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miércoles, 7 de junio de 2023

Schumann: Piano Concerto

El Concierto de piano de Robert Schumann fue derivado y ampliado de una Fantasía con acompañamiento orquestal (1841) y definido por el propio autor como “algo a medio camino entre la sinfonía, el concierto y la sonata”. La imposibilidad de encontrar editor le incitó cuatro años después a sumar dos movimientos adicionales, siguiendo los múltiples comentarios que Clara anotaba al margen.

Las cualidades que perduran en la obra son las mismas que fueron criticadas cuando se compuso: el diálogo sin conflicto entre piano y orquesta interpares, y la carencia de artificios exhibicionistas. Asimimsmo, conjuga los dos factores psicológicos y emocionales que reflejan la personalidad compleja y atribulada del autor: "Florestán" es el impulso extrovertido y audaz, mientras que "Eusebius" es la reflexión introvertida y soñadora.

I Allegro affettuoso: Sonata articulada libremente en torno al tema inicial. Tras tres compases de introducción (una cascada de acordes) comienza la elegiaca exposición (cc. 4-155); el turbulento desarrollo es más un juego de intercambios similar al de las variaciones (cc. 156-258); tras la recapitulación (cc. 259-398), la cadenza es del propio Schumann, probablemente para evitar excesos pirotécnicos por parte del solista (cc. 398-457), resuelta en una coda febril (cc. 458-544).
II Andantino grazioso: Intermedio lírico y camerístico de estructura liederística: A (cc. 1-28); B (cc. 29-68); A (cc. 68-102); los últimos compases sirven de transición al …
III Allegro vivace: Rondó en el que las ambigüedades métricas y rítmicas abundan y colorean el espíritu danzante, y que puede organizarse en exposición (cc. 1-250); desarrollo (cc. 251-388); recapitulación (cc. 389-662); y coda (cc. 663-871), un optimismo desenfrenado que finalmente se hincha hasta el triunfo resplandeciente del tutti orquestal. 
 






Alfred Cortot representa la decimonónica (y ya perdida), arriesgada, cautivadora y poética imaginación, figuradamente improvisada: su arrojado rubato, su pulso libérrimo, la desincronización de las manos, los acordes arpegiados, la reescritura de la parte pianística con varios casos de atronadores refuerzos de graves o repentinas elevaciones de una línea de agudos. Las imprecisiones y emborronamientos en las octavas no incapacitan una arquitectura con un delicado sentido de la proporción y dominio de la gradación tonal. La marcación allegro affettuoso nos guía hacia donde se dirige la interpretación, siendo el comienzo del desarrollo en andante espressivo (cc. 156 y ss.) de una lentitud mágica. Su tratamiento del intermezzo es tierno y caprichoso, todo el movimiento lleno de una encantadora timidez y reserva. Un inesperado y pesado rallentando (para evitar la inmediata repetición literal del tema, cc. 4-8) anuncia la llegada de un finale todo lo brillante que se pueda desear. Landon Ronald logra de la London Symphony Orchestra una conjunción elocuente y a veces imprecisa, sobre todo en los metales. La restauración (Dutton, 1934) sorprende por su presencia, aunque el rango dinámico es restringido.





Nacido en 1862, Emil von Sauer tocó con Mahler y Strauss, y fue considerado el legítimo heredero de Listz: La crítica ya decía de él en 1908 que “representa una escuela de pianistas que casi ha desaparecido”. Su tímbrica es cristalina, el rubato espacioso, la pulsación pulida con aristocrática elegancia, de una manera completamente totalmente natural, disfrutando del romanticismo sin regodearse en él, con la abandonada libertad de sus setenta y ocho años. Los diálogos con el clarinete y oboe en el segundo tema animato (cc. 67-108) son verdaderamente música de cámara, con el experimentado Sauer adaptándose a la flexibilidad requerida. El genial Willem Mengelberg (nacido en 1871) desecha en ocasiones la articulación provista por Schumann, combinando la licencia reflexiva con el rigor, el matiz rítmico y la calculada espontaneidad. La Concertgebouw Orchestra riega profusamente portamenti en la sección media del andantino. El sonido proviene de un concierto grabado en la Amsterdam ocupada (King, 1940). 





Dinu Lipatti ofrece una personalísima mezcla de ardiente sentimiento y meticuloso pianismo que resalta la interioridad de la música, la sensación de comunicación profundamente personal: escúchese, por ejemplo, cómo transforma la anhelante versión menor del primer tema en la profunda tranquilidad de la clave mayor (cc. 59-66). Su línea dominante y perfectamente cincelada (en ocasiones fuera de lo marcado en dinámica o tempo) destaca en el toma y daca con la orquesta: solista y director no compartían el mismo concepto de Schumann. La agitada huella de Herbert von Karajan es palpable en un allegro poco affetuoso, o en el virtuosista finale, modelo de ferocidad que yerra el anhelo romántico. La monumental grabación de 1948 ha conocido repetidas ediciones (EMI, Philips, Apr, Opus Kura, Dutton, Warner, Profil) siendo esta última la que mejor resalta las cualidades tonales de las maderas de la Philharmonia Orchestra, aunque, en ocasiones, el áspero y crudo timbre del piano anege la orquesta y viceversa. La posterior versión en vivo con Ansermet y la Suisse Romande (Decca, 1950) es menos vigorosa (Lipatti tocó el concierto gravemente enfermo y murió poco más tarde).





Si aceptamos la división que hace Schumann de su propia personalidad artística, ésta es en gran medida una interpretación de Eusebius. Sviatoslav Richter renuncia al enfrentamiento, ausente en el sombrío y contenido colorido emocional, desgrana sutilezas rítmicas y refracta nuevos significados a las acuarelas armónicas. Su temible percusión lidera magnética la ejecución: en el inicio de la cadencia Richter se detiene un instante con quietud embelesada, cuidando la diferenciación dinámica entre las manos, para después martillear demoníacamente los acordes, haciendo realidad el oximoron “ponderación romántica”. Con Witold Rowicki, cuyos sentido rítmico y modelado dinámico son tan admirables como cuestionable es la schubertiana rudeza tímbrica de la Warsaw National Philharmonic Orchestra, hay una sensación permanente de que los detalles se suman: la tímida primera enunciación, el convincente tratamiento ritenuto del puente hacia el segundo sujeto (cc. 59-66). La toma sonora (DG, 1958) es mejorable en claridad textural, aunque la última edición ha suavizado la metalicidad del piano.





El ménage à trois Michelangeli-Barenboim-Celibidache ha dado algunos de los más bellos registros en lujuria y obscenidad: M-C (Weitblick, 1967), M-B (DG, 1984), B-C (EMI, 1991), M-C (Memories, 1992). La compenetración simbiótica de un lenguaje perfectamente controlado y mensurado, el tiempo suspendido en evocaciones contemplativas, la elegancia formal, exquisita en sus matices, la cadencia templada con libertad, la sutileza de las luces y de las sombras… todo ello se comunica a través de un estético y deliberado estilo hiperdetallado (atención al exótico ritardando para concluir el pasaje central del andantino, un retrato melancólico y cándido).





La visión a gran escala de Radu Lupu convierte el Concierto en una cuestión de vida o muerte, con enormes rangos panorámicos y dinámicos. Lupu es un protagonista un tanto errático (por ejemplo, su interpretación del primer compás es heredera de Cortot), de un lirismo anárquico y fundente, serpenteando por los retazos de textura y breves formas rítmicas que dan continuidad a la corriente principal del argumento musical. En el movimiento lento, Lupu lanza pasajes de una belleza expansiva, ya sean como retos o como cartas de amor, y se ve recompensado por las magníficas y expresivas respuestas orquestales. Y si el primer movimiento era un canto solemne, el finale es una afirmación triunfal donde el pianista se toma la molestia de subrayar los importantes ritmos cruzados de la mano izquierda. Los solistas de la London Symphony Orchestra brillan con luz propia, con tímbrica generosa de calidez plácida y muelle, con André Previn tamizando y simplificando los contornos, perfectamente equilibrado en (para) un esplendor brahmsiano (Decca, 1973).





Mis grabaciones son el resultado de años de trabajo y escucha, siempre teniendo a mano la grabadora: mi lección de piano”. El fraseo de Ivan Moravec, pura poesía, enfatiza, colorea e inflexiona las líneas melódicas sin quebrarlas rítmicamente. El allegro affettuoso propulsa su idilio por medio de continuos cambios de tempi (el andante espressivo es tratado como un seductor diálogo de viento, violines y piano). Languidece con fascinante dulzura en el inigualable andantino, en el que encuentra inmediatamente la nota justa de íntima sencillez y suave ternura, las frases tartamudeantes y gradualmente lentas, las dudas y suspiros con las que se desmorona el tiempo, la sugerencia de una relación amorosa entre el piano y la orquesta. En el finale ese amor desarrolla una consistencia física. Los amaderados vientos de la Czech Philharmonic Orchestra, con Václav Neumann en el pódium, terminan de redondear la grabación en vivo, con el piano dominando la toma sonora (Supraphon, 1976). 





Entre registros oficiales y corsarios, Marta Argerich ha grabado la obra al menos en treinta y seis ocasiones (!), la primera de ellas con tan sólo once años de edad. Siempre técnicamente diamantina, según avanza el tiempo su estilo (navegando por el reino de lo fantástico, lo nervioso y lo vibrante, de gran presencia rítmica) parece desmelenarse más y más asemejando la evolución de un incendio, creciendo según rola el viento. Podría elegirse la de Celibidache (Altus, 1974), aún disciplinada; con Rostropovich (DG, 1978), más temperamental; la de Harnoncourt (Teldec, 1994), con un finale arrollador; o desatada finalmente, con Chailly (Decca, 2006). 





Obra muy sensible al timbre con el que se colorea, el instrumento elegido por Andreas Staier es un fortepiano vienés de hacia 1850, cuyo sonido redondeado decae rápidamente, de tesitura baja rica y oscura y cristalinos agudos (en el piano actual toda tonalidad suena en esencia igual que cualquier otra), que destaca sobre la orquesta más que presidirla. Staier ocasional y deliciosamente arpegia los acordes, y gestiona el rubato a través de las dinámicas. Siguiendo las sugerencias interpretativas de Clara Schumann la cadenza se toca "con mucha calma, pensativa y pacíficamente, con humildad y amor" y el tempo del andantino es ágil. Históricamente informada, la impactante Orchestre des Champs-Élysées muestra violines antifonales y prominentes metales y timbales, y Philippe Herreweghe maravilla equilibrando los planos sonoros sin que unos oculten los otros (HM, 1995). Las secuencias modulantes en el finale desprenden un aroma revolucionario. En este enfoque heroico-beethoveniano se pierde misterio, pero se gana en variabilidad, aparato dramático y carácter de los personajes que desfilan por la partitura.





Christian Zacharias plantea una proposición coherente que ha obtenido respuestas divergentes (existe una grabación por Bilson y Gardiner de 1990 que nunca ha sido publicada, acaso para evitar críticas similares). En su paseo alpino, Zacharias se detiene y reposa para contemplar el paisaje: la matización de cada frase da un trazo inquieto e intranquilo; titubeo y duda que no deben ser confundidos con fragilidad. Florestán pasa a un segundo plano, vestido de elegancia pálida. La estructura mantiene una base rítmica estable que unifica los tres movimientos, erosionando el relieve del andantino central, que deja de ser el lento descanso, casi desmayado, de otras ópticas de romanticismo exacerbado, con una disparidad hiperbólica adiestrada por la tradición y sin que la partitura exprese realmente nada al respecto. Desgraciadamente, la fresca articulación pianística, cuidadosa en sus dinámicas y escasa en el pedal, excede a la Lausanne Chamber Orchestra, plana y poco contrastada, sin que metales o percusión aparezcan. Quizá sea un defecto de la mezcla sonora, muy cercana al piano (MDG, 2000).





En un principio, Franz Liszt se negó a interpretar la pieza porque no la consideraba suficientemente virtuosística. Discreta y gentil, incluso reflexiva y meditabunda, es la cómplice interpretación de Angela Hewitt, tejiendo con sus dedos una urdimbre ligada que acompaña a la orquesta, ocultando en drama lo que se revela en dócil y expectante sosiego. El andantino recoge un acertado planteamiento cantabile. Finale de tempo estable como un vals, liviano mas no indolente, alejado del habitual galope, pero ajustado a la marcación metronómica. Hewitt manifiesta la influencia bachiana con una digitación nítida, cristalizando el contrapunto, con una increíble independencia de las manos, sin grandilocuencia ni ostentación. Hannu Lintu lleva a la Deutsches Symphonie-Orchester Berlin por una senda camerística, imbuida de clasicismo. De manera consecuente, la toma sonora (Hyperion, 2011) no empasta el timbre del piano con la orquesta, sino que lo segrega, incorpóreo como un fantasma hoffmanniano.





Alexander Melnikov emplea un enfoque muy directo y rústico. Sin ser un especialista del historicismo, su mordiente fortepiano Erard de 1837 contempla registros muy diferenciados que se emparejan divinamente con la sonoridad orquestal, especialmente sus metales y maderas (clarinete y luego oboe en la exposición del tema en mayor, cc. 67 y ss.). Con un primer movimiento lanzado y un segundo despreocupado y somero, el moderado tempo con el que se pauta el doliente y terrenal finale deslumbra con una claridad tímbrica que muestra lo atinado de la orquestación en equilibrio y transparencia textural, con unas últimas páginas que se despliegan con discreción, sin atisbo de la tan común precipitación. Pablo Heras-Casado airea las voces secundarias, pero no logra rescatar de la lividez los atriles de la Freiburger Barockorchester (HM, 2014).




lunes, 29 de noviembre de 2021

Holst: The Planets

Gustav Holst terminó en 1917 una suite en siete movimientos retratando cada planeta en un psicograma astrológico, aspecto reconocido tibiamente por el compositor, ya que su práctica seguía penada por The Vagrancy Act de 1824. Maximizando y oponiendo sus contrastes, The Planets germina desde el ritmo, en una gran variedad de estilos y elaboraciones, con el rico colorido straussiano de una orquesta disparatadamente masiva y con exóticas adicciones, aunque de claridad raveliana en su exposición.

 

106 lossless recordings of Holst The Planets (Magnet link) 

 

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1. Mars, the Bringer of War: Una marcha stravinskiana de mecánica brutalidad, cuyo inclemente ritmo en métrica poco convencional y tensos acordes en disonancia flagrante evocan fanfarrias marciales. En cuanto a su tímbrica, escúchese cómo las cuerdas golpean con la madera del arco para producir un efecto percusivo mientras el generoso uso de los metales amplifica el tono militar. La pionera grabación de Gustav Holst fue realizada poco después de la premiére, en 1922: imaginemos las filas de profesores luchando por conseguir un emplazamiento cercano al embudo acústico (sabemos que el limitado estudio se hallaba tan atestado que el ambiente tornó irrespirable ya en las tomas de Venus). La propuesta estaba entonces por encima de las posibilidades de la London Symphony Orchestra, y por ejemplo, el elusivo reto de Mercurio resulta desastroso técnicamente. Los tempi de Holst son invariablemente más rápidos que la mayoría de las grabaciones posteriores, y así, Marte presagia más que amenaza; Venus titubea en su desorden, si bien se recrea en su pausada coda; Júpiter jadea inconstante en su ritmo y Saturno avanza con paso pesado, mientras el ostinato femenino conclusivo es protagonista en dinámica. Para obtener un mejor sonido podemos optar por el registro eléctrico del propio compositor en 1926, o viajar por el tiempo hasta la emulación de dicha versión histórica por Roy Goodman en 1996: la New Queen's Hall Orchestra proporciona cuerdas de tripa en disposición antifonal (perdida en la grabación monoaural), iconoclastas vientos amaderados, metales de menor caudal y agresividad, y percusión reducida en impacto; articulación ágil y ligera, copiosos portamenti como parte integral del sonido orquestal, y vibrato presente pero no fundamental en la producción sonora. Los problemas de afinación (los ensayos y la apasionante grabación se realizaron en tan solo doce horas) se recogen de manera palpable en la edición Carlton.

 


 

 

2. Venus, the Bringer of Peace:  Henchido de incertidumbre métrica y complejas armonías que crean una ondulante sensación voluptuosa, es un adagio de atmósfera mágica donde dos sujetos se alternan, uno de calma pacífica, y otro, recóndito y neoclásico. La primera lectura de Herbert von Karajan en 1961 tiene la ventaja de una construcción arquitectónica de la suite en términos sinfónico-germánicos, a pesar de la falta de desarrollo beethoveniano o de jerarquía armónica en sus movimientos. Los metales wagnerianos de la Wiener Philharmoniker vulcanizan un Marte espeluznante y casi desquiciado. Atisban los portamenti en el violín solista en Venus, muy relajado y de gran belleza tímbrica. Poema central de Júpiter muy brahmsiano en su acentuación. Un Saturno angustioso, utilizando las campanas tubulares cual yunques, precede a un Neptuno cuidadosamente calculado en sus gradaciones dinámicas. La simplicidad del árbol de micrófonos Decca se transfiere en un sonido panorámico, reverberante y cortante. Una alternativa actualizada podría ser la operática de James Levine, que evoca una interpretación abrumadora con la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1989): tras un Marte exaltado, hipertrófico, violento, de frecuencias graves feroces, Venus vibra con transparencia veloz. La intrincada tracería de Mercurio refulge argéntea. Sigue un extrovertido Júpiter, con los metales retumbando sus células rítmicas, mientras el himno central, regio y estentóreo, hace uso de la reverberante acústica de la sala, que también aterciopela los trazos saturnianos. En Urano destella el metal bombástico, percusivo y fuertemente subrayado. Un lento Neptuno gesta calladamente la atmósfera sobrenatural. Registro suntuoso, cuya sinergia con los Sennheiser HD800s es apabullante en todos los frentes: profundidad, separación, tímbrica, impacto.

 


 

 

 

3. Mercury, the Winged Messenger: Asumiendo el rol de rápido scherzo, su etérea orquestación revolotea en figuraciones apresuradas, solidificando nubes de tormenta a su paso. Utiliza gestos típicos del Holst maduro, asombrosamente avanzado técnicamente: uso de dos claves simultáneas, ritmos cruzados. Bernard Herrmann, compositor neoromántico que aúna el dinamismo poderoso de un Wagner con el colorido y sensualidad de un Debussy, concibe una recreación extravagante, amargada, lóbrega y fatídica, con maderas goyescas y siniestras: un Marte angustioso que se construye implacablemente con malvado sarcasmo, especialmente los aullidos de las manadas de metales; un Venus moribundo en su expresión acérbica; un Mercurio en slow-motion que permite desmenuzar el juego orquestal, si bien elimina los repentinos forte. La pompa jupiteriana resulta torpemente imperial, aunque el cántico central cristaliza solemne. La arritmia y los elementos atonales en el soberbio Saturno engendran un futuro incierto. Tras un Urano tétrico y laborioso, de arrogancia perversa, viajamos serenos a la despedida neptuniana, acunada por Herrmann como si se tratara de una de sus propias composiciones. La grabación Phase 4 (Decca, 1970) fue saboteada con una multitud de micrófonos muy cercanos y disparatadamente mezclados, con gran separación lisérgica y hostil desequilibrio espacio-temporal de la London Philharmonic Orchestra. Otra personalísima lectura es la debida a Leonard Bernstein, también marcada por imperfecciones instrumentales de la New York Philharmonic Orchestra (Sony, 1971). Como suele ser marca de la casa en sus grandes interpretaciones, Lenny hace de la música un drama propio: Marte ataca sin remordimientos con un fraseo iconoclasta que se traslada al reposado Venus. Al borde del exceso, la oración jupiteriana levita sobrehumana: Bernstein es único al (des)compensar la repetición para dotarla de un carácter íntimo, siendo las arpas prominentes. La toma sonora, plana y amazacotada, no está a la altura de la visceral ejecución.

 


 

 

 

4. Jupiter, the Bringer of Jollity: Danza pomposa y jovial con una elgariana parte central, que, posteriormente y dotada de palabras, se ha convertido en himno patriótico (sensiblero, y no compartido por el compositor, como se comprueba en sus registros: tanto la partitura “A tempo”, como las grabaciones de Holst, muestran claramente que la música no debe frenar aquí, como casi todos los directores hacen, sino que debería continuar al mismo ritmo subyacente). Bernard Haitink es la sobriedad personificada, pero con un propósito firme que permea soterradamente su lectura. Así, Marte avanza parsimonioso y despiadado, resolviéndose más que contrastándose, en unos Venus y Mercurio inmaculadamente futuristas. La London Philharmonic Orchestra, apenas días más tarde (1970) que en el registro con Herrmann, se metamorfosea en un conjunto distinto, perfecto técnicamente, regular en su latido, tal vez demasiado metronómico y elaborado en la canción central de Júpiter. El glissando en Urano es prominente, aunque sea a costa de la repentina desaparición de la orquesta. Seiji Ozawa es otro campeón de la claridad analítica y el conocimiento perspicaz de una partitura que suena menos inglesa y más diáfana. Su Marte de 1979 sigue la rauda senda que Steinberg pavimentó una década antes con la misma Boston Symphony Orchestra, y sin embargo en Mercurio el mensaje alado es más pausado que de costumbre. El himno de Júpiter se reza fervoroso y se cierra con una coda resplandeciente. Saturno se despliega académico y parco, pero en Urano la percusión se desmelena. Las dos grabaciones poseen la naturalidad típica de Philips, cálida y aterciopelada, con las dinámicas siempre cómodamente audibles.

 


 

 

 

5. Saturn, the Bringer of Old Age: Tras el péndulo cósmico que ciñe los primeros 26 compases (representación austera del proceso de envejecimiento), un largo crescendo de los metales conduce a una coda indecisa, donde la propia mortalidad se acepta con sosiego y serenidad. William Steinberg no conocía la obra hasta el proyecto propuesto por Deutsche Grammophon en 1970. A pesar de respetar escrupulosamente las marcaciones de la partitura, resulta de una espontaneidad mordaz, fast and furious. La lucha enconada de los groseros metales con las cuerdas sedosas de la Boston Symphony Orchestra guerrea una actuación vertiginosa y urgente en Marte, con toda la furia del col legno. Su Venus es sensualmente romántico sin caer en la somnolencia, y, no obstante, Saturno aduce poca mística, cual ejercicio de sonoridades. El coro despide con un gélido aliento a Neptuno. Otra mezcla sintética producto de un destino cuadrafónico, su último reprocesado destila panorámica espacial a la par que tímbrica interna. Aún más rápido es Vladimir Jurowski, que deliberadamente aligera las texturas de la London Philharmonic Orchestra por medio de la disposición antifonal. En Marte asoma la pesadilla, como recordatorio de la Inacabada de Schubert. Fraseo cuidadoso y libertad de los vientos en el muy ligero Venus. En Mercurio la poética impresionista está delineada con precisión atlética. Júpiter vital, con los seis timbales prominentes en los pasajes sincopados, folclórico a la manera de Vaughan Williams, si bien despojado de sentimentalismo o majestuosidad. Las pronunciadas campanas sincopadas en Saturno dan una agradable tensión. Los contrastantes trueques de tempo en Urano culminan un movimiento enigmático. Neptuno opaco, brusca su conclusión coral, posicionada en la distancia. Grabación árida ante una audiencia callada (LPO, 2009).

 


 

 

 

6. Uranus, the Magician: Scherzo rechinante y atroz, que arranca musicando las iniciales del compositor para ir mudando de carácter humorístico y alegre a fantasmal y misterioso. El exuberante Zubin Mehta firma un registro cinemático, caleidoscópico, colérico y un tanto glacial (Decca, 1971). El cuerpo zapador de tubas de Los Angeles Philharmonic Orchestra cañonea un estrépito enorme en el robusto Marte (y en la sección media de Urano). El fraseo en Venus danza con un amplio rubato, acaso excesivo. Contrasta el ligero Mercurio con un masivo Júpiter de conclusión apresurada. Un Saturno avejentado en su paso impresiona con los efectos de pedal organístico. Urano presume de frescura en la percusión. Charles Dutoit parte de un hedonismo relajado, pero no falto de emoción, coloreando los estratificados planos sonoros con un impresionista aroma francés. A destacar las apariciones en oleadas keplerianas del órgano en un imaginativo Marte; los vientos en Mercurio atenuados por el tempo; el bullicioso Júpiter sin perder el sentido del fraseo; el embrujo del pedal en el hipnótico Saturno hasta la devastación. Después de un Urano que me hizo disfrutar gloriosamente (no me cabe mayor elogio), el problemático Neptuno se pulsa con refinamiento, las voces distantes perfectamente equilibradas y timbradas a medida que se desvanecen. El amaderado recinto de la iglesia de St. Eustache regala la exacta medida de reverberación, con un opulento nivel de detallismo y dinámicas extremas. La Orchestre Symphonique de Montréal logra una pulida ejecución a la altura (Decca, 1986).

 


 

 

 

7. Neptune, the Mystic: Pianissimo espeluznante e inquietante, con una melodía larga y desenfocada, virtualmente despojada de ritmo y delicadamente compuesta al estilo raveliano, con una simple frase que sostiene una armonía etérea y colores yertos y resplandecientes. El coro sin palabras y fuera de escena mesmeriza al oyente y disipa la textura orquestal: la partitura estipula que a ser posible debe ser emplazado fuera del salón de conciertos, para ser escuchado a través de una puerta que se irá cerrando gradualmente durante el último compás “repetido hasta que el sonido se pierda en la distancia”. Adrian Boult estrenó The Planets en 1918, documentando registros al menos en siete ocasiones, con grandes inconsistencias de una a otra, las primeras rápidas y con mordiente rítmica, después ralentizando con cautela los tempi. Su postrera grabación con la London Philharmonic Orchestra demuestra de manera concluyente que los últimos movimientos no necesitan ser demasiado lentos para alcanzar la grandeza. Marte aplasta a ritmo constante y desalmado, inexorable y devastador en su quietud. Un rápido Venus sabe sin embargo enfatizar las cualidades líricas y los momentos de tranquilidad. Mercurio revolotea chispeante con sus constantes cambios de color. Júpiter posee un impulso rítmico contagioso y el himno resuena con distinción insigne. Los noventa años de Boult contagian a Saturno de un clima aterrorizado y plagado de pánico. Neptuno reina frágil en su elipse distante. El registro (EMI, 1978) enfanga algunas texturas. Por la senda de la magia introvertida, aunque con una asintótica precisión szelliana encontramos años después a Vernon Handley (Planet, 1993). El manejo de Marte es iracundo sin augurar la malignidad y Venus es más reflexivo que sensual. Si Júpiter es un poco deliberado en su amplitud, en Saturno la Royal Philharmonic Orchestra captura una asombrosa sensación de amenaza en su clímax. Urano impacta físicamente. 48 micrófonos se emplearon en una toma cercana, traslúcida a todos los niveles dinámicos (incluyendo el tráfico londinense, material de estudio para los arqueólogos del futuro).

 

 

 

https://petersplanets.wordpress.com/ is undoubtedly the framework of knowledge of the planetary discography. With a brilliant sense of humour, Peter The Great makes us participants in his particular criticism of the complete survey.

 

martes, 29 de enero de 2019

Sibelius: Valse triste

En 1903 Jean Sibelius compuso la música incidental para el drama Kuolema (Muerte) de su cuñado Arvid Järnefelt, prominente discípulo de Lev Tolstoy. Sibelius tampoco fue inmune en esta etapa temprana al romanticismo nacionalista finlandés, con sus principios de igualdad social, resistencia pasiva al mal y cultivo de una vida simple. La pieza de la escena de apertura fue reorquestada un año más tarde para flauta, clarinete, trompas, timbales y conjunto de cuerda y publicada como Valse triste, op. 44, y está marcada por una intensa comprensión de las inexploradas posibilidades del color de las cuerdas, mientras se manejan los desatendidos registros bajos de la orquesta (contrabajos y timbales) con gran virtuosismo.

Su esquema musical puede ser articulado en tres partes:
I Introducción (compases 1-40): La sección de cuerdas con sordina realiza una lenta secuencia cromática, engañosamente simple, de acordes tónicos ascendentes y descendentes que van presentando las principales claves de la pieza. En los últimos compases los violonchelos lideran una profecía expresiva.
II El cambio a sol mayor (cc. 41) ilumina con otro semblante un ritmo de vals hasta el tema principal propiamente dicho (c. 73). La sugerencia para pasar a mi menor evolucionando a una melodía más danzable (c. 87) no se completa, y el motivo de apertura retorna para cerrar este segundo apartado (c. 106).
III Tras ocho compases los vientos presentan el vals en sol mayor (c. 115), completándose ahora sí su mutación a mi menor; el subsidiario argumento danzable es introducido poco risoluto (c. 130). El clímax de este nuevo tema regresa a sol menor donde culmina en una presentación presurosa del motivo inicial (c. 170) y donde por vez primera interviene el timbal con el que Sibelius habitual y deliberadamente recrea el forestal susurro pedal. Los últimos ocho compases lento assai cierran de manera lúgubre y efectiva.

A pesar de su pequeño tamaño, el melodismo italiano (o más bien tchaikovskiano) y la tensión germánica (su peregrinaje a Bayreuth en 1894 tuvo un enorme impacto en el lenguaje sibeliano) que produce su evolución tonal recuerdan, en una escala temporal totalmente diferente, sus inmediatas predecesoras posromántico-épicas (1ª y 2ª Sinfonías) y prefiguran la base creativa de alguna de sus posteriores y magnas compañeras.








No puedo resistirme a la eficiencia castrense de la banda de vientos del Ejército del Imperio Británico, The Band of H.M. Coldstream Guards (¡desde 1685!), comandada en sus 44 unidades de tropa por el Teniente-Coronel John Mackenzie-Rogan. Rigurosamente música de vanguardia (HMV, 1910), cumple su estricta entonación sobre un conciso staccato, y, pásmense ustedes, tras la agónica renuncia al cambio armónico (c. 87), su rauda marcha militar repentinamente arrastra los pies cual mastodóntico paso sevillano. Atención, este regimiento tocaba música clásica en las ceremonias reales para multitudes de centenares de miles de britons, entusiasmados de tener un ritmo para cantar y bailar. Se dice que llegaban a bailar con Tannhäuser… Decididamente eran otros tiempos.





El propio compositor condujo frecuentemente el Valse Triste durante su carrera como director, a menudo demandada por el público como un bis. No obstante, jamás grabó ni ésta, ni ninguna otra de sus obras. Sin embargo las fuentes nos dicen que favorecía “acentuaciones salvajes y ritmos explosivos” y que aconsejaba a los directores que, en su música, “había que dejar que los detalles flotasen como carne en salsa”. En 1927, su cuñado Armas Järnefeld cocinó al pódium de la Orchester Der Staatsoper Berlin (Parlophone) una receta familiar con rallentandi románticos por doquier, cual suspiros febriles y elásticos, dentro de una cadencia ligerísima. ¡Bon appétit!





Eminencia británica del periodo de entreguerras, Thomas Beecham radicaliza la ambivalencia siempre presente en Sibelius en una personalización neurótica y bipolar en los dos temas del Valse Triste. La London Philharmonic Orchestra esmerila con impacto dinámico y ritmos inteligentemente marcados, y reúne una enigmática mezcla: melancolía junto a efervescencia. Ostentoso y arrogante el muscular rallentando asociado al diminuendo en el c. 151 y ss. El sonido añejo de violines estrechos y bajos escasos no debe menoscabar el valor de este documento dada la dificultad y coraje de grabar la obra de un autor todavía vivo (Warner, 1938).





El otro gran director isleño de la primera mitad del S. XX es John Barbirolli, pionera autoridad fonográfica en la obra sibeliana. Al frente de la Orquesta Hallé de Manchester, cuya titularidad, con enfrentamientos directos y odios salvajes, peleó con Beecham, muestra en detalles acentuados y contrastados una sutil expresividad: por ejemplo, en los primeros compases arpegia el acorde de violas y segundos violines anticipando el despliegue que poco después Sibelius refleja en la partitura. A pesar de que los timbres orquestales no están idealmente pulidos, la incandescencia dramática va creciendo con audacia, enfatizando los vientos que colorean los temas y concitando fiereza en las cuerdas agudas (EMI, 1966).





La comparación de las lecturas de Herbert von Karajan es apasionante. Tal vez no haya gran diferencia en la interpretación, aunque sí se perciben maduraciones sutiles, de la impactante robustez viril a la postrera dulzura de pulidos contornos. Descartadas las mezclas modernas de puntillismo microfónico, la excelente toma sonora de 1967 (DG) va desplegando suspense a paso lánguido, desde el mayestático pizzicato, palpable y puede que aparatoso, manejando las transiciones con obsesiva sofisticación tonal. Abstracta homogeneidad tímbrica de la Berliner Philharmoniker, sí, pero Karajan dicta que las sedosas y densas cuerdas graves dejen sitio a un furioso clímax expresionista, señalando la obra como música de pleno siglo XX. El mismo Sibelius dictaminó después de escuchar su grabación de 1953 que Karajan “es el único director que comprende la 4ª Sinfonía”.





Si usted desea perseverar en la vía BB e iniciar un entrenamiento de travestismo pruebe la escucha de Leonard Bernstein, donde la personalidad de los tempi o el control de las dinámicas dan lugar a una poesía de los violines finales con un extraordinario poder evocador a aire otoñal y decadencia personificada. La aspereza tonal de la New York Philharmonic Orchestra refleja más un rasgo de carácter que una imperfección de aquella época (Sony, 1969).





La Bournemouth Symphony Orchestra a los mandos de Paavo Berglund hace gala de una transparencia exclusiva e insuperable: enlazando y casi superponiendo conscientemente las líneas crea un crecimiento orgánico de las células temáticas, y por ende logra hacer más trágico el desfallecimiento en el fallido tránsito a mi menor (c. 87). Los tempi fluctúan furtwänglerianamente con la culminación melódica. Naturalmente que esta pretendida espontaneidad es el resultado de una estudiada precisión. Excelente contribución de los timbales dentro de la panorámica grabación (EMI, 1972).





Los compradores del ciclo Sibelius que Neeme Järvi y la Gothenburg Symphony Orchestra realizaron para el sello BIS a mediados de los 80 quedaban perplejos por el sangriento aviso que en sus portadas rezaba: "WARNING Contrary to established practice this recording retains the staggering dynamics of the ORIGINAL performance. This may damage your loudspeakers, but given first-rate playback equipment you are guaranteed a truly remarkable musical and audio experience". Aparte del obvio interés de marketing, la grabación arroja un carácter impulsivo y espontáneo que define al director estonio. Y, en el caso de su segunda lectura (DG, 1995), una voluptuosidad y una delicadeza en el ritmo de vals que potencian su sentido épico.





Herbert Blomstedt traza un limpio, correcto, juicioso reconocimiento de la arquitectura del pentagrama, racionalizando a media voz el discurso, y huye, con su imperturbable tranquilidad, de excesos románticos. La San Francisco Symphony Orchestra (Decca, 1991), persuadida por su lucidez, cree en su distanciada sinceridad y le sigue en su itinerario por la estructura.





La grabación de James Levine con la Berliner Philharmoniker (DG, 1992, en concierto) presume de una amplitud dinámica sobresaliente, empezando con un carnoso e inigualado pianissimo. El muy lento tempo se va acrecentado entre empujones de entusiasmo temperamental y calderones macabramente disueltos en el vacío, sin asomo de fraseo danzable en el vals, pero con una petulante convicción emocional e intrusiva, violenta y perturbadora, reinterpretando (recomponiendo) la obra en un drama visceral, crudo y superficial, y en última instancia, basto.





Colin Davis ha demostrado ser un entusiasta de Sibelius, hasta el extremo de haber llevado al disco su ciclo de sinfonías en tres ocasiones. La nerviosa excitación (y acaso más persuasiva) de la lectura previa de Boston (Decca, 1980) ha rolado en la posterior con la London Symphony Orchestra (RCA, 1994) hacia un ambiente sonoro más pausado, incrementando el aspecto tímbrico y subrayando el acompañamiento figurativo. Un Valse triste contenido y distanciado, dominado por la elegancia a la hora de planificar y construir cada fragmento. Como el mismo Davis confiesa, no le importa desobedecer las marcaciones de la partitura en aras de conseguir un efecto concreto. Y añade conscientemente siempre un toque de misterio, con líneas y diseños permaneciendo medio enterrados en las texturas a pesar de (o por) la incomparable claridad en línea y articulación, que desvela con visión microscópica el entrelazado de urdimbre y contrahílo que va tejiendo el lienzo sibeliano, sin por ello caer en el análisis autópsico. Davis mantiene la capital elasticidad de los tempi, sujetando las pausas y permitiendo girar con mesura el vals. Ambiente cálido, si bien no excesivamente reverberante, con algunos instrumentos esculpidos en vivo en la amable mezcla.





En 1997 Osmo Vänskä grabó en primicia la versión original para el teatro. Aunque las diferencias con la reorquestación definitiva no son escandalosas, permiten seguir el proceso creativo del que partió Sibelius: Solo para conjunto de cuerdas, con pequeños cambios melódicos y armónicos como la adicción del stretto antes de los compases finales, donde incluyó los tres acordes a cargo de los violines a solo, cuyo último suspiro reemplaza el abrupto final del original. Vänskä es desafiante, descarado y meticuloso en la lectura de unos pentagramas henchidos de indicaciones de gran precisión, y por tanto de filosofía inversa a Colin Davis. De tímbrica más melancólica y menos inquietante que con la incorporación de vientos, el esquema arquitectónico de la miniatura se arma a partir del espectro dinámico. Posteriormente Vänskä ha vuelto a grabar la obra con la misma Lahti Symphony Orchestra (BIS, 2007) en su versión revisada, con un nivel superior de ejecución técnica y una toma sonora de perspectiva en profundidad asombrosa.







A pesar de las tempranas celebridad y pensión vitalicias, Sibelius pasó toda su vida al borde de la quiebra debido a la pésima mercantilización de sus obras y su perenne adicción al alcohol. Tanto es así que, en 1915 un grupo de admiradores hubo de realizar una colecta para salvar el piano Steinway de los alguaciles que ya estaban llamando a la puerta de Ainola. El instrumento, que asistió a la composición de las obras de Sibelius durante sus últimos 50 años, es ajeno a los enormes especímenes modernos destinados a proyectar tsunamis en salas de concierto, y se mantiene en plena forma, reteniendo su avellanado cuerpo tímbrico de confortable opulencia. Folke Gräsbeck encapsula la reducción (transcrita por el propio compositor) en ritmos gentiles, subrayando la robustez de unos tintes oscuros que rezuman nostalgia. La mano izquierda articula cascadeantes figuras colorísticas y vibrantes, sin exageradas dinámicas. La toma sonora, realizada in situ en el salón familiar sibeliano (BIS, 2014), prolonga la sensación doméstica, íntima, introspectiva.