta argumentos previos en rígida forma variaciones: tema sombrío (cc. 1-32); variación I, protagonizada por el chelo (cc. 33-64); v. II, agitada y sincopada (cc. 65-96); v. III, con discretos arpegios del viento (cc. 97-128); v. IV, dialogada con ternura (cc. 129-160); v. V, a ritmo cambiado (cc. 161-192); y coda (cc. 193-222), que revierte repentinamente al leitmotiv. Brahms, nostálgico consciente, retorna del pasado, manufactura artificialmente su rostro otoñal y anuncia a Schoenberg.









Charles Draper era un joven clarinetista cuando atendió la primera interpretación del opus 115 en Londres con Richard Mühlfeld y el Cuarteto Joachim en 1891. De manera novelesca y especular, el propio Mühlfeld escuchó a Draper interpretar el quinteto a principios de siglo XX y confesó haber recogido nuevos matices en la partitura. Los componentes del Léner String Quartet radian una cálida producción de sonido, incluyendo amplio vibrato y portamento, que hoy (nos) suenan como un anacronismo, pero es probable que Brahms estuviera conforme con este estilo de interpretación de gran flexibilidad, tal y como él tocaba el piano. La grabación eléctrica, con cuerdas poco definidas, especialmente las graves, dan la equivocada sensación de solista acompañado, seguramente por su colocación ante la bocina (Pearl, 1928).





El Cuarteto Busch es, por origen y contacto cultural, el heredero directo del Joachim-Quartett que estrenó la obra. Los Busch rehúsan subrayar el lado taciturno de la música, eligiendo destacar un tenso diálogo entre las individualidades, con un homogéneo e intenso vibrato como elemento constituyente y esencial del sonido. Espontaneidad e intensidad emocionales se vuelcan en una poesía radiante, una serenidad llena de dramatismo, una libertad orientada dentro de la descarnada austeridad, subrayando la integridad estructural de la obra, que recuerda que Brahms se consideraba a sí mismo un clasicista y no un romántico. Reginald Kell hace pleno uso de esta independencia, con un fraseo extremadamente flexible, detallados acentos dinámicos, timbre blando y vibrato variable que invita a compararlo con el destinatario de la obra según los testigos. Contundente, urgente e inusual tempo en el allegro donde el clarinete escala atormentadoramente el arpegio de re mayor (c. 5). A pesar del lento tempo en el adagio, Kell expone el tema de apertura en un solo aliento. Con el pulso básico muy presente, los músicos son capaces de emplear un liberal uso del rubato sin sacrificar fuerza o inercia, como en el ligero y gracioso presto. Sonido histórico de 1937 (Warner), es decir, vencido y chirriante.





El relajado sentido improvisado que Brahms habría compartido y admirado pareció colmar durante décadas todas las expectativas sobre la obra: cálida y morosa, romántica y melancólica, pulida y desgarradora. Los Miembros del Wiener Oktett y Alfred Boskovsky (de timbre lírico y luminoso, ágil, nunca tenso, incluso en los pasajes más nerviosos) personifican como nadie esta sensación de conjunto de cámara: adviértase el aterciopelado uso del clarinete como acompañante en los cc. 18 y ss. del allegro, mientras el tema es presentado por los violines. Hoy este quinteto parece diluirse en tonos sepia y reclamar más energía en la elección de los tempi y menos encanto tímbrico (esos oscuros trémolos bajo la línea del clarinete en el adagio). Sobresaliente toma sonora, agraciada con información lateral, pero la ganancia excesiva en las secciones piano atrae magnéticamente ruidos espurios exteriores al estudio (Decca, 1961).





El juicio honesto y sobrio del Smetana Quartet confía en el genio colectivo y unificado. En el allegro destaca el desarrollo en un clima fantástico: sus cuatro últimos compases mantienen un pedal en las cuerdas medias mientras el cello y el austero clarinete de Vladimir Riha juegan con las semicorcheas. El tercer movimiento comienza muy tranquilo y misterioso en el andantino, contrastando con un verdadero presto, excelente de carácter, donde la disciplina rítmica llega a la violencia expresiva. Variaciones con apacible concepto narrativo, buscando el máximo contraste y creatividad en la diversidad de afectos; la coda como descarnada despedida. Grabación eslava (Supraphon, 1964), clara y realísticamente definida, destacando el clarinete sobre la tímbrica áspera de las cuerdas, a veces aquejadas de problemas de entonación y empastado, como en el noveno compás (y ss., desastrosos) del adagio, donde clarinete y violín intercambian las partes asignadas al inicio del movimiento. El oso Brahms se habría sentido cómodo con esta rudeza cosaca en lugar de la distinción vienesa.





Gervase de Peyer posee el timbre idealmente meloso y cuenta con el apoyo integrador, alerta y sensible del Melos Quartet, perfectamente equilibrado en su peso interno relativo. Especial la sensación de despedida, afectuosa e inteligente, de elegancia encantadora y sin sentimentalismos añadidos. El tempo del allegro es tan pausado que da lugar a degustar las indicaciones dinámicas con precisión y expresividad, por ejemplo, en el fraseo respirado con calma en el quasi sostenuto (cc. 98 y ss.); desde el c. 149 hay una sección staccato (Brahms pide ben marcato) en la que los delicados tresillos del clarinete apuntalan en su justo punto el sonido del conjunto de cuerdas. Adagio de aristas rasposas, aunque sobresaliente en el estilo húngaro. Tremendamente claro y articulado el presto, como también las variaciones, donde destacan dulcemente esos últimos nueve compases (cc. 184-192) que cumplen la función de coda con el retorno del tema original. Estupenda y cálida grabación, desentrañando las tímbricas, también los incesantes gemidos de los asientos de los músicos (EMI, 1964).





Reconozco que me costó valorar la lectura del Amadeus String Quartet (DG, 1967), de suntuosa poética, reposada y apolínea, sin dejar de lado la fortaleza formal clasicista, pero deslizándose hacia la belleza tímbrica, especialmente del clarinete. Karl Leister (principal de la Berliner Philharmoniker durante 25 años) ha grabado la obra en seis ocasiones con el mismo patrón interpretativo neutro y objetivo, brillante técnicamente, si bien de escaso rango dinámico y paulatinamente resbalando hacia la languidez. Su timbre cremoso, de relajada tibieza, sin la implicación emocional de un Peyer, sufre de escasez de variedad tonal: percíbase cómo desde el c. 44 del presto el clarinete es continuamente reclamado a empastar con las diferentes cuerdas según van abandonando sus breves entradas temáticas. No obstante, en el finale su tesitura alta en piano es muy vehemente, integrada en una lectura de pesimismo amargo y goyesco. Evidenciando el homenaje a Mozart, el cuarteto aporta el lado enérgico y apasionado dentro de su suave contención, contrastando atmósferas y apoyado en un vibrato muy extendido. Toma sonora resonante y emulsionada, sin demasiado detalle individual.





El ultraterreno nivel de flexibilidad del fraseo y el tornasolado coloreado de David Shifrin recuerdan a los de Fischer-Dieskau. El Emerson String Quartet tributa la unanimidad, la sensibilidad bajo control, la riqueza de matices dinámicos. El cuarteto suena brillante y enérgico, rico en espeso vibrato, con trazas de portamenti: Percíbase cómo las cuerdas ceden su sitio para que asome el clarinete en su primera aparición, o cómo logran una dramática transición entre introducción y exposición (cc. 12-14), efecto que se pierde enteramente si las cuerdas no entran con energía; en fin, el gentil ataque del desarrollo (cc. 71 y ss.). El comienzo del adagio suena íntimo y maravilloso, Shifrin cantando tristemente el tema de apertura, y expira después casi improvisando; los interludios gitanos resultan más pensativos y reflexivos que desafiantes o fieros, manteniendo la visión melancólica en el sonido apagado de las cuerdas, y en todo momento subrayando la dialéctica mayor-menor, las luminosas secciones externas contrastadas con la bohemia y desesperada pesadilla interna . En el presto el clarinete dibuja insuperablemente una serie de figuras sincopadas (cc. 54-63) sobre un fondo pizzicato. Bien diferenciados los humores de las variaciones, con un acorde final desesperanzado. Toma sonora compacta (DG, 1996).





Sabine Meyer tuvo el dudoso honor de resultar tormentosamente famosa en 1982 después del rechazo que generó entre los miembros de la Berliner Philharmoniker (73 votos a 4) su proposición como primera intérprete femenina. El Alban Berg Quartet hace gala de redondez técnica, refinamiento educado y reservado emocionalmente, perceptibilidad y perfecta interacción. Interpretación contrastada en color y dinámica, plena de elegancia y riqueza de detalles: en la entrada del segundo tema (cc. 37 y ss.) Meyer procura una sensualidad oscura y aterciopelada que empasta muy bien con la octava del segundo violín. El primero en general se arroga un protagonismo incontenido, no muy diferente del rol de Busch: en la apertura del adagio sombrea en demasía la melodía sincopada del clarinete, y finaliza con una prominente escala a solo la figura contrapuntística que desde los cc. 17 al 25 clarinete y violines dibujan en octavas. Fantástica tímbrica en el área zíngara y efecto alegremente rítmico por el breve uso del staccato en todos los atriles en el presto (cc. 162-166). El quinteto op. 115 es una obra muy difícil de recoger en concierto por el complicado y sutil equilibrio de voces necesario. Aquí el resultado es formidable (EMI, 1998).





Según testigos de la premiére del quinteto en Londres en 1891, Mülhfeld cambió rápida y brevemente de clarinete en la sección zíngara del adagio (cc. 79-86), reemplazando el habitual instrumento en la por otro en si bemol. Siguiendo este impulso, Eric Hoeprich utiliza dos copias de los clarinetes en madera de boj (en lugar del más convencional ébano) conservados del propio Mühlfeld. También las cuerdas del London Haydn Quartet se rigen por los principios historicistas, con articulación, fraseo y dinámicas desplegando un rico paisaje sonoro, territorio para una lectura introspectiva, capaz de aclarar su contenido emocional. Hoeprich, constructor él mismo, logra que la ligereza de su instrumento empaste fascinantemente con la rápida caída del sonido de las cuerdas naturales en acordes y texturas, apoyándose primordialmente en su flexibilidad dinámica, pulso elástico y perfecta entonación en un timbre cálido y resinoso (a veces con prominentes portamento y vibrato). Dado que el elemento de danza nunca está muy alejado en Brahms, acertadamente se sugiere en el adagio el balanceo de una barcarola, y se da a la cuerda grave el peso necesario, como en la apertura del andantino (cc. 1-7), donde clarinete, viola y cello recrean un verdadero trío. El tempo lento del finale resalta sus texturas, como en el libérrimo rubato en la variación III donde Brahms introduce un efecto toccata en el clarinete (cc. 113-119), con una tesitura de dos octavas y media sobre fondo pizzicato. Extraordinaria intensidad de la coda final (Glossa, 2004).







Además del uso de instrumentos originales, la flexibilización en el uso de unidades de fraseo cortas, la demolición del vibrato continuo y la recuperación del ocasional portamento (cc. 115, 172), permiten al Fitzwilliam Quartet otorgar una gran variedad retórica a cada uno de los temas individuales, enfatizando las contiendas dinámicas que realzan el potencial dramático de la obra. Lesley Schatzberger también utiliza una réplica del instrumento de Mühlfelds de cuerpo casi cilíndrico y timbre delicadamente colorido. Racial en el húngaro adagio, cuya área central (donde la cercanía de los micrófonos hace aflorar unas cuerdas que parecen imitar un resonante címbalo, y el abandonado clarinete restalla) se configura como núcleo espontáneo de toda la interpretación, vibrante y poco otoñal. Los tempi enérgicos enfatizan la expresividad del presto, con sus secciones muy contrastadas. Toma sonora pluscuamperfecta, todos los partícipes presentes por igual, incluso en los floreos de las cuerdas en el área zíngara (Linn, 2005).