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miércoles, 12 de enero de 2022

Brahms: Piano Quintet, op. 34

El Quinteto con piano op. 34 fue compuesto por Johannes Brahms desde 1862, primero como quinteto schubertiano con dos violonchelos; después como sonata para dos pianos. A pesar de su fecha temprana, contiene muchos de los elementos que solemos asociar al Brahms maduro: la unidad estructural, los audaces ritmo, armonía y contrapunto, la escritura inspirada en el lied, pero de sonoridades masivas, el hallazgo de nuevas formas adaptadas a su compleja invención melódica.

I Allegro non troppo: Consta de una rítmicamente enrevesada exposición con tres temas (compases 1-95, aunque “Brahms no tiene temas“, Bruckner dixit); el breve y modulante desarrollo (cc. 96-159) y la recapitulación, esta última sobre una nota pedal disonante que prolonga la tensión, se funden en un flujo beethoveniano (cc. 160-250); y una amplia coda (cc. 251-299), contrapuntística hasta el retorno del tema principal.

II Andante, un poco Adagio: Combina el lirismo acariciador de una canción y la indefinición métrica y melódica del mundo onírico en una estructura tripartita: sección a (cc. 1-60); tras una fugaz transición sobre una figura sincopada, sección a’ (cc. 75-104), y coda (cc.105-126).

III Scherzo: Un drama pequeñoburgués que transcurre caprichosamente por actos de meditaciones trágicas y arranques apasionados: primero (cc. 1-46), segundo (cc. 47-157) y coda (cc. 158-193). El trío (cc. 193-261) vaga conciso de lo solemne a lo poético.

IV Finale: De arquitectura intrépida y frecuentes cambios rítmicos, esta sonata-rondó comienza con una holgada y sombría introducción (cc. 1-41), serpenteando ambiguamente en cromatismos modernistas, bordeando el dodecafonismo. La exposición de los tres motivos (cc. 42-183) se mezcla con un desarrollo (cc. 184- 341) que incorpora un cuarto tema y un intermedio. La extendida coda (cc. 342-492) se basa en una transformación del tema rondó, crecido dramáticamente y que se resuelve de manera sinfónica tanto en proporciones como en textura.


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El Flonzaley Quartet es considerado uno de los primeros cuartetos profesionales: fundado en principio en 1902 como conjunto de salón privado, es ya en 1920 el más famoso a nivel mundial. La continuidad de los mismos músicos a lo largo de su existencia y las extensas sesiones de ensayo lograron una inusual homogeneidad de articulación y entonación, evitando el virtuosismo en favor de un sonido enjuto, pero lúcido y transparente. En efecto, a menos de treinta años desde la muerte de Brahms, su grabación (Biddulph, 1925) ostenta una ligereza que resulta totalmente moderna, como si no hubiera pasado un siglo desde entonces. Su distinción poética no da ninguna importancia a las notas erradas, como si nadie estuviera escuchando, insensatamente irregular y original. Así, el andante exhala un aroma a cantata bachiana mientras el ominoso tema semimilitar en el scherzo resuella beethoveniano. Además de las concesiones rítmicas aplicadas a la estructura melódica (el rubato es un articulador para destacar la repetición de ideas motivacionales, revelando la inclinación brahmsiana de componer continuamente desarrollando variaciones), tanto el vibrato como el portamento, juiciosos y reducidos, son empleados como ornamentos con funciones basilares (por ejemplo para destacar las cadenze), o reservados para ciertos efectos como acentos o colorantes tímbricos. El pianista Harold Bauer resulta ideal como compañero pues era también violinista y fraseaba de acuerdo con ello.






Todo Brahms parece gravitar en torno al mundo sinfónico. Su Quinteto para piano ciertamente, al menos en la siguiente versión. El Borodin Quartet desvela una lectura cálida y romántica, donde furtivas calmas se intercalan con emociones triunfantes, apasionadas como un drama tchaikovskiviano (pero para Brahms el ruso era “demasiado lacrimógeno”). Sviatoslav Richter proyecta su técnica prodigiosa, plena de fuerza y lírica, colorismo explosivo, incisividad rítmica, acordes milagrosamente cristalinos y compensados. Posiblemente no todas las marcaciones estén en tiempo y forma, pero el control de la incertidumbre es implacable. Alboroto en el allegro, con una marea de fluctuaciones de tempo completamente natural. Scherzo demoniaco y finale tenso y concentrado, incluso con la más suave de las dinámicas. El atroz sonido monofónico jamás ha salido de la celda del KGB donde fue recluido (Victor, 1958).






Arthur Rubinstein, a sus 80 años en la grabación, lleva las riendas de una conversación (que no disputa) empática y apolínea, reservando al piano un primordial papel de tipo concertante, y asignando a las cuerdas del Guarneri Quartet la tarea de transmitir, gracias a una serie infinita de juegos y referencias tímbricas, el sentido de una espacialidad sinfónico-orquestal. Pocos han profundizado más en el contenido emocional del Quinteto, sacando a relucir los momentos de vértigo expansivo e impetuoso (aunque quizá el cuidadoso scherzo escatime algo de tragedia) y al mismo tiempo dando un compendio de precisión técnica. La rica tímbrica instrumental vagabundea debido a una mezcla desordenada (RCA, 1966). Glenn Gould proclamaba (discutiblemente) que el disco era “la mejor interpretación de música de cámara que he asistido en mi vida. No puedo imaginar algo más espontáneo y a la vez más organizado”.






La contención expresiva del Amadeus String Quartet (DG, 1968, con Christoph Eschenbach) me hace preferir su posterior traducción en concierto con Clifford Curzon, impredecible pianista y, a menudo, desastroso (BBC Legends, 1974). La grabación lejana y sin coherencia espacial realizada en el Royal Festival Hall, conocido por su pobre acústica, emborrona la articulación intensa del teclado, dejando las líneas internas del cuarteto poco audibles. Pero el entusiasmo sincero, que roza la descoordinación por momentos, con un violinista radiante de fuego y turbulencia, incendia un poderío irresistible desde la musculosa frase inicial al tumultuoso finale que un idiota arruina sobre la resonancia del último acorde.






Brahms apremiaba a los pianistas: “Toca como quieras, pero hazlo bello”. Algo no tan sencillo en el caso del Quinteto, todo un reto interpretativo y técnico, pero que András Schiff consigue de manera admirable en su delicado Bösendorfer. El Takács String Quartet era en 1990 completamente húngaro, y llevaba tocando con Schiff desde sus tiempos en la Academia de Música Ferenc Liszt en Budapest, algo que se aprecia en la confianza y respeto con que se reparten el protagonismo que marca la partitura. El enfoque lóbrego pero vehemente del allegro, se relaja en un suave andante, torna obsesivo en el scherzo y evoluciona hasta lo optimista y entusiástico en el finale. Los pasajes que implican cambios bruscos funden unos en otros de manera natural, sin efectos desapacibles ni rupturas teseladas. La profundidad de la toma sonora prioriza en posición las cuerdas, que se definen individualmente sin comprometer la coherencia general, además de presumir de un barniz cálido y amaderado (Decca). Fantástico.






La Gaia Scienza (Winter&Winter, 2000) fue el primer conjunto que se atrevió a mostrar el Quinteto con (moderado) enfoque historicista. El piano Erard de 1842 es algo anterior a la fecha de composición, y, en mis oídos, suena algo quebradizo para (la imagen que tengo de) Brahms: la escasez de resonancia se compensa por la claridad del sonido y la precisa articulación que es capaz de obtener el pianista, por ejemplo en el scherzo, menos grandilocuente y más percusivamente atlético. También se ve beneficiada la presencia de las cuerdas, de variabilidad sutil y magro vibrato; los portamenti expresivos quedan fuera del rescate procedimental decimonónico. La restauración textural no lo es todo, y se echa en falta sensualidad en el fraseo puntiagudo; quizá (este) Brahms no la necesita.






Andreas Staier emplea un piano Steinway de 1901, no estrictamente contemporáneo de la obra. Su ligereza de cuerpo y timbres (y su localización distante en el panorama) inclina el contrapeso sonoro hacia las cuerdas del Leipziger Streichquartett, de gran reputación en el clasicismo vienés, que conjunta la fogosidad beethoveniana y la poesía schubertiana, impregnando de colorido los resonantes tutti que contrastan en el furioso scherzo, de aroma zíngaro. A destacar la idoneidad de los (rápidos) tempi, el arrebato y energía, la variedad de vibrato, los contrastes texturales, la definición incluso en la textura sinfónica de la coda final. La desvergonzada reverberación empaña los pasajes más tenues (MDG, 2002).






El colectivo australiano Ironwood (ABC, 2016) se basa en una retórica (rotundamente) historicista: en las cuerdas son frecuentes los portamenti y escaso (y solo como efecto) el vibrato, y aún tocando en conjunto se mantiene la levedad. El perfecto equilibrio con el pianoforte Streicher tocado por Neal Peres Da Costa (e instigador del delito conceptual) merece un mínimo detalle: réplica del que poseyó Brahms, cálido y dúctil en tonalidad, encordado en paralelo sobre marco de madera, con los martillos enfundados en piel, con registros diferenciados en agudos, medios y graves. Sus tímbricas novedosas surgen por doquier, llamando continuamente la atención del oyente. En una carta a Clara Schumann el compositor explicaba: “Es muy diferente escribir para instrumentos cuyas características y sonido uno sólo incidentalmente tiene en la cabeza, que escribir para un instrumento que uno conoce de principio a fin, como yo conozco este piano. Ahí siempre sé exactamente lo que escribo y por qué escribo de una forma u otra". De acuerdo con testigos contemporáneos, Brahms arpegiaba la mayoría de los acordes cuando tocaba, realzando la intensidad expresiva y el ritmo y textura de la música, y se puede escuchar al propio compositor dislocando con regularidad la melodía del acompañamiento en su grabación en cilindro de cera de 1889 de su Danza Húngara nº 1. En ese mismo registro Brahms emplea rubato métrico (entendido como la alteración rítmica de las notas melódicas conservando esencialmente la regularidad métrica del acompañamiento). Coherentemente con esta predilección del compositor por la ambigüedad versificadora, Ironwood salpica además ritmos elásticos, alteraciones rítmicas y ataques verticales cautelosamente descoordinados sin ser erráticos, sino claramente destinados a dar un carácter particular a frases individuales. Elegante el allegro y bullicioso el finale, con una rompedora introducción, donde se aprecia el estudio del joven Brahms de las óperas wagnerianas.





martes, 15 de enero de 2013

Schubert: Trío nº 2, op. 100, D. 929

El Trío n° 2 de Franz Schubert, fechado en noviembre de 1827, se integra por la unidad orgánica de sus cuatro movimientos, de gigantescas proporciones, ricos en ideas temáticas, constantes transformaciones armónicas y texturales, interrelaciones y recurrencias:

I Allegro: Formalmente es una sonata –nada convencional– con tres temas principales relacionados entre sí, con la fluidez típica de sus lieder. El primero, sobre un ritmo enunciado marcato al unísono por los tres instrumentos, que reviste un brusco acento beethoveniano con su línea descendente sobre una octava, ofrece pronto una primera variación entrecortada por silencios. El segundo motivo (cc. 50-56), de esencia más propiamente schubertiana, emerge desde acordes ceñidos y repetidos, como angustiados y dubitativos; el piano, voluble, borrará un tanto esta impresión. Sobre el conmovedor tercer tema, cc. 140-148 (oído dulcemente por vez primera al violonchelo en cc. 16-18), va a construirse el extenso desarrollo (desde c. 195), situado en un ensoñador clima de modulaciones y de oposiciones dinámicas tenaces antes de la reposada reexposición. Justo al final, una inesperada aparición del segundo motivo (c. 585 y ss.) logra una hábil transición hacia el paso vacilante del…

II Andante con moto: Un desequilibrado rondó ABACABA que desprende una melancolía punzante. Los dos compases de obertura, sobre un estoico ritmo de marcha al piano, sugieren ya algo fúnebre antes de que entre el tema, desplegándose lentamente en la cuerda grave. A este episodio –40 compases– en modo menor, que gradualmente adquiere el carácter de un persistente ostinato teñido de fatalismo, sigue otro en mi bemol mayor (B) en el cual el violín lanza un tierno y cálido motivo, dialogado por los tres instrumentos en una exaltación siempre creciente que romperá un compás de silencio (c. 81). Hasta en tres ocasiones (cc. 86-93; cc. 106-113, cuerdas sobre el trémolo; cc. 199-212) volverá la dolorosa escansión inicial con un ensombrecimiento progresivo del clima, la violencia llegando en oleadas –con el tormentoso trémolo del piano como cima, cc. 104-112–, en una especie de grandiosa balada romántica que precede al retorno del motivo en modo mayor (B). El permanente contraste entre piano y forte, entre menor y mayor, se acentúa aún más en la coda (c. 196 y ss.), donde de nuevo se ralentiza el tempo y el lamento parece quedar en suspenso, misterioso y trágico sobre la armonización cromática del pizzicato.

III Scherzo: A ritmo de minueto, la escritura canónica a dos voces del comienzo lanza una idea pletórica, entrelazando texturas a dos y tres partes, que se hará después más lenta y modulante con aroma a vals. La sección trío presenta un tema más rústico y fuertemente acentuado (cc. 89-93), que vendrá a contradecir la aparición de un tierno dibujo en el violonchelo (cc. 138-153); piano y violín le procurarán la incertidumbre rítmica que anuncia el finale.

IV Allegro moderato: Se aproxima a una desmadejada sonata, asimilable por sus insistentes recurrencias temáticas a una forma rondó. Se distinguen dos episodios: el piano enuncia el primer trazo en una atmósfera de amabilidad cándida en sus rápidas figuraciones haydinianas, pero algunos perfiles (ecos del scherzo, ciertos silencios) hacen presagiar nubarrones. Expuesto sucesivamente con ligereza por violín, violonchelo y piano -cual exótico címbalo-, el pintoresco segundo tema (cc. 73 y ss.) conocerá una nueva presentación en canon, antes de que el desarrollo haga aparecer otras tonalidades dramáticas; después, el motivo inicial se repite y se extenúa poco a poco hasta reducirse a una sola nota siniestramente repetida (pedal sobre el si, cc. 273-274, la proximidad al contemporáneo Winterreise). Nostálgico, retorna insólitamente el mortecino ritmo del andante (cc. 279-315), antes de una reaparición en re menor del segundo tema de este finale. La reexposición reproduce un esquema idéntico sin que el arrebatador primer tema llegue a reinar, pues el quejumbroso motivo del andante vendrá a sustituirlo en la coda de manera epatante (cc. 697 y ss.), no imponiéndose la tonalidad mayor hasta los últimos compases, de dudosa jovialidad vienesa, y segura y amenazante inflexión mahleriana.





Espontaneidad, elocuencia y calidez van de la mano de los Adolf Busch (al violín), Hermann Busch (al violonchelo) y Rudolf Serkin (al piano), que esculpieron en 1935 un registro baremo de todas las interpretaciones posteriores. Pleno de dramatismo vibrante, lirismo sublime, acentuación y fraseo variados, fluidos y alegres, y un discreto rubato que aporta elasticidad y aceleración cuando la tensión lo requiere. Nunca la melodía del andante ha sonado tan desolada, con tal intensidad desesperada en su deliberada austeridad, en su peligrosamente amplio tempo (ni el scherzo tan hormigueante), ni su retorno en el finale, cuando la contenida línea del cello expresa humanidad y sabiduría. Serkin borda, limpio y sereno pero con remarcable libertad dentro de la claridad del concepto, su calculadamente compuesta difícil parte. Adolf hace gala de su perfecto legato (como era tradición por aquel entonces en el acompañamiento), su etéreo timbre y su bello portamento, que, deslizándose de tono en tono como un cantante, agrupa las notas estructural y expresivamente. El vibrato es endémico, pero varía infinitamente, acorde a las demandas de la música. La transferencia realizada por Andante a partir de pizarras a 78 rpm posee las necesarias presencia y profundidad y excluye cualquier prejuicio sobre la edad de la grabación.









La ocupación barcelonesa por parte del ejército en 1939 motivó el autoexilio, entre muchos otros, del violonchelista Pau Casals, decayendo lentamente su carrera como concertista, y dedicándose a la composición y a la enseñanza hasta 1950. Es entonces cuando el violinista Alexander Schneider le persuade para su participación en el inédito Festival de Prades, conmemorativo de J.S. Bach. Junto al pianista Mieczyslaw Horszowski registraron un par de años después un extraordinario documento en el mismo Festival, pleno de belleza tonal, concentración e intensidad espiritual. Claridad en la articulación, limpieza de ataque o respeto a la partitura son términos que aquí palidecen frente a libertad de la expresión y a la capacidad de emocionar: “Casals no interpreta, resucita”, Grieg dixit. Entre el fraseo angustiado y la expresión sombreada y turbulenta, la melodía del andante se moldea en sus manos con un aroma dvorákiano de despedida. El férreo control de la estructura musical, logrado a través de la profundidad y complejidad de la conversación camerística, revela la hechura sinfónica de la obra, obstinada en las repeticiones rítmicas y su frecuente apareamiento con los giros en el color armónico dentro de este universo tonal descentrado. Por la toma sonora (Sony), cercana y resonante, se asoma ocasionalmente la guturalidad del gran Pau.










Los integrantes del Beaux Arts Trio —Daniel Guilet (vn.), Bernard Greenhouse (vc.), Menahem Pressler (p.)— asumen con marcada personalidad el papel protagonista cuando la partitura así lo demanda (como en el brusco trío), pero siempre dentro de una expresividad calculada, una serenidad sostenida, sin romanticismos excesivos –la línea legato en las arcos naturalmente (con)seguida–. Veloz, flexible y elegante, enfatizando el clasicismo del compositor, el trío vienés forja una comprensión equilibrada de fuerzas y vectores, empaste tonal, empaque y aplomo rítmico. La acentuación y la amplitud dinámica son refinadas, inteligentemente mesuradas. El rígido tempo marca una inexorable atmósfera en el andante (como en muchos de los lieder del Winterreise) –con bruñido acompañamiento del piano en staccato–, pero se relaja en los líricos segundos temas en los movimientos extremos, alargando las frases sin rubor. La grabación (Philips, 1966) se conserva seca, ligera y definida, si bien la próxima perspectiva del piano ensombrece a los instrumentos de cuerda.









Isaac Stern (vn.), Eugene Istomin (p.) y Leonard Rose (vc.) bosquejan una lectura mórbida, vital, afable, cuidadosa en la atemperación de dinámicas y rotunda en su gracia schubertiana, simpatizando más la filiación clásica que romántica. La inusual cohesión de vibrati entre los instrumentos de cuerda permite el invisible cambio de testigo dentro de una misma frase, sin cesuras aparentes. La grabación comenzó en Suiza, pero no convenció a los perfeccionistas integrantes del Trío, extremadamente celosos de su propio sonido, de modo que la pospusieron hasta llegar a sus cuarteles neoyorkinos. Sin embargo, la mezcla (Sony, 1969) –a pesar de su inmediatez y separación espacial– aglutina de manera artificiosa un triángulo invertido, con las cuerdas a ambos de la percepción sonora en una especie de falso estéreo, con el piano en la base, y recoge afectivamente a los intérpretes en el orden citado, destruyendo la conversación e imponiendo una oligarquía camerística, en la que, por turnos, el acompañamiento encortina a la melodía.










En cierta ocasión preguntaron a Stravinsky si la prolijidad de las composiciones schubertianas no le inducía al sueño; el ruso respondió que “y eso qué importa, si cuando despierto estoy en el paraíso”. Otros rusos fugados, los del Borodin Trio: Luba Edlina (p.), Rostislav Dubinsky (vn.), Yuli Turovksy (vc.), careciendo de (o soslayando) la ductilidad vienesa de los Beaux Arts, muestran un concepto fuerte y profundo, y su lectura es más beethovenianamente formal, con los correspondientes tempi pausados. El flujo rítmico se muestra cauteloso, disciplinado, muy efectivo en las controladas semicorcheas del finale, tal vez no tanto en las imitaciones canónicas del serio(!) scherzo, donde puede desdibujarse el contraste. Grabación afrutada (qué cálido vibrato de violonchelo) y ligeramente difusa, cuya lejanía estrecha la panorámica de los instrumentos de cuerda (Chandos, 1981).










Andras Schiff (p.), con su larga experiencia como acompañante liederístico, propone una amplia riqueza de matices, dentro de su personalidad sencilla y humilde; Yuuko Shiokawa (vn.), de timbre galante y suave, y Miklós Perényi (vc.), discretamente diplomático, exponen la ambivalencia afectiva schubertiana, su inefable mezcla de humor y melancolía. Es esta una visión meditativa e introspectiva, que, unida a los tempi y gradaciones dinámicas, fluyentes ambos, permiten inauditas profundidades y contrastes. Otro de los alicientes del disco es que recoge la versión original del finale que viene a durar casi 20 minutos. A requerimiento de su editor, Schubert eliminó el signo de repetición al final de la exposición, y ejecutó dos cortes en el desarrollo: más de cien compases en total. Indudablemente esta versión íntegra, casi proustiana, posee mayor cohesión estructural en su unidad motívica y en sus relaciones armónicas. La toma sonora, templada y metálica, asombra por su amplitud espacial, aunque puede empañar los rápidos arpegios del piano (Teldec, 1995).








El trío La Gaia Scienza abre una ventana hacia nuevas y caleidoscópicas sonoridades: en lugar de una agradable eufonía (The Castle Trio, The Mozartean Players) propone un maelstrom salvaje y fascinante. Federica Valli ha conseguido para el registro un histórico fortepiano vienés fechado en 1815 –que el mismo compositor estimó– de timbre acre, al que somete a una articulación percusiva, en un pianismo brutal y vigorizante. Su escasa resonancia permite un equilibrio igualitariamente desconocido con(tra) las cantarinas cuerdas de tripa de Stefano Barneschi (vn.) y Paolo Beschi (vc.). En conjunto, la relación del tempo con las cristalinas calidades tímbricas produce una distinta caracterización del material temático. Así, mientras nerviosos claroscuros asolan el andante y borboteantes jugueteos jadean en el scherzo, el trío adquiere una funcional aproximación rítmica estable al finale, donde el pianoforte realiza a la perfección el efecto címbalo. En esta gestualidad coreográfica (la obra está recorrida por el espíritu de la danza, desde los contagiosos ritmos ternarios del allegro a las cadenciosas melodías 6/8 del finale), estridente y desafiante del postrer Schubert, reconocemos su declaración como heredero de Beethoven. La excelente grabación, cercana y a la vez panorámica, fue realizada en la idónea acústica de la Sala dell'Organo Toscano de Villa Medici (Winter & Winter, 1996).









Lectura fuertemente emocional y sensitiva, en búsqueda constante de la intimidad del alma del compositor, la del Florestan Trio: Susan Tomes (p.), Anthony Marwood (vn.), Richard Lester (vc.). Milagrosamente coloristas en la marcial y austera apertura, y melancólicos en el andante, con verdadero sentido de la marcación con moto –la pianista sugiere que el tempo correcto es el de “pasos por nieve profunda”. Por cierto, qué delicadeza la de sus tresillos en el desarrollo del primer movimiento, mientras incrementa gradualmente la dinámica en la mano izquierda (cc. 225 y ss.)–. A más modestia y educación eduardiana, mayor sensación de violencia en los trémolos climáticos. En el scherzo contrasta el bullicio con la intimidad y delicadeza (spiccato y selectivo uso del vibrato; la reaparición del tema al violonchelo), dando paso al desenvuelto finale, que mantiene su humor incluso en las reapariciones del opresivo lamento del andante, brillantemente decorado por la espontaneidad quijotesca del violín. La soberbia toma sonora recoge la cuidadosa atención a las dinámicas, por ejemplo en la distinción entre ff y fff en el andante, sin ninguna rebaba de aspereza (Hyperion, 2001). El disco incluye las dos versiones del finale, original y con las escisiones.