jueves, 24 de diciembre de 2020

Haydn: Sinfonía nº 6 Le Matin

El posicionamiento en 1761 de Franz Joseph Haydn como Vice-Kapellmeister de la familia Esterházy comenzó una relación feudal que duraría medio siglo: A cambio de salario, comida, alojamiento y seguridad social se le obligaba al cuidado de los instrumentos, supervisar la conducta y vestimenta de los miembros de la orquesta, y destinar con exclusividad sus nuevas composiciones al disfrute de Su Alteza. La primera obra que el nuevo director musical planteó al pequeño conjunto (una quincena de intérpretes, todos ellos de gran nivel técnico) fue la Sinfonía nº 6, La Mañana, dentro de una trilogía programática junto con la nº 7, El Mediodía y la nº 8, La Noche: Es un híbrido festivo, una lucha ágil y constante entre elementos barrocos y neoclásicos, entre el antiguo concerto grosso y los elementos sinfónicos, una dialéctica de fuerzas que construye una síntesis original y de incalculables consecuencias.

Todavía atado al mundo emocional del pasado, Haydn contempla el futuro en la estructura de sus cuatro movimientos:

I Adagio-allegro: Tras una introducción (cc. 1-6, representando el amanecer, algo que ya vimos en La Creación) en la que a la figura del primer violín se van incorporando capa a capa el resto de partícipes de pianissimo a fortissimo, el movimiento despierta y transcurre dentro de una pastoril forma sonata, con exposición de primer y segundo temas (cc. 7-47), desarrollo (cc. 48-86) y recapitulación (cc. 87-118). Al final del desarrollo, el célebre ingenio de Haydn se ejemplifica con la trompa solista que, como por error, repite la apertura de la melodía de la flauta, anticipando por dos compases la recapitulación.

II Adagio simétrico para cuerdas, en el que queda encuadrada una sección andante con galantes diálogos de violín y violonchelo (cc. 14-105) entre dos pequeños adagios corellianos, el último una perorata solemne, casi como una sonata da chiesa.

III: Siguiendo el espíritu de los nuevos tiempos Haydn introduce un Menuet que arranca con gravedad francesa (cc. 1-34), dando cabida a elegantes embellecimientos en la flauta acompañada por los violines, así como a una fanfarria que conduce al trío en re menor (cc. 35-64), con su quejumbroso coloquio de fagot, violonchelo y viola rodeados de un coro pizzicati.

IV: El Allegro final es otra contundente y apuesta sonata, de carácter concertante y métrica ligera, articulada en la alternancia de solos - flauta, violonchelo y violín - y todo ello bajo la bandera de un nuevo dinamismo sonoro ondeando sobre textura de divertimento.

Aunque no se le pueda otorgar el título de inventor, Haydn merece el crédito de haber desarrollado la sinfonía (e igualmente el cuarteto de cuerda) en términos de forma, contenido musical e instrumentación del género tal como lo conocemos hoy.

 

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Desgranemos brevemente algunas de las versiones clásicas como la de Anthony Collins (Boyd Neel Orchestra, Cameo, 1955), cuyo fantasioso clave sale del armario y toma el protagonismo en el desarrollo (cc. 58-65); más convincente es Karl Ristenpart (Rediscovery, 1966), que al frente de las dieciséis cuerdas de la Kammerorchester Des Saarländischen Rundfunks fue pionero en la ejecución de la música anterior a 1790 (sin despreciar una importante contribución a la música contemporánea, en un caso similar al de su compatriota Hermann Schechen). Vital y chispeante, a tempi vivos, con una apertura luminosa. La ausencia de continuo se argumenta (entonces y ahora) en que Haydn era el único teclista empleado en la orquesta Esterházy, y dirigía desde el violín, según la tradición vienesa. Tampoco se han conservado indicios verbales o autógrafos de la adicción de un clave, ni está implícito en la armonía de la obra.

 





Al otro lado del Telón de Acero, Günter Herbig tiene derecho al reconocimiento por sus jubilosos tempi, el mordiente en los ataques, la atmósfera rural, el continuo discreto y sabiamente empleado (Berlin Classics, 1973). Herbig resalta los solistas de la Staatskapelle Berlin para acercar la obra al concerto grosso. El menuet (término, junto al título de la obra, que refleja el afectado gusto francófilo de la época) es, correctamente, poco más ràpido que el andante, ya que el metro ¾ está lastrado por corcheas y semicorcheas. Además rehúsa la tradición de ralentizar la sección trio, confirmando su esencia danzable.

 





Haydn se ha beneficiado en gran medida de las interpretaciones que apuntan a recrear los colores, equilibrios y articulaciones de finales del S. XVIII. El enfoque historicista ha variado el ataque y el vibrato, y ha facilitado la expresión del portamento y la messa di voce. El resultado sonoro es menos confortable y más fiero, sus asimetrías menos mozartianas y más vivaldianas. Para ser honestos, cuando comencé a escuchar el Haydn de Trevor Pinnock adoraba sus pulsos amables y timbres afilados. Ahora, al comparar su individualidad con otras muchas interpretaciones, he decidido revisar esta evaluación. En el año 1986 The English Concert compartía gran parte de sus músicos con The Academy of Ancient Music y quizás por ello sufre en esta grabación Archiv de hogwooditis aguda: anemia galopante, pálpitos en la línea melódica y congestión del fraseo. El conjunto de cuerdas (4.4.2.2) se empasta en una delicadeza tímbrica que es casi endotérmica comparada con las anteriores, sin que compensen la separación antifonal de los violines ni los coloristas vientos, demasiado integrados en los tutti. La regularidad pedagógica en la cuerda grave, la articulación mecánica y falta de flexibilidad, la rítmica sin fluidez dan como resultado un andante laborioso, un menuet palaciego y civilizado, y un finale dibujado y pulido con cuidado, pero de expresión pobre.



 



La primera diferencia con Nikolaus Harnoncourt es de escala. El Concentus Musicus Wien se presenta con un masivo cuerpo sonoro sin resultar anacronístico y apenas confuso en los tutti, aunque es cierto que en la apertura se fuerza la monumentalidad de una Creación casi cuatro décadas posterior. La imaginación de Harnoncourt roza la ocasional idiosincrasia, como el énfasis en la primera barra de compás, el despreocupado andante, o la retención del trio dentro del burlón menuet. Impredecibles también el continuo mediterráneo, el toque de aspereza en la cuerda (escúchese el desarrapado violín en su entrada en el adagio), los choques armónicos destacados, la articulación vengativa stacatta, el detallismo intervencionista en detrimento de la línea, casi bernsteniano en los embellecimientos sutiles pero grotescos (Teldec, 1990).



 



Robbins Landon recomienda en su antológica Universal Edition el empleo del clave en aproximadamente las primeras cuarenta sinfonías. A favor de su uso está documentada su utilización puntual en la Viena contemporánea sin parte escrita explícita, algo que Haydn habría podido realizar con facilidad al vuelo; además se plantea la difícil posición en que hubiera quedado el insigne Luigi Tomassini como Konzertmeister de la orquesta Eszterházi si el compositor hubiera usurpado su puesto. Roy Goodman (y muchos otros antes que él) propulsa al continuo (activo pero no intrusivo) los ritmos en un estilo intensamente dramático, sobreenfatizando los pulsos fuertes, silvestre en el allegro inicial, robusto y retozón en el menuet. The Hanover Band (Hyperion, 1991), dispuesta en configuración antifonal, muestra un colorido muy variable gracias al exuberante aporte de los vientos, cuya diversidad e informalidad de los decorados solos paréceme comparable al Concierto para orquesta de Bartók.

 





Las credenciales haydinianas de la Lausanne Chamber Orchestra fueron firmemente establecidas por la estupenda serie de óperas conducidas por Antal Dorati. Bajo la dirección de Jesús López-Cobos (Denon, 1991) despliega las grandes posibilidades de exhibición instrumental, escritas por Haydn no solo para complacer diplomáticamente a sus músicos, sino también por el beneficio económico, ya que el príncipe Esterházy recompensaba financieramente cada uno de los solos. Registro sobresaliente por su estupenda sonoridad moderna, muy espacial, con escultórico protagonismo de los vientos, la disciplina y el control, pero capaz de introducir felices elementos de duda como el fagot en el c. 53 del menuet, o destacar la fermata o pausa, característica del lenguaje haydiniano y utilizada por vez primera aquí.

 





La orquesta Esterházy constaba de unas nueve cuerdas (3.3.1.1, quizá ampliando extraordinaramente a 4.4.2.2 por miembros de la orquesta eclesial), flauta, dos oboes, fagot, dos trompas, y posibilitaba “experimentar” en palabras del propio Haydn. Sigisvald Kuijken va más allá y dispone las cuerdas minimalistas de La Petite Bande (2.2.1.1) para que destaquen la huella barroca: las notas repetidas en las cuerdas graves que lideran las melodías que flotan alrededor de ellas, los ritmos con puntillo, la erección de la arquitectura en pilares intermitentes sostenidos en los vientos que lejos de ser aparentes entradas puntillistas poseen un significado motívico. Mordiente y sutileza en la articulación tejen un lienzo contrastado en tímbrica, por ejemplo en el allegro inicial, donde un pizzicati casi imperceptible va de la mano de una trompa gamberra. La levedad de los tempi resalta un finale muy ponderado que revela una profundidad inédita. Los solos siempre integrados, sin exhibicionismos, con el propio Kuijken adoptando también el posible (pero discutible) papel de Haydn como concertino al violín, a menudo guíado y encauzado por los afrutados vientos. La natural reverberación expone la plenitud tímbrica de los bajos en el íntimo menuet (Accent, 2012).



 



El rasgo preponderante de la versión de Skye Mcintosh es la singularidad de su continuo: amanece con acordes al clave, y percute en el resto del allegro inicial. Pero, atención, en el adagio es reemplazado por un órgano positivo que enlaza con un Corelli en su vertiente más severamente austera, la de la sonata eclesiástica. Onomatopéyico el Australian Haydn Ensemble (4.3.3.3) que se difumina a un discreto rol de soporte cuando los embellecidos solistas realizan sus entradas, por ejemplo el timbre afrutado del fagot en el suabacuático trio (de singular importancia es su independencia, aparte de su tradicional compromiso en el soporte al bajo). Generoso rango dinámico (ABC Classics, 2016).





lunes, 19 de octubre de 2020

Bach: Sonatas para flauta y clave BWV 1030-1031

Las sonatas para flauta y clave de Johann Sebastian Bach son obras de inusual modernidad conceptual: La voz intermedia entre canto y bajo se realiza, íntegramente y con caracteres de plena autonomía en el discurso triple polifónico, por la mano izquierda del clavecinista. El resultado es una elocuencia de extremas transparencia contrapuntística y variedad tímbrica obtenidas por la igual importancia que se le da a los diseños de la flauta y a la parte superior del clavicémbalo, mientras que el bajo generalmente tiene un papel subordinado. La amplia tesitura (re1 a sol3), el mayor volumen y el timbre más flexible del nuevo instrumento “flauto traverso”, que también se conocía como “flûte allemande”, ensancharon sus posibilidades musicales y no tardaron en desterrar a la flauta dulce de pico habitual hasta entonces.

La audaz Sonata en si menora cembalo obligato e traver solo” (BWV 1030) se cree compuesta al final de su estacia en Weimar, entre 1718-1723, con una profunda revisión en su época de Leipzig, hacia 1736. Se articula en tres movimientos, siendo el Andante un dúo concertante de movimiento incesante que se va abigarrando entre ritornelli con imitaciones y dicotomía entre pasajes diatónicos y violentos cromatismos. El Largo e dolce, en dos secciones con repeticiones, va destinado al lucimiento delicado de la flauta mientras el clave se atenúa desde el punto de vista melódico. El Presto consta de una breve fuga a tres voces encadenada a una arrebatada giga en estricto diálogo canónico alrededor de un tema eternamente sincopado e intervalos discordantes.

La apacible Sonata en mi bemol mayor (BWV 1031) parece estar creada en el periodo 1730-1734, y quizá sea, junto a la posterior Ofrenda Musical, una solícita tentativa para acercarse a la corte prusiana; de ahí la conjunción de técnica composicional conservadora y lenguaje afectivo progresista. El aireado movimiento Allegro moderato se abre con un solo de clave que desarrolla en arpegios los pilares de la tonalidad, tras el que los dos instrumentos conversan elegante y equitativamente con propuestas melódicas diferentes, la flauta modulante entre ritornelli, el teclado animoso a modo de estribillo. El motivo del Siciliano, de nostalgia punzante y carácter albinoniano, es enunciado por la flauta sobre las oscilaciones inmutables del clave, entre las que destacan algunos remedos canónicos. El bipartito Allegro parte de un aire scarlattiano, en una persecución instrumental feliz e incansable, entre la narrativa y la danza.

 

 66 lossless recordings of Bach Sonatas for flute & harpsichord BWV 1030-1031 (Magnet link)

 

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Parte del programa regular de todos los conservatorios de flauta, no hay demasiada distancia entre las grabaciones de las sonatas de Bach en lo que respecta a la elección de tempos o inflexiones, embellecimientos o carácter. Sí en cuanto a los diferentes sabores que proporciona la elección instrumental: Cualquiera de las grandes interpretaciones apoyadas en la flauta metálica tradicional está limitada por sus propias características y no admite más barroquismo que la ornamentación, pero nunca en la técnica instrumental (ataque, articulación, afinación). Repasemos rápidamente algunos ejemplos: Fernand Caratgé y Ruggero Gerlin (Green Door, 1957) discuten sobre la marcha, aquél con sentimentalismo y tímbrica dulce y suave; éste, plúmbeo el clave.

Jean-Pierre Rampal dejó constancia para Erato en 1962 de su contagiosa espontaneidad expresiva asociada a un fraseo flexible, gran rango dinámico y un magistral dominio del vibrato que le permite sutiles cambios de color. Siciliano lacrimógeno, con acordes inventados al clave de Robert Veyron-Lacroix.

Aparte del aliento ilimitado de Maxence Larrieu, la edición Philips de 1967 destaca por la habitual personalidad e inventiva de Rafael Puyana: La diversidad de registros de su instrumento Hass de 1740 provee una verdadera sonata en trío, un teclado no solo como marco armónico, sino como compañero en la exposición de los temas, con rotura de arpegios y chispeantes ornamentos.

 


 

 

 

Las sonatas son técnicamente problemáticas para cualquier flautista debido al devenir del plan armónico diseñado por Bach: La descomunal tesitura requerida y las problemáticas digitación y entonación no tienen parangón en ningún otro compositor. La longitud excesiva de algunas frases sin pausa explícita para que el intérprete pueda respirar solo está sometida a la ley perfecta reflejo de la voluntad divina: El contrapunto. Además la flauta barroca tiene una notoria vaguedad en su afinación, cayendo al final de cada frase y creando disonancias con el acompañamiento a menos que el solista sea capaz de mantener el tono en cada ocasión. El instrumento en sí mismo estaba sometido a una vigorosa experimentación a través de la continua iteración ingenieril, de modo que los ejemplares supervivientes tienen importantes diferencias en timbre, entonación, equilibrio entre registros e intervalo dinámico. Una generación después de la lectura de Stephen Preston y Trevor Pinnock (la palidez británica en su apogeo: serenidad de los tempi, cartesianismo metronómico y planitud dinámica, CRD, 1975) Ashley Solomon opta por una travesera de timbre tranquilizador y gentil, equilibrada en su amaderada tesitura. Su afinación un tono por debajo del grado moderno produce un color oscuro sin necesidad de un continuo suplementario. Franca y directa, de fraseo largo y concepción vocal. Los cambios de registro del florido clave de Terence Charlston añaden un imaginativo plus a su rubato, que remarca la concepción de concierto italianizante del desmesurado y melancólico andante. La leve ornamentación se refugia en la óptima acústica eclesial, íntima y cercana (Channel, 1998).

 


 

 

 

La urgencia y vitalidad que desprendía la lectura de Wilbert Hazelzet en 1982 (junto a Henk Bouman como parte de la fogosa integral camerística que Musica Antiqua Köln realizó para Archiv) se ve atemperada en este segundo acercamiento (Glossa, 2001), menos pasional y más académico, moderado por una flexibilidad agógica que subraya los puntales estructurales de las sonatas. Su flauta barroca de madera ofrece un colorido contraste entre la riqueza de sus notas abiertas y las veladas de dedos cruzados. El increíble control respiratorio hace sencilla la variación dinámica, a veces hasta la alternativa apagada, poco más que un murmullo. Esta introversión de Hazelzet tiene como contrapunto a Jacques Ogg a los mandos de un rico clave francés (pródigo en acordes rotos que a veces dominan la acústica) e incluso un fortepiano (copia de un Silberman ubicado en la corte prusiana y admirado por Bach en 1747) para las sonatas más modernas estilísticamente: Este es el caso de la galante BWV 1031, que se impregna de una fragancia especial, un rococó quizá adúltero (escúchese en este sentido el coqueto siciliano).

 


 

 

 

Como la certeza de hoy contradice la de ayer, excepcionalmente señalaremos el traverso moderno de Andrea Oliva, tierno y etéreo, de gran variedad de expresión (con el puntual azucaramiento del vibrato) y un fraseo relajado y respiración controlada incluso en las vertiginosas curvas. En un plano de igualdad se localiza el discreto piano de Angela Hewitt: Modelo de elegancia, claridad e independencia de las voces, de ritmo preciso y primoroso stacatto. Acertados contrastes dinámicos que ponen el foco en cada uno de los instrumentos permiten diferenciar las secciones. Exquisito el ritardando en la conclusión del largo e dolce, recogido de manera resonante en la formidable Jesus-Christus-Kirche de Berlín (Hyperion, 2011).

 



 

 

 

La primera incursión en este repertorio de Michala Petri con el jazzista Keith Jarret al clave ha envejecido bien en las casi tres décadas desde su grabación (RCA, 1992). En esta nueva traducción el carácter improvisatorio también es fundamental para que el aséptico encuentro de solistas fecunde en conjunción camerística. A pesar de la velocidad de los tempi y sin emplear trasposición en las diversas flautas de pico modernas (según el carácter de cada movimiento), Petri da una clase magistral de soberanía técnica, distinguida y fluida (atención al efusivo vibrato en el largo e dolce). El intrépido Mahan Esfahani toma protagonismo cuando es preciso, olvidando la diferenciación concertante entre solo y ripieno y vigorizando el impulso con ritardandi-accelerandi en el andante, y ornamentando de manera abundante al macilento clave con su innovadora tapa de resonancia realizada en fibra de carbono. La viola da gamba (original de 1686) perteneciente a Hille Perl aromatiza el continuo alternando arco y sorpresivos pizzicati, equilibrando la tímbrica con su voz grave y cálida, cantando contramelodías (allegro moderato) o permaneciendo sabiamente en silencio en la breve (y excepcionalmente difícil) fuga del presto. Toma sonora atmosférica y reverberante, con la consiguiente pérdida de nitidez en los graves (Our Recordings, 2019)

 


 


 

martes, 22 de septiembre de 2020

Mahler: 5ª Sinfonía

La Quinta Sinfonía fue compuesta por Gustav Mahler en su casita estival de Maiernigg durante los veranos de 1901 y 1902. Entre ambos estíos ocurrió una circunstancia personal decisiva, aparte de la siempre meditada motivación detrás del esquema compositivo de sus obras: El encuentro, noviazgo y matrimonio con Alma Schindler. Un radical punto de partida que rompe sus lazos con la voz humana para concentrarse en la música puramente orquestal, renunciando a un programa literario (o en todo caso podemos considerar la integral de sus sinfonías como una gigantesca biografía), donde su férreo puño alea los aparentemente más disparatados elementos, ya sean melódicos, rítmicos o armónicos, y donde diálogos, discusiones y altercados se transforman en soliloquios, quejas, monólogos. La primera sinfonía rabiosamente moderna, sin tonalidad específica, y cuyas sucesivas modulaciones transitan desde las tinieblas a la luz. Se integra en un novedoso armazón que comprende cinco movimientos articulados concéntricamente en tres grandes bloques, reconocibles por la afinidad de los materiales temáticos y las atmósferas expresivas.

 

Primera parte:

I. Trauermarsch: Posee una relativa forma sonata, con el material temático en continua transformación pero estructurado simétricamente en cinco partes ABABA: La sección principal (cc. 1-154) parte de una fatídica fanfarria de trompeta (especie de estribillo para vincular los diferentes episodios de la marcha que expresa la desolación contra la cercanía e inevitabilidad de la muerte) que colapsa en un tutti orquestal ff, desplegado como primer tema donde los instrumentos graves marcan el ritmo pesante, y un segundo tema en las cuerdas, de contrastado y elegíaco carácter; el trío I (cc. 155-232) supone una desgarradora explosión faústica, reexponiendo los dos tópicos fundamentales en un estallido de emoción, desatado en cromatismos febriles apoyados en acordes sincopados de las trompas; el regreso de la sección principal (cc. 233-322) aporta un nuevo dibujo que será el centro del movimiento siguiente; en la vuelta al trío II (cc. 323-376) la suavidad y resignación están lo más alejadas posible de la violencia expresionista del trío anterior y, sin embargo la sustancia temática está compuesta de variantes de los mismos motivos; la coda (cc. 377-415) anuncia el cariz mahleriano fantástico y grotesco que tanta presencia va a manifestar en sus sinfonías siguientes, desintegrándose desconsolada y exhausta.

II. Stürmisch bewegt. Mit grösster Vehemenz: Es el desarrollo dinamico-sinfónico de los temas del primer movimiento, y que, a pesar de mantener la forma sonata, niega cada expectativa e interrumpe cada continuación, y sin embargo de algún modo cada abrupta transición se siente natural, incluso inevitable. La exposición (cc. 1-140) se construye sobre dos secciones contrapuestas: una tempestuosa, con un vehemente tema en las cuerdas, y otra serena, iniciada por corcheas en terceras en los vientos y sostenida tras la transición por un tercer tema presentado por los cellos que es cita literal del primer trío. El súbito y colérico desarrollo (cc. 141-322) comienza también a cargo de los cellos, que posteriormente lo recrean en el ritmo de marcha inicial; la borrascosa recapitulación (cc. 322-519) es interrumpida por un glorioso y visionario coral en los metales que desemboca en la coda (cc. 520-576), recogiendo el motivo evolutivo de los vientos sobre trémolo de las cuerdas y terceras del arpa hasta desaparecer en la desesperanza nihilista del arpegio de graves y timbal.


Segunda parte:

III. Scherzo: Ambivalente deconstrucción de las danzas vienesas en el que predomina un tono rústico y desenfadado en la sección principal (cc. 1-135), un ländler que tiene a la trompa como instrumento obligado (en cuanto al episodio secundario, es un inusual fugato en octavas); el ritmo flexible y graciosamente vacilante sobre pizzicatti de las cuerdas del primer trío (cc. 136-221) ya no caracteriza al paisaje campestre, sino al vals de la ciudad, que se interrumpe con una brusquedad beethoveniana por el retorno del motivo inicial en las trompetas; las ensoñadoras canciones en las trompas del segundo trío (en seis elaboradas secciones, cc. 222-428) nos transportan del mundo de la danza al de la naturaleza; en el desarrollo (cc. 429-489) y recapitulación (cc. 490-763) los elementos rítmicos y melódicos de los tres episodios diferentes evolucionan de forma estrecha, a menudo simultáneamente; en la coda final (cc. 764-819) la refriega se vuelve inextricable.


Tercera parte:

IV. Adagietto: Se ha comparado la Quinta con la novela fluvial proustiana, donde la realidad y la imaginación se funden en un modelo sintáctico y estético en continuo curso y cambio de situaciones psicológicas. Tras un scherzo como desarrollo entre planteamiento y desenlace la sinfonía muestra una imagen especular de los dos primeros movimientos, transformados en sus opuestos: En lugar de ira y conflicto, el adagietto ofrece calma y lirismo sostenido. El testimonio de Willem Mengelberg, anotado en sus propia partitura de la obra, apunta que, tanto Gustav como Alma le indicaron que el adagietto había sido concebido como regalo de compromiso, un vasto canto de amor para cuerdas y arpa, de esperanza trascendental e intimidad espiritual. El conmovedor romanticismo encerrado en él se expresa a través de un introspectivo paisaje de modulaciones, donde cada línea melódica ha sido refinadamente cincelada, al límite de un aparente neoclasicismo. De forma tripartita ABA, la sección central (cc. 39-71) introduce tensión en su modulación a varias claves menor y mayor. El retorno de la melodía principal es más comedido, pero hacia el final se desencadena un clímax con el valor de las notas aumentando y las resoluciones estiradas hacia la extenuación amorosa.

V. Rondo-Finale: La marcha fúnebre de la apertura regresa en un exuberante rondó que quisiera ser triunfal. Vacilante en la introducción (cc. 1-23), su exposición (cc. 24-240) adquiere la apariencia inusual de una improvisación alegre y entretenida: Los diferentes patrones, que parecen lanzados al azar, jugarán un papel esencial en los desarrollos futuros. Fue Beethoven quien inspiró tanto su forma general, quasi sonata, como los entusiastas elementos de fuga, que se suceden enriquecidos con recuerdos del adagietto, se desarrollan (cc. 241-496) y recapitulan (cc. 497-710) hasta la irrupción del coral (c. 711-748), en una apoteosis forzada que simboliza la victoria final de las fuerzas de la vida y confirma la sensación de euforia generada por la inagotable abundancia de temas, por la magia de ese sonido caleidoscópico, donde fragmentos y células melódicas, siempre familiares, pasan y pasan una y otra vez. Aún así, en la coda (cc. 749-791) Mahler asume instintivamente la ambigüedad fundamental, la angustia secreta y la incertidumbre que son la marca de su tiempo y que todavía pesan sobre el nuestro.


160 lossless recordings of Mahler Symphony no. 5 (Magnet link)

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No cabe sino calificar de documento histórico el rollo de pianola que Mahler realizó para la compañía Welte & Söhne el 9 de noviembre de 1905, exponiendo el primer movimiento de su nueva sinfonía. Las limitaciones del sistema, sobre todo dinámicas, deben hacernos extremar la precaución acerca de su técnica pianística, pero lo que se preserva es fascinante: los efectos en los pedales, las deliberadas anticipaciones rítmicas en la mano izquierda, los acordes arpegiados, el destacado contraste entre secciones staccato y legato. En cuanto a su práctica como director, podemos apreciar la elección de tempi (al menos durante aquella tarde), el impulso inercial del discurso que oscurece los detalles, la lírica con la que expone el tema elegíaco (cc. 34 y ss. ), el arrebato de la entrada del trío I (cc. 155 y ss.), y en especial el dúctil tratamiento del rubato, desafiante de notación musical. La grabación patrocinada en 1992 por la Fundación Kaplan acopla el rollo Welte-Mignon a un moderno Steinway a través de unos dedos neumáticos, por lo que el sonido es magnífico (y ucrónico).

 


 


Ya hemos visto como no sólo Willem Mengelberg colaboró cercanamente con Mahler en sus apariciones con el Concertgebouw como director invitado, sino que contó con su amistad personal y estima profesional (“su arte de interpretación revela una profunda afinidad y una penetrante inteligencia de mis obras. A nadie más le confiaría una obra mía con entera confianza”) y nos legó el propósito del adagietto como íntima declaración amorosa. Su devota ofrenda de 1926, elásticamente fluida, liberada de las barras de compás, frasea inmiscuida por el maleable rubato mengelbergiano, los tintados y coordinados portamenti (deslizamiento entre notas) en las cálidas cuerdas, embelesadas por el vibrato. La asunción de que es un lied sin palabras condiciona la elección de un tempo que la voz pueda sustentar (las frases suelen impulsarse después del tercer pulso de compás, justo donde Mahler marca la respiración), y da lugar a la que parece ser la grabación más breve, de apenas 7 minutos (en la partitura que Mahler empleó en la premiére de 1904 se tasó su duración en siete minutos y medio); en el extremo opuesto estarían los 15:13 del concierto ofrecido por Hermann Scherchen en Philadelphia en 1964 (Tahra), en el umbral de la inmovilidad taverneriana, o los 28 segundos que Dimitri Mitropoulos consagró a la última nota (New York Philharmonic, Music & Arts, 1960). Mark Obert-Thorn ha conseguido con su proverbial esmero corregir los desfases de velocidad de la fuente en 78 rpm en la edición Naxos.

 


 


Naturalmente el otro apóstol de Mahler es Bruno Walter, conocido por los miembros de la New York Philharmonic Orchestra como The Pope, y que pontificó la primera grabación completa de la Quinta en 1947. Una obra que Walter conocía particularmente bien, habiendo trabajado cercanamente al compositor durante su prolongada publicación (la última revisión en 1911, tres meses antes de su muerte, se puede considerar como provisionalmente definitiva, dado que Mahler hubiera realizado otras correcciones de haber conducido la obra nuevamente). Concisión sinfonico-clásica (exenta de los expresionismos y/o efectismos de otras lecturas posteriores) a través de la pulcritud un tanto distanciada en el seguimiento de las prescripciones de la partitura (que, recordemos, no sólo dictan el tempo, sino también el carácter). El cuidado fraseo, maravilloso, de línea continua elegante y cantabile, contempla sin embargo escaso rubato dentro de una sección o frase: Así pues, una diferencia sustancial respecto a la senda mengelbergiana o al propio Mahler pianista. La marcha fúnebre adopta un paso militar afilado e inquieto, y cuyas reminiscencias se advierten en las secciones lentas del siguiente movimiento, de moralidad bucólica. Muerde el ritmo urgente por todo el scherzo, su parte final delirante. Adagietto intenso y tranquilo (en talante, no en cadencia, 7:36), con armonías suspendidas de reserva casi dolorosa y un clímax decoroso, el arpa perdido en la resonancia de las cuerdas; aún así no es comparable al registrado una década antes con la Wiener Philharmoniker (Opus Kura, 1938). Finale frenético marrado por la descoordinación de las cuerdas en los fugato. La última reedición de Sony nos habla de la dificultad de cristalizar la compleja orquestación en sonido monofónico.

 


 

 

 

La Orquesta del Royal Concertgebouw de Amsterdam era todavía en 1951 el conjunto que Mengelberg había disciplinado durante el último medio siglo, y por tanto con relación directa con el compositor. Sabida es la condición improvisada de los conciertos de Rafael Kubelik, donde la permisa estructural es secundaria. Aquí prosigue la senda walteriana en otra aproximación panteísta de tempi ligeros y dinámicos, nunca temeroso del rubato o de la acentuación de los elementos sardónicos, pero tendente a la supresión de lo neurótico. El trío I (c. 155 y ss.) es efectivamente contrastado pero no dramático, dado el rápido ritmo con el que arranca la obra. En el segundo movimiento la tímbrica rústica y folcklórica en los vientos, alejada de las pulidas y satinadas contemporaneidades, despliega un filtro en sepia que Mahler habría comprendido como suyo. Pastoral scherzo, donde la pareja hombre-naturaleza parece presente de manera casi nietzscheana. Adagietto ligero, adecuado a la noción de “canción sin palabras”, con francos enlaces a varios de los lieder compuestos en el mismo periodo. Vigoroso y fresco finale a pesar de los desaciertos de las trompas y el quejumbroso timbre de las maderas. La edición de Tahra en sonido monofónico, lejano y a veces saturado, transmite la ilusión de una recepción radiofónica en una venerable Telefunken a válvulas.

 



 

Rudolph Schwarz ejemplifica el destino de Mahler si éste hubiera vivido unas décadas más, reeducado en un campo de concentración nazi. Quizá por ello favorece el perfil humanista a salvo de histrionismos o dramas psicológicos. Destaquemos desde ya una toma sonora que permite atender a la magnífica articulación de maderas y metales, pese a que Schwarz desecha muchas de las minuciosas y asertivas instrucciones prescritas por la partitura; siguiendo el modelo walteriano, el tránsito al trío I es moderado; la coda propala un ambiente ominoso, henchido en la percusión de misterio y desesperanza. Adagietto delicuescente cual lied (7:34), de texturas primaverales. La complejidad de trenzado en scherzo y finale es observada con justicia y ejecutada con ecuanimidad. Es notorio que Horenstein ensayó y desempeñó la obra con la London Symphony Orchestra en los meses previos a la grabación, y siendo éste el único documento mahleriano de Schwarz, nunca sabremos hasta qué punto la responsabilidad es suya o compartida. ¿Que el registro tiene más de sesenta años? Espaciosa, clara y detallada, con impacto y definición, la cinta magnética de 35 milímetros (Everest, 1958) avergüenza a los actuales sistemas digitales.

 


 



Vaclav Neumann decía que en la música de Mahler se encuentra todo el dolor que esperaba a Europa”. Esta declaración de principios comporta una interpretación nada sentimental, de expresionismo descarnado y claridad camerística, los tempi raudos y todavía cercanos a los de Walter. Una furiosa Gewandhausorchester Leipzig abre con una implacable y brusca marcha, más castrense que fúnebre, quizá falta de densidad tímbrica y emotívica pero donde las digresiones iconoclastas refulgen obvias: Mahler escribe en la partitura “Los tresillos de este tema [de la trompeta] siempre deben tocarse algo apresuradamente (cuasi acel.), a la manera de fanfarrias militares. El turbulento y diáfano segundo muestra un sentido organizado y coherente de las secciones, y contrasta con el perentorio y juvenil scherzo, de fraseo sencillo. Dicha moderación se asocia mejor al adagietto. Finale gentil, con maderas de sabor eslavo. Espacioso y cálido sonido con los metales un tanto distantes (Berlin Classics, 1966).



 

 


En la sinfonías de Mahler hay muchos momentos sobresalientes, pero solo un clímax real, que uno debe descubrir”. Esta intuición de John Barbirolli le hace centrar (como Neumann, Kubelik o Tennstedt) el discurso narrativo alrededor del adagietto, manufacturándola globalmente inconexa, afable y bellísima (tanto como la de Maazel, Wiener Philharmoniker, Sony, 1982). De contrastes sonoros o de tempi (éstos siempre muy elongados) caballerosamente poco acentuados, limando los choques neuróticos, la partitura se siente acariciante, de manera que va relatando un día perfecto por la campiña inglesa, comenzando con amenazantes nubarrones (los brahmsianos tresillos a partir del trío) sobre el paseo matinal rubateado (más que mortuorio); cierta letargia acompaña la digestión del segundo, tras el cual Barbirolli se relaja con humor elgariano entre té y emparedados en el scherzo, saluda las modulaciones armónicas del amable adagietto, y celebra un final festivo con noria giocosa y globos que se persiguen en los fugatos. El sonido resiste, con presencia y profundidad del poderío orquestal, las cuerdas espesas, los elocuentes vientos de la New Philharmonia todavía klemperianos, los metales incisivos, la percusión restringida por sobrios motivos estéticos (EMI-Esoteric, 1969).

 


 



El conceptualmente calvinista Bernard Haitink hace ronronear los primorosos e inofensivos metales de la Koninklijk Concertgebouworkest en la Conciertos de Navidad de 1986 (Philips). En esta ocasión algo más libre que en sus otros acercamientos a la obra, Haitink expone más que interpreta, con claridad orquestal, cohesión y rigor, limpio y austero, con las indicaciones de la partitura discretamente observadas. De fraseo educado, moderno-expresionista más que romántico tardío, Haitink marcha a métrica fúnebre, casi como en un cortejo. También el segundo movimiento sabe demasiado formal, apartado del “violento y agitado que reclama Mahler. En cuanto al desarrollo vital del resto de la obra, al esquizofrénico scherzo le falta inercia, y al resplandeciente adagietto vigor amoroso. Una Heldenleben donde solo resulta verdaderamente heroico el finale.

 


 

 

 

Si sigues estudiando conmigo los próximos diez años, serás un gran director. Pero si empiezas ahora tu carrera, solo serás como Bernstein”. Y ciertamente que Eliahu Inbal confió en el malvado Celibidache, del que aprendió su planteamiento analítico. Pero también fue capaz de romper las limitaciones del clasicismo sinfónico de un Haitink para situarse en un territorio medio, pero con la ventaja del conocimiento propio y recóndito de la herencia hebraica, y partiendo de esa base conceptual de un Mahler como lucha interior y caótica nos arrastra a un flujo de materia plástica e inacabada (el golem), a una historia desordenada donde se aprietan la vulgaridad de la música callejera, las pretensiones de la orquesta de café y el boato de los valses de palacio. La ligereza mozartiana de la Frankfurt Radio Symphony Orchestra (Denon, 1986) plasma en el primer movimiento una aproximación devastada surcando un oleaje lento y desolador (con los brillantes solos de la trompeta -sin variación dinámica el primero, pero de fraseo muy libre- como únicas ocasiones en que el sol berliozano logra abrirse camino a través del manto de nubes, eximido en parte en un histérico trío) antes de liberar la furia del segundo, de transiciones abruptas e índole ácida. La relajación inusual del scherzo enlaza con un dulce adagietto, que expone de manera convincente la relación con el ciclo Wunderhorn. Neutral finale, con solo un amago de fina ironía. Asombrosa panorámica, con los solistas puestos en perspectiva; no tanto la percusión, pity.

 



 



Mahler puso más indicaciones dinámicas y expresivas que ningún otro compositor en la historia, y aún así profetizó a Bruno Walter que estaba seguro que los directores posteriores a él seguirian introduciendo cambios. Y así hace Leonard Bernstein: “Me siento tan cerca de su música de que a veces siento que la he escrito yo, asi que puedo juguetear un poquito, aquí y acullá”. Las habituales ya saben de mi debilidad por su Mahler contradictorio y cercano, la peregrinación narrativa, el excelso prisma de hallazgos tímbricos, saboreando meandros de incertidumbre, de melodrama exagerado e imprescindible, de histrionismo autoindulgente. Y con esta extrema certeza explora la red sutil de relaciones temáticas que unifica la obra. Contrastado primero, donde la marcha torna meditación extraviada y se crispa dolorida en el trío, usurpando el legado de Mitropoulos (no en los ritmos claustrofóbicos). El combate aniquilador en el segundo se toma unas pausas intermedias teatrales y no solicitadas por la partitura, con cada instrumento abatido salvo los desafiantes trombones. Variopinto y ágil scherzo (tenebrosa su primera parte, vals melancólico), pintado a lentos trazos (en su copia personal de la partitura Bernstein escribe “To hell with it—lets get drunk—A ball” ). Delicadísimo y evanescente adagietto (la deconstrucción de los acordes del arpa como una secuencia de notas independientes), pero ya sin el rugido final de los bajos en su lectura para CBS en 1963. Finale jubiloso con los fugatos henchidos de optimismo y el coral perfectamente integrado. La laxitud general permite a los atriles de la Wiener Philharmoniker deslumbrar en cada intervención (por ejemplo, las trompas en el primero, o las cuerdas en el adagietto) y resaltar la atrevida novedad de la orquestación, subrayando detalles con una enorme sensibilidad. Cambios de tempo repentinos (pero Mahler era particularmente aficionado a la marcación plötzlich "súbito") y rubato omnipresente, dislocando cada compás a sus límites en un espacio-tiempo distorsionado por la masividad de un Lenny en trance: “His conducting has a masturbatory, oppressive and febrile zeal, even for the most tranquil passages. He uses music as an accompaniment to his conducting” (Oscar Levant). Como todo su segundo ciclo mahleriano, la toma sonora procede de conciertos en vivo, de vastísima gama dinámica, tímbrica dorada y robusta (DG, 1987). ¿Grotesco Bernstein? Orgiástico, fantasmagórico, agotador. Un Dorian Gray cuyo retrato está por descubrir.

 


 



Otro director cuyas interpretaciones son decididamente personales, casi peligrosas, sobre todo en vivo, es Klaus Tennstedt. La emocionante reunión de la Orquesta Filarmónica de Londres con su director musical tras superar un cáncer el año anterior determina especialmente la ocasión. Su noción romántica y germanófila se oscurece y dramatiza: El paso tentativo y con leves titubeos de la marcha fúnebre que Tennstedt va planteando resaltan la ferocidad del arranque del trío, mientras la rabia del segundo movimiento se ve templada por secciones de ritmo ligero. La LPO demuestra su virtuosismo en el extrovertido y pictórico scherzo. Adagietto susurrado que apenas avasalla en su tristanesca resolución. Como Rattle o Giulini, Tennstedt difumina la exageración o vulgaridad hebraicas. El público congregado el 13 de diciembre de 1988 en el Royal Festival Hall estalla tras el paroxismo triunfal y angustioso del coral conclusivo. La deliberada acritud de los timbres y la exuberancia de los planos sonoros chocan con la difícil acústica en la toma sonora (EMI).

  





Pierre Boulez llegó a Mahler después de descubrir las obras de Schönberg, Weber, y especialmente Berg. Consecuentemente su Mahler mira sin artificio al futuro, a las cercanas conquistas de dichos compositores. Inexorable alternando el terciopelo y el látigo, con gran impacto en los tuttis orquestales, Boulez moldea plásticamente los cambios de tempo sin necesidad de preparación previa. El equilibrio tímbrico es una de las señas de identidad del Boulez compositor, mediante el control dinámico de cada atril: Los vientos igualados en protagonismo a las satinadas cuerdas y una percusión a la baja, reprimida con puño de hierro. La marcial marcha, sabiamente dubitativa en el tema principal, solo arrecia marginalmente en el trío, buscando la emoción desde la claridad. Similar honestidad se persigue en el segundo movimiento, donde, como Walter, mantiene la línea conectando con fluidez los diferentes episodios. Estructurado scherzo, diríamos poco mahleriano por su sencillez panteísta, y que conserva intacto al oyente al final de la audición. Y ésta es precisamente la pega de un, por otro lado, irreprochable pero poco audaz adagietto. Excelente toma sonora, que hace justicia a las intervenciones de la maravillosa trompeta de la Wiener Philharmoniker (DG, 1996).

  





Con el acceso de Riccardo Chailly a las partituras pertenecientes al Royal Concertgebouw Orchestra, prolijamente anotadas por Mengelberg, podríase pensar en el inicio de una cruzada recuperadora de la tradición interpretativa (si bien “tradición es abandono”, Mahler dixit) del insigne director holandés. Chailly podría haberse erigido en su medium espiritual además de textual, por ejemplo en la colocación del primer trompa (atención a su lírico vibrato) inmediatamente situado detrás del concertino en el espectacular scherzo, dispuesto con acierto como eje central y concertante de la sinfonía. Nada más lejos de la realidad: Chailly se sitúa en esta misma línea (necesaria y) analítica y de neutralidad interpretativa, minimizando el aporte judío, pero en una latitud más templada que Boulez, Karajan o Abbado, por ejemplo en el carácter del adagietto, radiante, cariñoso y no desgarrado, aunque su tempo no siga el mandato historicista, con más técnica que comunicación. Vibrante el rondó final, con sus líneas internas finamente esculpidas, por no hablar de la velocidad suicida en el final del segundo movimiento. La modernidad del colorido poético mahleriano y la exposición de los detalles interiores se plasman en la gestión intensa de los múltiples micrófonos, quizá en demasía como en el arpa omipotente (Decca, 1997).

  





El concepto sinfónico como ente orgánico y progresivo debido a Jascha Horenstein (Berliner Philharmoniker en un concierto goyesco en Edimburgo en 1961, editado por Pristine) resucita en la lectura de Rudolf Barshai (Brilliant, 1999), poseedor de una erudición íntima y cohesionada de la partitura: Primer y segundo movimientos (un tanto restringidos) se fusionan en un propósito fluyente cuyo objetivo es un devastador clímax. Scherzo lentísimo, permeado de fluidos ritmos de danza, salpicado del mecanicismo feliz de los vientos. El rápido adagietto (obviando las marcas de respiración pero exponiendo la tensión entre la melodía sincopada y las suspensiones armónicas) resulta sincero en su intrincada combinación con el sustancial rondó, desentimentalizado y de aplastante lógica contrapuntística. Máximo el interés bachiano porque la polifonía sea nítida en todo momento (de nuevo Mahler se confiesa: "No puedo describir como aprendo continuamente de Bach, como un niño, sentado a Sus pies”). Barshai, desde su formación como violista, gusta de enfatizar el registro grave en unas cuerdas de camerística nitidez. Capturado espaciosamente en una sola interpretación en vivo (con algún molesto ruido de audiencia) con reverberación cavernosa y extremismo dinámico (en general p y pp suenan demasiado, escúchese el demoledor tam-tam en el segundo movimiento, c. 544). La Junge Deutsche Philharmonie es una entusiasta orquesta estudiantil que consigue aquí un arrebatador resultado.



 



Como es habitual en estas producciones de Telarc hay un instructivo añadido pedagógico, donde, apoyándose en ejemplos propios o ajenos, Benjamin Zander recupera al Mahler vintage con la convicción de un misionero: Se asienta en el muelle fraseo del propio compositor en su interpretación al piano para articular no sólo el ritmo fúnebre de la marcha, sino también la metodista enunciación de la trompeta solista. Asimismo el meticuloso adagietto, con las marcas de respiración cuidadosamente observadas, está fundamentado en la vetusta e inigualable grabación de Mengelberg. Zander lleva con plasticidad bernsteiniana a la Philharmonia Orchestra por el silencioso ímpetu del segundo movimiento; la claridad que aporta el tempo laborioso en el finale le resta algo de conmoción y energía. Entre ambos, el polarizado scherzo delata su importancia crucial en la estructura de la obra, y sus secciones contrapuntísticas revelan la necesaria separación antifonal entre violines. Parte de la paleta mahleriana se pierde en una familia de percusión perfectamente planificada pero poco audible en la toma sonora realizada en 2000.

 




 


Dejaremos sin respuesta las translúcidas provocaciones de Roger Norrington (Radio-Sinfonieorchester Stuttgart, Hänssler, 2006) pero no las de François-Xabier Roth, que tomó la dirección de la Gürzenich-Orchester Köln ciento y un años después de que esta orquesta ofreciera la premiére de la sinfonía en 1904. A pesar de estar compuesta directamente para una gigantesca orquesta, la instrumentación está tamizada por el gusto mahleriano de los sutiles efectos de música de cámara. Y a partir de ahí Roth traza una narrativa simple y disciplinada, de rasgos neoclásicos (la objetividad contemporánea de texturas aéreas y líneas claras), y redescubre su sonoridad, negándose a decorar o embellecer la música, ni a intoxicarla con histrionismos añadidos. El equilibrio tímbrico (enfatizando la polifonía en los planos de bajos) y los fraseos son diferentes a lo acostumbrado, con abundancia de portamenti y glissandi. Roth otorga una exquisita atención a las dinámicas, a veces virulentas, y descarta el vibrato a excepción de las escasas solicitudes de Mahler. Apremiante primero, rebosante de gravitación rítmica, y segundo próximo al mundo pastoril de la Cuarta. Claroscuros en el scherzo y sorpresiva sección final del adagietto, subrayando el Noch langsamer (más lento), como si cada nota dudara en descender y recuperara infelizmente su lugar dentro del acorde perfecto. Finale sin monumentalidad pero de gran transparencia mendelssohniana. La colocación antifonal de cuerdas y metales ya se había empleado por Kubelik o Barenboim, y obviamente es uno de las méritos de la grabación (HM, 2017). Quizá ya sin la mística de las generaciones que conocieron al hombre, las nuevas ya solo ven su música, las sinfonías clásicas del siglo XX.

  


 



Podemos estar de acuerdo con Barbirolli en que cada sinfonía de Mahler tiene un clímax. Yo lo encuentro en el compás 101 del adagietto, donde los contrabajos (llegando desde fortissimo) preceden a la resolución tonal de la melodía que los violines completan en la siguiente medida. El detalle no es baladí, ya que la inmensa mayoría de los directores anticipa el característico morendo del último compás del movimiento a los cuatro últimos (c. 100 y ss.), donde Mahler todavía exige la marcación tempo-emotiva Drängend (urgente). Algunos pocos respetan dicha minucia pero ninguno combina la carnalidad lujuriosa de los sforzati salvajes de Bernstein (1963) y Levine (1977), las tenues dinámicas de Shipway (1996) y Eschenbach (2004), los palpitantes rubati de Bertini (1990) y Barshai (1999), o la disposición antifonal de los violines de Meister (2011). Seguiremos esperando la versión soñada.