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lunes, 29 de noviembre de 2021

Holst: The Planets

Gustav Holst terminó en 1917 una suite en siete movimientos retratando cada planeta en un psicograma astrológico, aspecto reconocido tibiamente por el compositor, ya que su práctica seguía penada por The Vagrancy Act de 1824. Maximizando y oponiendo sus contrastes, The Planets germina desde el ritmo, en una gran variedad de estilos y elaboraciones, con el rico colorido straussiano de una orquesta disparatadamente masiva y con exóticas adicciones, aunque de claridad raveliana en su exposición.

 

106 lossless recordings of Holst The Planets (Magnet link) 

 

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1. Mars, the Bringer of War: Una marcha stravinskiana de mecánica brutalidad, cuyo inclemente ritmo en métrica poco convencional y tensos acordes en disonancia flagrante evocan fanfarrias marciales. En cuanto a su tímbrica, escúchese cómo las cuerdas golpean con la madera del arco para producir un efecto percusivo mientras el generoso uso de los metales amplifica el tono militar. La pionera grabación de Gustav Holst fue realizada poco después de la premiére, en 1922: imaginemos las filas de profesores luchando por conseguir un emplazamiento cercano al embudo acústico (sabemos que el limitado estudio se hallaba tan atestado que el ambiente tornó irrespirable ya en las tomas de Venus). La propuesta estaba entonces por encima de las posibilidades de la London Symphony Orchestra, y por ejemplo, el elusivo reto de Mercurio resulta desastroso técnicamente. Los tempi de Holst son invariablemente más rápidos que la mayoría de las grabaciones posteriores, y así, Marte presagia más que amenaza; Venus titubea en su desorden, si bien se recrea en su pausada coda; Júpiter jadea inconstante en su ritmo y Saturno avanza con paso pesado, mientras el ostinato femenino conclusivo es protagonista en dinámica. Para obtener un mejor sonido podemos optar por el registro eléctrico del propio compositor en 1926, o viajar por el tiempo hasta la emulación de dicha versión histórica por Roy Goodman en 1996: la New Queen's Hall Orchestra proporciona cuerdas de tripa en disposición antifonal (perdida en la grabación monoaural), iconoclastas vientos amaderados, metales de menor caudal y agresividad, y percusión reducida en impacto; articulación ágil y ligera, copiosos portamenti como parte integral del sonido orquestal, y vibrato presente pero no fundamental en la producción sonora. Los problemas de afinación (los ensayos y la apasionante grabación se realizaron en tan solo doce horas) se recogen de manera palpable en la edición Carlton.

 


 

 

2. Venus, the Bringer of Peace:  Henchido de incertidumbre métrica y complejas armonías que crean una ondulante sensación voluptuosa, es un adagio de atmósfera mágica donde dos sujetos se alternan, uno de calma pacífica, y otro, recóndito y neoclásico. La primera lectura de Herbert von Karajan en 1961 tiene la ventaja de una construcción arquitectónica de la suite en términos sinfónico-germánicos, a pesar de la falta de desarrollo beethoveniano o de jerarquía armónica en sus movimientos. Los metales wagnerianos de la Wiener Philharmoniker vulcanizan un Marte espeluznante y casi desquiciado. Atisban los portamenti en el violín solista en Venus, muy relajado y de gran belleza tímbrica. Poema central de Júpiter muy brahmsiano en su acentuación. Un Saturno angustioso, utilizando las campanas tubulares cual yunques, precede a un Neptuno cuidadosamente calculado en sus gradaciones dinámicas. La simplicidad del árbol de micrófonos Decca se transfiere en un sonido panorámico, reverberante y cortante. Una alternativa actualizada podría ser la operática de James Levine, que evoca una interpretación abrumadora con la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1989): tras un Marte exaltado, hipertrófico, violento, de frecuencias graves feroces, Venus vibra con transparencia veloz. La intrincada tracería de Mercurio refulge argéntea. Sigue un extrovertido Júpiter, con los metales retumbando sus células rítmicas, mientras el himno central, regio y estentóreo, hace uso de la reverberante acústica de la sala, que también aterciopela los trazos saturnianos. En Urano destella el metal bombástico, percusivo y fuertemente subrayado. Un lento Neptuno gesta calladamente la atmósfera sobrenatural. Registro suntuoso, cuya sinergia con los Sennheiser HD800s es apabullante en todos los frentes: profundidad, separación, tímbrica, impacto.

 


 

 

 

3. Mercury, the Winged Messenger: Asumiendo el rol de rápido scherzo, su etérea orquestación revolotea en figuraciones apresuradas, solidificando nubes de tormenta a su paso. Utiliza gestos típicos del Holst maduro, asombrosamente avanzado técnicamente: uso de dos claves simultáneas, ritmos cruzados. Bernard Herrmann, compositor neoromántico que aúna el dinamismo poderoso de un Wagner con el colorido y sensualidad de un Debussy, concibe una recreación extravagante, amargada, lóbrega y fatídica, con maderas goyescas y siniestras: un Marte angustioso que se construye implacablemente con malvado sarcasmo, especialmente los aullidos de las manadas de metales; un Venus moribundo en su expresión acérbica; un Mercurio en slow-motion que permite desmenuzar el juego orquestal, si bien elimina los repentinos forte. La pompa jupiteriana resulta torpemente imperial, aunque el cántico central cristaliza solemne. La arritmia y los elementos atonales en el soberbio Saturno engendran un futuro incierto. Tras un Urano tétrico y laborioso, de arrogancia perversa, viajamos serenos a la despedida neptuniana, acunada por Herrmann como si se tratara de una de sus propias composiciones. La grabación Phase 4 (Decca, 1970) fue saboteada con una multitud de micrófonos muy cercanos y disparatadamente mezclados, con gran separación lisérgica y hostil desequilibrio espacio-temporal de la London Philharmonic Orchestra. Otra personalísima lectura es la debida a Leonard Bernstein, también marcada por imperfecciones instrumentales de la New York Philharmonic Orchestra (Sony, 1971). Como suele ser marca de la casa en sus grandes interpretaciones, Lenny hace de la música un drama propio: Marte ataca sin remordimientos con un fraseo iconoclasta que se traslada al reposado Venus. Al borde del exceso, la oración jupiteriana levita sobrehumana: Bernstein es único al (des)compensar la repetición para dotarla de un carácter íntimo, siendo las arpas prominentes. La toma sonora, plana y amazacotada, no está a la altura de la visceral ejecución.

 


 

 

 

4. Jupiter, the Bringer of Jollity: Danza pomposa y jovial con una elgariana parte central, que, posteriormente y dotada de palabras, se ha convertido en himno patriótico (sensiblero, y no compartido por el compositor, como se comprueba en sus registros: tanto la partitura “A tempo”, como las grabaciones de Holst, muestran claramente que la música no debe frenar aquí, como casi todos los directores hacen, sino que debería continuar al mismo ritmo subyacente). Bernard Haitink es la sobriedad personificada, pero con un propósito firme que permea soterradamente su lectura. Así, Marte avanza parsimonioso y despiadado, resolviéndose más que contrastándose, en unos Venus y Mercurio inmaculadamente futuristas. La London Philharmonic Orchestra, apenas días más tarde (1970) que en el registro con Herrmann, se metamorfosea en un conjunto distinto, perfecto técnicamente, regular en su latido, tal vez demasiado metronómico y elaborado en la canción central de Júpiter. El glissando en Urano es prominente, aunque sea a costa de la repentina desaparición de la orquesta. Seiji Ozawa es otro campeón de la claridad analítica y el conocimiento perspicaz de una partitura que suena menos inglesa y más diáfana. Su Marte de 1979 sigue la rauda senda que Steinberg pavimentó una década antes con la misma Boston Symphony Orchestra, y sin embargo en Mercurio el mensaje alado es más pausado que de costumbre. El himno de Júpiter se reza fervoroso y se cierra con una coda resplandeciente. Saturno se despliega académico y parco, pero en Urano la percusión se desmelena. Las dos grabaciones poseen la naturalidad típica de Philips, cálida y aterciopelada, con las dinámicas siempre cómodamente audibles.

 


 

 

 

5. Saturn, the Bringer of Old Age: Tras el péndulo cósmico que ciñe los primeros 26 compases (representación austera del proceso de envejecimiento), un largo crescendo de los metales conduce a una coda indecisa, donde la propia mortalidad se acepta con sosiego y serenidad. William Steinberg no conocía la obra hasta el proyecto propuesto por Deutsche Grammophon en 1970. A pesar de respetar escrupulosamente las marcaciones de la partitura, resulta de una espontaneidad mordaz, fast and furious. La lucha enconada de los groseros metales con las cuerdas sedosas de la Boston Symphony Orchestra guerrea una actuación vertiginosa y urgente en Marte, con toda la furia del col legno. Su Venus es sensualmente romántico sin caer en la somnolencia, y, no obstante, Saturno aduce poca mística, cual ejercicio de sonoridades. El coro despide con un gélido aliento a Neptuno. Otra mezcla sintética producto de un destino cuadrafónico, su último reprocesado destila panorámica espacial a la par que tímbrica interna. Aún más rápido es Vladimir Jurowski, que deliberadamente aligera las texturas de la London Philharmonic Orchestra por medio de la disposición antifonal. En Marte asoma la pesadilla, como recordatorio de la Inacabada de Schubert. Fraseo cuidadoso y libertad de los vientos en el muy ligero Venus. En Mercurio la poética impresionista está delineada con precisión atlética. Júpiter vital, con los seis timbales prominentes en los pasajes sincopados, folclórico a la manera de Vaughan Williams, si bien despojado de sentimentalismo o majestuosidad. Las pronunciadas campanas sincopadas en Saturno dan una agradable tensión. Los contrastantes trueques de tempo en Urano culminan un movimiento enigmático. Neptuno opaco, brusca su conclusión coral, posicionada en la distancia. Grabación árida ante una audiencia callada (LPO, 2009).

 


 

 

 

6. Uranus, the Magician: Scherzo rechinante y atroz, que arranca musicando las iniciales del compositor para ir mudando de carácter humorístico y alegre a fantasmal y misterioso. El exuberante Zubin Mehta firma un registro cinemático, caleidoscópico, colérico y un tanto glacial (Decca, 1971). El cuerpo zapador de tubas de Los Angeles Philharmonic Orchestra cañonea un estrépito enorme en el robusto Marte (y en la sección media de Urano). El fraseo en Venus danza con un amplio rubato, acaso excesivo. Contrasta el ligero Mercurio con un masivo Júpiter de conclusión apresurada. Un Saturno avejentado en su paso impresiona con los efectos de pedal organístico. Urano presume de frescura en la percusión. Charles Dutoit parte de un hedonismo relajado, pero no falto de emoción, coloreando los estratificados planos sonoros con un impresionista aroma francés. A destacar las apariciones en oleadas keplerianas del órgano en un imaginativo Marte; los vientos en Mercurio atenuados por el tempo; el bullicioso Júpiter sin perder el sentido del fraseo; el embrujo del pedal en el hipnótico Saturno hasta la devastación. Después de un Urano que me hizo disfrutar gloriosamente (no me cabe mayor elogio), el problemático Neptuno se pulsa con refinamiento, las voces distantes perfectamente equilibradas y timbradas a medida que se desvanecen. El amaderado recinto de la iglesia de St. Eustache regala la exacta medida de reverberación, con un opulento nivel de detallismo y dinámicas extremas. La Orchestre Symphonique de Montréal logra una pulida ejecución a la altura (Decca, 1986).

 


 

 

 

7. Neptune, the Mystic: Pianissimo espeluznante e inquietante, con una melodía larga y desenfocada, virtualmente despojada de ritmo y delicadamente compuesta al estilo raveliano, con una simple frase que sostiene una armonía etérea y colores yertos y resplandecientes. El coro sin palabras y fuera de escena mesmeriza al oyente y disipa la textura orquestal: la partitura estipula que a ser posible debe ser emplazado fuera del salón de conciertos, para ser escuchado a través de una puerta que se irá cerrando gradualmente durante el último compás “repetido hasta que el sonido se pierda en la distancia”. Adrian Boult estrenó The Planets en 1918, documentando registros al menos en siete ocasiones, con grandes inconsistencias de una a otra, las primeras rápidas y con mordiente rítmica, después ralentizando con cautela los tempi. Su postrera grabación con la London Philharmonic Orchestra demuestra de manera concluyente que los últimos movimientos no necesitan ser demasiado lentos para alcanzar la grandeza. Marte aplasta a ritmo constante y desalmado, inexorable y devastador en su quietud. Un rápido Venus sabe sin embargo enfatizar las cualidades líricas y los momentos de tranquilidad. Mercurio revolotea chispeante con sus constantes cambios de color. Júpiter posee un impulso rítmico contagioso y el himno resuena con distinción insigne. Los noventa años de Boult contagian a Saturno de un clima aterrorizado y plagado de pánico. Neptuno reina frágil en su elipse distante. El registro (EMI, 1978) enfanga algunas texturas. Por la senda de la magia introvertida, aunque con una asintótica precisión szelliana encontramos años después a Vernon Handley (Planet, 1993). El manejo de Marte es iracundo sin augurar la malignidad y Venus es más reflexivo que sensual. Si Júpiter es un poco deliberado en su amplitud, en Saturno la Royal Philharmonic Orchestra captura una asombrosa sensación de amenaza en su clímax. Urano impacta físicamente. 48 micrófonos se emplearon en una toma cercana, traslúcida a todos los niveles dinámicos (incluyendo el tráfico londinense, material de estudio para los arqueólogos del futuro).

 

 

 

https://petersplanets.wordpress.com/ is undoubtedly the framework of knowledge of the planetary discography. With a brilliant sense of humour, Peter The Great makes us participants in his particular criticism of the complete survey.

 

martes, 29 de enero de 2019

Sibelius: Valse triste

En 1903 Jean Sibelius compuso la música incidental para el drama Kuolema (Muerte) de su cuñado Arvid Järnefelt, prominente discípulo de Lev Tolstoy. Sibelius tampoco fue inmune en esta etapa temprana al romanticismo nacionalista finlandés, con sus principios de igualdad social, resistencia pasiva al mal y cultivo de una vida simple. La pieza de la escena de apertura fue reorquestada un año más tarde para flauta, clarinete, trompas, timbales y conjunto de cuerda y publicada como Valse triste, op. 44, y está marcada por una intensa comprensión de las inexploradas posibilidades del color de las cuerdas, mientras se manejan los desatendidos registros bajos de la orquesta (contrabajos y timbales) con gran virtuosismo.

Su esquema musical puede ser articulado en tres partes:
I Introducción (compases 1-40): La sección de cuerdas con sordina realiza una lenta secuencia cromática, engañosamente simple, de acordes tónicos ascendentes y descendentes que van presentando las principales claves de la pieza. En los últimos compases los violonchelos lideran una profecía expresiva.
II El cambio a sol mayor (cc. 41) ilumina con otro semblante un ritmo de vals hasta el tema principal propiamente dicho (c. 73). La sugerencia para pasar a mi menor evolucionando a una melodía más danzable (c. 87) no se completa, y el motivo de apertura retorna para cerrar este segundo apartado (c. 106).
III Tras ocho compases los vientos presentan el vals en sol mayor (c. 115), completándose ahora sí su mutación a mi menor; el subsidiario argumento danzable es introducido poco risoluto (c. 130). El clímax de este nuevo tema regresa a sol menor donde culmina en una presentación presurosa del motivo inicial (c. 170) y donde por vez primera interviene el timbal con el que Sibelius habitual y deliberadamente recrea el forestal susurro pedal. Los últimos ocho compases lento assai cierran de manera lúgubre y efectiva.

A pesar de su pequeño tamaño, el melodismo italiano (o más bien tchaikovskiano) y la tensión germánica (su peregrinaje a Bayreuth en 1894 tuvo un enorme impacto en el lenguaje sibeliano) que produce su evolución tonal recuerdan, en una escala temporal totalmente diferente, sus inmediatas predecesoras posromántico-épicas (1ª y 2ª Sinfonías) y prefiguran la base creativa de alguna de sus posteriores y magnas compañeras.








No puedo resistirme a la eficiencia castrense de la banda de vientos del Ejército del Imperio Británico, The Band of H.M. Coldstream Guards (¡desde 1685!), comandada en sus 44 unidades de tropa por el Teniente-Coronel John Mackenzie-Rogan. Rigurosamente música de vanguardia (HMV, 1910), cumple su estricta entonación sobre un conciso staccato, y, pásmense ustedes, tras la agónica renuncia al cambio armónico (c. 87), su rauda marcha militar repentinamente arrastra los pies cual mastodóntico paso sevillano. Atención, este regimiento tocaba música clásica en las ceremonias reales para multitudes de centenares de miles de britons, entusiasmados de tener un ritmo para cantar y bailar. Se dice que llegaban a bailar con Tannhäuser… Decididamente eran otros tiempos.





El propio compositor condujo frecuentemente el Valse Triste durante su carrera como director, a menudo demandada por el público como un bis. No obstante, jamás grabó ni ésta, ni ninguna otra de sus obras. Sin embargo las fuentes nos dicen que favorecía “acentuaciones salvajes y ritmos explosivos” y que aconsejaba a los directores que, en su música, “había que dejar que los detalles flotasen como carne en salsa”. En 1927, su cuñado Armas Järnefeld cocinó al pódium de la Orchester Der Staatsoper Berlin (Parlophone) una receta familiar con rallentandi románticos por doquier, cual suspiros febriles y elásticos, dentro de una cadencia ligerísima. ¡Bon appétit!





Eminencia británica del periodo de entreguerras, Thomas Beecham radicaliza la ambivalencia siempre presente en Sibelius en una personalización neurótica y bipolar en los dos temas del Valse Triste. La London Philharmonic Orchestra esmerila con impacto dinámico y ritmos inteligentemente marcados, y reúne una enigmática mezcla: melancolía junto a efervescencia. Ostentoso y arrogante el muscular rallentando asociado al diminuendo en el c. 151 y ss. El sonido añejo de violines estrechos y bajos escasos no debe menoscabar el valor de este documento dada la dificultad y coraje de grabar la obra de un autor todavía vivo (Warner, 1938).





El otro gran director isleño de la primera mitad del S. XX es John Barbirolli, pionera autoridad fonográfica en la obra sibeliana. Al frente de la Orquesta Hallé de Manchester, cuya titularidad, con enfrentamientos directos y odios salvajes, peleó con Beecham, muestra en detalles acentuados y contrastados una sutil expresividad: por ejemplo, en los primeros compases arpegia el acorde de violas y segundos violines anticipando el despliegue que poco después Sibelius refleja en la partitura. A pesar de que los timbres orquestales no están idealmente pulidos, la incandescencia dramática va creciendo con audacia, enfatizando los vientos que colorean los temas y concitando fiereza en las cuerdas agudas (EMI, 1966).





La comparación de las lecturas de Herbert von Karajan es apasionante. Tal vez no haya gran diferencia en la interpretación, aunque sí se perciben maduraciones sutiles, de la impactante robustez viril a la postrera dulzura de pulidos contornos. Descartadas las mezclas modernas de puntillismo microfónico, la excelente toma sonora de 1967 (DG) va desplegando suspense a paso lánguido, desde el mayestático pizzicato, palpable y puede que aparatoso, manejando las transiciones con obsesiva sofisticación tonal. Abstracta homogeneidad tímbrica de la Berliner Philharmoniker, sí, pero Karajan dicta que las sedosas y densas cuerdas graves dejen sitio a un furioso clímax expresionista, señalando la obra como música de pleno siglo XX. El mismo Sibelius dictaminó después de escuchar su grabación de 1953 que Karajan “es el único director que comprende la 4ª Sinfonía”.





Si usted desea perseverar en la vía BB e iniciar un entrenamiento de travestismo pruebe la escucha de Leonard Bernstein, donde la personalidad de los tempi o el control de las dinámicas dan lugar a una poesía de los violines finales con un extraordinario poder evocador a aire otoñal y decadencia personificada. La aspereza tonal de la New York Philharmonic Orchestra refleja más un rasgo de carácter que una imperfección de aquella época (Sony, 1969).





La Bournemouth Symphony Orchestra a los mandos de Paavo Berglund hace gala de una transparencia exclusiva e insuperable: enlazando y casi superponiendo conscientemente las líneas crea un crecimiento orgánico de las células temáticas, y por ende logra hacer más trágico el desfallecimiento en el fallido tránsito a mi menor (c. 87). Los tempi fluctúan furtwänglerianamente con la culminación melódica. Naturalmente que esta pretendida espontaneidad es el resultado de una estudiada precisión. Excelente contribución de los timbales dentro de la panorámica grabación (EMI, 1972).





Los compradores del ciclo Sibelius que Neeme Järvi y la Gothenburg Symphony Orchestra realizaron para el sello BIS a mediados de los 80 quedaban perplejos por el sangriento aviso que en sus portadas rezaba: "WARNING Contrary to established practice this recording retains the staggering dynamics of the ORIGINAL performance. This may damage your loudspeakers, but given first-rate playback equipment you are guaranteed a truly remarkable musical and audio experience". Aparte del obvio interés de marketing, la grabación arroja un carácter impulsivo y espontáneo que define al director estonio. Y, en el caso de su segunda lectura (DG, 1995), una voluptuosidad y una delicadeza en el ritmo de vals que potencian su sentido épico.





Herbert Blomstedt traza un limpio, correcto, juicioso reconocimiento de la arquitectura del pentagrama, racionalizando a media voz el discurso, y huye, con su imperturbable tranquilidad, de excesos románticos. La San Francisco Symphony Orchestra (Decca, 1991), persuadida por su lucidez, cree en su distanciada sinceridad y le sigue en su itinerario por la estructura.





La grabación de James Levine con la Berliner Philharmoniker (DG, 1992, en concierto) presume de una amplitud dinámica sobresaliente, empezando con un carnoso e inigualado pianissimo. El muy lento tempo se va acrecentado entre empujones de entusiasmo temperamental y calderones macabramente disueltos en el vacío, sin asomo de fraseo danzable en el vals, pero con una petulante convicción emocional e intrusiva, violenta y perturbadora, reinterpretando (recomponiendo) la obra en un drama visceral, crudo y superficial, y en última instancia, basto.





Colin Davis ha demostrado ser un entusiasta de Sibelius, hasta el extremo de haber llevado al disco su ciclo de sinfonías en tres ocasiones. La nerviosa excitación (y acaso más persuasiva) de la lectura previa de Boston (Decca, 1980) ha rolado en la posterior con la London Symphony Orchestra (RCA, 1994) hacia un ambiente sonoro más pausado, incrementando el aspecto tímbrico y subrayando el acompañamiento figurativo. Un Valse triste contenido y distanciado, dominado por la elegancia a la hora de planificar y construir cada fragmento. Como el mismo Davis confiesa, no le importa desobedecer las marcaciones de la partitura en aras de conseguir un efecto concreto. Y añade conscientemente siempre un toque de misterio, con líneas y diseños permaneciendo medio enterrados en las texturas a pesar de (o por) la incomparable claridad en línea y articulación, que desvela con visión microscópica el entrelazado de urdimbre y contrahílo que va tejiendo el lienzo sibeliano, sin por ello caer en el análisis autópsico. Davis mantiene la capital elasticidad de los tempi, sujetando las pausas y permitiendo girar con mesura el vals. Ambiente cálido, si bien no excesivamente reverberante, con algunos instrumentos esculpidos en vivo en la amable mezcla.





En 1997 Osmo Vänskä grabó en primicia la versión original para el teatro. Aunque las diferencias con la reorquestación definitiva no son escandalosas, permiten seguir el proceso creativo del que partió Sibelius: Solo para conjunto de cuerdas, con pequeños cambios melódicos y armónicos como la adicción del stretto antes de los compases finales, donde incluyó los tres acordes a cargo de los violines a solo, cuyo último suspiro reemplaza el abrupto final del original. Vänskä es desafiante, descarado y meticuloso en la lectura de unos pentagramas henchidos de indicaciones de gran precisión, y por tanto de filosofía inversa a Colin Davis. De tímbrica más melancólica y menos inquietante que con la incorporación de vientos, el esquema arquitectónico de la miniatura se arma a partir del espectro dinámico. Posteriormente Vänskä ha vuelto a grabar la obra con la misma Lahti Symphony Orchestra (BIS, 2007) en su versión revisada, con un nivel superior de ejecución técnica y una toma sonora de perspectiva en profundidad asombrosa.







A pesar de las tempranas celebridad y pensión vitalicias, Sibelius pasó toda su vida al borde de la quiebra debido a la pésima mercantilización de sus obras y su perenne adicción al alcohol. Tanto es así que, en 1915 un grupo de admiradores hubo de realizar una colecta para salvar el piano Steinway de los alguaciles que ya estaban llamando a la puerta de Ainola. El instrumento, que asistió a la composición de las obras de Sibelius durante sus últimos 50 años, es ajeno a los enormes especímenes modernos destinados a proyectar tsunamis en salas de concierto, y se mantiene en plena forma, reteniendo su avellanado cuerpo tímbrico de confortable opulencia. Folke Gräsbeck encapsula la reducción (transcrita por el propio compositor) en ritmos gentiles, subrayando la robustez de unos tintes oscuros que rezuman nostalgia. La mano izquierda articula cascadeantes figuras colorísticas y vibrantes, sin exageradas dinámicas. La toma sonora, realizada in situ en el salón familiar sibeliano (BIS, 2014), prolonga la sensación doméstica, íntima, introspectiva.


miércoles, 21 de junio de 2017

Saint-Saens: Symphonie nº 3 en ut mineur "avec orgue"

"La Sinfonía está dividida en dos partes. Sin embargo, en la práctica incluye los cuatro movimientos tradicionales:

Después de un Adagio introductorio de unos pocos compases de carácter dolorido, el cuarteto de cuerdas expone el tema inicial que es sombrío y agitado (Allegro moderato). La primera transformación de este tema conduce a un segundo motivo que se distingue por su mayor serenidad; tras un corto desarrollo en el cual los dos temas son presentados simultáneamente, el motivo aparece por un breve instante en toda la orquesta. Una segunda transformación del tema inicial incluye de vez en cuando las notas quejumbrosas de la Introducción. Episodios variados aportan progresivamente calma y preparan el Adagio en re bemol mayor. El tema, en extremo apacible y contemplativo, pasa a los violines, a las violas y a los violoncellos, sostenidos por acordes de órgano; entonces pasa al clarinete, trompa y trombón, acompañado por cuerdas divididas, en varias partes. Después de una variación (en arabescos) realizada por los violines, retorna la segunda transformación del tema inicial del Allegro trayendo consigo un vago sentimiento de conflicto, amplificado por armonías disonantes. Éstas abren pronto camino al tema del Adagio, interpretado esta vez por algunos violines, violas y violoncellos, con acompañamiento de órgano y el persistente ritmo de tresillos presentado en el episodio precedente. Este primer movimiento finaliza en una Coda de carácter místico, en la cual se escuchan alternativamente los acordes de re bemol mayor y mi menor.

El segundo movimiento comienza con una frase enérgica (Allegro moderato) seguida inmediatamente por una tercera transformación del tema inicial en el primer movimiento, aún más agitada que antes, y en la cual asoma un espíritu fantástico que es abiertamente expuesto en el Presto. Aquí, arpegios y escalas en el pianoforte, ligeros como el rayo y en diferentes tonalidades, son acompañados por el ritmo sincopado de la orquesta. Este travieso alborozo es interrumpido por una expresiva frase en las cuerdas. La repetición del Allegro moderato es seguida por un segundo Presto; pero apenas ha comenzado cuando se escucha un nuevo tema, grave, austero (trombón, tuba y contrabajos), fuertemente contrastado con la música fantástica. La lucha por el poder finaliza con la derrota del diabólico e incansable elemento. La nueva frase se eleva hacia las alturas orquestales y allí reposa como en el azul de un cielo claro. Después de una vaga reminiscencia del tema inicial del primer movimiento, un Maestoso en do mayor anuncia el cercano triunfo del pensamiento noble y calmo. El tema inicial, completamente transformado, es expuesto ahora por las cuerdas divididas y el pianoforte (a cuatro manos), y repetido por el órgano con toda la potencia de la orquesta. Continua un desarrollo construido en un ritmo de tres compases. Un episodio de carácter tranquilo y pastoral (oboe, flauta, corno inglés, clarinete) es repetido por dos veces. Una brillante Coda en la cual el tema inicial, debido a una última transformación, toma una figura a cargo del violín, concluye la obra. El ritmo de tres compases resulta ser, natural y lógicamente, un extenso compás de tres tiempos; cada tiempo está representado por una redonda, y doce negras forman el compás completo".


De esta guisa se analizaba la 3ª Sinfonía de Saint-Saëns, probablemente con la autoría, o al menos con la asistencia del compositor, en el programa de mano de la premiére londinense de 1886, y que resultó tal éxito que contribuyó a la eclosión francesa de un género que hasta entonces era patrimonio exclusivo de los países germanos.

La sinfonía encarna las virtudes clásicas, la lógica, la mesura, la lucidez, la facilidad elegante, tal vez escasa de inspiración, pero de academicismo constructivo impecable; también altamente original e innovadora en varios aspectos, incluyendo su plano formal y su densa orquestación, con maderas y metales masivos y amplia percusión. Ni órgano ni piano poseen parte solista, sino que se integran en el tejido magistralmente, ofreciendo variedad tonal y acentos rítmicos adicionales. Y, sobre todo, hace un uso extensivo y sofisticado de la transformación cíclica de temas, el sistema por el cual un motivo básico –una evocación del Dies irae gregoriano– se reformula en complejas y sutiles permutaciones –entretejido a ratos por un tema secundario en un remedo de la sonata clásica que va de la lucha a la victoria– recorriendo la sinfonía en su totalidad como homenaje a Listz, dedicatario de la obra.









Como en tantas otras obras que hoy forman el núcleo del repertorio orquestal francés fue Piero Coppola el pionero en llevar sus partituras al registro sonoro en la década de los treinta. Coppola produjo y grabó en su impulsivo estilo a la desigual Grand Orchestre Symphonique du Gramophone, formada para la ocasión y reunida en la Sala Playel en 1930, donde se acababa de inaugurar el orgullo de la ingeniería eléctrica gala, un monumental órgano Cavaillé-Coll. Sin embargo, la sorprendente colocación de sus 4.800 tubos en una habitación superior a la gran sala de conciertos negaba el florecimiento del sonido, que debía descender por una apertura en el techo, en un efecto contrario al de Bayreuth. Coppola inventa (o seguramente recoge la tradición interpretativa contemporánea) un ritardando antes del acorde conclusivo, algo que se ha hecho tradición entre buena parte de los directores posteriores. Grabación eléctrica rescatada desde unos venerables discos a 78 rpm de Victrola que deja entrever las temperamentales dinámicas, el efectista portamento en el Poco adagio, o la controlada erección de la tensión en el Maestoso.





Las grabaciones de Paul Paray (Mercury, 1957) y Charles Munch (RCA, 1959) han amasado durante largos decenios una vitola de alta-fidelidad en grado sumo, spectacular in your face and so on. La técnica de la Mercury consistió en tres micrófonos direccionales y cinta magnética de media pulgada a tres pistas (y no la cinematográfica posterior). La nula reverberación del Ford Auditorium contribuyó a un resultado suntuoso, con meridiana claridad de las líneas internas: escúchense las filigranas del piano en la introducción al finale, o las tubas palpables en la resolución. En cuanto a la interpretación, Paray prefiere la claridad al ardor, la restricción y la precisión al arrebato: hay que recordar que el estilo de Saint-Saëns como pianista era sobrio y sencillo. Por consiguiente, la afrancesada Detroit Symphony Orchestra suena algo apartada, aunque intachable en la diafaneidad de sus texturas. El legendario Marcel Dupré (integrante del círculo personal del compositor) interpreta el entonces recién construido órgano de 4.156 tubos con un registro pedal de 32 pies –tan bachiano– casi inaudible por su baja frecuencia. Aquellos afortunados en poseer un subwoofer de amplia respuesta darán cuenta de la pasmosa experiencia, no auditiva, sino táctil.





El acabado sónico de Munch es más atmosférico, si bien menos detallado que el de Paray, sin destacar tanto la orquestación de Saint-Saëns: para combatir la excesiva reverberación de la sala de la Boston Symphony Orchestra, los ingenieros de RCA (1959) retiraron buena parte de los asientos y esparcieron por ella a los músicos. Esta grabación, de impulso lírico más cálido que su pareja, hizo más que ninguna otra por elevar a Munch al estrellato interpretativo: las lustrosas cuerdas en el clímax del Allegro, la índole meditativa que permea las espesas armonías wagnerianas en el Poco adagio, el sosegado fugato de atmósfera expectante en las cuerdas que hace de puente al apoteósico acorde de do mayor que abre el Maestoso, el marcado staccato de los metales bostonianos, el fraseo expresivamente irregular. Sabemos que Munch alimentaba las indisciplinas peligrosas, cultivando la emergencia personal de los músicos incluso en las costosas sesiones de grabación; sin embargo, la similitud de los minutajes respecto a sus (más fieras) lecturas de 1947 ó 1954 sugiere que su espontaneidad era muy… elaborada.





El registro de la Symphonie avec orgue se puede acometer de tres maneras: acomodando una orquesta en una sala de conciertos equipada con un órgano –caso de las versiones expuestas–, o bien llevándola de peregrinaje a la iglesia adecuada –caso de la presente lectura–, o bien grabando por separado los elementos y mezclándolos posteriormente en el estudio –caso de los próximos Barenboim, Dutoit y Jansons–. Jean Martinon se presenta como sacrosanto sacerdote de la música francesa, instruyendo la sinfonía con un sentido de reposo refinado y elegante. Los atriles de la Orchestre National de la ORTF se estratifican por registros, y los temas parecen surgir relajada y naturalmente en el primer movimiento, pero se anudan con precisión en el avasallador finale. En vez de un solista-divo, Martinon eligió al mejor conocedor del instrumento, es decir, el organista permanente de Les Invalides de París, donde se realizó en su integridad el documento (EMI, 1975), sustancialmente con más presencia y amplitud dinámica que los anteriores, aunque el mar de reverberación catedralicia ahogue algunos detalles instrumentales, como la poca impronta del ondulante piano.





Daniel Barenboim propone ese mismo año un concepto a gran escala, al nivel de los clásicos, al modelo de modelos, la 5ª de Beethoven. Apoyado en la precisión técnica de la Chicago Symphony Orchestra, y dedicando mayor atención a los planos de los vientos, aherroja una impactante grabación (DG), detallada y dinámica, aunque las cuerdas suenen tímbricamente poco fidedignas a intensidades elevadas. La labor de Gaston Litaize al instrumento (moderno) de la catedral de Chartres se sobrepuso posteriormente, consiguiendo una definición chispeante: como la luz por las vidrieras, el órgano va asomando por la tesitura, iluminando lunarmente la milagrosa meditación de la cuerda en la que se refracta, se eleva y finalmente se desvanece. En el coral del Maestoso hace caso omiso de la indicación p en el apoyo a las celestiales pianísticas, pero el efecto realza el idioma eclesial. Otros momentos a destacar podrían ser: la dulzura en el austero y oscuro preludio con las maderas al unísono, subrayando en su lentitud las oblicuas armonías, o la imaginación lírica de los primeros violines en la invención a dos voces del Poco adagio, evitando la monotonía de la sección, o, como arrojaba el programa de mano de la premiére en una cáustica alusión a los impresionistas: “El compositor ha buscado así evitar en cierta medida las interminables repeticiones que están llevando a la desaparición de la música instrumental”. 





El refinamiento lógico y clasicista de Charles Dutoit se empareja perfectamente con la intención inventiva del autor. Rebosante de inmediatez y espontaneidad, su lectura es la que mejor destaca el aroma tchaikovskiano de la serena coda pizzicata que introduce el Poco adagio, diluyendo el colorido sin retorno de la tónica, y quedando irresoluta por tanto la dialéctica nuclear de la forma sonata. Al final de ese primer movimiento Peter Hurford suelta el pedal y difumina el efecto morendo que la partitura reclama y requiere: la tranquilidad que forma parte del desenlace –o usando la terminología aristotélica, la purificación–. Dutoit hace sonar la pieza incluso mejor de lo que es, como el impulsivo Trio, donde las impetuosas escalas del piano coalescen sobre el centelleo del triángulo. Extrema flexibilidad del tempo en el breve interludio pastoral del Maestoso, donde regresa el tema sobre un resplandor de vientos. Riqueza de la grabación organística, superpuesta posteriormente a la de la Montrèal Symphony Orchestra (Decca, 1982), si bien, no con la profundidad abisal de otras.





James Levine firma una espectacular lectura dramática apoyada en una incisiva articulación y en el exquisito moldeado de las marcaciones dinámicas. La Berliner Philharmoniker destaca el efecto lúgubre y pulsante del tema principal recordando la Inacabada de Schubert. Después del fervor terrenal, es mayor el contraste del contemplativo órgano apoyando sutilmente las cuerdas en el sombrío y reposado Poco adagio. La experiencia escénica de Levine se vuelca en mostrar la deuda y el vocabulario wagnerianos, destacando tanto las figuras descendentes cromáticas en las cuerdas del arranque como la mística y tristanesca coda que cierra el Poco adagio: auscúltese la intensa e inestable armonía, el ritmo fluido, la textura contrapuntística. Hay que destacar el gran efecto de los metales en los fragmentos en canon que pestuntean todo el segundo movimiento. Enorme dinámica del registro, con el órgano propio de la Philharmonie, de cuerpo poderosísimo, si bien algo distante (DG, 1987).





El disco de Mariss Jansons es el ejemplo de como una espléndida ejecución puede desplomarse por una pésima producción (EMI). El órgano construido en 1890 por Cavaillé-Coll en la iglesia de St. Ouen en Rouen permanece casi inalterado y conserva su registración original (atención a la penumbrosa Contra Bombarda), aunque, o en 1994 estaba en malas condiciones de conservación, o simplemente mal afinado. Pero el verdadero problema estriba en la autocrática superposición de su desproporcionada acústica. Un peligro que amenaza continuamente la grabación de esta obra (ya le pasó a Maazel, incluso en mayor medida a Karajan) y que convierte la Sinfonía con órgano en Sinfonía para órgano. Por su lado, la Oslo Philharmonic Orchestra fue registrada cristalinamente en su propia Konserthaus: si Saint-Saëns prescribió al comienzo del Maestoso unos caprichosos compases para el berlioziano campanilleo del piano a cuatro manos, es porque esperaba su tangibilidad sonora, tal y como se articula en esta parte de la emulsión. La lucidez textural en la fuga posterior golpea con una rotundidad shostakovichiana.





Saint-Saëns diferenciaba entre dos tipos de directores orquestales: “Los hay que van demasiado rápido, y los hay que van demasiado lento”. Acaso por ello dejó estrictas marcaciones metronómicas en la partitura… que no se contemplan en la siguiente grabación: el documento recoge el concierto inaugural en mayo de 2006 del descomunal instrumento de 6.938 tubos y 32 toneladas del Verizon Hall. El libreto se refiere a él orgullosamente como “el mayor órgano de Estados Unidos”, afirmación de ufano carácter trumpista (más no es –siempre– mejor). El controvertido allá donde va Christoph Eschenbach se inclina por romantizar descaradamente la obra: las fabulosas cuerdas de la Philadelphia Orchestra despliegan un aura almibarada, caramelizando el tempo del Poco adagio hasta el punto del abandono (más erótico que religioso). Fraseo azucarado, lentitud glaseada, confitando cada trazo, dulcificando los sabores dinámicos. Para compensar, cabalga hasta el desmayo la coda –un pastiche wagneriano donde la recapitulación tonal vertebra– provocando el entusiasta bramido del respetable. Olivier Latry, organista titular de la Catedral de Notre-Dame de París, se integra adecuada y equilibradamente en la toma sonora, lejos de lo excepcional pero mostrando sin confusión todas las achocolatadas gamas de las frecuencias graves (Ondine). Esta tendencia interpretativa de levedad instrumental y claridad en las secciones se da en otras lecturas recientes como las de Nézet-Séguin (Atma, 2005) o Morlot (SSM, 2013).





Nos queda la restauración de los colores opulentos y los relieves contrastados con los que Saint-Saëns trabajó. La masividad de su orquestación (inmersa en el espíritu de gigantismo de finales de siglo) resulta acentuada por François Xavier Roth y su conjunto Les Siecles: el resplandor muelle de las cuerdas de tripa (en disposición antifonal), el mínimo vibrato de las deliciosas maderas, las trompetas naturales, los timbales de piel. El instrumento Cavaillé-Coll de la iglesia de Saint-Sulpice de París con casi 7.000 tubos y más de 100 registros podría parecer la panacea de los instrumentos auténticos e ideales para la obra. ¿Es esto así? Pues siendo estrictos parece que no, ya que la sinfonía se escribió para el órgano de tan solo 23 registros de la sala de conciertos londinense St James's Hall. Es más, Saint-Saëns recomendó la utilización de un humilde armonio si el órgano no estuviera disponible. Sin embargo, la experimentada sapiencia de Daniel Roth, padre del director y profesor titular de este órgano desde 1985, resulta fundamental en la perfecta elección de los registros: coloreando la conversación o impulsando los acordes transicionales, aunque siempre permitiendo escuchar la orquesta (telúrico el comienzo del Poco adagio), salvo en el veloz Maestoso, donde la gran reverberación expele un maremágnum donde timbal y bombo se cañonean a mansalva. Enérgica, plena de impulso, la interpretación pasa de puntillas por los reguladores dinámicos, pero no por la onírica modulación sobre la marca de ensayo O. El tráfico parisino ronronea en la delicada toma sonora, muy cercana a los atriles y que recoge el hojeo de las particellas (Actes Sud, 2010). Por supuesto que los Living Stereo y Living Presence de los 50 quedan ya muy atrás.