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miércoles, 7 de junio de 2023

Schumann: Piano Concerto

El Concierto de piano de Robert Schumann fue derivado y ampliado de una Fantasía con acompañamiento orquestal (1841) y definido por el propio autor como “algo a medio camino entre la sinfonía, el concierto y la sonata”. La imposibilidad de encontrar editor le incitó cuatro años después a sumar dos movimientos adicionales, siguiendo los múltiples comentarios que Clara anotaba al margen.

Las cualidades que perduran en la obra son las mismas que fueron criticadas cuando se compuso: el diálogo sin conflicto entre piano y orquesta interpares, y la carencia de artificios exhibicionistas. Asimimsmo, conjuga los dos factores psicológicos y emocionales que reflejan la personalidad compleja y atribulada del autor: "Florestán" es el impulso extrovertido y audaz, mientras que "Eusebius" es la reflexión introvertida y soñadora.

I Allegro affettuoso: Sonata articulada libremente en torno al tema inicial. Tras tres compases de introducción (una cascada de acordes) comienza la elegiaca exposición (cc. 4-155); el turbulento desarrollo es más un juego de intercambios similar al de las variaciones (cc. 156-258); tras la recapitulación (cc. 259-398), la cadenza es del propio Schumann, probablemente para evitar excesos pirotécnicos por parte del solista (cc. 398-457), resuelta en una coda febril (cc. 458-544).
II Andantino grazioso: Intermedio lírico y camerístico de estructura liederística: A (cc. 1-28); B (cc. 29-68); A (cc. 68-102); los últimos compases sirven de transición al …
III Allegro vivace: Rondó en el que las ambigüedades métricas y rítmicas abundan y colorean el espíritu danzante, y que puede organizarse en exposición (cc. 1-250); desarrollo (cc. 251-388); recapitulación (cc. 389-662); y coda (cc. 663-871), un optimismo desenfrenado que finalmente se hincha hasta el triunfo resplandeciente del tutti orquestal. 
 






Alfred Cortot representa la decimonónica (y ya perdida), arriesgada, cautivadora y poética imaginación, figuradamente improvisada: su arrojado rubato, su pulso libérrimo, la desincronización de las manos, los acordes arpegiados, la reescritura de la parte pianística con varios casos de atronadores refuerzos de graves o repentinas elevaciones de una línea de agudos. Las imprecisiones y emborronamientos en las octavas no incapacitan una arquitectura con un delicado sentido de la proporción y dominio de la gradación tonal. La marcación allegro affettuoso nos guía hacia donde se dirige la interpretación, siendo el comienzo del desarrollo en andante espressivo (cc. 156 y ss.) de una lentitud mágica. Su tratamiento del intermezzo es tierno y caprichoso, todo el movimiento lleno de una encantadora timidez y reserva. Un inesperado y pesado rallentando (para evitar la inmediata repetición literal del tema, cc. 4-8) anuncia la llegada de un finale todo lo brillante que se pueda desear. Landon Ronald logra de la London Symphony Orchestra una conjunción elocuente y a veces imprecisa, sobre todo en los metales. La restauración (Dutton, 1934) sorprende por su presencia, aunque el rango dinámico es restringido.





Nacido en 1862, Emil von Sauer tocó con Mahler y Strauss, y fue considerado el legítimo heredero de Listz: La crítica ya decía de él en 1908 que “representa una escuela de pianistas que casi ha desaparecido”. Su tímbrica es cristalina, el rubato espacioso, la pulsación pulida con aristocrática elegancia, de una manera completamente totalmente natural, disfrutando del romanticismo sin regodearse en él, con la abandonada libertad de sus setenta y ocho años. Los diálogos con el clarinete y oboe en el segundo tema animato (cc. 67-108) son verdaderamente música de cámara, con el experimentado Sauer adaptándose a la flexibilidad requerida. El genial Willem Mengelberg (nacido en 1871) desecha en ocasiones la articulación provista por Schumann, combinando la licencia reflexiva con el rigor, el matiz rítmico y la calculada espontaneidad. La Concertgebouw Orchestra riega profusamente portamenti en la sección media del andantino. El sonido proviene de un concierto grabado en la Amsterdam ocupada (King, 1940). 





Dinu Lipatti ofrece una personalísima mezcla de ardiente sentimiento y meticuloso pianismo que resalta la interioridad de la música, la sensación de comunicación profundamente personal: escúchese, por ejemplo, cómo transforma la anhelante versión menor del primer tema en la profunda tranquilidad de la clave mayor (cc. 59-66). Su línea dominante y perfectamente cincelada (en ocasiones fuera de lo marcado en dinámica o tempo) destaca en el toma y daca con la orquesta: solista y director no compartían el mismo concepto de Schumann. La agitada huella de Herbert von Karajan es palpable en un allegro poco affetuoso, o en el virtuosista finale, modelo de ferocidad que yerra el anhelo romántico. La monumental grabación de 1948 ha conocido repetidas ediciones (EMI, Philips, Apr, Opus Kura, Dutton, Warner, Profil) siendo esta última la que mejor resalta las cualidades tonales de las maderas de la Philharmonia Orchestra, aunque, en ocasiones, el áspero y crudo timbre del piano anege la orquesta y viceversa. La posterior versión en vivo con Ansermet y la Suisse Romande (Decca, 1950) es menos vigorosa (Lipatti tocó el concierto gravemente enfermo y murió poco más tarde).





Si aceptamos la división que hace Schumann de su propia personalidad artística, ésta es en gran medida una interpretación de Eusebius. Sviatoslav Richter renuncia al enfrentamiento, ausente en el sombrío y contenido colorido emocional, desgrana sutilezas rítmicas y refracta nuevos significados a las acuarelas armónicas. Su temible percusión lidera magnética la ejecución: en el inicio de la cadencia Richter se detiene un instante con quietud embelesada, cuidando la diferenciación dinámica entre las manos, para después martillear demoníacamente los acordes, haciendo realidad el oximoron “ponderación romántica”. Con Witold Rowicki, cuyos sentido rítmico y modelado dinámico son tan admirables como cuestionable es la schubertiana rudeza tímbrica de la Warsaw National Philharmonic Orchestra, hay una sensación permanente de que los detalles se suman: la tímida primera enunciación, el convincente tratamiento ritenuto del puente hacia el segundo sujeto (cc. 59-66). La toma sonora (DG, 1958) es mejorable en claridad textural, aunque la última edición ha suavizado la metalicidad del piano.





El ménage à trois Michelangeli-Barenboim-Celibidache ha dado algunos de los más bellos registros en lujuria y obscenidad: M-C (Weitblick, 1967), M-B (DG, 1984), B-C (EMI, 1991), M-C (Memories, 1992). La compenetración simbiótica de un lenguaje perfectamente controlado y mensurado, el tiempo suspendido en evocaciones contemplativas, la elegancia formal, exquisita en sus matices, la cadencia templada con libertad, la sutileza de las luces y de las sombras… todo ello se comunica a través de un estético y deliberado estilo hiperdetallado (atención al exótico ritardando para concluir el pasaje central del andantino, un retrato melancólico y cándido).





La visión a gran escala de Radu Lupu convierte el Concierto en una cuestión de vida o muerte, con enormes rangos panorámicos y dinámicos. Lupu es un protagonista un tanto errático (por ejemplo, su interpretación del primer compás es heredera de Cortot), de un lirismo anárquico y fundente, serpenteando por los retazos de textura y breves formas rítmicas que dan continuidad a la corriente principal del argumento musical. En el movimiento lento, Lupu lanza pasajes de una belleza expansiva, ya sean como retos o como cartas de amor, y se ve recompensado por las magníficas y expresivas respuestas orquestales. Y si el primer movimiento era un canto solemne, el finale es una afirmación triunfal donde el pianista se toma la molestia de subrayar los importantes ritmos cruzados de la mano izquierda. Los solistas de la London Symphony Orchestra brillan con luz propia, con tímbrica generosa de calidez plácida y muelle, con André Previn tamizando y simplificando los contornos, perfectamente equilibrado en (para) un esplendor brahmsiano (Decca, 1973).





Mis grabaciones son el resultado de años de trabajo y escucha, siempre teniendo a mano la grabadora: mi lección de piano”. El fraseo de Ivan Moravec, pura poesía, enfatiza, colorea e inflexiona las líneas melódicas sin quebrarlas rítmicamente. El allegro affettuoso propulsa su idilio por medio de continuos cambios de tempi (el andante espressivo es tratado como un seductor diálogo de viento, violines y piano). Languidece con fascinante dulzura en el inigualable andantino, en el que encuentra inmediatamente la nota justa de íntima sencillez y suave ternura, las frases tartamudeantes y gradualmente lentas, las dudas y suspiros con las que se desmorona el tiempo, la sugerencia de una relación amorosa entre el piano y la orquesta. En el finale ese amor desarrolla una consistencia física. Los amaderados vientos de la Czech Philharmonic Orchestra, con Václav Neumann en el pódium, terminan de redondear la grabación en vivo, con el piano dominando la toma sonora (Supraphon, 1976). 





Entre registros oficiales y corsarios, Marta Argerich ha grabado la obra al menos en treinta y seis ocasiones (!), la primera de ellas con tan sólo once años de edad. Siempre técnicamente diamantina, según avanza el tiempo su estilo (navegando por el reino de lo fantástico, lo nervioso y lo vibrante, de gran presencia rítmica) parece desmelenarse más y más asemejando la evolución de un incendio, creciendo según rola el viento. Podría elegirse la de Celibidache (Altus, 1974), aún disciplinada; con Rostropovich (DG, 1978), más temperamental; la de Harnoncourt (Teldec, 1994), con un finale arrollador; o desatada finalmente, con Chailly (Decca, 2006). 





Obra muy sensible al timbre con el que se colorea, el instrumento elegido por Andreas Staier es un fortepiano vienés de hacia 1850, cuyo sonido redondeado decae rápidamente, de tesitura baja rica y oscura y cristalinos agudos (en el piano actual toda tonalidad suena en esencia igual que cualquier otra), que destaca sobre la orquesta más que presidirla. Staier ocasional y deliciosamente arpegia los acordes, y gestiona el rubato a través de las dinámicas. Siguiendo las sugerencias interpretativas de Clara Schumann la cadenza se toca "con mucha calma, pensativa y pacíficamente, con humildad y amor" y el tempo del andantino es ágil. Históricamente informada, la impactante Orchestre des Champs-Élysées muestra violines antifonales y prominentes metales y timbales, y Philippe Herreweghe maravilla equilibrando los planos sonoros sin que unos oculten los otros (HM, 1995). Las secuencias modulantes en el finale desprenden un aroma revolucionario. En este enfoque heroico-beethoveniano se pierde misterio, pero se gana en variabilidad, aparato dramático y carácter de los personajes que desfilan por la partitura.





Christian Zacharias plantea una proposición coherente que ha obtenido respuestas divergentes (existe una grabación por Bilson y Gardiner de 1990 que nunca ha sido publicada, acaso para evitar críticas similares). En su paseo alpino, Zacharias se detiene y reposa para contemplar el paisaje: la matización de cada frase da un trazo inquieto e intranquilo; titubeo y duda que no deben ser confundidos con fragilidad. Florestán pasa a un segundo plano, vestido de elegancia pálida. La estructura mantiene una base rítmica estable que unifica los tres movimientos, erosionando el relieve del andantino central, que deja de ser el lento descanso, casi desmayado, de otras ópticas de romanticismo exacerbado, con una disparidad hiperbólica adiestrada por la tradición y sin que la partitura exprese realmente nada al respecto. Desgraciadamente, la fresca articulación pianística, cuidadosa en sus dinámicas y escasa en el pedal, excede a la Lausanne Chamber Orchestra, plana y poco contrastada, sin que metales o percusión aparezcan. Quizá sea un defecto de la mezcla sonora, muy cercana al piano (MDG, 2000).





En un principio, Franz Liszt se negó a interpretar la pieza porque no la consideraba suficientemente virtuosística. Discreta y gentil, incluso reflexiva y meditabunda, es la cómplice interpretación de Angela Hewitt, tejiendo con sus dedos una urdimbre ligada que acompaña a la orquesta, ocultando en drama lo que se revela en dócil y expectante sosiego. El andantino recoge un acertado planteamiento cantabile. Finale de tempo estable como un vals, liviano mas no indolente, alejado del habitual galope, pero ajustado a la marcación metronómica. Hewitt manifiesta la influencia bachiana con una digitación nítida, cristalizando el contrapunto, con una increíble independencia de las manos, sin grandilocuencia ni ostentación. Hannu Lintu lleva a la Deutsches Symphonie-Orchester Berlin por una senda camerística, imbuida de clasicismo. De manera consecuente, la toma sonora (Hyperion, 2011) no empasta el timbre del piano con la orquesta, sino que lo segrega, incorpóreo como un fantasma hoffmanniano.





Alexander Melnikov emplea un enfoque muy directo y rústico. Sin ser un especialista del historicismo, su mordiente fortepiano Erard de 1837 contempla registros muy diferenciados que se emparejan divinamente con la sonoridad orquestal, especialmente sus metales y maderas (clarinete y luego oboe en la exposición del tema en mayor, cc. 67 y ss.). Con un primer movimiento lanzado y un segundo despreocupado y somero, el moderado tempo con el que se pauta el doliente y terrenal finale deslumbra con una claridad tímbrica que muestra lo atinado de la orquestación en equilibrio y transparencia textural, con unas últimas páginas que se despliegan con discreción, sin atisbo de la tan común precipitación. Pablo Heras-Casado airea las voces secundarias, pero no logra rescatar de la lividez los atriles de la Freiburger Barockorchester (HM, 2014).




viernes, 3 de marzo de 2023

Shostakovich: Sinfonía nº 5

La Sinfonía nº 5 de Dmitri Shostakovich permanece envuelta en el eterno debate de si es una loa al culto estalinista o si es un himno paródico. Si creemos a Testimonio, el libro de Solomon Volkov (que puede ser falso, pero seguramente refleja con precisión los puntos de vista del compositor), Shostakovich temió una condena reeducativa siberiana tras la incriminatoria reseña en Pravda (pornofonía). La “respuesta de un artista soviético a unas críticas justas” fue componer una sinfonía triunfal en el intento de reintegrarse en la escena musical con la aprobación del aparato; la obediente sumisión supuso la rehabilitación ante el Kremlin, y para Shostakovich una nueva vía creativa: la ambigüedad como forma artística, el subterfugio como vía de supervivencia.

Quizá la posición política actual (de mártir) del Shostakovich de los años 30 (la inversión de blanco y negro) sea tan errónea como el expurgo de los tonos grisáceos: el miedo, aunado a su lucha interior entre su devoto nacionalismo y sus críticas a la burocracia del Partido. Testigo del clima de terror permanente, disidente en silencio y en potencia, que no se atrevió a hablar o huir.

De estructura formal y tonal neoclásicas, pero de naturaleza abstracta (similar a su música de cámara), asume la herencia mahleriana y recurre a los cuatro movimientos académicos, y por tanto alejados de la estética oficialista y vanguardista.

 

175 lossless recordings of Shostakovich Symphony no. 5 (Magnet link) 

 

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Yevgeny Mravinsky solía decir que, mientras los cuartetos de Shostakovich revelan sus sentimientos personales más íntimos, sus sinfonías son los diarios de la época soviética. El estreno de la Quinta, acontecido el año anterior por el propio Mravinsky, fue un gran éxito, si bien al autor al principio le había asustado el método de trabajo del director: “Me parecía que profundizaba demasiado en los detalles, que hacía demasiado caso a lo particular, y parecía que esto podía estropear el plan global, el concepto general. Mravinski me sometió a un verdadero interrogatorio en cuanto a cada compás, a cada una de mis ideas, exigiendo que aclarara cualquier duda que tuviera”. En busca de la autenticidad es obligatoria la escucha del documento de 1938 (Artone); con mejor sonido se dispone de una larga decena de grabaciones, todas con la Leningrad Philharmonic Orchestra y todas con la visión épica y mitológica de un verdadero creyente en el Partido. Como expresó la retórica panegírica en Sovestkaya Muzika: Una obra de tal profundidad filosófica y fuerza emocional sólo podía crearse aquí, en la URSS”.






Un universo paralelo fue inaugurado por el genial y visionario Leopold Stokowski tan solo un año después: La comprensión del significado oculto en el pentagrama. La Philadelphia Orchestra (Dutton, 1939) cimenta una lectura fascinante, rauda, muscular, ferviente, con algún acaramelamiento incorregible como el diminuendo asociado al morendo. Los metales erupcionan con autoritarismo arrollador en el moderato; el allegretto se contonea irónico tras la apariencia de un danzante refugio de felicidad infantil; la trágica intensidad de las exuberantes cuerdas (fraseando independientemente, imbuidas de portamenti) empujan un largo beethoveniano; un espíritu incendiario ilumina las páginas del finale. El muy posterior concierto con la misma orquesta (Pristine Audio, 1960) es notablemente similar y suena de maravilla.




 


En un victorioso tour por la Unión Soviética en 1959, Leonard Bernstein interpretó la obra con la New York Philharmonic en presencia del propio Shostakovich, declarado admirador del americano. Esta grabación (Sony) capta la emoción de aquel encuentro. Más contrastado de tempi que Stokowski, con máxima expresividad (en detrimento de la integridad narrativa) y excelente contribución solista, como en el jocoso scherzo o en el agónico largo (sin alcanzar el histrionismo del remake de 1979). La estudiada apertura (que puede seguirse en la propia partitura anotada por Bernstein adjunta) indica un análisis concienzudo previo, con numerosos descubrimientos personales, cuyo máximo exponente es el pulsante finale (“singular” lo definió Pravda), donde se dobla la velocidad prevista en la partitura (con el expreso deleite –que no es lo mismo que la aprobación– del compositor), descarrilando de optimismo heroico en una batalla electrizante. La edad de la toma (realizada en una mañana, prácticamente sin parches) se acusa en la sequedad tímbrica, aunque ostenta buena profundidad espacial.






Karel Ancerl sí conoce de primera mano la realidad (la contradicción) del bloque oriental. A pesar de los característicos desajustes de las maderas de la Czech Philharmonic Orchestra, Ancerl mantiene el flujo musical continuo realzando los cambios de tempi que pide la partitura y desplegando con imaginación bartokiana otros que no. La fachada permanece incólume, pero, por detrás, los volúmenes y disposición de los aposentos varían como por ensalmo: la modernidad atemporal. El scherzo esquiva el cariz paródico y brinda homenaje a los músicos callejeros y bohemios, con los instrumentistas individualizados con criterio camerístico. Largo muy contenido y reverencial. La desasosegante coda, a fuego lento hacia el cataclismo, recuerda otros (estos) tiempos de guerra fría y telón de acero. El amplio fraseo de las cuerdas se beneficia de la holgada reverberación (Supraphon, 1961).




 


Tras el rehúse (sugerido por el Politburó) por parte de Mravinsky de la première de la Sinfonía nº 13, Shostakovich encontró un fiel intérprete en Kirill Kondrashin hasta su fuga y asilo político en Amsterdam, donde confirmó Testimonio como genuino. Otro registro (otro mensaje) que se puede considerar referencial, ya que, no solo aconteció con la aquiescencia del compositor, sino que además le confiere una autenticidad que refleja la naturaleza de la obra como resumen expresivo –y largamente reprimido– de la primera época soviética. Aunque la Moscow Philharmonic Orchestra adolece de cierta tosquedad técnica, Kondrashin es impecable en la cuidada atención a las dinámicas y el detallado juego de las voces instrumentales. Permanece la precisión, pero con menor acritud (el scherzo suena como un ländler ruso), y el énfasis dramático va endureciéndose hasta un finale enfebrecido (y perceptiblemente vacuo, concesión al régimen, con las arrojadas huestes bolcheviques tomando El Palacio de Invierno) y con una percusión poco distinguida. La toma sonora es apropiadamente rugosa y cortante (Melodiya, 1964).




 


Al año siguiente André Previn escribió a Shostakovich preguntándole a que velocidad debía tocarse el finale de la sinfonía. La respuesta Tóquelo como quiera ¡Va a dar lo mismo!demuestra el poco aprecio que el compositor tenía a “los esperpénticos zambombazos finales, pestilentemente triunfalistas (en palabras de J.L. Pérez de Arteaga). El versátil y sutil Previn acertó por completo, detallando la inmensa gama de expresión, de tempi, de dinámica, que la partitura permite y exige. Así, logra de la London Symphony Orchestra una atmósfera de oscura melancolía en el plástico moderato, un caballerosamente grosero scherzo, y controlada sensibilidad, refinamiento y sobriedad en el moroso largo. Acaso el vivaz tempo con el que asalta el inocente, conciliador y feliz finale no permite después mayor urgencia o peligro. La grabación, dominada por las cuerdas, transparenta la naturalidad de esta ejecución pre-Testimonio (Sony, 1965).

 





“[Testimonio ha] revelado, por vez primera, la tragedia de la máscara de lealtad al régimen que mi padre tuvo que llevar toda su vida”. Maxim Shostakovich, hijo del compositor, asimismo huyó de la madre patria en 1981 y también dotó de veracidad las memorias recopiladas por Volkov (como Ashkenazy -“¡Cómo no iba Shostakovich a odiar al sistema soviético, si todos lo odiábamos!”-, Rostropovich o Barshai, todos ellos autoexiliados; posteriormente se han añadido Rozhdestvenski, Temirkanov, Sanderling). Existen varios registros de Maxim pero el de la USSR Symphony Orchestra (RCA, 1970) es el que aún desprende aroma local. Franqueza y rectitud desvelan el andamiaje académico, helando la expresividad de la obra con su lógica ascética, aunque hay algunas transiciones magistrales. Analítico, sin ornamentos, cercano en los amplios tempi a las marcaciones de la partitura, con la diafanidad textural que le permite la apagada toma sonora.




 


Bernard Haitink parte del dominio del sustrato mahleriano (al que Shostakovich veneraba evangélicamente) para colorear una panorámica clasicista (¿brahmsiana? ¿bruckneriana?) y desconectada de la crónica histórica, negándose a exagerar o recurrir al melodrama, en una pura construcción formal unida a la cualidad hipnótica y la calidez tímbrica de la Concertgebouw Orchestra. La planificación estructural da continuidad al flujo musical, sin variaciones de tempo (que Haitink considera) innecesarias (el finale acelera gradualmente hasta un allegro pleno, solemne y grandioso), y limando algunas asperezas por el camino. La toma sonora otorga a las maderas la adecuada perspectiva y es plúrima de amplitud dinámica (Decca, 1981).




 


Kurt Sanderling fue un soviético honorario: Huyendo de los nazis pasó de 1941 a 1960 asistiendo a Mravinsky y se convirtió en amigo personal de Shostakovich. Desde un sentido constructivo sibeliano, hay más severidad teutónica y estoicismo pesimista que exhibición desoladora del terror estalinista. El lento inicio del moderato se adecúa (inusitadamente) a la marcación metronómica (♪=76). Allegretto prosaico y algo rudo, seguido de un riguroso largo, que, sin embellecimientos añadidos, resulta devastador. Khachaturian cuestionó una vez el agresivo tempo de apertura de Sanderling en el finale, a lo que el compositor replicó: "No, no, que lo toque así"; sin embargo, el pulso inmovilista enfría el entusiasmo de las páginas conclusivas. Tenebrista y sórdido, tan depresivo como irascible, torturado e inconsolable siempre. La toma rememora mate la idiosincrasia de la sección de metales de la Berliner Sinfonie-Orchester (Berlin Classics, 1982).




 


La originalidad de Gennadi Rozhdestvensky castiga truculenta, como en ningún otro registro, los elementos perturbadores: las intervenciones solistas gruñen como denuncias anónimas, los metales golpean las puertas de madrugada, las maderas gritan intimidantes. El pulso apremiante coacciona al piano en el moderato, drástico, visceral, teñido de amargura. Rozhdestvensky machaca el allegretto en un pesado ternario, bailando un ballet histriónico, punzante, sarcástico, con botas del Ejército Rojo. La opresión sale a la luz en el fortissimo en la fig. 90 del largo, cuando la melodía de despedida se transfiere a los violonchelos, los clarinetes refuerzan el trémolo litúrgico y los contrabajos emiten violentos ladridos de dolor. En el finale la USSR Ministry of Culture Symphony Orchestra brutaliza una tímbrica decapante y corrosiva, con un sonido mejorable para la fecha (Melodiya, 1984), de resonancia cavernosa.




 


Rudolf Barshai también está firmemente enraizado con la composición shostakovichiana, ya que fue alumno, intérprete (viola fundador del cuarteto Borodin) y amigo suyo. Su lectura cae en el perfil de la literalidad estajanovista, prefiriendo el ímpetu rítmico y su consiguiente desarrollo linear, sin caer en la distorsión expresiva ni en el intervencionismo bersteiniano. La WDR Sinfonieorchester muestra el mordiente que la música requiere para este tipo de recreación eslavófila. La grabación azota con presencia e impacto (Brilliant, 1996).






Mariss Jansons parte desde la órbita oficialista (fue discípulo de Mravinsky), añadiendo elementos post-soviéticos provocadores: detalles chocantes pero innegablemente efectivos, como el temprano accelerando al comienzo del cuarto movimiento, donde también los timbales suenan con fuerza desde el principio -el redoble está marcado para subir de p a ff-, o las amenazantes trompas en el scherzo. Jansons adapta las instrucciones ritmicas de la partitura para extraer sus intenciones subyacentes, y encuentra gestos sardónicos y discrepancia vociferante en los metales finales. La excelencia técnica de la Wiener Philharmoniker permite tempi trepidantes y timbres nerviosos cuando son requeridos. La débil grabación exige músculo a los triodos, pero recompensa con extremas dinámicas (EMI, 1997).




 


Hemos visto que versiones de colegas y amigos del compositor difieren enormemente. Pupilo, vecino, hermano, Mstislav Rostropovich abandera la escuela disidente, en un despliegue interpretativo excéntrico en tempi, articulación y fraseo, para transmitir un mensaje determinada y claramente subversivo: escúchese la angustia que plantean las cuerdas casi sin vibrato en el inicio. En el caricaturesco scherzo se postula inconfundible, contrastando con un etéreo trío. Sin embargo, en el largo fracasa en recrear una pieza de réquiem que colapse en serenidad celestial. Rostropovich decreta que el finale es un “triunfo para idiotas” y conduce los minutos finales de una manera parsimoniosa y tenue, sin acelerar nunca, suavizando inquietante los contornos. La estupenda prestación de la London Symphony Orchestra se recoge con nula reverberación (LSO, 2004).




 


Una opinión generalizada entre las críticas musicales es que los registros modernos están mejor interpretados técnicamente, pero peor dirigidos. La interpretación de Andris Nelsons desmiente este mantra y se recomienda sola. No sólo por el enorme detallismo de la grabación, la tímbrica recogida con naturalidad y posicionamiento, sino también por la intensidad que el director letón comunica a los atriles de la Boston Symphony Orchestra (DG, 2015) los ritmos maniacos, las dinámicas inesperadas, la atención a los silencios. Tras el siniestro entusiasmo del piano en el desarrollo del moderato, el scherzo ensalza la apropiada lucha de encanto y brusquedad. La transparente división de las cuerdas en grupos (las violas y los violonchelos se dividen en dos, y los violines en tres) conduce a una particular magia expresiva en el movimiento lento, que se eleva con gentileza callada hacia la epifanía. El finale es un cortometraje tchaikovskiano de escenas multicolor, desde la diabólica marcha inicial hasta una coda que va agonizando lentamente hacia una celebración forzada.






Extras:

Shostakovich - His Life and Music (Course Great Masters in 8 lectures, 45 minutes/lecture): Ph.D., University of California at Berkeley Professor Robert Greenberg provides careful, gripping accounts of the political circumstances amid which Shostakovich composed his masterworks—meaning above all his 15 symphonies and 15 string quartets.

An Informer's Duty theatricalises in a BBC Radio 3 full cast production Leningrad in 1937: Shostakovich is under official attack as Stalin's terror decimates his world. He cannot compose Soviet anthems, his fourth symphony is too dangerous to perform - and yet, as the Soviet Union's premier composer, he must respond to the times.

In BBC CD Radio Review broadcast Geoffrey Norris compares recordings of Shostakovich's Symphony No. 5, and makes a recommendation.

Through one-hour documentarie Keeping Score, Michael Tilson Thomas and the San Francisco Symphony explores the motivations behind composer’s score and pertinent musical technique as well as the personal and historical stories behind them, as well as examines the aftershock and the lasting influences of that moment in music history.

Tony Palmer's 1987 film Testimony is based loosely on Shostakovich's own memoirs as related to and edited by Solomon Volkov. DVD rip 1080p.

miércoles, 12 de febrero de 2020

Elgar: Cello concerto


El Cello Concerto de Edward Elgar (1919) abandona la opulencia eduardiana de sus trabajos anteriores a la Gran Guerra hacia un íntimo y austero tratamiento orquestal que enfatiza la soledad del solista sin oscurecerlo a pesar de su gran tamaño. Un poema introvertido y conciso, una elegía para un mundo y una forma de vida perdidos, con libertad para mostrar su melancolía, desilusión y tristeza.
Los cuatro movimientos se subdividen en secciones de ánimo inestable, como una sucesión de intermezzi en los que el cello hace de narrador y protagonista:

El Adagio-moderato se abre con una declamación angustiada del solista (compases 1-8), al que la orquesta consuela con un primer sujeto cantado rítmicamente como una nana, en cuyas modulaciones las pasiones se inflaman (cc. 9-46). Tras un breve puente (cc. 47-54), vientos y cello insuflan el pastoral segundo tema, una mirada anhelante a la juventud añorada (cc. 55-74). Luego de una transición (cc. 75-79), el solista retorna a una florecida primera parte como un recitativo acompañado que oscila entre la ternura y la violencia (cc. 80-105), enlazando sin pausa al …

II Lento-allegro molto: Desde la penumbra, el cello balbucea en busca de un indeciso scherzo, aceptado solo después de varios rechazos, un breve y elegante motivo con una parte orquestal mínima, donde el sujeto principal fantasea, y el cantabile segundo sujeto se oculta bajo las sombras. El juego se repite y se interrumpe, cual vuelo de libélula, involucrando al segundo motivo hasta un punto final alegre y bellamente ponderado, memoria de días más felices. Introducción (cc. 1-15); tema I (cc. 17-39); tema II (cc. 40-47); tema I (cc. 48-77); tema II (cc. 78-85); tema I (86-103); coda (cc. 104-129).

III Tres células que suben lentamente y un marcado descenso de tres notas introducen el único tema del breve Adagio, una amplia melodía iniciada por el solista y apoyada por la orquesta, que ostenta la firma elgariana de los amplios intervalos. Iniciando una repetición completa, la orquesta se involucra activamente. El violonchelo proporciona una breve coda que lleva a una repetición de las frases introductorias, donde Elgar declara una pérdida sin medida en esas notas finales portato y detenidas sobre la dominante. Introducción (cc. 1-8); tema en si bemol mayor (cc. 8-26); tema en la mayor (cc. 26-44); tema en mi bemol mayor (cc. 44-52); coda (cc. 53-60).

IV Allegro-moderato-allegro ma non troppo-poco più lento-adagio: La respuesta al adagio es una peligrosa y enérgica marcha en la orquesta, más sinfónica y de un heroísmo inseguro. El desconcertado cello retorna al soliloquio desolado (introducción, cc. 1-19), pero la orquesta insiste, por lo que juntos entrelazan bulliciosamente elementos de rondó y sonata, pompa y circunstancia (exposición, cc. 20-83). El desarrollo (cc. 84-196) consta de repeticiones secuenciales en patrón de semicorcheas. Tras la recapitulación (cc. 197-280), la angustia se entromete gradual y wagnerianamente en la coda (cc. 281-352), obligando al violonchelo en un momento de pesadumbre suprema a recordar el desesperado enojo del comienzo, núcleo del concierto, donde el mensaje cristaliza antes de la conclusión abrupta, contundente y superficial.








Al comenzar la primera grabación completa en 1928 (los mismos intérpretes habían abordado una drásticamente abreviada en 1919) Elgar alentó a la solista: “Don’t mind about the notes or anything. Give ‘em the spirit”. Y Beatrice Harrison comienza fluida, directa y sin adornos, con un vibrato estrecho y reservado, para, cuidadosa y paulatinamente ganar amplitud, inflexión dinámica y flexibilidad, impulsando su expresividad en los momentos lentos y en el gran portamento final. En el adagio la solista intenta incrementar el pulso metronómico mientras Elgar pugna por mantener las riendas rítmicas; en el stringendo molto (c. 31 y ss.) se da una extrema aceleración desconocida en las grabaciones posteriores. Irresistible el frenesí con que la solista y la sección de cellos enlazan su línea al unísono en la recapitulación (cc. 197 y ss.), con el trombón en glissando cercano a la caricatura grotesca, un entusiasmo que indica que Elgar no conceptualiza como tragedia la pérdida de coordinación y claridad en los pasajes orquestales. Como era norma en la época, Elgar es impredeciblemente elástico en tempi y fraseo (a veces en desacuerdo con sus propias marcaciones en la partitura), con un uso pronunciado del vibrato y menos obvio del portamento. La entonación de The New Symphony Orchestra (nombre que encubre a la agrupación del Royal Albert Hall) no siempre es perfecta, los atriles de graves van retrasados a veces, y cumple con la característica heterogeneidad contemporánea de timbres en los vientos. La restauración de Somm ha mejorado ostensiblemente las ediciones de EMI o Naxos, ensanchando la amplitud y fortaleciendo los graves.







Aunque sin duda Adrian Boult tenía un concepto más restringidamente británico de la obra, apoya fielmente a Pau Casals en sus meandros retóricos y sentimentales, en las inflexiones rapsódicas, y en los acentos dinámicos y rítmicos en casi cada compás, y da innumerables oportunidades para que el concierto sea tocado como música de cámara, con el cello asumiendo el rol de primus inter pares. Una personalísima visión romántica de plasticidad, vigor muscular, ataques variados y entonación ajustada a las demandas armónicas, con secciones profundamente meditativas, que impuso durante décadas una tradición bien alejada del canon elgariano, pero que el propio compositor aprobó y disfrutó en concierto en los años 30. La estridente cuerda de la BBC Symphony Orchestra pierde su configuración antifonal en la toma monofónica de 1945 (EMI), que recoge alguno de los célebres gemidos del solista, quien solía bromear con la posibilidad de duplicar el precio de sus discos ya que, además de lo instrumental, ofrecían un bonus vocal.





Tal vez sea acertado ignorar todas las adhesiones sobre el trágico destino de Jacqueline Du Pré, responsable de la consolidación de la obra en el repertorio e influencia consciente sobre varias generaciones de violonchelistas. Escogiendo velocidades parsimoniosas y dinámicas atrevidas, comunica su intuición nativa y honesta con su timbre hermoso (a sus veinte años empleaba el Stradivarius de 1712 conocido como Davidov), libremente romántico, con anticuados portamenti, hiperactividad plástica, furia adolescente y exasperada: intensidad elocuente y alegría contagiosa en el scherzo; expresiva en el adagio y desafiante en el final. John Barbirolli, que había tocado en la misma London Symphony Orchestra en su premiére, logra una comunión milagrosa con el acompañamiento, de pianissimi susurrados, asimilado a un orfeón que refuerza el tono dramático y solitario del cello. Escuchando el flamante documento jamás podríamos sospechar que su conjunción necesitó de treinta y siete tomas (EMI, 1965).
Más discutibles sus ardorosas grabaciones posteriores: en una, porque la urgencia de la solista se libera inmediatamente y Barbirolli tiene dificultades para encauzar a la orquesta en su impaciente persecución (BBC Symphony Orchestra, Testament, 1967); en la otra, porque la desesperanza carga su nuevo y moderno instrumento, y quizá resulta magnéticamente exagerada, especialmente en su contraste con el cuidadoso Barenboim (Philadelphia Orchestra, CBS, 1970).





No solo la influencia conceptual de Yo-Yo Ma es evidente, también es muy diferente el sonido del mismo Davidov de Du Pré: Ma, en vez de atacarlo, lo engatusa, lo perfuma con fantasía, y lo acuarela con distinción, refinamiento y nobleza. Florido arranque del primer movimiento, al límite de la audibilidad, y misterioso el volátil scherzo que ofrenda una clase magistral en la escrupulosa marcación dinámica, en la entonación y articulación de las coloridas y desvergonzadas semicorcheas. Mientras la música progresa, Ma siente la necesidad de regodearse en una especie de manierismo retórico, concluyendo cada nota de importancia significativa con un roce del arco. André Previn teje un soñador tapiz sonoro con la London Symphony Orchestra, acomodando las frases a la expresión del solista, muy integrado en la toma orquestal (Sony, 1985). Juntos conjugan las transiciones entre secciones de manera muy natural.





Pieter Wispelwey avisa en el libreto del disco acerca del peligro que supone intentar una lectura propia, ajena al canon Du Pré-Barbirolli. Afortunadamente su individualidad, su experiencia en la corriente historicista, y su sonido característico, murmurado y dolorosamente restringido, ofrecen una óptica sincera e inteligente. Primer movimiento riguroso, recuperando los briosos tempi del propio Elgar. La apertura del scherzo, a veces un eslabón débil, asfalta con gran aplomo la senda lógica hacia el allegro molto. Adagio cual meditación concentrada, de intensidad minimalista. Jac van Steen consigue de la Netherlands Radio Philharmonic un acompañamiento muy afable, dúctil e imaginativo, equilibrando pedagógicamente secciones en una estructura homogénea inherente a la obra, con intimidad camerística y transparencia de los vientos. Perspectiva panorámica, puntillista y minuciosa en cada detalle instrumental (Channel, 1998).





Inmaculadas las semicorcheas del scherzo, de finura mendelssohniana, resbalando en el dorado timbre que logra Sol Gabetta; y brillante el estilo dialogado en el desarrollo del último movimiento entre dos voces contrastadas: una se caracteriza por arcos cortos marcato y breve portamenti; la otra, más carnosa, con frecuente y lozano portamento. Este enfatizado fraseo desemboca en las modulaciones murmuradas de la coda. Grabación empastada y rotunda de un concierto (RCA, 2009) a cargo de una Danish National Symphony Orchestra pastoreada de guisa elegante y bellamente redondeada en las maderas por Mario Venzago.





Jean-Ghihen Queyras concibe una pulida, tierna y sofisticada remembranza: aporta discreción y primor aristocrático (corcheas con puntillo en c. 31), y emplea el recurso del vibrato, muy jugoso, como elección expresiva y no automática. Primer tema calmado, de perfecta limpieza técnica en entonación, ataque y articulación; adagio de atmósfera nocturnal y schumanniana, con la textura polifónica orquestal densa y oscura, pero sin caer en la angustia mahleriana. El también violonchelista de formación Jiri Bělohlávek conquista una profundidad verosímil de las detalladas reacciones de la BBC Symphony Orchestra, al modo de un coro helénico en la sombra (HM, 2012). Un Elgar contemporáneo, el primer inglés progresista.





Steven Isserlis parametriza su lectura hacia la introspección monacal (sin llegar a la sobriedad suprema de Starker), en torno a la pureza clásica y la delicadeza sensible sobre un fraseo rapsódico, si bien reposadamente brahmsiano. Primer movimiento muy ágil, casi al nivel del propio Elgar. En el adagio rescata la profunda y desolada emoción sin sentimentalidad excesiva de la pionera grabación de Harrison. Los implorantes y devastadores compases que siguen al poco più lento del finale desprenden una hipnótica fragilidad. Donde la última mirada en la coda de Du Pré era atormentada, y la de Queyras desafiante, la de Isserlis es resignada, y subraya la coherencia de la estructura arquitectónica. La siempre colosal, y de alguna forma amenazadora, Philharmonia Orchestra comandada por Paavo Järvi, está perfectamente equilibrada con el timbre radiante y de ricos graves que proporcionan las cuerdas de tripa del instrumento solista (Hyperion, 2014).