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martes, 19 de diciembre de 2023

Mahler: Sinfonía nº 4

“¿Qué se puede decir sinceramente de esta sinfonía? ¿Qué puede decirse de cualidades musicales donde no se detecta ninguna, y por qué hay que entrar en detalles sobre la escenografía orquestal, cuando no hay nada detrás? Incluso con la intención más sincera parece imposible encontrar nada excepto una serie de efectos orquestales inconexos, bastante ingeniosos en cuanto a conocimiento de los instrumentos, pero totalmente superficiales, y que no tienen nada que ofrecer al espíritu ávido de música". Musical America, January 1911.


La sinfonía nº 4 de Gustav Mahler (1900) es un cuento de hadas onírico e irreal, de imponderabilidad aérea y exaltación dichosa. Las alegres meditaciones de Mahler sobre el descanso post mortem se sustentan en una impropia sencillez de medios orquestales, transparencia textural y simplicidad armónica, coherentes con la visión celeste a través de un alma infantil. La intencionalidad mahleriana da a cada atril el rol de un solista, descomponiendo la línea melódica en fragmentos definidos por diferentes colores instrumentales, como una especie de prisma acústico. Pero en su tradicional estructura formal pululan sombras poco inocentes y se arrastran horrores:

I Deliberado: En el inestable mosaico de motivos de la exposición (compases 1-101), el clasicismo familiar de la sonata sufre por la irrupción literaria de frecuentes cambios de tempo, alteraciones, suspensiones y complicadas relaciones métricas; la deslumbrante complejidad del evolutivo y lógico (o, más bien, teleológico) desarrollo (cc. 102-238) explora nuevas y distantes claves y abre un espacio radicalmente inédito, en el que los temas se disuelven en motivos autónomos o se transforman hasta quedar irreconocibles; la recapitulación (cc. 239-339), en cierto modo fallida, conduce a una coda histéricamente triunfalista.

II Moderado: Scherzo quimérico y espeluznante, armado en cinco episodios: A (cc. 1-68), trío B (cc. 69-109), A1 (cc. 109-200), trío B1 (cc. 200-280), A2 (cc. 280-341); y coda (cc. 341-364). Mahler especificó la scordatura del violín solista (afinado un tono más alto, angular y cromático) "para que el violín suene chirriante y áspero, como si la Muerte golpeara". Invocación de la cultura errante y juglar, una llamada a la muerte descrita como disonante, aterradora, pero también seductora...

III El contraste entre dos complejos temáticos hostiles determina la disposición, el carácter y el curso del Poco adagio (ruhevoll, apacible). Presenta una estructura de rondó con variaciones en cinco partes: A (cc. 1-61), B (cc. 62-106), A1 (cc. 107-178), B1 (cc. 179-221), A2 (cc. 222-314), con una rutilante coda (cc. 315-353) que nos regala un estallido armónico e instrumental, rendición postrera y simbólica elevación a un plano superior.

IV Das himmlische Leben (La vida celestial): Inicialmente destinado a formar parte del monumental edificio de la 3ª Sinfonía, este lied se articula en cuatro versos separados por secciones instrumentales que retornan las figuras de apertura para dar a la obra una sensación cíclica. Atmósfera mágica, donde el universo cotidiano y el universo espiritual se complementan en un sentimiento cándido de recompensa (fuera del marco hebraico): el sustrato de promesa para el hambriento de las canciones del Knaben Wunderhorn, de panes y peces, de corderos y espárragos gigantes…



204 lossless recordings of Mahler Symphony no. 4 (Magnet link)


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Ya vimos en la Sinfonía nº 5 como el sistema Welte-Mignon (capaz de registrar los matices íntimos del intérprete: rítmica, dinámica, fraseo, ataque y pedal) ofrece un supremo documento histórico. La edición Preiser redondea el invento acoplando el sistema neumático al piano poseído por el propio Mahler en su vivienda vienesa, un grand Blünther de 1902, con siete octavas suaves y melosas. Mahler siempre tocaba directamente desde la partitura orquestal, en un arriesgado equilibrio sobre las patas delanteras de la silla. Los acordes arpegiados, los ritmos sinuosos, el fraseo sensible y nervioso, el rubato soñador… encajan con la personalidad y carácter sombrío del compositor: ”Mi música no es más que ruido de la naturaleza”.






En el Principio era Mengelberg. Durante las visitas que Mahler realizó a Amsterdam entre 1903 y 1909, Willem Mengelberg (indudablemente el más dotado de sus discípulos) anotó detalles interpretativos y metronómicos (que la partitura no lleva) durante los ensayos del compositor, o, al menos, su interpretación personal de los mismos y que no siempre coinciden con lo registrado en este concierto público de 1939. ¿Autenticidad? Más bien una ensoñación ultrarromántica, exagerada en su intervencionismo extremo, impredecible, peligrosamente viva. Desde el comienzo los cambios de color, de clima (misticismo, melancolía, amenaza), conectan con las rupturas schumannianas. El scherzo gira a 152 corcheas por minuto, con un carrusel de liberales portamenti y breves staccati de violín que rememoran una pesadilla de plagas. Mengelberg sumerge el ruhewoll de inmediato en una suerte de éxtasis de tristeza, con un momento extra de asombro cuando añade un quinto tiempo al segundo compás del tema de apertura, en el que los violonchelos espressivo aparecen con interminables notas. Jo Vincent muestra en el lied un timbre un tanto agrio y un carácter matronal. La publicación de Pristine Audio es muy convincente, con una agradable ecuanimidad instrumental de la Concertgebouw Orchestra y evitando filtrar en demasía el sonido como en las ediciones anteriores (Philips, Decca, Altair, Documents, History, Q Disc).






Debido al resultado de la Guerra la antorcha pasó a Bruno Walter, que, desde el conservadurismo esencial y la orientación espiritual impregnó la música de su naturaleza amable, pastoral y panteísta, luminosa y sensual, muy diferente de la manera errática, intensa y a veces insensible del compositor. Aparte de su grabación comercial de 1945 se han recogido al menos otras diez procedentes de conciertos. Escogeremos como muestra la de 1953 con la New York Philharmonic Orchestra, en la que Walter contó con su soprano predilecta, Irmgard Seefried, cuyo perfil liederístico es formidable, si bien lejos de la inocencia beatífica solicitada. Walter ignora marcaciones dinámicas y rítmicas en la pesadumbre otoñal del primer movimiento, descubriendo solo a medias el lado tenebroso de la historia, como un cuento de los hermanos Grimm purificado por los tonos pasteles de Disney. Algunas asperezas en los metales caracterizan un scherzo menos estricto y controlado de lo habitual en Walter, pero hay poco contraste con las secciones trío. ¿Es la (magistral) coda del ruhevoll un ejemplo temprano de la tonalidad progresiva mahleriana? No, ya que la tensión armónica se resuelve en la apertura del lied. Walter lo entiende a la perfección minimizando la pausa entre los dos movimientos. Claro sonido (Tahra), congestionado en las dinámicas elevadas y con un público aquejado de bronquiolitis.






Paul Kletzki es consecuente desde el principio, fluido y relajado, y con solo un leve aliento dramático (optimistas, incluso jocosas, las maderas de la impecable Philharmonia Orchestra), con muchos de los portamenti requeridos ejecutados sui generis como un legato extendido, y descaradamente extrovertido y algo ruidoso en el pasaje en do mayor (“niños golpeando ollas y tal vez rompiéndolas en pedazos”, Adorno dixit, cc. 209-220) previo al clímax, producido sobre una disonancia inesperadamente rasposa. Resaltar la arquitectura estilizada y transparente del scherzo, sin descarnamiento. El ritmo lento del bajo en el ruhevoll, en contraste con el tono solemne de la melodía, le confiere un aire de himno, un estado de contención pacífico y estático, como en los contemporáneos paisajes de Klimt. Emmy Loose posee la tímbrica adecuada, una técnica casi ideal, la dicción clara; todo ello especiado con ternura y con un acompañamiento ilusionista en las cuerdas. La grabación es extraordinaria para la fecha (EMI, 1957), con la intrincada partitura en vívido relieve.






El minimalismo microfónico de la RCA en 1958 resulta en una perspectiva realista y apropiada a la superlativa prestación técnica de la Chicago Symphony Orchestra en manos de Fritz Reiner. El consolador y poco lírico adagio (grabado en una sola toma) es un perfecto ejemplo de su desinterés en la estética mahlerania: el rechazo de Reiner a muchas de las marcas (fraseo, color, acento, dinámica) y sus prioritarios y legendarios orden, precisión y reserva escatiman los portamenti, y aferran la rigidez de los tempi. De escuela interpretativa sinfónico-vienesa, el bedächtig es muscular y falto de reposo, y el scherzo carece de humor sardónico. El lied se inicia en un paso somnoliento y Lisa della Casa muestra problemas de pronunciación germánica y su pronunciado vibrato se desliga de la ingenuidad. Naturalmente que el detallismo opresivo y la fidelidad tímbrica engendran explosiones armónicas straussianas. Pero cuando las notas terminan no queda ningún resplandor.






El enfoque de Otto Klemperer es prácticamente el polo opuesto al de Walter: cada uno, al parecer, basa su interpretación en aspectos opuestos del complejo carácter de su mentor. Objetivo, vehemente y agitado, con los gélidos colores primarios de un Mondrian. Su sentido de la cohesión estructural es particularmente evidente, pero desprecia los rasgos psicológicos de la obra. Comienza a un tempo calmo y germánico (rubati y portamenti son poco utilizados) hasta que violentamente se nos sumerge en las inauditas orquestación y armonía. Scherzo solemne y circunspecto (el exceso y la exageración están ya en la música). El impaciente adagio camufla su mordiente en un sorpresivo andante (escuchemos cómo incrementa el tempo entre los cc. 222-282), que nos lleva de la mano a... una mocosa perfumada y maquillada (no todas los niñas son ángeles): Elizabeth Schwarzkopf, elegante y sofisticada, analiza y colorea cada una de la palabras en la antítesis de las instrucciones del compositor (pero Klemperer rememoraba que Mahler le dijo una vez: “Si algo no te parece bien, cámbialo. No sólo tienes el derecho, sino el deber de hacerlo”). La lateralidad y profundidad de la toma sonora (Warner, 1961) evidencia el refinamiento de una orquesta cálida y compensada, con las maderas de la Philharmonia observadas en una óptica resultona que ha caído en desuso posteriormente, aunque la adecuada división antifonal de las cuerdas enriquece el contrapunto. 






George Szell es un maestro del equilibrio (tan esencial en este tipo de Mahler) de las voces principales e interiores, pulido de perfección mecanicista e iluminador escrupuloso de la arquitectura. Sin embargo, el amor (y el humor) infantil no aparece por ninguna parte, la disciplina toscaniniana lo impide, suavizando sus grotesquerías y rugosidades. Meticuloso en las dinámicas (aunque no todas), minucioso en la delineación de detalles (esos acordes creados por las serpenteantes cuerdas en el scherzo). Con neutralidad inflexible, el pulso constante del bedächtig cincela la unidad en la diversidad, con cambios de tempi fuertemente subrayados y rubato unánime (tanto, que es casi sobrenatural). Ländler genuinamente mozartiano, con las secciones trío rústicas y joviales. El andante, íntimo y grave, rocía pasmosos glissandi en dolcissimo. El lied, a fuego lento, también participa de este enfoque narrativo: Judith Raskin llena de voz madura las tres primeras estrofas, pero los últimos versos, a una dinámica inferior, transmiten una gracia extraordinaria, cándida y divina. Glacial la belleza de las cuerdas de la Cleveland Orchestra, cuidadosamente preparada y empastada (Sony, 1965). 






Jascha Horenstein presenta un Mahler serio y didáctico, escasamente intervencionista, combinando orden, intensidad emocional y claridad instrumental. Lanza una sombra ominosa y obstinadamente presente sobre la superficie del movimiento inicial que pocos directores concitan. Crudo y evocativo el lentísimo scherzo, donde Horenstein inmiscuye chirriantes caricaturas que interrumpen al violín abrasivo, con los tríos nostálgicos de una inocencia perdida. El tejido de cuerdas divididas en el ruhevoll excluye la individualidad más acerba y carnavalesca de las maderas del movimiento anterior, y crea una textura expansiva de tipo coral vinculada a una religiosidad vocal (Mahler describió el pasaje como "el desvanecimiento del final es etéreo, como de iglesia, de ambiente católico"). El lied arropa con exiguo confort, siendo Margaret Price una discutible elección, casi de oratorio (de los de antes), con sólo un leve reflejo plateado. La cercanía de los micrófonos (EMI, 1970) repercute en el desequilibrio tímbrico orquestal de la London Philharmonic (la sobreexposición de los clarinetes y timbales).






La primera aproximación de Claudio Abbado a la obra (DG, 1977) es más urgente y abrupta que sus posteriores versiones: el bedächtig se inicia suave y confitado para después abandonar el típico aroma comodo mahleriano, con erráticas bogadas rítmicas y dinámicas. El violín del scherzo (vertical y deliberadamente desalineado con su acompañamiento) asoma y cede el paso caballeroso ante los vientos sedosos de la Wiener Philharmoniker. En el ruhevoll Abbado hace caso omiso de las indicaciones de la partitura y fuerza unos tempi morosos, brucknerianos; atención al desgarrador portamento de las trompas (c. 75) que muda “de la divina alegría a la profunda tristeza” en palabras de Mahler. La solista, fuera de lo común, es la mezzo Frederica von Stade, sin problemas de tesitura, pero de emisión entrecortada en los staccati. La grabación es fatigosa en su brillante metalicidad, algo que también lastra la fría y nítida traducción de James Levine (RCA, 1974).






En los ensayos y luego en los conciertos, la figura torpe e improbablemente alta de Klaus Tennstedt se balanceaba de lado a lado de forma desgarbada, con poca o ninguna técnica de dirección discernible. Lo que perdió en bienestar físico con los años, lo compensó con drama y angustia en su rítmica poco marcada, contorsionando el flujo lineal de cada frase, como en los frecuentes luftpausen y prolongados ritardandi. Los tempi funcionan a pesar de ser atrevidamente extremos, pero los cambios bruscos de ritmo alteran el andamiaje. Una interpretación gloriosamente lírica y romántica, con las secciones de vientos con relevancia y singularidad propia -pero no en la línea liviana, sonriente, hasta traviesa de un Kubelik (DG, 1968)-. Tennstedt guía las fantasmagóricas flautas y campanas de trineo totalmente independientes del ritardando de clarinetes y primeros violines (algo requerido en el compás 3, pero que muy pocos directores conceden), lo que enfatiza la colisión rítmica hasta la entrada del tema. Tras el clímax del bedächtig (cc. 221-224), ahíto de júbilo y alegría, se va imponiendo un apremiante impulso sobre las marcaciones (ignoradas), presagiando la tumultuosidad de la Quinta. En el mordaz scherzo la estruendosa trompeta (c. 200 y ss.) da paso a un retorno del trío donde la suma flexibilidad se desliza hacia la desarticulación. Ruhevoll amedrentado por las trompas, con retenciones conmovedoras al final de las frases, y las secciones astringentes mitigadas. La meditación pastoral de Lucia Popp desestima el regocijo candoroso y canta straussianamente oscura (a pesar del significado d) el texto. La toma sonora de la London Philharmonic Orchestra (EMI, 1982) es sucia, plana, vacua.






Solo cabe calificar de milagrosa la lectura de Lorin Maazel. Con el embrujo de un encantador de serpientes hace sonar a la Wiener Philharmoniker melancólica y tranquila, los ataques suavizados, las texturas mórbidas, con dilaciones en el remate de las sentencias, la belleza por encima de todo (aunque en esta línea se puede ir más lejos, véase Karajan). Comienza con un ceñido cumplimiento de la petición bedächtig (prudente), para destacar después las fulgurantes cuerdas en el segundo tema, donde los cellos cantan sobre las violas de manera tan brahmsiana. En el scherzo las dinámicas son aplicadas de manera repentina, pero con suntuosa bondad. La severidad de las cuerdas agudas, con portamenti sin reparos, se turba por la efusión de dolor en mitad del movimiento (muy) lento (cc. 189 y ss.), reconociendo la derrota. Maazel lleva al extremo la marcación sehr behaglich (muy acogedor) en el finale con sabor de repostería, dulce y cremosa: cuando la música se desliza hacia mi mayor, arpas y bajos doblando discretamente (“muy tierno y misterioso hasta el final”), relaja aún más el ritmo y los excepcionalmente quedos violines y clarinetes introducen sus temas casi en un trance perpetuo sobre el que la línea angelical y vulnerable de Kathleen Battle deslumbra con su límpida pronunciación y timbre argénteo. Grabación abierta en su panorámica, pero poco impactante (Sony, 1983). 






Cuenta Eliahu Inbal que se colaba por una ventana para poder ver los ensayos de Bernstein en Tel Aviv y tomarle así como modelo; ciertamente enfatiza los rasgos hebreos, la ligereza, la ironía, el humor; pero, por otro lado, minimiza los acentos dinámicos-dramáticos, “los misterios y horrores” de que hablaba Mahler en sus cartas, quedando en un templado clasicismo apolíneo. Bedächtig fragmentado en secciones poco coordinadas rítmicamente. Excelente el transparente scherzo, con la superficie distorsionada por las ondas de los portamenti. Emborronado adagio, jadeante y poco sereno. Helen Donath adolece de rudeza tímbrica y afinación inestable. La Frankfurt Radio Symphony Orchestra (a la que Inbal sacó de su provincialidad con este exitoso ciclo Mahler de grabaciones) está recogida de manera simple y franca en la toma sonora en concierto (Denon, 1985); de hecho, la compañía nipona recurrió a Inbal porque su concepción de la música de Mahler como esencialmente frágil y delicada (incluso en medio de la tempestad y la lucha) ''apelaba a nuestros sentimientos sobre la música de cámara'' y se adaptaba a sus técnicas de registro. Quizás no sea una escala más pequeña, sino una mirada menos angustiosa, con el hombre como parte de la naturaleza (en el sentido nietzscheano -y seguramente mahleriano-).






Quizás el mayor legado discográfico de Leonard Bernstein haya sido integrar su sentimentalidad profunda, excesiva y neurótica en un componente esencial del (un) syllabus interpretativo. En su Mahler la sincronicidad de temperamentos roza lo confesional. En el desarrollo del plácido movimiento inicial las abruptas interrupciones a mitad de tema, los cambios de clave y las trasposiciones son asumidos con la normalidad con que aceptamos una pesadilla incongruente. Por eso la fanfarria de trompeta (cc. 224 y ss.), que, en este contexto infantil de triángulo, glockenspiel y campanas de trineo parece emanar de la guardería y no de la milicia, tiene una función hoffmanniana de llamada al despertar que va disipando los sueños. El inquietante y operático scherzo (con constantes cambios de marcha y dinámica para acentuar las posibilidades dramáticas de la ambigüedad) frena en meandros en los tríos, aunque la enfermiza determinación del violín solista logra encauzar el curso. Gran narrador de historias, Bernstein sorprende con un adagio vivaz, de fervor amoroso y meditativo (atención a la repentina caída del tempo en el solo de oboe, cc. 175 y ss.). En el finale (según Bernstein un anhelo de recompensa cristiana) emplea un niño soprano para resaltar la delicada orfebrería orquestal que le rodea. Helmut Wittek desprecia saludablemente los matices de tono y ritmo, y se concentra en dar un relato extrovertido con la ayuda de una buena dicción. La cercanía de los micrófonos proporciona gran pegada (la felicidad de las maderas), pero yerra la veracidad de la Concertgebouw Orchestra (DG, 1987). Ah, finalmente (que diría Puccini) para aquellos que contemplen las dificultades juveniles con la extensa tesitura requerida hay otras alternativas: Emanuel Cemcic aporta no sólo una voz diáfana y confiada, sino un fraseo excepcional y una lectura sensible del texto en el testimonio de Anton Nanut con la Ljubljana Symphony Orchestra (Stradivari, 1987); Daniel Hellman resuena menos matizado en el arreglo camerístico de la obra realizado por Howard Griffiths y la Northern Sinfonia (Novalis, 1999).






Michael Tilson Thomas disfruta de una bucólica alusión de la naturaleza, amenazada acá y allá por oscuros pozos de magia que deforman el fraseo, remarcan las pausas, contrastan los tempi, y arrugan la pátina pulida de la San Francisco Symphony Orchestra, aquí con las cuerdas divididas idóneamente. Bedächtig terso y aristocrático (escúchese el beethoveniano homenaje en los compases finales de la exposición), sosegado y tan schubertiano como en Boulez (DG, 1998), pero sin su aureola inalcanzable e inhumana. El violín del scherzo, siempre en pianissimo, es tan civilizado que se podría bailar en el Neujahrskonzert. Con el segundo tema del adagio el tempo cae a una celibidachiana etereidad, un paseo por las nubes reminiscente de Parsifal (cc. 51-61). Laura Claycomb imposta el lied con un timbre atractivo, pero demasiado carnoso y adulto. Sensacional grabación moldeada a partir de una serie de conciertos (SFS, 2003) con perspectiva realista y profunda que no escrutiniza los instrumentos.






Bernard Haitink siempre se ha decantado por la efectividad técnica por encima de la imaginación, haciendo de la sobriedad una patente propia, buscando la iluminación intelectual más que la catarsis emocional y llegando a quejarse públicamente de los oyentes que se acercan a Mahler "por razones equivocadas"(¿?). En ésta su octava grabación de la obra, Haitink persiste en un Mahler mesurado y metódico, newtoniano. La termalización del pulso dibuja un primer movimiento reservado, casi temeroso de que la expresividad desborde los atriles, la estructura olímpica, las dinámicas atenuadas. En el scherzo el violín solista procede clemente, relegando la pesadilla, corta de maldad. Adagio exquisito e imperturbable salvo en las variaciones previas al (magnífico) clímax. Por momentos la inteligibilidad de Christine Schäfer queda un tanto comprometida al estar su metal oscuro integrado en la orquesta. El registro (RCO Live, 2006), derivado de un único concierto, riega con generosidad (y algo de confusión) la glamurosa tímbrica de la Concertgebouw Orchestra.






Para Iván Fischer el drama (que no deja de ser eso, la terrible niñez de Mahler) se desarrolla con lozanía y simplicidad, con inflexiones agógicas cuidadosas, peculiares e inestables, en una búsqueda obsesiva del más allá de las notas. Es curioso que, a pesar de la crudeza en la exposición de las tensiones, el final del desarrollo no se rasgue por la fanfarria de trompeta sino por las campanas de trineo, hasta entonces escondidas entre los vientos (cc. 230 y ss.). Quejumbroso el violín solista, casi sin vibrato, y sin enfatizar su presencia en el scherzo. Ruhevoll tectónico en lo tímbrico y estoico en lo anímico, con un arranque soleado del tema tchaikovskyano (cc. 107 y ss.). El Stravinsky más atávico irrumpe en los interludios instrumentales la concienzuda pronunciación de Miah Persson: Su halo liviano pero no tímido adopta idealmente la petición del autor: "Para ser cantado con expresión infantil y alegre; ¡Totalmente sin parodia!". Las cuerdas de la Budapest Festival Orchestra pierden empaste y presencia al posar divididas, pero ganan en transparencia en la muy dinámica toma sonora (Channel, 2008).






Les Siècles es una reducida formación de instrumentos contemporáneos a la obra, con disposición antifonal de sus violines, mínimo vibrato, asombrosa claridad textural, tímbrica fresca y heterogénea, individualizada en el viento y menos agresiva en metales y percusión, articulación y fraseo retóricos y declamatorios, y donde resalta más la expresividad del portamento. François-Xavier Roth parte de un concepto objetivo y preciso, pero el elemento fantástico está presente desde el principio (nunca han sonado tan próximos a Peer Gynt los cc. 302 y ss.), con gran ligereza en el paso (pero Mahler requiere “sin prisa”), caprichosas dinámicas y potencia sonora (escúchese la implacable urdimbre de cuerdas alrededor de los solos de trompa hacia el final del movimiento). La scordatura del violín solista en el risueño scherzo recalca su colorido discordante, metálico entre las cuerdas de tripa, pero es reticente en su intimidación; los tríos desgranan los intercambios melódicos entre instrumentos (los vientos deliberadamente poco caústicos) en un fascinante juego de luces y sombras. Las digresiones variacionales dentro del adagio tienen un aire auténtico de improvisación. La intervención del violín solo (cc. 98 y ss.) es muy especial, cada uno de sus portamenti un lamento doliente. La angelical conclusión muestra delicadeza y fragilidad, no la habitual luz cegadora desde el umbral al mundo ultraterreno. La seráfica Sabine Devieilhe, ágil en las dinámicas y maravillosamente cristalina, roza lo sacro, tildando perturbadoras las transiciones instrumentales. La opulencia de la toma sonora ilumina el tramado, un festival tornasolado y una mezcla fuera del alcance de la sala de concierto, destinada a una (atenta y gozosa) escucha doméstica (HM, 2021).






To conclude, I would like to rescue Deryck Cooke's priceless dissertation for the BBC in 1961, in which he surveys the recordings of the Fourth Symphony that existed at that time. Linking his presentation with the then fashionable movement of historically informed performance, he gives greater attention to the recordings of those conductors who had a relationship with the composer: Mengelberg, Walter and Klemperer, trying to extract from them some light on what would become the historicist Mahler.

But the mahlerian tradition does not exist! He rehearsed and conducted his works with continual changes in orchestral arrangement, even at the textual level (what matters is the transient feeling, the spirit of the moment) without the need to crystallise it interpretatively. He could easily have done it differently, on another day (as long as there were no noises):


- "What is that? What is that?" 

- "That's a car, Mr. Mahler" 

- "Well, whatever it is, we have to stop it!"

- "It can't be stopped. This is New York"

- "Rehearsal's over!"


viernes, 4 de marzo de 2016

Orff: Carmina Burana

Carmina Burana son una serie de cantiones profanae, una colección de poemas latinos mezclados con versos germánicos, morales y satíricos, blasfemos y heréticos, chanzas clericales y canciones de amor lascivas y cortesanas, de autores anónimos del S. XIII (los goliardos hoy en día llevarían rastas y serían llamados radicales antisistema), familiares no sólo con la mitología y retóricas clásicas, sino también con el folkclore y las danzas rurales. A partir de la universalidad de su contenido, Carl Orff (1895-1982) hace emerger imágenes y personajes, y los lleva a actuar en una coreografía gráfica y simbólica, como marionetas del teatro del mundo a todas las escalas, manejados sus hilos por la diosa Fortuna.

A través de la audaz simplicidad del vigor rítmico y de la construcción estática (predominantemente diatónica, modal, casi salmódica, y descartando contrapunto o desarrollo temático en las repeticiones, a veces meramente traspuestas a otras claves), Orff consigue la regresión de la orquesta moderna a un estado primitivo de gran impacto: en la variedad de cortas escenas va insertando contrastes dinámicos, polirritmias y ostinatos de teatralidad hedonista y sensualidad pagana. Todo ello impregnado del concepto central en el corpus educacional de Orff: la controlada cacofonía percusiva que subraya la corporeidad en la música.

La Cantata escénica para tres voces (atormentadas en sus tesituras), coro y orquesta (1936) se articula en tres secciones precedidas de un pilar estructural que invoca la impotencia humana sobre el control del destino: 
I Primo Vere: Imagenería pastoral sobre la renovación estacional, avanzando hacia una visión retozona del amor.
II In Taberna: Bulliciosa atmósfera ensalzando las virtudes del alcohol.
III Cour d’Amours: Glosa las glorias del amor cortesano tamizándolo con un erotismo explícito.
El regreso de O Fortuna redondea como cierre inteligente y antirromántico, recordando que belleza, pasión y naturaleza están a merced de veleidosas, inescrutables y eternas leyes fuera del alcance humano.

Orff es esencialmente un hombre de teatro en su concepto clásico como comunión de tono, palabra y gesto: la música nace y está sujeta al texto. Aunque Carmina Burana está subtitulado “atque imaginibus magicis” lo importante es el texto, irónicamente en un lenguaje muerto, que ya (casi) nadie puede leer hoy, pero que transmite su espíritu de manera mágica: una sombría e intensa soledad, un vacío espiritual, y una especie de desesperación anhelante y compulsiva en búsqueda del placer. Situación ¿medieval o contemporánea?







"Recibí la invitación para grabar la obra y con este motivo viajé para encontrarme con Carl Orff. Fue durante una producción que se hacía en Stuttgart, y un par de días nos juntamos en el hotel para hablar sobre la partitura. Le pregunté y le señalé muchas cosas: 'Esto creo que es una nota falsa... ¿o lo quiere así?' Y decía él: '¡Claro que es falsa, desde luego, necesariamente tenemos que corregirla'... De hecho, durante estas amistosas conversaciones le llamé la atención sobre ocho o nueve notas falsas que había encontrado y que, de este modo, fueron corregidas en la siguiente edición de la partitura”. Así recordaba el maestro Rafael Frühbeck de Burgos el encuentro con el compositor en 1965. Siendo los tempi muy amplios, articulación y fraseo parecen enteramente adecuados y sinceros, aún siendo idiosincráticos, fulgurantes y virulentamente teatrales, como la orgiástica Floret silva, con la sapiencia rítmica de una jota, o como la lenta Tanz, que permite resaltar la sencillez de la textura y la potencia de los metales de la New Philharmonia Orchestra. Además reúne una colosal (y singular) cohorte de solistas: la radiante Lucia Popp, soprano líricamente aniñada, sensual en su exquisito timbre, aporcelanado hasta las cimas; Gerhard Unger, tenor tragicómico, a la par de la vacilante introducción orquestal en Olim lacus colueram; y los dos(!) barítonos que usa para resolver el problema de la extensa tesitura: Raymond Wolansly, rossinianamente abandonado en Estuans interius; y el asombroso John Noble en el verdadero tour-de-force que supone Dies, Nox et Omnia para el cantante, que debe abarcar tres registros. Buen trabajo coral (Wandsworth School Boys' Choir, New Philharmonia Chorus), rigurosamente descontrolado (In taberna quando sumus) y de palpable lascivia barbárica (Tempus est iocundum). Una cálida y atmosférica perspectiva ha sobrevivido a una pésima remasterización, con agudos chirriantes y saturación ocasional (EMI), donde de manera generalizada los pianos proponen el ritmo.





Eugen Jochum nos da la bienvenida al obsceno y a menudo drolático Cabaret Berlín, donde la caracterización teatral es inigualable: Gundula Janowitz, soprano dulce y seductora, aunque algo forzada en la coloratura hacia el re alto en el rompedor Dulcissime, y luz pura y controlada en la línea suspendida del Stetit Puella; Gerhard Stolze, tenor con bello falsete en Olim lacus colueram, idealmente escandaloso y vulgar como el desventurado cisne; Dietrich Fischer-Dieskau, barítono acaso demasiado ligero para el rol, al límite de su tesitura en las escenas de taberna, permite aflorar su refinada vena liederista en las secciones líricas (un Omina Sol temperat suave y pulido, absolutamente fluido), sacrificando su melosa cualidad tímbrica en aras de la narrativa, casi irreconocible en la sátira sobre la vida monástica Ego sum abbas. La percusión de la Deutsche Oper Berlin exhibe su centelleante ritmo en el doble coro Veni, veni, venias, los metales ocasionalmente inestables (Tanz). El color instrumental y vocal es variado e imaginativo, especialmente en articulación y agógica en la exploración de las repeticiones (algo esencial en una partitura tan mecanicista), o las matizadas alteraciones dinámicas (In taberna quando sumus). Poderoso trabajo coral, cristalino y fuertemente personalizado, incisivo y robusto, donde las voces se distinguen unas de otras en vez de estar unánimemente empastadas, con el grado justo de jubileo rústico y folklórico (picante el pequeño coro en Chramer). Angelical y efectivo el Schtineberger Boys’ Choir en su pequeño rol. La edición Originals suena mejor que nunca, espaciosa, recia y profunda (DG, 1967).





El flujo jazzístico del tempo es la singularidad esencial de la lectura laboriosa y comedida de André Previn: a partir del relajamiento y la laxitud, no dramatiza ni aún cuando la partitura lo demanda. Previn compone unas texturas rudas y descaradas para una London Symphony Orchestra en gran forma (tuba abrasadora en In taberna), y maneja con fervor el corpulento London Symphony Orchestra Chorus (si bien transfigura el pequeño coro de Chramer en un casto villancico), y el St. Clement Danes Grammar School Boys' Choir, cuya juvenil contribución paladea con inhibida unción Tempus est iocundum. Solistas correctos: Sheila Armstrong, soprano expresivamente afectuosa, pero de escasa vocalización, bamboleante entonación y tirante en el re alto de Dulcissime; Gerald English, tenor sin exageración (ni excesiva imaginación) en su traicionero lamento; Thomas Allen, barítono de voz firme, pero blando en el carácter (un abad poco triunfante sobre los tableros de juegos, o en la stravinskiana Circa mea pectora). Grabación de gran detalle interno y excelentemente equilibrada en su tímbrica, con los coros cercanos y carnosos en su situación antifonal (EMI, 1974), que, distando de lo referencial, es preferible a su posterior acercamiento con la Wiener Philharmoniker (DG, 1993).





Michael Tilson Thomas subraya obsesivo los aspectos modernistas (incluso futuristas) de la partitura desde las extremas e inesperadas fluctuaciones de tempo: en In taberna o en Circa mea pectora la salvaje velocidad fuerza al coro a una pelea circense para mantener el ritmo, mientras Dies, Nox et Omnia o In trutina pierden perfume lírico a esta lentitud. Extraordinario plantel solista: Judith Blegen, de excitado abandono en sus solos (escúchese como se zafa hábilmente de los intervalos ascendentes en Stetit puella, o como sostiene la larguísima vocal al final de Amor volat undique); Kenneth Riegel, tenor que ofrece una diferenciada musicalidad al no recurrir al falsetto; y Peter Binder, barítono de muy discreta pronunciación latina, que rinde la belleza tonal al recurso dramático (impredecible su hedonismo en Ego sum abbas). La disciplina de sus coros (relamidos) asociados (The Cleveland Orchestra Chorus, The Cleveland Orchestra Boys Choir, situados al fondo), complementa la precisión quirúrgica de The Cleveland Orchestra. Toma sonora apabullante en la portentosa densidad de los graves, aunque perpetrada antinaturalmente para el sistema cuadrafónico con una mezcla artificial de microfonía, que resalta cierta instrumentación inusual, por ejemplo, el piano en los acordes iniciales, o los glockenspiels en el herético Ave formosissima (Sony, 1974).





Riccardo Muti supone la opción extrovertida, con explosivos contrastes, no sólo dinámicos, sino también de tempo. Volátil en los ritmos vivos, y con gran imaginación y profundidad en las secciones líricas, Muti sabe acumular tensión como ningún otro. Sigue la mayoría de las innumerables instrucciones de la partitura, aunque no todas. Trío solista desigual: Arleen Augér, soprano perfecta para el rol, tersa y atractiva, reposada en In trutina, milagrosa en Dulcissime, con mínima pérdida de esmalte en la cumbre, un verdadero éxtasis suspendido y delirante; John van Kesteren, tenor ligeramente atiplado y con dificultades en el registro alto, modera la comedia del asado; y Jonathan Summers, dulce barítono de poderío y carácter marcado, pero nunca exagerado (su integración con la orquesta en Estuans interius consigue una palpitante comunión). El Philharmonia Chorus suena verdiano en su masividad coral en terceras en Floret silva nobilis, y el Southend Boy's Choir canta con un desconcertante grado de erotismo. Multicolor, cruda, con marcados clímax y áreas de reposo, la prestación de la Philharmonia Orchestra (atención a los metales en O Fortuna o en Were diu werlt alle min). Una toma sonora corpórea, si bien lastrada por una mala edición digital ha dado lugar a un sonido instrumental vago y velado (EMI, 1980).





El adventista Herbert Blomstedt conjuga vibrante y enérgico, pero apolíneamente mesurado (por no decir excesivamente higiénico) en sus ritmos. Concentrado en el pormenor, elimina la repetitividad insuflando algo nuevo (dinámica o texturalmente) en cada reprise, y logra, a pesar de ello, que la cantata sea estructuralmente coherente. La San Francisco Symphony Orchestra exhibe su impecable ejecución: Atiéndase al delicioso equilibrio tímbrico en Chramer, o a la inhumana precisión de los metales en Fortune plango vulnera, Tanz, o Ave, formosissima, que nunca ha sonado tan espaciosa; sin embargo, es chocante como enlaza sin cesura las estrofas en Ecce gratum, obviando el silencio de negra entre estrofas. El trío vocal es imaginativo en el desarrollo de sus partes: Lynne Dawson evoluciona desde la inocencia, sencillez y naturalidad hasta la arrebatadora desinhibición al final de su rol, con firme control vocal, pese a que pierda esmalte y seguridad en la tesitura alta; John Daniecki colorea su timbre tenoril de manera diferenciada desde su remembranza en libertad hasta su emplatado; el inusual matiz oscuro y untuoso de Kevin McMillan (lástima de escaso fiato) pasa del deseo lujurioso al lamento histriónico en Tempus est iocundum. El empaste de los tres conjuntos corales de San Francisco (Girls Chorus, Boys Chorus, y Symphony Chorus) es, tal vez, demasiado bruñido. Espectacular grabación (Decca, 1988) que sitúa a los solistas distantes en la perspectiva.





Superando su previa lectura con Boston (RCA, 1969), Seiji Ozawa equilibra la vulgaridad con la elegancia, y captura el espíritu de la composición con franqueza(salvo en el velocísimo O Fortuna, que pierde el aroma amenazante, y en la cuadriculada y solemne castidad fraternal del Si puer cum puellula). La Berliner Philharmoniker poseía aún en 1988 la tersura karajanizante (escúchese el obligatto de flautas y oboes en Amor volat undique, o la espléndida fanfarria en Were diu Werlt alle min). Comparado con su masivo sonido, destaca la ligereza e incisividad en la articulación del aporte coral japonés (Shinyukai Choir, Knabenchor des Staats und Domchores Berlin): la ingenuidad en la serie primaveral, el refinamiento del semicoro en la contrastante secuencia Reie. El exquisito control vocal de Edita Gruberova brilla conmovedor en la indecisión de In trutina, aunque su decepcionante canto en Dulcissime rompe el encanto seductor; John Aler exhibe con franqueza su poderío en el falsetto, y Thomas Hampson se luce en un Omnia Sol temperat peligrosamente lento, vigoroso en la cantilena de la taberna, e impresionante como impenitente abad, con la adicción de una percusión cataclísmica. Distante registro, realístico en su despliegue (Philips). 





El empleo de fuerzas masivas refuerza la noción sinfónica adoptada por Christian Thielemann, de tímbrica y colores straussianos (In trutina). Hiper refinado en la riqueza sonora, concentrado en el flujo orgánico a gran escala, unifica un arco dramático de concepto mítico-teutónico bajo una arquitectura épica y neopagana digna de la Gran Alemania. Por tanto, no puedo estar de acuerdo con (parte de) la crítica británica en que Thielemann ha intentado recuperar el clásico de Jochum a partir del mismo coro y orquesta, y similar elección de tempi en las secciones rápidas: la diferencia se da en las escenas lentas, siguiendo la marcación molto flessibile de la partitura (evocativo y poético en la tranquila danza instrumental Reie). La pronunciación cristalina y empastada de las fuerzas corales (Baritone Chor Und Orcherster Der Deutschen Oper Berlin Knabenchor Berlin) deja sin embargo un aroma intenso y terreno. Acertados solistas: Christiane Oelze, soprano de timbre adorable y musculoso (aunque no llegue a lo más alto y no muestre mucho fiato); David Kuebler domina la tesitura alta, más lamentoso que irónico; y Simon Keenlyside es un robusto barítono de soberbios sol altos en la embriagada Estuans interius y acusado rubato en las cadenzas en falsetto de Dies, Nox et Omnia. La toma sonora resalta una espaciosidad resonante, con definición de los contrastes antifonales, si bien los coros suenan moderadamente lejanos –esta sí, una concesión al modelo de 1967– (DG, 1999).





La Berliner Philharmoniker no tiene ya el lustre de la época Ozawa (Karajan padawan), pero la transparencia textural y la robustez rítmica mecanicista logradas por Simon Rattle (que hace valer su formación como percusionista para enfatizar dicha sección) se ajustan perfectamente a la colorida orquestación, incluso a los veloces (y coherentes con el texto) tempi propuestos. Rattle impulsa con nervio refrescante e inexorable, y sigue con escrupuloso rigorismo las marcaciones del pentagrama: la prominencia al metal grave permite un perfil apropiado, incisivo y ligeramente vulgar a las furiosas síncopas en In taverna quando sumus. Los solistas están caricaturalmente expuestos, pero el amplio y cremoso vibrato de Sally Matthews hace una caracterización juvenil poco convincente (In trutina). Estupendos, pero no ideales, los masculinos: Lawrence Brownlee, doloroso en su angustia ornitológica (sin palidecer en los agudos), y jocoso en su caracterización el oscuro barítono Christian Gerhaher, soberbio en sus variadas dinámicas, ya sea en la autoaversión o en el anhelo sexual, si bien pelea con la pronunciación latina y con la tesitura en falsetto en la misteriosa imitación de balada sentimental que es Diex, nox et omnia. Disco realizado mezclando tres representaciones en directo a finales de 2004 (EMI), con dinámica contenida y tímbrica un tanto apagada aunque equilibrada entre masas instrumentales y corales (Rundfunkchor Berlin, Knaben des Staats und Domchors Berlin).





Sin duda, la incorporación al catálogo más imaginativa de los últimos años ha sido la de Jos van Immerseel. Siguiendo la ortodoxia historicista, los componentes de Anima Eterna Brugge aparcan sus instrumentos habituales y abrazan los más cercanos a la época y lugar de composición: bávaros del temprano siglo XX. Pero lo realmente importante es la concepción de la lectura: tribal, elemental en vez de sinfónica. Su modesto número de cuerdas (6.6.6.6) ofrece la posibilidad de desentrañar las inusuales texturas (flauta y celesta, tuba y contrabajo, etc., tan stravinskianas) dentro de la battaglia musical. Coherentemente los solistas no destacan por la potencia de sus voces, pero sí por su personalidad alejada de la retórica operática: Yeree Suh, soprano más introspectiva de lo habitual, que arrulla más que trina en Amor volat undique, y juega la baza de la fragilidad en In trutina; en su debe la inseguridad de las notas mantenidas en Stetit puella; Yves Saelenes emplea una efectiva técnica mixta que preserva su cualidad tenoril, y Thomas Bauer, polifacético y alejado del caricaturismo, ofrece la sinceridad de su melancolía en Omnia sol temperat. La magra suma del Collegium Vocale Gent (36 almas) a los 15 chicos del Schola Cantorum Cantate Domino permite una terrena articulación coral, claramente discernibles sus miembros. Algunos momentos que destacar: el especiado acompañamiento al falso cantus firmus en Veris leta facies; la bucólica elegancia de Floret silva, a un paso de la inevitable siesta; la deliciosa danza con que arranca Reie, y el posterior combate verbal en Swaz hie gat umbe; la transparencia madrigalesca de los tres tenores en Si puer cum puellula. ¡Y el flautista respeta las marcas de fraseo (no por necesidad de respiración) en Chume, Chum Geselle Min! Sensacional grabación en vivo (ZigZag, 2014) que acentúa la primitivez rústica instrumental. Y permite discernir en el tumulto la presencia independiente de los percusionistas (el muy lento Ecce gratum).





No me resisto a citar someramente otras dos lecturas que bien vale la pena escuchar:
Gunter Wand escoge la opción dionisíaca, cuyo maximalismo textural transforma la cantata escénica en cinematografía expresionista, ayudada por la toma de concierto público (Hänssler, 1984).
Y Michel Plasson, con su interesante trío solista: Natalie Dessay, deslumbrante en sus solos cristalinos; el ya reseñado Thomas Hampson; y Gerard Lesne, cuya tímbrica de contratenor se adapta perfectamente al canto del cisne, ofreciendo una fantástica actuación teatral (EMI, 1994).



La erótico-festiva puesta en escena filmada por Jean Pierre Ponnelle despliega toda su fantasía a partir de la grabación dirigida por Kurt Eichhorn en 1973 (RCA). Adicionalmente se añade una entrevista con el compositor (en alemán y subtítulos en inglés) en la que, sobre fascinantes fotografías de otra época, Orff cuenta episodios claves de su niñez en su desarrollo como músico y hombre de teatro. DVD rip (720p).