Mostrando entradas con la etiqueta Mitropoulos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mitropoulos. Mostrar todas las entradas

martes, 3 de marzo de 2020

Rachmaninov: La isla de los muertos

Sergei Rachmaninov confesó de modo revelador que “la música de un compositor debería expresar el país de su nacimiento, sus aventuras amorosas, su religión, los libros que le han influido, los cuadros que ama”. La isla de los muertos es un poema sinfónico de 1909 basado en el cuadro epónimo de Arnold Böcklin, donde la figura cadavérica de Caronte transporta en su barca un cuerpo a través del río Aqueronte hacia un islote con ominosos cipreses y sombríos tallados en roca. Culmen del postromanticismo ruso, está estructurado en forma de simple arco, con una orquestación virtuosa con triples vientos, extensión lógica de su exploración de matices tonales y variedad textural al piano. 

El inusual compás de 5/8 (o, más bien por su pulso, un oleaje irregular 2+3 y 3+2) riela hipnóticamente el suave chapoteo del agua mientras el remero avanza hacia la isla desolada. Un lóbrego segundo tema presentado por la solitaria trompa se entreteje y refuerza el carácter abatido; embebida está la silueta del canto llano medieval Dies irae, emblema de mortalidad que obsesionó a Rachmaninov y que asoma por toda la obra como material mutacional. Diversos motivos y cambios orquestales en múltiples voces van fluyendo en una marcha fúnebre que avanza imparable en un prolongado crescendo de paulatina urgencia, sugiriendo de modo admirable el progreso determinado e inexorable del remero. El perfil imponente de la isla es revelado en la figura 11 y 5 compases, justo antes del esfuerzo final de Caronte que conduce a un devastador clímax.
La llegada a la orilla está marcada por el cambio a ¾ en el ritmo (tranquillo, f. 13 y 4 cc.) y por las texturas neblinosas que separan la vida terrenal del reino de los muertos. Entonces aparece la anhelante memoria de la vida: dicha, temor, pasión, duda, lamento, catarsis, y en última instancia, resignación y aceptación de la muerte. La orquesta explora distintas variaciones del tema, que alcanza su límite con una serie de furiosos acordes aumentados con violentos platillos tchaikovskivianos, hasta llegar a un momento de paz (largo, f. 22 y 11 cc.) tras el cual el Dies irae regresa en un canon de prolación como un trance exhausto, temblando misteriosamente el trémolo de cuerdas. A partir de la f. 23 el leitmotiv del remero va y viene como transición, entrando casi imperceptiblemente en las cuerdas.
El ritmo 5/8 retorna definitivamente (f. 23 y 15 cc.) cuando Caronte abandona el alma en la isla y retoma su funesto empuje, regresando por retazos ya escuchados mientras el motivo inicial se sume en el silencio.  






Rachmaninov inició su carrera como director en 1897, sin aprendizaje formal, reflejo de su austera y meticulosa formación pianística, pero no fue hasta 1929, ya en su exilio americano, cuando documentó su lectura de La isla de los muertos: Recently, we were recorded in a concert hall, where we played exactly as though we were giving a public performance. The Philadelphia Orchestra, their efficiency is almost incredible, produce the finest results with the minimum of preliminary work. After no more than two rehearsals the orchestra were ready for the microphone, and the entire work was completed in less than four hours”. Preciso y demandante, exteriormente plácido, se comunicaba con parcos gestos con la orquesta, previamente preparada por Eugene Ormandy (al que Rachmaninov no apreciaba como músico). Admirador del Mahler director por su extrema atención al detalle, su agudo oído podía detectar la menor imperfección en la armonía, la entonación o el equilibrio instrumental. Rachmaninov prioriza la arquitectura a gran escala sobre los pormenores de fraseo, tempo y dinámica no marcados en la partitura (como el diminuendo en la f. 22), pero que son claramente fundamentales en su diseño conceptual, como la sección central, muy diferenciada según su propio deseo (“ha de ser más rápida, más inquieta y más emotiva”), de un gran contraste dramático. Los temas líricos son interpretados con gran libertad métrica (perfectamente controlada, sin perder la línea narrativa) dentro de un fundamento de reserva. De acuerdo con la revisión contemporánea que hizo Rachmaninov a la partitura, la grabación conlleva notables cortes (62 compases de los 478 totales), que fueron institucionalizados por la Philadelphia Orchestra en las décadas siguientes, si bien ignorados por las editoriales musicales. Preferible la ruidosa edición RCA (Vista Vera y Dutton filtran demasiado el sonido), aunque las dinámicas aporten ocasionales saturaciones.





La cavernosa grabación debida a Dimitri Mitropoulos con la Minneapolis Symphony Orchestra (Sony, 1945) potencia el carácter ineluctable, oscuro y terrorífico de la obra. Los poderes galvánicos del griego presentan el elemento mágico y fantasmal desde el agorero comienzo, entre naturaleza muerta y pintura viva, que exprime la inercia rítmica del metro quíntuple, dibujando una línea acuosa sobre la que flotan las sucesivas apariciones del Dies irae en los vientos con un efecto acumulativo amenazador. Obsérvese cómo en la f. 5 y cc. 10 Mitropoulos remarca las oscilantes figuras en los violines verbalizando el desequilibrio del bote. Vibrato pujante y muscular en las maderas y sutiles gradaciones agógicas, a impulsos, aromatizadas con peligro, de  exaltación turbulenta y mesmérica.






Serge Koussevitzky fue amigo del compositor desde su adolescencia, tocó el contrabajo bajo su batuta en Rusia, le dirigió como concertista de piano, y posteriormente fue compañero de exilio en el continente americano. Director durante un cuarto de siglo de la Boston Symphony Orchestra, donde en su relación tiránica y magnética se dirigía a los músicos llamándoles “hijos míos”, Koussevitzky era capaz de iluminar las texturas por medio de resaltar detalles que otro podría considerar nimios, quizá alejándose de la partitura (tempi a tirones, expresivos portamenti en las cuerdas, libertades agógicas, rallentandi antes de los clímax) en busca de una desaforada intensidad emocional. El empuje dinámico dentro de cada compás dicta la obsesiva respiración de las cuerdas. La febril retransmisión radiofónica, a pesar de la depravada grabación y la estridencia de timbres, soslaya la grandilocuencia y da cuenta de la unanimidad instrumental (Lys, 1945).







"La gente dice que odio a los músicos", comentó Fritz Reiner una vez. "Eso no es cierto. Solo odio a los malos músicos". Durante su década en Chicago el infame tratamiento de Reiner a sus profesores solo compitió con su fanática dedicación, una técnica insuperable y una personalidad intimidante, que transformó una orquesta cuyas habilidades apenas se conocían fuera del Medio Oeste en un conjunto perfeccionista de clase mundial, gracias en gran medida a las muchas grabaciones de referencia que hicieron juntos. La Chicago Symphony Orchestra equilibra en isostasia sus secciones y exhibe la armonía opresiva y umbría, como en la tripleta de acordes sforzato que rematan con brutalidad inigualable en la f. 22, de siniestro impacto. La atención a los detalles es toscaniniana (el sostenimiento de los crescendi, la retención de los clímax), pero nunca en detrimento de la integridad arquitectónica: escúchese cómo la precisión rítmica se enfatiza en el momento más callado de la sección central. La cinta magnética de 35 mm (RCA, 1957) recoge las volcánicas tímbricas de los vientos a costa de una menor presencia de cuerdas y percusión.





Entre tanto director exiliado refulge la interpretación de Vladimir Ashkenazy en 1983. La Royal Concertgebouw, en plenitud por aquel entonces, aúna una tímbrica pulimentada a una inercia rítmica rara vez expuesta por un conjunto no ruso. Fantasía suntuosa y colorista, de texturas pulposas y opulentas, evoca la muerte como liberación de acuerdo a la filosofía simbolista que fundamenta la pintura de Böcklin. Parte del secreto es la manera en que Ashkenazy subraya los frecuentes cambios cromáticos en la segunda parte, contrastando de manera acusada los parajes conminatorios con aquellos de serena tranquilidad. Grabación radiante en el fulgor de los metales, cálida en la estentórea percusión, y espaciosa en el siempre problemático por reverberante Concertgebouw de Amsterdam (Decca).





La Philadelphia Orchestra (¿fue Rachmaninov quién creo el sonido Philadelphia, o fue Philadelphia quién creo el sonido Rachmaninov?) da una ejecución excelsa, de timbres lujuriosos y texturas aéreas que resuenan con las voces internas, pero la temperatura emocional es baja, y la belleza refulge pálida y estéril como la superficie lunar (ese arpa argéntea). Sin tomar riesgos, el estático y pusilánime Charles Dutoit elude la articulación rachmaninoviana, no se inclina ante el rubato, y la escasa dinámica evita el drama y espejea sensualidad. Toma sonora distante y lánguida (Decca, 1991).





Evgeni Svetlanov nos ha legado una grabación de concierto (BBC Legends, 1999) en el Royal Festival Hall de Londres, imponiendo a la BBC Symphony Orchestra (y a la perpleja audiencia) la convicción de su arriesgado concepto personal, que puede resultar controvertido en su duración, casi 25 minutos, aunque no falto de cohesión arquitectónica (gótica-romántica a lo Friedrich). En un ambiente de pesadilla desde el primer y hostil impulso de remos, nos unimos al descenso condenatorio al Hades, donde la tensión épica bordea el terror al levantarse la niebla y contemplar la isla, lúgubre de texturas, acaso no sutiles, sí muy efectivas. El clímax es inusualmente sostenido, con metales restallantes y cuerdas abrasadoras. La sección central, de mahleriana e implorante inocencia, retiene el ritmo justo al contrario de lo exigido por Rachmaninov: el efecto es inenarrablemente trágico. El pilar conclusivo acerroja el sentido de continuidad progresiva y fatalista del tempo.






Vasily Petrenko ha rejuvenecido y potenciado brillantemente la Royal Liverpool Philharmonic dentro de esta oleada rusófila (rublófila) que ha invadido el territorio británico en todos los ámbitos. A petición de Petrenko, todos los atriles aplican un menor vibrato de lo habitual, en beneficio de un estudio tímbrico que acentúa los graves para exaltar lo despiadado y macabro en los soportes monumentales de la obra (como la percusión que remacha el ritmo remero en su último esfuerzo). Las secciones son diferenciadas rapsódicamente, recalcando el drama transitorio a expensas de la unidad estructural, y el rubato se aplica compás a compás, caracterizando cada uno de los impulsos 5/8 de la barca. Abominables los motivos cromáticos descendentes a cargo de los vientos que salpican la edificación de los clímax. La zona central es agónica, plena de anhelante nostalgia, pánico y desesperación. Descomunal toma sonora, con perspectiva y profundidad, que añade una capa de misterio a la cinemática orquestación (Avie, 2008).


jueves, 11 de junio de 2015

Mahler: 6ª Sinfonía

Compuesta durante los veranos de 1903 y 1904 en su idílico refugio de Maiernigg, la Sexta sinfonía puede ser considerada como el reflejo del alma siempre en duda del compositor: el fatalismo crónico de Mahler le hace presagiar, no los dolores inconmensurables del año 1907, que no pudieron ser previstos, pero sí que la época más equilibrada de su vida –la estabilidad (que no felicidad, como deja entrever el diario de Alma) sentimental, el nacimiento de sus hijas, la cima de su carrera vienesa– no perdurará en el tiempo. Una evocación musical de voluntad, coraje y resistencia que sólo la mortalidad podrá cercenar.
Externamente sigue el esquema sonata formalmente tradicional, aunque el material temático permanece conectado cíclicamente, peligrosamente explosivo, psicótico, girando sin progresión tonal alrededor del la menor y se basa en (y arranca con) una marcha cruel, angular, obsesiva, torturada y desafiante:

I Allegro energico, ma non troppo:
a. Exposición: Tras la breve introducción en la cuerda grave un primer tema sobre timbales arrastrando una tríada de mayor a menor en dos secciones -1ª sección (cc. 6-29) y 2ª sección (cc. 30-55)-; sigue al colapso un interludio mayor-menor que se integra en el tejido sinfónico (cc. 56-59); tema coral, simétrico y brahmsiano, en las maderas sobre bizarras armonías (cc. 60-75); segundo tema schwungvoll casi diatónico, ascendente, líricamente opuesto al primero (cc. 75-89); inserto con motivos del primer tema (cc. 90-97); continuación de la schwungvoll (cc. 97-113); y epílogo (cc. 114-121). Repetición clasicista de la exposición.
b. El desarrollo se articula en cuatro partes contrastadas [1ª parte (cc. 122-181); 2ª parte (cc. 182-200); 3ª parte (cc. 200-254); 4ª parte (cc. 255-289)]. No es muy extenso ni complejo, pero contiene el corazón emocional del movimiento (3ª parte), un sereno oasis impresionista del mundo natural inmaculado. Tras el retorno en mayor de la marcha una alarmante secuencia modulante lleva inexorable a la atormentada… 
c. Recapitulación de los motivos iniciales, floreciendo en expresividad: sección principal en la menor (cc. 290-337); interludio mayor-menor (cc. 338-339); coral en disminución (cc. 340-351); transición (cc. 352-355); sección secundaria (cc. 356-369); y epílogo (cc. 369-377).
d. La larga coda comienza dominada por la furiosa marcha, pero finaliza con el triunfo del segundo tema remontándose ampulosamente en las trompetas: 1ª sección (cc. 378-432); 2ª sección (cc. 433-447); 3ª sección (cc. 448-486).

II Andante moderato: Las vacilaciones del autor (y por ende de sus estudiosos e intérpretes) sobre el orden de los movimientos centrales no tienen cabida aquí; dejémoslos así ya que Mahler siempre condujo la obra en este orden. Como contraste a la hostilidad del mundo humano, la eterna serenidad de la Naturaleza a partir de un delicado tema en diez compases. Le siguen dos episodios motívicamente conectados, el primero en las cuerdas y el segundo, más dramático, en los vientos, pronto combinados e incluso confundidos, olvidados fantasmas de lejana felicidad y temerosos del futuro. Se estructura A-B-A1-B1-A2: A (cc. 1-54); B 1ª sección (cc. 55-84) y 2ª sección (cc. 84-100); A1 (cc. 101-115); B1 1ª sección (cc. 116-124), 2ª sección (cc. 125-138), 3ª sección (cc. 139-146), y 4ª sección (cc. 147-160); A2 (cc. 161-202).

III Scherzo. Wuchtig: Danza macabra que yuxtapone inocencia y pesadilla, y que va ganando en intensidad mientras los temas evolucionan. Se abre con la siniestra marcha, ahora distorsionada en ritmo triple y acentos sincopados, recuperando los instrumentos estridentes (piccolo, xilófono) con ferocidad maniaca, mientras la sección Trio está ahogada por la desesperación: la percusión cruda y salvaje, y las maderas en ritmos asimétricos que conforman un contrapunto a la antigua. El retorno del scherzo es aún más tenebroso, preparando el trágico finale. El esquema es el siguiente: Scherzo 1ª sección (cc. 1-42), 2ª sección (cc. 43-62) y 3ª sección (cc. 62-98); Trio 1ª sección (cc. 99-114), 2ª sección (cc. 115-130), 3ª sección (cc. 131-145), 4ª sección (cc. 146-172), transición (cc. 173-183) e interludio (cc. 184-200); Scherzo’ 1ª sección (cc. 201-240) y 2ª-3ª sección (cc. 240-274); Trio’ 1ª sección (cc. 275-289), 2ª sección (cc. 290-308), 3ª sección (cc. 309-317), 4ª sección (cc. 318-334), 5ª sección (cc. 335-346), transición (cc. 347-355) e interludio (cc. 356-372); Scherzo’’ (cc. 373-413); Coda 1ª sección (cc. 414-420), 2ª sección (cc. 421-433) y 3ª sección (cc. 434-447).

IV Finale (sostenuto – allegro moderato – allegro energico): Un infierno expresionista en perpetua evolución, donde la energía desbocada está sujeta a la disciplina formal de una sonata hostil y monumental que reúne una amplia variedad de expresión, desde las falsas promesas a los horrores lúgubres.
a. Exposición: Una caótica endecha embrujada por espectrales temas pasados y venideros. Introducción (cc. 1-15); Música desde la lejanía (cc. 16-48); Coral en metales (49-64); Mayor-menor (cc. 65-66); Música desde la lejanía’ (cc. 67-95); Mayor-menor (cc. 96-97); Transición (cc. 98-113); Sección principal (cc. 114-139); Coral pesante (cc. 139-176); Conclusión de la Sección principal (cc. 176-190); Sección secundaria (cc. 191-228).
b. Desarrollo: Su naturaleza tripartita la marcan los golpes del martillo (cc. 336 y 479), que Mahler prescribió “no deben ser metálicos, sino parecidos al golpe de un hacha que descarga contra un árbol”. Introducción (cc. 229-236); Música desde la lejanía (cc. 237-270); 1ª parte (cc. 271-335); 2ª parte (cc. 336-396); 3ª parte (cc. 397-478); 4ª parte (cc. 479-519).
c. La recapitulación trae el restablecimiento de la marcha, cruelmente lastimada la compañía fatídica de la tríada mayor-menor, y asediada por chirriantes furias que introducen fisuras entre sus frases: Introducción (cc. 520-536); Música desde la lejanía (cc. 537-574); Grazioso (cc. 575-641); Sección principal (cc. 642-670); Motivos en contrapunto (cc. 670-727); Canto del cisne (cc. 728-753); Conclusión (cc. 754-772).
d. La coda es un epitafio fugado, con metales heridos arrastrándose sobre metales muertos en un campo de batalla boschiano, y una tríada fff (ya sin asomo de mayor, aplastada por el ritmo brutal) que agoniza en la más desolada negrura: Introducción (cc. 773-789) (en su primera versión contenía un tercer golpe de martillo en c. 783); Sección imitativa (cc. 790-815); Conclusión (cc. 816-822).


Perfecta imbricación de estructura, material y orquestación en una escala vasta y compleja, delirantemente masiva y colorida, novelesca en su evolución, donde el ascenso de la voluntad de poder nietzscheana choca y es derribado por las insuperables limitaciones de la mortalidad humana.










Resulta asombroso que una de las obras seminales del S. XX tuviera que esperar a 1952 para contemplar su primera grabación. Charles Adler, temprano aprendiz y conocedor del universo mahleriano, comenzó el proceso evangelizador. La pregunta es ¿están estos tempi espaciosos, estas tímbricas melosas, este lirismo conceptual (parvo), aprehendidos de las ejecuciones del propio compositor? La aproximación es comedida, directa y objetiva, con imposición rígida de un ritmo al que se adscribe a través de las diferentes secciones, por ejemplo, en el calmado andante, donde el sonido de los cencerros indica una manada más retozona y cercana de lo habitual (Mahler estipula que deben sonar en la lejanía). Encarnizadamente demoniaco en el scherzo y esquelético el lento vals del trío. La Wiener Symphoniker vibra descoordinada: la carencia de unos ensayos adecuados (tan sólo 11 horas) para una obra de tal complejidad se refleja en la preponderancia de la rala sección de cuerdas (con reticente realización de los portamenti), la indiferente entonación de metales y timbales transgresores, y en general, un apreciable sentido improvisado. La relativa falta de atención a las marcaciones dinámicas (inaudibilidad de numerosas entradas ff) podría ser un defecto de la toma sonora (o más bien de la copia conservada, ante la destrucción de las cintas originales), imprecisa y poco focalizada, de pobre rango dinámico (Conifer, 1952). 






Antes de que el sexagenario Dimitri Mitropoulos fuera desplazado de la New York Philharmonic en favor del fotogénico (y antiguo amante) Leonard Bernstein, ya empleó los entonces nacientes recursos mediáticos retransmitiendo semanalmente conciertos, en los que dio continuidad a los esfuerzos mesiánicos de Mengelberg y Walter, fustigando a la ciudadanía neoyorquina con las inaguantables sinfonías del “austriaco entre alemanes y judío en todas partes”. En la emisión de la tarde dominical del 10 de abril de 1955, Mitropoulos exigió según su costumbre la implicación emocional y física de los intérpretes por encima de la posibilidad de errores técnicos; de ahí la apasionada confusión de los atriles (escúchese el entusiasmado resbalón en la primera intervención de la trompeta, c. 22). Su estilo flexible de conducción accede a interpretar con despiadada severidad la incisión marcial y permite tomar aliento sentimental cuando el argumento sinfónico lo requiere, desentrañando la ambivalencia de la partitura, pero siempre a salvo de lo episódico: su línea se mantiene ininterrumpida en la variedad temática. Salvando la marcha inicial, los tempi son enérgicos en general y la arritmia es continua incluso dentro de cada compás: en las distorsiones del mordaz y espontáneo scherzo esto es muy efectivo y estimula su complejidad, como en el grotesco grazioso. El documento (editado por la propia NYPO) es muy limitado técnicamente, constreñido y neblinoso, pero resuelve la inquietud armónica, las rasposas texturas mahlerianas y los súbitos cambios dinámicos que Mitropoulos proponía con teatral crudeza, sensualidad ascética y expresionismo participativo.






John Barbirolli nos aplasta con la lentitud inexorable de un glaciar. La ecuación reza así: Tempi extremos + acentos magnéticos + fraseo romántico = violencia emocional. El vehemente arranque en la marcha staccato da un enfoque sangrante al allegro (¿allegro?, ¿en qué sentido?), ya derrotado y sin esperanza, donde los cencerros asumen la tímbrica y el rango tonal perfectos. El andante (tomado como adagio), dulcemente amargo, fraseando con cuidadoso rubato, y con las cuerdas haciendo adorables portamenti (cc. 101 y ss.). El scherzo equilibra tímbricamente timbales y cuerdas graves; además, la amplitud de latido remacha su sentido horrible y macabro. El finale arranca con el preciso misterio nebuloso y va descendiendo, conturbador, a los infiernos de clímax en clímax. Tremendo el poderosísimo timbal en la conclusión. Grabación sobresaliente, espaciosa (EMI, 1967), que desvela el espesor de las cuerdas de la New Philharmonia Orchestra: escúchese el fabuloso gruñido de los bajos en el allegro (cc. 55). Ardor lírico, pasión, tragedia (incluso las secciones esperanzadoras están amenazadas por negros nubarrones), sentido del contraste, pero, por encima de todo, la claridad de los planos sonoros, y no por efecto de inspiración improvisada, sino producto de una meditada planificación: Barbirolli estudió durante dos años la partitura en una “all-embracing aesthestic reflection” antes de interpretarla.






Jascha Horenstein ha dejado varios testimonios en vivo de la Sexta: con la Stockholm Philharmonic Orchestra (Unicorn, 1966), lastrada por las imperfecciones técnicas, sobre todo en los metales; con la Bournemouth Symphony Orchestra, mejor interpretada en conjunto y con buen sonido monofónico (BBC Legends, 1969). Sin embargo, elegiremos aquí una retransmisión radiofónica inédita con la Finnish Radio Orchestra en 1968. El sonido del documento privado es tan sólo regular; esperemos que en algún momento se publique en mejores condiciones. Opuesta en su camerística, callosa y equilibrada articulación a las densas y fluidas texturas de un Karajan, lo que beneficia enormemente la ubicua experimentación armónica y el contrapunto mahlerianos. Horenstein poseía una inteligencia polifónica: su habilidad es milagrosa para la integración de las diferentes líneas melódicas, ritmos y detalles en el conjunto general a gran escala y su coherencia tonal y métrica. El último director nihilista expone un drama estrictamente organizado a partir del control riguroso del pulso y de los cambios de tempo. Si en el allegro los trombones escupen las corcheas (c. 20), el interludio pastoral es contemplado de manera indiferente e implacable desde las cumbres heladas (cc. 200-254). En el venenoso scherzo desmantela el concepto clasicista del trío; exquisito el portamento en los primeros violines en los cc. 395-396. Andante mecanicista, un respiro transitorio e irrelevante. En el finale los sonidos reptan desde el osario: chocante el momento mágico al que conducen trompas y trombones (cc. 400 y ss.). Interpretación sin prisioneros: áspera, agónica, horripilante.






Herbert von Karajan dicta su concepto ordenado, de detallismo orquestal suntuoso y equilibrado, donde las secciones se entroncan sin costuras unas en otras, reluctantes a observar las frecuentes modificaciones de tempi, inflexibles y sin apenas rubato. Allegro exquisito, sin sentido amenazante, ¡pero qué hermosura de celesta en los c. 203 y ss!; después de la percusión climática aprieta el paso en la coda, deslizándose hacia la excitación histérica. Scherzo (criticable su poca acidez o sátira) y trio son casi indistinguibles en temperamento (éste fallando en provocar el necesario grazioso). El andante florece en una sola línea resplandeciente de amplitud bruckneriana, sin asomo ni recuerdo de los Kindertotenlieder y con unos cencerros de suavidad milka. El finale (durante la preparación de la obra Karajan contempló la posibilidad de acortarlo!) comienza con un toque cosmético en sus texturas tupidas y opulentas: vibrantemente dramático, el impulso urgente que cabalga cada una de las catástrofes musicales que suponen los golpes de martillo es abrumador, la paleta tímbrica nibelunga -coral en cc. 49 y ss.- Los metales de la Berliner Philharmoniker son tan difíciles de igualar como el refinamiento y sofisticación de la toma sonora (DG, 1975). Un Mahler lírico, corregido de su errabundez, metamorfoseado en Strauss a base de pulimento romántico, y distanciado del carácter fronterizo y de la desordenada modernidad de la obra. 






La identificación viene de lejos: El joven y guapísimo pianista solía comentar con seriedad a sus partenaires de teclado “I am Gustav Mahler” mientras encadenaba pitillos y sórdidos duetos en las interminables fiestas del L.A. prebélico. 47 años después el héroe (según el discutible concepto de La Grange) bernsteiniano permanece insolente en el arranque, sin tener en cuenta las funestas consecuencias de su lucha con fuerzas superiores (pero no ya enojado y brutal como en su ciclo para la CBS -cuya importancia histórica reina suprema-, influenciado por Mitropoulos). Bernstein se asoma a la partitura como punto de transformación, de proceso creativo. Y así asume los excesos de la partitura en un caos organizado, con la lujuria temática en constante devenir: el apasionado 2º tema, los desasosegados metales en un pasaje coral deteriorado tonalmente (cc. 90-97), el asombroso mundo sumergido en el desarrollo (cc. 200 y ss.), la ebullición que llega al salvaje abandono en el piu mossso (c. 386 y ss.). En todo momento los tempi se improvisan… muy meditados. 
La arritmia del scherzo hace más evidente el efecto caricaturesco, exagerando los numerosos efectos grotescos, las tumultuosas y jadeantes tesituras extremas; las cabriolas en el tortuoso trío (parodiando los pavoneos del autosatisfecho héroe) son irónicamente burlescos y las breves interrupciones de la danza parecen llevar el remedo casi hasta el insulto. Cerca del final (c. 402), con un estallido orquestal, el espectro diabólico se desvanece. 
Hemos asistido a una noche de brujas o Walpurgis, que tendrá su efecto sutil sobre el héroe en el lentísimo andante: aunque de atmósfera reposada y un tanto glacial, prevalece un sentido de entumecimiento y desapego (el característico rubato alargando las dos primeras notas en las luminosas cuerdas), sacudido por la realización existencial del héroe de que ya no puede alcanzar la paz que persigue. 
La primera versión de Bernstein del masivo finale fue recibida como una revelación cuando apareció en 1967, si bien ahora parece escasa de unidad estructural, los desesperados stringendi empujando hacia fallidos picos climáticos, como en un alocado frenesí en torno a la aniquilación. En esta postrera lectura, más reflexiva, esta visión ha desaparecido. En base a un tempo más pausado (dura casi 5 minutos más), Lenny ilumina una completa cosmogonía de magia y color: la exagerada articulación en la lenta introducción; los fantasmales fragmentos de la marcha que reaparecen despojados de vitalidad como resultado del conflicto. Se atisba una atmósfera de presentimiento, frenando progresivamente el pulso hasta que explota con el motivo del Destino con un pronunciamiento de condena irreversible e inevitable. Las prisas hacia los clímax ya no existen (por ejemplo, la lúgubre parada en el c. 394, o la perspicaz suavidad en la sección de metales en el retorno de la introducción (cc. 520 y ss.), anterior al último y horrible estallido que cierra la sinfonía.
La Wiener Philharmoniker (técnicamente ideal) se recoge en una toma sonora en vivo verdaderamente extraordinaria, en Technicolor de gran impacto, resolviendo la resonancia del Musikverein (DG, 1988).
Hace un siglo las audiencias rehuyeron (o fueron incapaces de) verse a sí mismas reflejadas en estas grotesquerías: ¿Ha llegado el momento de esta radikal sonora, de este torrencial sentimentalismo, de la arriesgadísima vulgaridad en la exaltación de minucias, la fantasía en los cencerros, los esquizofrénicos portamenti, los volcánicos acentos, los ritardandi tendentes a la inmovilidad, las dinámicas neurasténicas, el dolor atroz resuelto en cadencia bendita? La inmensa fuerza operática de Bernstein plasmada en una danza telúrica. Y es que decía Nietzsche: “Es solamente al bailar cuando sé leer el símbolo de las más altas cosas”.






La vulnerabilidad, timidez y humildad que le hacían reluctante a las apariciones públicas contrastan con la eficacia de Klaus Tennstedt en el podium, donde su fragilidad física provocaba que los músicos le arroparan maternalmente. Lectura anacrónica, efusivamente romántica (en la línea de su admirado Furtwängler), tempestuosa, que va generando desesperación (¿demasiada?) en el oyente. Apreciemos los ataques vigorosos, las dinámicas detonantes, la variedad tímbrica que se combinan para dar lugar a una delirante experiencia apocalíptica (este visceralismo extremo le hace en ocasiones anticipar las marcaciones). El tempo del allegro es brusco, sin respiro romántico sobre el 2º tema, aludiendo a los Kindertotenlieder; las violas en sordina (cc. 215-217) procuran un efecto nostálgico en la sección pastoral del desarrollo; tras cada colapso, resurge con vitalidad renovada. Prosigue un scherzo cual cruel farsa de la monstruosa marcha, dislocada en un carnaval que recela en los tríos, ralentizando bruscamente el tempo. Andante extremo en su lentitud inexorable, que sostiene y genera una tensión climática inigualada, dando continuidad a la tragedia en las múltiples referencias a los Kindertotenlieder. Finale de intensidad descontrolada: mientras vaga por meandros de felicidad vislumbrada se adentra en una locura (las trompetas llaman a Conrad) inaccesible y acaso prohibida (quizá los martillazos percutidos sobre una gruesa tabla suenan extenuados). La grabación en vivo camufla algunos atriles de la meritoria London Philharmonic Orchestra, que despliega unas majestuosas, masivas y densas texturas (EMI, 1991). También la identificación personal de Tennstedt con Mahler era absoluta y su comprensión de la estética e idioma del compositor total: es decir, la música degenerada (judía y popular, foránea en suma) integrada en la cultura germana. Achtung.






Debo reconocer de nuevo mi poca afinidad por las lecturas literales, tecnocráticas, stravinskianas. Las tres últimas que propongo pueden caer dentro de esa denominación: Pierre Boulez descubrió a Mahler en un tardío 1952, a partir de sus estudios de la Segunda Escuela Vienesa, y consecuentemente escoge su premisa hipermoderna en la diáfana polifonía, en la extrema minuciosidad agógica, el control maquinista que neutraliza los rubati, la claridad y precisión en las dinámicas, y concluye en una abstracción auditiva con ausencia del sufrimiento del autor. Ya en el allegro el 2º tema ostenta más brío diamantino que dulzura, y huye avergonzado del pasaje simbolista, aunque hay cierta nostalgia en el tema de las maderas en el grazioso (c. 221 y ss.). El scherzo pierde algo de contraste entre la caracterización de la burlesca marcha sincopada de la apertura y la haydinesca danza; a destacar las jugosas cuerdas en pizzicato por doquier. El andante está bouleznianamente desentimentalizado, jacobino en su economía emocional, pero no carece de atractivo. El desatado finale intenta alcanzar el máximo impacto dramático, bordeando lo grandilocuente y neutralizando los pasajes de atmósfera fantástica y terrorífica; wagneriano e inestable coral de metales en los cc. 49 y ss. La brillante toma sonora muestra una Wiener Philharmoniker en todo su crudo esplendor, quizás la percusión algo desmayada en la textura tímbrica (DG, 1994). Un Mahler despojado de humanidad, concebido como impulsor del modernismo del S. XX (del que Boulez es enfant terrible) más que como invocación del último romántico (como hace Kubelik).






Thomas Sanderling procede de la austera escuela leningradista, pero evita el literalismo de un Zinman o el puntillismo clasicista de un Szell. Las cuerdas de la St. Petersburg Philharmonic Orchestra, sin ninguna tradición mahleriana durante la era soviética, producen un sonido astringente en el andante, manejado (como el resto de la sinfonía) con cierto distanciamiento shostakovichiano. Toma sonora de altos vuelos, brillante y clarificadora de los planos internos y del hacer de la percusión (Real Sound, 1995)






Iván Fischer declara sentir por Mahler una especial responsabilidad debido a que comparte con él su judaísmo asimilado a unas raíces familiares austro-húngaras. El sonido suave, íntimo, nada metálico, erigido desde la línea de los graves, es la piedra angular de la lectura. No encontraremos aquí el contraste arrebatado, sino una lírica claridad, fluida en moderación dramática, donde el impacto llega de la revelación objetiva de la estructura (como ya expuso Inbal en 1986). Allegro articulado, ligero de texturas y tempi, colorido y conversacional entre las secciones. El veloz andante (un allegretto) se convierte en una danza rebosante de gentil nostalgia, una opción epigonal que prolonga la escuela bruckneriana, y que también suaviza conscientemente los aspectos perturbadores en el scherzo. Positivo, afirmativo en la vitalidad en el finale, de feroz conclusión. La Budapest Festival Orchestra recupera ¡por fin! los violines antifonales y el sabor antiguo en sus maderas eslavas. Magnífica grabación, transparente, profunda y pormenorizada (Channel Classics, 2005).






Robert Greenberg (Ph.D., University of California at Berkeley) teaches a extensive audio course entitled “Mahler—His Life and Music”: Over the course of these 8 lectures (45 minutes/lecture) Greenberg bring to life his complex, anxiety-bound visionary, whose continual search for perfection and the answers to life's mysteries is profoundly reflected in his symphonies and songs. These lectures also include more than a dozen excerpts from Mahler's symphonies and other works. Includes transcript of the complete course lectures, as well as the full course outlines, bibliographies, and other supplementary materials (The Teaching Company, 2001).






Ich bin der welt abhanden gekommen: A musical biography of Gustav Mahler, using the (questionable) adaptations of his work by Uri Caine. The narration achieves a stylish summation of the composer's life, and focuses on Mahler's childhood and influences on his music, followed by his composing practices and family. The visual material consists of a mixture of archive photographs, letters and manuscripts, with modern footage of places associated with Mahler (Winter&Winter, 2005).


jueves, 26 de enero de 2012

Puccini: Tosca

El ambiente de Tosca no es ni romántico ni lírico, sino apasionado, penoso y oscuro… de miserables y mezquinos personajes, héroes decididos y valerosos. Con Tosca queremos exacerbar el espíritu justiciero del hombre y fatigar sus nervios. Hasta ahora hemos sido tiernos; ahora vamos a ser crueles”: Así definió Giacomo Puccini a su nueva criatura (1899), fruto de la contradicción que supone por un lado el despertar de la conciencia contra el opresor político y por otro de la intrínseca glorificación imperialista de un mundo burgués cuyo producto es esta perfecta unión de melodrama erótico y realidad sádica, a lo largo de 24 horas en la vida de una mujer. Tras un preludio de violentas y llameantes armonías, dulces líneas fluyen por el paisaje, caldeando una tumultuosa continuidad musical de singular belleza, acomodándose a la palabra y a la escena con pompa sombría y fuerza diabólica, donde desfilan la mentira, la duplicidad, la traición, el engaño. Son esas pequeñas cosas (“piccole cose”, que decía Puccini) que hacen creíble esta cumbre del verismo: el hombre (la mujer) es una criatura de instintos.







Las cálidas noches de julio en la Roma de 1938 se conmocionaron ante la extravagante producción de Aida en las Termas de Caracalla, al aire libre, ante 20.ooo personas, y que incluía desfile de elefantes. Entre estas representaciones (su agenda estaba repleta de conciertos, óperas y películas) encajó el superstar Beniamino Gigli, a ratos, su grabación de Tosca. La dirección musical fue obtenida por el novato Oliveiro de Fabritiis, que gracias a sus contactos con el alcalde romano consiguió permiso para usar durante una semana el Teatro Real, plazo que transcurrió confortablemente hasta que, en la tercera sesión, la soprano se desmayó colapsada. Con el límite de tiempo medio transcurrido era forzoso buscar otra cantante. Gigli se lanzó en un taxi hacia el hotel donde se alojaba Maria Caniglia, la sacó literalmente de la cama y la puso delante del micrófono. Su Tosca tiene mayor temperamento que perfección vocal, una interpretación vívida dentro de la tradición verista, estridente y enfática. No obstante, la figura que domina el registro es la de Gigli: su ideal instrumento y su familiaridad con un personaje que había cantado durante veinte años le proporcionan una humanidad corpórea, una triste sonrisa entre sollozos y terciopelo. Su mágico tono dorado (que le permitió debutar en la ópera de incógnito, disfrazado de soprano, con falda y corsé), el ataque perfecto, el innato falsete, la dicción cristalina, hacen perdonar su no siempre contenido entusiasmo expresivo (es decir, su indiferencia a las minuciosas indicaciones de Puccini): óiganse las aspiraciones al comienzo de casi cada frase que mancillan su ejemplar legato. Armando Borgioli, correcto y limitado, aboceta con su voz firme y rica un villanesco retrato de Scarpia. La Orchestra del Teatro Reale dell'Opera di Roma se sumerge sin rubor en los elementos más melodramáticos de la partitura. La edición de Naxos no esconde la temprana grabación eléctrica o el leve chisporroteo de las pizarras, dando primacía a las voces en relación a una orquesta de pobre tímbrica. Quizá la fascinación viene de la memoria y no puede ser percibida por los sentidos.










Victor De Sabata exhala toda la dimensión oscura y trágica de la obra, aherrojada por una hipnótica Maria Callas de seductor colorido y refinamiento histriónico, intuitiva en su osado vocalismo (a pesar de la voz desigual), escupiendo malévola veneno ante un inexorable Scarpia (Tito Gobbi) que ordena a base de susurros serpentinos y gañe truculento y repugnante. Di Stefano frasea con naturalidad ardiente y desesperada sobre la magnífica orquesta del Teatro alla Scala de Milan (1953). La gloria mítica de este registro ha de repartirse pues, entre los contrastados timbres vocales, el perfeccionista director que supo emplear cada trazo melódico, cada pulso rítmico y cada matiz armónico para construir el arco dramático y mantener el suspense, y el productor Walter Legge, al que el anterior dejó las kilométricas cintas master con una nota de despedida: “My work is finished. We are both artists. I give you this casket of uncut jewels and leave it entirely to you to make a crown worthy of Puccini and my work”. Ríos de tinta se han escrito sobre las sucesivas reediciones de este prodigio; nosotros preferimos el mayor cuerpo y profundidad de la de EMI -algo reverberante en perjuicio de la claridad vocal- al rango dinámico restringido de la de Naxos, realizada a partir de impecables vinilos de época, y corrigiendo los presuntos desajustes de afinación/velocidad.











Procedente de la retransmisión de la matinée febril del 7 de enero de 1956 en la Metropolitan Opera House de New York, nos llega este desmesurado documento en el que Dimitri Mitropoulos cabalga entregado el urgente y dolorido brío orquestal. Sus estudios como percusionista le permiten el sostén rítmico del fraseo a la medida del canto mórbido y cristalino de Renata Tebaldi, con un apuntado toque verista (necesario para traducir el recitato pucciniano en su adecuada progresión dinámica) siempre dulce de expresión. Su etérea dicción contrasta con la algo tosca de sus acompañantes masculinos: el eficaz Richard Tucker, ferviente, emocional, pero seguro en el legato; y el Scarpia representado con generosidad por Leonard Warren, más rijoso que perverso. La edición de Andromeda presenta mínimos cortes en un sonido lejano que recoge abundantes ruidos escénicos, aplausos que señalan la aparición de los cantantes en escena (paralizando la acción para desesperación del director griego) o el lanzamiento de flores antes de la caída del telón.











Las excelsas consideraciones vocales de Zinka Milanov y Jussi Björling (sus arias rozan la perfección) no pueden hacernos olvidar su carencia de teatralidad. Tampoco Leonard Warren rebasa una caracterización primitiva del barone Scarpia. Temprano estéreo (Pristine, 1957) que resalta los atriles de la Orquesta del Teatro de la Opera de Roma, conducida con paso fúnebre por Erich Leinsdorf.










Herbert von Karajan protagonizó en 1962 uno de sus indiscutibles registros operísticos. En él, Leontyne Price inunda con su opulento tono oscuro una Tosca que va fraseando desde el atractivo erótico hasta la extenuación agónica; su timbre empasta perfectamente con el de Giuseppe Di Stefano, que tal vez no alcance la lírica gloria juvenil (en la tesitura alta y en el legato), pero aún recita amorosamente gentil; Giuseppe Taddei posee una gama tonal y una amplitud expresiva descomunales que articulan tanto el siniestro rubato como la calidez lúbrica. La grabación es de origen Decca, felizmente volcada hacia la orquesta (una refinadísima Wiener Philharmoniker), lo que nos permite deleitarnos con la suntuosa paleta pucciniana, constelando la instrumentación (Dammi i colori) pero sin tapar las voces. Karajan controla con precisión quirúrgica la tensión a partir de unos tempi épicos y graduales que potencian sutilmente el inquietante drama (él mismo se identificaba con el barón Scarpia, al que otorgaba un carácter central, pintándole noble y orgulloso en su villanía); sin embargo, es capaz de dar amplia libertad siguiendo a los cantantes. El añadido de efectos escénicos tan del aprecio del productor John Culshaw (puertas, campanas, cadenas, disparos… algunos de ellos reclamados en la partitura) enriquecen la ya excelente panorámica, diáfana, atmosférica, de gran presencia, cada una de las voces y de los atriles focalizados (maravillosos trazos en las maderas, en las diversas familias de cuerdas y metales).








La postrera Maria Callas, sin poseer ya (¿nunca?) ni el esmalte ni la sensualidad adecuados, dominaba a la perfección el relieve teatral, con su característico enfoque freudiano iluminando el recitativo pucciniano: “Sé que para transmitir el efecto dramático he de producir sonidos que no son bellos. Pero no importa que resulten feos mientras sean auténticos”. Esta exigencia compulsiva se refleja especular en el incluso más interiorizado Scarpia de Gobbi, capaz de moldear su tono desde la lascivia íntima hasta la amenaza sádica. Carlo Bergonzi sortea como puede (elocuente, elegante, deliciosamente) el embate entre las dos naturalezas que se le disputan, y Georges Prêtre maneja relajadamente la Orchestre de la Société des Concerts du Conservatoire. Un disco inimitable (EMI, 1964).









Lorin Maazel modela incesantemente con sus manos la partitura pucciniana en la que contrasta la rocosa solidez de emisión de Birgit Nilsson, a veces explotando una dinámica wagneriana, con la delicadeza de sus compañeros de reparto, el refinado y flexible Franco Corelli, y el sutilmente matizado Dietrich Fischer-Dieskau (tan elaborado que en ocasiones parece paródico). La orquesta de la Accademia di Santa Cecilia queda retratada en un sonido fabuloso (Decca, 1966).









Mientras Zubin Mehta empuja a la New Philharmonia Orchestra a unos tempi viscerales, la Tosca de Leontyne Price ha perdido calidez y dulzura, olvidado su italiano, y pretende enfatizar a base de su cazallero registro de pecho; Domingo -en la primera de sus seis (6) grabaciones- canta arrojado y pasional, y Sherrill Milnes recrea un sátiro peligroso y juvenil. El siseo de la cinta es notable y los graves colosales (RCA, 1972).






En una obra en la que el exceso es protagonista, la escrupulosa lectura de Colin Davis (1976) al frente de la Royal Opera House parece congeniar sólo a medias. Cierto es que Montserrat Caballé borda musicalmente una petulante Tosca (pero no acierta a evitar caer en un dramatismo que no posee), José Carreras da vida a un Cavaradossi impulsivo y bellamente cantado, e Ingvar Wixell recorta un neurótico perfil de cartón piedra. La reciente edición de Pentatone procede de las legendarias grabaciones que realizó el sello Philips en sistema cuadrafónico durante los años setenta: sonido natural y profundo.





Versión lírico-ligera la construida alrededor de un Luciano Pavarotti exuberante, que seduce con su maravilloso timbre en flor. Mirella Freni carece del temperamento necesario que tampoco adopta la floja dirección de Nicola Rescigno sobre la National Philharmonic Orchestra. La corpórea toma sonora ayuda al amenazador Scarpia de Sherrill Milnes (Decca, 1978).









Herbert von Karajan diseñó en 1979 una meticulosa lectura sinfónica donde la Berliner Philharmoniker brilla audazmente en su gloria, añadiendo a regañadientes a los cantantes por aquello del contraste armónico: un trío protagonista que no rivaliza seriamente con los anteriores, aunque Katia Ricciarelli erige una Tosca vulnerable, capaz de alargar bellamente los pianissimi, José Carreras canta un pulido y escasamente heroico Cavaradossi, y Ruggero Raimondi, dada su oscura tesitura de bajo, pelea con su rol desde un comienzo suave y viperino hasta lo ominoso en su ostinato en el Te Deum. Grabación espaciosa y de enorme amplitud dinámica (DG), de esas que adoran mis vecinos.





Concebida como banda sonora para una abigarrada película, la última grabación de EMI (2000) destaca por la excitante aportación de Antonio Papano junto a la Orchestra of the Royal Opera House. Mientras la magnética Angela Gheorghiu luce su abultado sentido del drama, Roberto Alagna es más genérico, menos tallado, forzando en ocasiones el instrumento, y engolando incomprensiblemente la voz en “E lucevan le stelle” (¡qué miedo!). Ruggero Raimomdi asegura la teatralidad pero retiene poca autoridad vocal. La estupenda grabación exfolia las disonancias blandas.