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miércoles, 12 de enero de 2022

Brahms: Piano Quintet, op. 34

El Quinteto con piano op. 34 fue compuesto por Johannes Brahms desde 1862, primero como quinteto schubertiano con dos violonchelos; después como sonata para dos pianos. A pesar de su fecha temprana, contiene muchos de los elementos que solemos asociar al Brahms maduro: la unidad estructural, los audaces ritmo, armonía y contrapunto, la escritura inspirada en el lied, pero de sonoridades masivas, el hallazgo de nuevas formas adaptadas a su compleja invención melódica.

I Allegro non troppo: Consta de una rítmicamente enrevesada exposición con tres temas (compases 1-95, aunque “Brahms no tiene temas“, Bruckner dixit); el breve y modulante desarrollo (cc. 96-159) y la recapitulación, esta última sobre una nota pedal disonante que prolonga la tensión, se funden en un flujo beethoveniano (cc. 160-250); y una amplia coda (cc. 251-299), contrapuntística hasta el retorno del tema principal.

II Andante, un poco Adagio: Combina el lirismo acariciador de una canción y la indefinición métrica y melódica del mundo onírico en una estructura tripartita: sección a (cc. 1-60); tras una fugaz transición sobre una figura sincopada, sección a’ (cc. 75-104), y coda (cc.105-126).

III Scherzo: Un drama pequeñoburgués que transcurre caprichosamente por actos de meditaciones trágicas y arranques apasionados: primero (cc. 1-46), segundo (cc. 47-157) y coda (cc. 158-193). El trío (cc. 193-261) vaga conciso de lo solemne a lo poético.

IV Finale: De arquitectura intrépida y frecuentes cambios rítmicos, esta sonata-rondó comienza con una holgada y sombría introducción (cc. 1-41), serpenteando ambiguamente en cromatismos modernistas, bordeando el dodecafonismo. La exposición de los tres motivos (cc. 42-183) se mezcla con un desarrollo (cc. 184- 341) que incorpora un cuarto tema y un intermedio. La extendida coda (cc. 342-492) se basa en una transformación del tema rondó, crecido dramáticamente y que se resuelve de manera sinfónica tanto en proporciones como en textura.


113 lossless recordings of Brahms Piano Quintet op. 34 (Magnet link)


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El Flonzaley Quartet es considerado uno de los primeros cuartetos profesionales: fundado en principio en 1902 como conjunto de salón privado, es ya en 1920 el más famoso a nivel mundial. La continuidad de los mismos músicos a lo largo de su existencia y las extensas sesiones de ensayo lograron una inusual homogeneidad de articulación y entonación, evitando el virtuosismo en favor de un sonido enjuto, pero lúcido y transparente. En efecto, a menos de treinta años desde la muerte de Brahms, su grabación (Biddulph, 1925) ostenta una ligereza que resulta totalmente moderna, como si no hubiera pasado un siglo desde entonces. Su distinción poética no da ninguna importancia a las notas erradas, como si nadie estuviera escuchando, insensatamente irregular y original. Así, el andante exhala un aroma a cantata bachiana mientras el ominoso tema semimilitar en el scherzo resuella beethoveniano. Además de las concesiones rítmicas aplicadas a la estructura melódica (el rubato es un articulador para destacar la repetición de ideas motivacionales, revelando la inclinación brahmsiana de componer continuamente desarrollando variaciones), tanto el vibrato como el portamento, juiciosos y reducidos, son empleados como ornamentos con funciones basilares (por ejemplo para destacar las cadenze), o reservados para ciertos efectos como acentos o colorantes tímbricos. El pianista Harold Bauer resulta ideal como compañero pues era también violinista y fraseaba de acuerdo con ello.






Todo Brahms parece gravitar en torno al mundo sinfónico. Su Quinteto para piano ciertamente, al menos en la siguiente versión. El Borodin Quartet desvela una lectura cálida y romántica, donde furtivas calmas se intercalan con emociones triunfantes, apasionadas como un drama tchaikovskiviano (pero para Brahms el ruso era “demasiado lacrimógeno”). Sviatoslav Richter proyecta su técnica prodigiosa, plena de fuerza y lírica, colorismo explosivo, incisividad rítmica, acordes milagrosamente cristalinos y compensados. Posiblemente no todas las marcaciones estén en tiempo y forma, pero el control de la incertidumbre es implacable. Alboroto en el allegro, con una marea de fluctuaciones de tempo completamente natural. Scherzo demoniaco y finale tenso y concentrado, incluso con la más suave de las dinámicas. El atroz sonido monofónico jamás ha salido de la celda del KGB donde fue recluido (Victor, 1958).






Arthur Rubinstein, a sus 80 años en la grabación, lleva las riendas de una conversación (que no disputa) empática y apolínea, reservando al piano un primordial papel de tipo concertante, y asignando a las cuerdas del Guarneri Quartet la tarea de transmitir, gracias a una serie infinita de juegos y referencias tímbricas, el sentido de una espacialidad sinfónico-orquestal. Pocos han profundizado más en el contenido emocional del Quinteto, sacando a relucir los momentos de vértigo expansivo e impetuoso (aunque quizá el cuidadoso scherzo escatime algo de tragedia) y al mismo tiempo dando un compendio de precisión técnica. La rica tímbrica instrumental vagabundea debido a una mezcla desordenada (RCA, 1966). Glenn Gould proclamaba (discutiblemente) que el disco era “la mejor interpretación de música de cámara que he asistido en mi vida. No puedo imaginar algo más espontáneo y a la vez más organizado”.






La contención expresiva del Amadeus String Quartet (DG, 1968, con Christoph Eschenbach) me hace preferir su posterior traducción en concierto con Clifford Curzon, impredecible pianista y, a menudo, desastroso (BBC Legends, 1974). La grabación lejana y sin coherencia espacial realizada en el Royal Festival Hall, conocido por su pobre acústica, emborrona la articulación intensa del teclado, dejando las líneas internas del cuarteto poco audibles. Pero el entusiasmo sincero, que roza la descoordinación por momentos, con un violinista radiante de fuego y turbulencia, incendia un poderío irresistible desde la musculosa frase inicial al tumultuoso finale que un idiota arruina sobre la resonancia del último acorde.






Brahms apremiaba a los pianistas: “Toca como quieras, pero hazlo bello”. Algo no tan sencillo en el caso del Quinteto, todo un reto interpretativo y técnico, pero que András Schiff consigue de manera admirable en su delicado Bösendorfer. El Takács String Quartet era en 1990 completamente húngaro, y llevaba tocando con Schiff desde sus tiempos en la Academia de Música Ferenc Liszt en Budapest, algo que se aprecia en la confianza y respeto con que se reparten el protagonismo que marca la partitura. El enfoque lóbrego pero vehemente del allegro, se relaja en un suave andante, torna obsesivo en el scherzo y evoluciona hasta lo optimista y entusiástico en el finale. Los pasajes que implican cambios bruscos funden unos en otros de manera natural, sin efectos desapacibles ni rupturas teseladas. La profundidad de la toma sonora prioriza en posición las cuerdas, que se definen individualmente sin comprometer la coherencia general, además de presumir de un barniz cálido y amaderado (Decca). Fantástico.






La Gaia Scienza (Winter&Winter, 2000) fue el primer conjunto que se atrevió a mostrar el Quinteto con (moderado) enfoque historicista. El piano Erard de 1842 es algo anterior a la fecha de composición, y, en mis oídos, suena algo quebradizo para (la imagen que tengo de) Brahms: la escasez de resonancia se compensa por la claridad del sonido y la precisa articulación que es capaz de obtener el pianista, por ejemplo en el scherzo, menos grandilocuente y más percusivamente atlético. También se ve beneficiada la presencia de las cuerdas, de variabilidad sutil y magro vibrato; los portamenti expresivos quedan fuera del rescate procedimental decimonónico. La restauración textural no lo es todo, y se echa en falta sensualidad en el fraseo puntiagudo; quizá (este) Brahms no la necesita.






Andreas Staier emplea un piano Steinway de 1901, no estrictamente contemporáneo de la obra. Su ligereza de cuerpo y timbres (y su localización distante en el panorama) inclina el contrapeso sonoro hacia las cuerdas del Leipziger Streichquartett, de gran reputación en el clasicismo vienés, que conjunta la fogosidad beethoveniana y la poesía schubertiana, impregnando de colorido los resonantes tutti que contrastan en el furioso scherzo, de aroma zíngaro. A destacar la idoneidad de los (rápidos) tempi, el arrebato y energía, la variedad de vibrato, los contrastes texturales, la definición incluso en la textura sinfónica de la coda final. La desvergonzada reverberación empaña los pasajes más tenues (MDG, 2002).






El colectivo australiano Ironwood (ABC, 2016) se basa en una retórica (rotundamente) historicista: en las cuerdas son frecuentes los portamenti y escaso (y solo como efecto) el vibrato, y aún tocando en conjunto se mantiene la levedad. El perfecto equilibrio con el pianoforte Streicher tocado por Neal Peres Da Costa (e instigador del delito conceptual) merece un mínimo detalle: réplica del que poseyó Brahms, cálido y dúctil en tonalidad, encordado en paralelo sobre marco de madera, con los martillos enfundados en piel, con registros diferenciados en agudos, medios y graves. Sus tímbricas novedosas surgen por doquier, llamando continuamente la atención del oyente. En una carta a Clara Schumann el compositor explicaba: “Es muy diferente escribir para instrumentos cuyas características y sonido uno sólo incidentalmente tiene en la cabeza, que escribir para un instrumento que uno conoce de principio a fin, como yo conozco este piano. Ahí siempre sé exactamente lo que escribo y por qué escribo de una forma u otra". De acuerdo con testigos contemporáneos, Brahms arpegiaba la mayoría de los acordes cuando tocaba, realzando la intensidad expresiva y el ritmo y textura de la música, y se puede escuchar al propio compositor dislocando con regularidad la melodía del acompañamiento en su grabación en cilindro de cera de 1889 de su Danza Húngara nº 1. En ese mismo registro Brahms emplea rubato métrico (entendido como la alteración rítmica de las notas melódicas conservando esencialmente la regularidad métrica del acompañamiento). Coherentemente con esta predilección del compositor por la ambigüedad versificadora, Ironwood salpica además ritmos elásticos, alteraciones rítmicas y ataques verticales cautelosamente descoordinados sin ser erráticos, sino claramente destinados a dar un carácter particular a frases individuales. Elegante el allegro y bullicioso el finale, con una rompedora introducción, donde se aprecia el estudio del joven Brahms de las óperas wagnerianas.





viernes, 23 de diciembre de 2016

Brahms: Klarinettenquintett op. 115 (Clarinet Quintet)

Durante su estancia primaveral de 1891 Brahms trabó amistad con el clarinetista de la Orquesta Ducal de Meiningen, Richard Mühlfeld. Impresionado por su virtuosismo e intoxicado por su tímbrica, decidió abandonar su retiro compositivo y crear algunas obras para el instrumento.

El Quinteto op. 115 para 2 violines, viola, cello y clarinete engloba en su sólido concepto arquitectural una síntesis de su técnica retrospectiva, utilizando el timbre discreto del clarinete como estructura junto con el principio de metamorfosis continua. Brahms hace gala de una excelente comprensión del instrumento (muy evolucionado sobre el de cinco llaves y endiablada digitación cruzada que conoció Mozart), que con dieciocho llaves ya permite una extensa tesitura y una entonación muy efectiva, haciéndolo sonar en el placentero registro medio, y llevándolo al agudo solo cuando la dinámica se incrementa. El rol del clarinete no es ya el de solista acompañado, sino que siguiendo un principio de equivalencia se suma al cuarteto de cuerdas con propósito de variedad, riqueza y colorido, creando nuevas combinaciones sonoras nunca antes exploradas.

Desde la frescura y exuberancia de su juventud hasta la plenitud y sobriedad de su madurez desfilan en esta despedida vital de construcción asimétrica y compleja, de ambigüedad armónica y rítmica que rompe los límites aceptados y culmina ese largo diario íntimo que es la música de cámara de Brahms.

I Allegro: La oblicua forma sonata consta de una introducción (cc. 1-13) en la que se expone como leitmotiv un fluido balanceo en los violines; la exposición (cc. 14-70) alinea un primer tema al violonchelo y viola desde el cc. 14 y ss., un segundo sujeto más espeso al clarinete y violín en octavas en c. 37 y ss., y un tercer motivo suavemente sincopado a las cuerdas en c. 48 y ss.; un desarrollo libre (cc. 71-135) que se abre con un pasaje similar a la introducción; la recapitulación simétrica de los temas (cc. 136-194); y coda que trae el recuerdo de la apertura (cc. 195-218).
II AdagioMovimiento seráfico articulado como lied ternario ABA, despierta con un canto áspero del soñador clarinete mecido por las cuerdas en sordina (cc. 1-51); un episodio rapsódico central de carácter zíngaro con los arabescos del virtuoso sobre los arcos en tremolandi (cc. 52-86); y una recapitulación dialogada en ambiente íntimo (cc. 87-127), concluyendo con una mágica coda libre (cc. 128-138).
III Andantino - Presto: A modo de lírico preámbulo en 33 compases se expone un tema piano y semplice para luego en el descuidadamente juvenil presto adoptar maneras de scherzo furtivo y fantasmal: exposición (cc. 34-75); desarrollo (cc. 75-113); y tras una breve transición (cc. 114-122), cierra la recapitulación (cc. 122-192).
IV Finale: Incapaz de decir adiós, transparenta argumentos previos en rígida forma variaciones: tema sombrío (cc. 1-32); variación I, protagonizada por el chelo (cc. 33-64); v. II, agitada y sincopada (cc. 65-96); v. III, con discretos arpegios del viento (cc. 97-128); v. IV, dialogada con ternura (cc. 129-160); v. V, a ritmo cambiado (cc. 161-192); y coda (cc. 193-222), que revierte repentinamente al leitmotiv. Brahms, nostálgico consciente, retorna del pasado, manufactura artificialmente su rostro otoñal y anuncia a Schoenberg.









Charles Draper era un joven clarinetista cuando atendió la primera interpretación del opus 115 en Londres con Richard Mühlfeld y el Cuarteto Joachim en 1891. De manera novelesca y especular, el propio Mühlfeld escuchó a Draper interpretar el quinteto a principios de siglo XX y confesó haber recogido nuevos matices en la partitura. Los componentes del Léner String Quartet radian una cálida producción de sonido, incluyendo amplio vibrato y portamento, que hoy (nos) suenan como un anacronismo, pero es probable que Brahms estuviera conforme con este estilo de interpretación de gran flexibilidad, tal y como él tocaba el piano. La grabación eléctrica, con cuerdas poco definidas, especialmente las graves, dan la equivocada sensación de solista acompañado, seguramente por su colocación ante la bocina (Pearl, 1928).





El Cuarteto Busch es, por origen y contacto cultural, el heredero directo del Joachim-Quartett que estrenó la obra. Los Busch rehúsan subrayar el lado taciturno de la música, eligiendo destacar un tenso diálogo entre las individualidades, con un homogéneo e intenso vibrato como elemento constituyente y esencial del sonido. Espontaneidad e intensidad emocionales se vuelcan en una poesía radiante, una serenidad llena de dramatismo, una libertad orientada dentro de la descarnada austeridad, subrayando la integridad estructural de la obra, que recuerda que Brahms se consideraba a sí mismo un clasicista y no un romántico. Reginald Kell hace pleno uso de esta independencia, con un fraseo extremadamente flexible, detallados acentos dinámicos, timbre blando y vibrato variable que invita a compararlo con el destinatario de la obra según los testigos. Contundente, urgente e inusual tempo en el allegro donde el clarinete escala atormentadoramente el arpegio de re mayor (c. 5). A pesar del lento tempo en el adagio, Kell expone el tema de apertura en un solo aliento. Con el pulso básico muy presente, los músicos son capaces de emplear un liberal uso del rubato sin sacrificar fuerza o inercia, como en el ligero y gracioso presto. Sonido histórico de 1937 (Warner), es decir, vencido y chirriante.





El relajado sentido improvisado que Brahms habría compartido y admirado pareció colmar durante décadas todas las expectativas sobre la obra: cálida y morosa, romántica y melancólica, pulida y desgarradora. Los Miembros del Wiener Oktett y Alfred Boskovsky (de timbre lírico y luminoso, ágil, nunca tenso, incluso en los pasajes más nerviosos) personifican como nadie esta sensación de conjunto de cámara: adviértase el aterciopelado uso del clarinete como acompañante en los cc. 18 y ss. del allegro, mientras el tema es presentado por los violines. Hoy este quinteto parece diluirse en tonos sepia y reclamar más energía en la elección de los tempi y menos encanto tímbrico (esos oscuros trémolos bajo la línea del clarinete en el adagio). Sobresaliente toma sonora, agraciada con información lateral, pero la ganancia excesiva en las secciones piano atrae magnéticamente ruidos espurios exteriores al estudio (Decca, 1961).





El juicio honesto y sobrio del Smetana Quartet confía en el genio colectivo y unificado. En el allegro destaca el desarrollo en un clima fantástico: sus cuatro últimos compases mantienen un pedal en las cuerdas medias mientras el cello y el austero clarinete de Vladimir Riha juegan con las semicorcheas. El tercer movimiento comienza muy tranquilo y misterioso en el andantino, contrastando con un verdadero presto, excelente de carácter, donde la disciplina rítmica llega a la violencia expresiva. Variaciones con apacible concepto narrativo, buscando el máximo contraste y creatividad en la diversidad de afectos; la coda como descarnada despedida. Grabación eslava (Supraphon, 1964), clara y realísticamente definida, destacando el clarinete sobre la tímbrica áspera de las cuerdas, a veces aquejadas de problemas de entonación y empastado, como en el noveno compás (y ss., desastrosos) del adagio, donde clarinete y violín intercambian las partes asignadas al inicio del movimiento. El oso Brahms se habría sentido cómodo con esta rudeza cosaca en lugar de la distinción vienesa.





Gervase de Peyer posee el timbre idealmente meloso y cuenta con el apoyo integrador, alerta y sensible del Melos Quartet, perfectamente equilibrado en su peso interno relativo. Especial la sensación de despedida, afectuosa e inteligente, de elegancia encantadora y sin sentimentalismos añadidos. El tempo del allegro es tan pausado que da lugar a degustar las indicaciones dinámicas con precisión y expresividad, por ejemplo, en el fraseo respirado con calma en el quasi sostenuto (cc. 98 y ss.); desde el c. 149 hay una sección staccato (Brahms pide ben marcato) en la que los delicados tresillos del clarinete apuntalan en su justo punto el sonido del conjunto de cuerdas. Adagio de aristas rasposas, aunque sobresaliente en el estilo húngaro. Tremendamente claro y articulado el presto, como también las variaciones, donde destacan dulcemente esos últimos nueve compases (cc. 184-192) que cumplen la función de coda con el retorno del tema original. Estupenda y cálida grabación, desentrañando las tímbricas, también los incesantes gemidos de los asientos de los músicos (EMI, 1964).





Reconozco que me costó valorar la lectura del Amadeus String Quartet (DG, 1967), de suntuosa poética, reposada y apolínea, sin dejar de lado la fortaleza formal clasicista, pero deslizándose hacia la belleza tímbrica, especialmente del clarinete. Karl Leister (principal de la Berliner Philharmoniker durante 25 años) ha grabado la obra en seis ocasiones con el mismo patrón interpretativo neutro y objetivo, brillante técnicamente, si bien de escaso rango dinámico y paulatinamente resbalando hacia la languidez. Su timbre cremoso, de relajada tibieza, sin la implicación emocional de un Peyer, sufre de escasez de variedad tonal: percíbase cómo desde el c. 44 del presto el clarinete es continuamente reclamado a empastar con las diferentes cuerdas según van abandonando sus breves entradas temáticas. No obstante, en el finale su tesitura alta en piano es muy vehemente, integrada en una lectura de pesimismo amargo y goyesco. Evidenciando el homenaje a Mozart, el cuarteto aporta el lado enérgico y apasionado dentro de su suave contención, contrastando atmósferas y apoyado en un vibrato muy extendido. Toma sonora resonante y emulsionada, sin demasiado detalle individual.





El ultraterreno nivel de flexibilidad del fraseo y el tornasolado coloreado de David Shifrin recuerdan a los de Fischer-Dieskau. El Emerson String Quartet tributa la unanimidad, la sensibilidad bajo control, la riqueza de matices dinámicos. El cuarteto suena brillante y enérgico, rico en espeso vibrato, con trazas de portamenti: Percíbase cómo las cuerdas ceden su sitio para que asome el clarinete en su primera aparición, o cómo logran una dramática transición entre introducción y exposición (cc. 12-14), efecto que se pierde enteramente si las cuerdas no entran con energía; en fin, el gentil ataque del desarrollo (cc. 71 y ss.). El comienzo del adagio suena íntimo y maravilloso, Shifrin cantando tristemente el tema de apertura, y expira después casi improvisando; los interludios gitanos resultan más pensativos y reflexivos que desafiantes o fieros, manteniendo la visión melancólica en el sonido apagado de las cuerdas, y en todo momento subrayando la dialéctica mayor-menor, las luminosas secciones externas contrastadas con la bohemia y desesperada pesadilla interna . En el presto el clarinete dibuja insuperablemente una serie de figuras sincopadas (cc. 54-63) sobre un fondo pizzicato. Bien diferenciados los humores de las variaciones, con un acorde final desesperanzado. Toma sonora compacta (DG, 1996).





Sabine Meyer tuvo el dudoso honor de resultar tormentosamente famosa en 1982 después del rechazo que generó entre los miembros de la Berliner Philharmoniker (73 votos a 4) su proposición como primera intérprete femenina. El Alban Berg Quartet hace gala de redondez técnica, refinamiento educado y reservado emocionalmente, perceptibilidad y perfecta interacción. Interpretación contrastada en color y dinámica, plena de elegancia y riqueza de detalles: en la entrada del segundo tema (cc. 37 y ss.) Meyer procura una sensualidad oscura y aterciopelada que empasta muy bien con la octava del segundo violín. El primero en general se arroga un protagonismo incontenido, no muy diferente del rol de Busch: en la apertura del adagio sombrea en demasía la melodía sincopada del clarinete, y finaliza con una prominente escala a solo la figura contrapuntística que desde los cc. 17 al 25 clarinete y violines dibujan en octavas. Fantástica tímbrica en el área zíngara y efecto alegremente rítmico por el breve uso del staccato en todos los atriles en el presto (cc. 162-166). El quinteto op. 115 es una obra muy difícil de recoger en concierto por el complicado y sutil equilibrio de voces necesario. Aquí el resultado es formidable (EMI, 1998).





Según testigos de la premiére del quinteto en Londres en 1891, Mülhfeld cambió rápida y brevemente de clarinete en la sección zíngara del adagio (cc. 79-86), reemplazando el habitual instrumento en la por otro en si bemol. Siguiendo este impulso, Eric Hoeprich utiliza dos copias de los clarinetes en madera de boj (en lugar del más convencional ébano) conservados del propio Mühlfeld. También las cuerdas del London Haydn Quartet se rigen por los principios historicistas, con articulación, fraseo y dinámicas desplegando un rico paisaje sonoro, territorio para una lectura introspectiva, capaz de aclarar su contenido emocional. Hoeprich, constructor él mismo, logra que la ligereza de su instrumento empaste fascinantemente con la rápida caída del sonido de las cuerdas naturales en acordes y texturas, apoyándose primordialmente en su flexibilidad dinámica, pulso elástico y perfecta entonación en un timbre cálido y resinoso (a veces con prominentes portamento y vibrato). Dado que el elemento de danza nunca está muy alejado en Brahms, acertadamente se sugiere en el adagio el balanceo de una barcarola, y se da a la cuerda grave el peso necesario, como en la apertura del andantino (cc. 1-7), donde clarinete, viola y cello recrean un verdadero trío. El tempo lento del finale resalta sus texturas, como en el libérrimo rubato en la variación III donde Brahms introduce un efecto toccata en el clarinete (cc. 113-119), con una tesitura de dos octavas y media sobre fondo pizzicato. Extraordinaria intensidad de la coda final (Glossa, 2004).







Además del uso de instrumentos originales, la flexibilización en el uso de unidades de fraseo cortas, la demolición del vibrato continuo y la recuperación del ocasional portamento (cc. 115, 172), permiten al Fitzwilliam Quartet otorgar una gran variedad retórica a cada uno de los temas individuales, enfatizando las contiendas dinámicas que realzan el potencial dramático de la obra. Lesley Schatzberger también utiliza una réplica del instrumento de Mühlfelds de cuerpo casi cilíndrico y timbre delicadamente colorido. Racial en el húngaro adagio, cuya área central (donde la cercanía de los micrófonos hace aflorar unas cuerdas que parecen imitar un resonante címbalo, y el abandonado clarinete restalla) se configura como núcleo espontáneo de toda la interpretación, vibrante y poco otoñal. Los tempi enérgicos enfatizan la expresividad del presto, con sus secciones muy contrastadas. Toma sonora pluscuamperfecta, todos los partícipes presentes por igual, incluso en los floreos de las cuerdas en el área zíngara (Linn, 2005).




miércoles, 2 de marzo de 2011

Brahms: Sinfonía nº 4

Se suele adjetivar esta partitura como crepuscular, otoñal. Pero Brahms sólo tenía 52 años cuando completó la obra. Acaso sentía resignación ante la vida. Anhelo del pasado, seguro.

De todas sus sinfonías, la Cuarta (1885) es la más impregnada con prácticas antiguas: las terceras y su inversión en secuencia (entre cuerdas y vientos de turbulenta vida interior) como la base que configura toda la pieza; el experimental final, una chacona en variaciones en forma de zarabanda sobre un tema de ocho compases, que abarca una cosmogonía tolkiana de aspiración heroica, pathos, ferocidad y tragedia; y, sobre todo, la transferencia del vocalismo medieval a las fuerzas instrumentales en forma de conversaciones antifonales, la austeridad de los eclesiásticos modos medievales derivando en tensiones armónicas y dramáticas.

Obcecadamente enclavada en el esquema de cuatro movimientos, su instrumentación rehúsa superar el ya sesentón diseño beethoveniano. Sin embargo, este método pionero de crear una gran forma a partir de un mínimo material temático es el punto de origen del dodecafonismo. Así pues, ¿conservador o revolucionario? “Una tradición verdadera no es el testimonio de un pasado muerto; es una fuerza viva que anima e informa el presente, y que asegura la continuidad de la creación“ (Stravinsky).

El epistolario desvela la ambigüedad de su vida sentimental (humana, demasiado humana); también su música encuentra su conciliación en una doble vertiente: el arrebato y el control, el impulso y la economía, la rabia y la disciplina, el romanticismo y el clasicismo. Tal vez es esta misma ambivalencia la que engendra el amplio espectro de aproximaciones encontradas en la discografía.









Los contemporáneos de Brahms confirman que una de las principales características de sus propias interpretaciones era la elasticidad en el fraseo. Este legado quedó recogido en la primitiva grabación de Hermann Abendroth al frente de la London Symphony Orchestra (Biddulph, 1927), vigorosa pero técnicamente imprecisa y deslavazada formalmente.


Felix Weingartner llegó a dirigir en presencia y con el beneplácito expreso del compositor. Es un mediador del estilo sobrio, estable, literal, neutral y no intervencionista, de claridad y proporción clásicas, que hace de la abstinencia una virtud. Tempi precisos y livianos, y meridiana acentuación para llegar a la esencia de la partitura. Weingartner ilumina las texturas voluminosas brahmsianas con unas voces medias melifluas e ingrávidas a cargo de la London Symphony Orchestra (Andante, 1938). Los sedientos de emociones llamen a la siguiente puerta.

Resulta fascinante a nuestros oídos el estilo irrepetible de Willem Mengelberg liderando a la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam en 1938, deseoso de resaltar los elementos poéticos de la música, con ingredientes personales como el fraseo extremadamente expresivo, los acentos inusuales, y alguna idiosincrasia dinámica como el forte súbito. El mismo Brahms indicó en el manuscrito cambios de tempo para variaciones específicas, que luego borró al enviarlas al editor. La razón, según se desprende de sus escritos, es que “los músicos llegarían a ellas de manera natural”. Liberales expansiones de tempo como bullientes manantiales de energía y numerosos portamenti (deslizamientos entre notas) añadiendo énfasis en momentos clave. A pesar de la meticulosa preparación (o por ello), cada compás suena fresco, como recién hecho. La gran atención al detalle no obscurece la silueta conjunta de la obra, algo debido sin duda al continuo estudio e interpretación de la obra bachiana por parte de Mengelberg. La claridad de las texturas deriva de su insistencia en el equilibrio de todos los elementos armónicos, por ejemplo, impidiendo que los metales entren en forte y de ese modo atenúen el terciopelo ferroso brahmsiano. Señalar la calidad de la grabación de origen Telefunken (poco atmosférica, debido a la cercanía de los micrófonos), que, en la edición de Biddulph es un ejemplo de restauración por su proyección del sonido, dinámica y fidelidad tímbrica. La opción LYS se descarta por el abominable ruido de la pizarra original.









Imprescindible es el conocimiento del concierto público del 24 de octubre de 1948 a cargo de Wilhelm Furtwängler conduciendo la Berliner Philharmoniker. Este registro ha sido editado, entre otras, por EMI y Virtuoso (con sonido mate, leves saturaciones y velocidad inestable). Recientemente Audite ha preparado una nueva edición de partir de las cintas originales de la RIAS (la radio en el sector berlinés controlado por USA) de afinación adecuada, mayor riqueza tímbrica, con buena extensión y espacialmente abierta, dentro de los límites impuestos por la antigüedad de la toma. También se ha añadido una leve reverberación que compensa la seca acústica original del Titania-Palast, cine reconvertido en sala de conciertos tras la guerra. Esta invitación al mundo de Furtwängler se abre con unas espirituales terceras donde la mortalidad de la belleza surge de la nada; este suspense austero torna, en breves compases, en excitado y vigoroso, los consabidos accelerandi en cada crescendo (la técnica tan propia del director enlazando las regulaciones dinámicas con la agógica del tempo) y una coda turbulenta hasta la locura. Toses y diversas expectoraciones toman posiciones agresivas en el comienzo del andante para apaciguarse en un cálido y denso lamento melódico, donde el beethoveniano segundo tema canta legato. El scherzo, que Brahms baliza giocoso, es esculpido en cristal con siniestros útiles líticos. En el finale (marcado allegro energico e passionato) fluye un impulso atormentado e implacable, adentrándose en un conflicto visionario, donde las oníricas trompas acumulan tensiones hasta la devastación. Irresistibles las transiciones: no simples mezcolanzas para ligar dos ideas de diferente naturaleza, sino áreas de transformación, a veces a una esfera bastante diferente. Al modo beethoveniano, el acento es enfatizado por la percusión, que predomina sobre la melodía. En suma, una opción radical que ilumina la ardiente variedad orquestal (favoreciendo los bajos y las bellas maderas), la flamígera expresividad de las enérgicas acentuaciones, y que compone una arrebatadora y fulgurante lectura. Recordemos que Lucifer significa el portador de la luz, el portador de la verdad.
Un breve apunte sobre otros testimonios furtwänglerianos: La versión favorita en los foros por el dramatismo trágico de sus tempi suele ser la realizada con la misma orquesta berlinesa en diciembre de 1943. Sin embargo, en las ediciones manejadas (Tahra, Melodiya, Arkadia) el sonido estrecho, y, sobre todo, un ruido cíclico de origen desconocido que va percutiendo a lo largo de todo el movimiento final desequilibran la escucha hacia la esquizofrenia. La grabación salzburguesa con la Wiener Philharmoniker (Orfeo, 1950) también presenta un pésimo sonido en los fundamentales compases iniciales.








Arturo Toscanini contaba 30 años cuando Brahms murió. A pesar de que nunca coincidieron personalmente, le consideraba un contemporáneo, merecedor de ocupar un lugar especial en su repertorio. La densidad y transparencia de las cuerdas de la Philharmonia Orchestra, probablemente en el cénit de su gloria, quedó retratada en esta fenomenal toma sonora cosechada en concierto (Testament, 1952): La concepción apolínea en todo su esplendor, férrea en el trazo rítmico (con excepciones, escúchense los sorprendentes rallentandi de la coda conclusiva), vertiginosa pero rigurosamente estructurada (al compositor le disgustaba la rigidez metronómica y la falta de flexibilidad en la interpretación de sus obras), nítida de texturas y articulación (la frase favorita de Toscanini en los ensayos era “non mangiare le note piccoli”). Su criterio desprende un nivel de intensidad vibrante, particularmente apropiada en los movimientos externos, pero que bordea la brusquedad y la impaciencia en los sutiles y ambiguos ritmos de los centrales. Los acentos secos y cortantes, la tímbrica furibunda delinean una lectura clínica y nada elegíaca. Las leves toses se perdonan ante la claridad y definición del documento (descubrimos unas variaciones dinámicas hasta ahora desconocidas en el parmesano), que recoge los estallidos de los petardos que unos bromistas soltaron en el finale, como espontáneos efectos percusivos. El Maestro permaneció imperturbable.









Como era costumbre en Otto Klemperer, tiende a uniformizar los tempi haciendo los lentos rápidos y viceversa en aras de su proverbial limpidez de texturas y la inigualada percepción del detalle interno. El sonido de la Philharmonia Orchestra es austero, autoritario, recto, con una densa presencia casi física. Mantiene el equilibrio tímbrico remontando el peso de las maderas sobre los violines antifonales, algo que evidencia magníficamente la toma sonora. Estoicismo en el fraseo y articulación fuertemente dramática (inolvidable aceleración en la coda del primer movimiento). Gentil el lento, con apertura coral en los vientos. En el scherzo se combinan la solemne gravedad de expresión y las peculiares pausas antes de las secciones sforzando-fortissimo. Triunfal el arranque de la soberbiamente edificada passacaglia, que, sin embargo, a mediados, sobre la intervención del metal, casi llega a tambalearse ante el parón del tempo. Sin embargo, la impresión general es de un impulso rítmico de una enorme vitalidad. En resumen, personalidad y controversia. Resplandeciente y focalizada grabación (Warner, 1957) que permite el análisis de la marmórea polifonía.










La primera aproximación de Bruno Walter al frente de la BBC Symphony Orchestra (EMI, 1934) fue recogida mediante la curiosa técnica de grabación continua, duplicando varios compases para no interrumpir la marea musical, y dando tiempo a los ingenieros para preparar el siguiente disco. No obstante, esta acérbica lectura no hace sombra a la posterior con la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1959). Su amplia dedicación al lied le hizo un perfecto conocedor de las sutiles fluctuaciones del pulso que permean las canciones brahmsianas, y que el mismo compositor pedía se hicieran “con discrezione”. Por tanto, el fraseo es casi pianístico, tierno, efusivo, panteísta, y siempre apoyado en la subyacente estructura armónica. Apasionado pero suculento de matices, también dinámicos. Letárgico el andante y jocoso, tan plebeyo como su autor, el scherzo. La morosidad del tempo en la passacaglia deriva hacia la sentimentalización mientras el tejido orquestal adquiere una transparencia hipersensible. Este perfil encontraba apoyos en la profesión: Klemperer escupía con desdén que “Walter es un romántico” y Toscanini que “se derrite por momentos”. En verdad se puede encontrar cierta afección, pero siempre atemperada por la apreciación de la forma arquitectónica. Excelente sonido, con firmes bajos y rica reverberación.








En 1962 la editora comercial Reader’s Digest contrató a la Royal Philharmonic Orchestra of London para compilar una selección de las obras más trilladas del repertorio. Para ello se arropó con varios directores de renombre: Horenstein, Boult, Krips, etc. A finales de los setenta fue publicada brevemente por la RCA, obteniendo críticas favorablemente tibias. Fue sin embargo la soberbia edición a cargo de Chesky, discográfica especializada en grabaciones para audiófilos, la que despertó un furioso interés por este registro, que aún hoy se emplea como banco de pruebas de equipos de sonido de altos vuelos. La grabación posee una presencia asombrosa, con un amplísimo panorama, donde la reverberación vaga por el espacio. Todo esto no tendría la menor importancia si no fuera acompañada de una inolvidable interpretación de Fritz Reiner, que el mismo consideraba como la mejor de su discografía. Enérgico y riguroso, ligero de tempi, con un agresivo impulso rítmico, imperturbable en las variaciones del finale, donde la erupción de los metales sepulta las cuerdas. La legendaria precisión de Reiner no está reñida con la calidez que la partitura requiere por doquier, aunque no encontraremos aquí introspección trágica o heroica.









En 1943 Carlo Maria Giulini pasó nueve meses escondido en un túnel junto a una familia judía, mientras en la superficie de Roma carteles con su rostro impelían a las tropas nazis a su captura y muerte. En ese continuo de terror y desesperanza estudió la partitura de la 4º sinfonía de Johannes Brahms. Quizá por este atroz aprendizaje sus grabaciones no pueden ser más oscuramente pesimistas. Los leves problemas del scherzo con la New Philharmonia (EMI, 1968) quedan solventados en el registro (sin ensayos y en una sola toma) con la Chicago Symphony Orchestra (EMI, 1969). Una ejecución heredera de la gran tradición, que acierta a combinar la fluidez, el nervio y la expresividad de la escuela latina con el humanismo, la profundidad y el sentido constructivo germánicos. Reverente ante la obra, Giulini revive el drama interiormente con un fraseo afectuoso, firmemente centrado en la calidez granate de las cuerdas medias, conservando el adecuado sabor agridulce mediante un suave toque popular. Su amplia experiencia operística aparece en la respiración teatral del andante. En la passacaglia sabe conferir a cada episodio su propia semblanza e integrarla pacientemente en un todo orgánico y coherente. El metal (entrenado aquel entonces por Solti) es amansado, siempre nítido pero integrado en las sólidas maderas, y sólo en la misma conclusión libera todo su inexorable y lóbrego poderío. Toma sonora prolija, un tanto distante, con leves distorsiones. La postrera y maravillosamente sentida con la Wiener Philharmoniker (DG, 1989) está lastrada por unos tempi épicamente marchitos.









Las brasas toscaninianas se reavivan al escuchar a un exaltado y febril Carlos Kleiber en una de las escasas ocasiones en que se ha sometido a los estudios de grabación. La presencia klemperiana de las maderas abre una garbosa síntesis entre la incisividad del pormenor y la disciplina de la lógica compositiva. Agógica y acentuación exquisitas en el tema del movimiento lento, que camina con presunción por la Strasse. El scherzo tiene el sentido festivo, no del cabaret donde Brahms tocaba el piano con 13 años, sino del salón aristocrático, donde la percusión, ceñida y elegantemente vestida para la ocasión, baila con una dinámica estrecha y frígida. Su elegante factura del rubato se cimenta en el análisis intenso y no en la emoción urgente del momento. Esta estudiada espontaneidad, inexorable en la precisión de lo escrito sin resultar rígida, encuentra la reconciliación en el énfasis de la claridad barroca en la passacaglia final, donde Kleiber descorcha el champán (¡Evohé!, ¡Evohé!) y las burbujas inundan el descenso a la clave menor conclusiva, llevando a la Wiener Philharmoniker al límite de la embriaguez, incandescente pero siempre manteniendo la belleza del sonido. Desde su aparición (DG, 1980) se ha criticado la dureza del sonido, vidrioso, estridente en las cuerdas afiladas. Las sucesivas ediciones han conseguido templar la transparencia con la calidez.









Intolerablemente romántico, exageradamente perfumado en los solos, Leonard Bernstein pasa de puntillas por las transiciones. Recreación de gran anchura, pulso masivo e implacable expresividad, reveladora del crítico dualismo subyacente en la obra, donde, dentro de la inamovible forma se dan cita trenzas de notas extrovertidas, depravadamente brillantes, venenosamente impetuosas, elocuentes y algo desequilibradas, a veces torturadas (cuerdas en el adagio, compás 41), desesperadamente furiosas (apertura de la passacaglia), distorsionadamente lógicas, provocadoramente emocionales, tórridamente walterianas, contagiosas y persuasivas. Lenny solía conducir el scherzo sin utilizar las manos, sólo con movimientos de la cabeza y hombros, haciendo de cada concierto una celebración (personal) desmesurada, un rito (propio) inaceptable. Sean indulgentes y pasen un rato estupendo con la Wiener Philharmoniker (DG, 1981). Registro de impactante amplitud dinámica.









Un día Sergiu Celibidache preguntó a Furtwängler: “Maestro, ¿como se ejecuta este pasaje?, ¿cual es el tempo correcto?” La respuesta de éste fue radiante: “Depende de cómo suene mejor”. A pesar de la potencia (en el sentido geológico) de las cuerdas la tersura textural es tal que se podría realizar un estudio tímbrico orquestal, en un último grado de perfección constructiva que permita apreciar la refinada, profunda y expresiva percepción sonora del rumano, sin dar nunca sensación de morosidad (tempi brucknerianos pero eternamente cambiantes). La interconexión de las líneas musicales es siempre extraordinariamente pura, aunque para ello altere con frecuencia las marcaciones dinámicas. Impecable toma sonora de EMI (con la Münchner Philharmoniker, 1985), preferible a la de DG (con la Radio-Sinfonieorchester Stuttgart, 1974), salpicada de vehementes mugidos que sólo pueden deberse a los subrayados vocales del mago Celi: “A Brahms lo quiero alemán y cantado con amplitud, no silbado y siseado” abroncaba a la orquesta en los ensayos.








Charles Mackerras revive la escala decimonónica de la orquesta de Meiningen con la que se estrenó la sinfonía al colocar los segundos violines a la derecha del director, como los viejos maestros, ofreciendo de este modo una perspectiva sonora y dinámica estimulante. La Scottish Chamber Orchestra utiliza instrumentos modernos excepto en algunos casos concretos (por ejemplo, timbales y metales) que poseen mayor incisividad rítmica. Aunque hay cierta dosis de portamento en las cuerdas y algunas retenciones mengelbergnianas, no hallarán aquí la sugestión melancólica de las antiguas versiones, pero sí aquel principio wagneriano que implica comenzar la melodía con una duda, persistiendo en ella, hasta acelerar lentamente alcanzando el tempo varios compases adelante. Magnífica toma de sonido recogida a la breve, con sólo dos micrófonos y sin mezcla posterior (Telarc, 1997).

Los lectores avisados sabrán que el sonido y el estilo dependen mucho más del ejecutante que del instrumento. Posiblemente por ello, la (seca) sonoridad conseguida con los instrumentos históricos de London Classical Players por Roger Norrington tiene un menor atractivo que la de Mackerras, sobre todo en los momentos líricos, acaso por el mínimo uso que hace de las inflexiones de tempo y fraseo, vibrato y portamento (EMI, 1994).

Reconciliar el flujo melódico con los temas es un reto permanente para el músico que se acerca a Brahms. Si la opción de Karajan es puro melos, y Norrington elige recalcar la silueta de los motivos con decisión, haciendo cada fin de compás audible, John Eliot Gardiner logra una articulación respirada, sin el continuo legato wagneriano, remarcando la herencia del ayer (su pasión por la música vocal del Renacimiento y Barroco) en la naturaleza cuasi fonética de la obra, mientras la variedad tímbrica, dinámica y textural del discurso musical refleja su carácter progresista: “Brahms se sirve del pasado como medio para trasponer el umbral del futuro”. Para Gardiner la música (la personalidad) de Brahms es un equilibrio entre opuestos; por ello alude a la imagen borgiana “fuego y cristal”. La Orchestre Révolutionnaire et Romantique se vertebra al modo arcaico en grupos corales perfectamente diferenciados, que dialogan antifonalmente entre sí. En cuanto a los instrumentos, destaca el color especial de las trompas naturales, tan apreciadas por el autor, y la transparencia conseguida al equilibrar cuerda y madera. Un encuadre analítico, donde el carácter sentimental de algunas marcas dinámicas y expresivas es ignorado, lejos de los Mengelberg o Walter (aunque la sombra de Furtwängler se apodere de la coda en la desenfrenada aceleración en los últimos 40 compases del primer movimiento). Hay otros abruptos y perversos rasgos en el movimiento lento, como la presencia tremolante de los timbales, o la intrínseca cualidad danzable de los ritmos. Al fin y al cabo, a pesar de la escala de las fuerzas, esto es íntima música de cámara. La brusquedad en los tempi en los movimientos externos puede inducir a cierta urgencia y superficialidad. Pletóricamente grabada, aunando finura y espacialidad, durante un concierto en el Royal Festival Hall (Soli Deo, 2008).





Hay, naturalmente, otras versiones destacables, aunque a veces se eche de menos un soplo de aliento poético y personal:

Igor Markevitch controla la Orchestre Lamoureaux (DG, 1958) con precisión, análisis y brillantez. El peculiar timbre de la orquesta francesa reta a una curiosa experiencia.

Carl Schuricht es otro deudor del legado toscaniniano, que asegura los tempi, ligeros y sencillos, con un modesto rubato para caracterizar cada variación (extremadamente delicada la nº 12, con su fantasmal flauta) sin perder el sentido de la forma. La grabación (Artemisia, 1962) presenta los habituales problemas en las mezclas (maderas en primer plano, pasando poco después al fondo de la orquesta de la Sinfonie-Orchester des Bayerischen Rundfunks).

Wolfgang Sawallisch contiene a la Wiener Philharmoniker (Decca, 1963) en la línea rigurosa, objetiva y racional, de sereno equilibrio sonoro, y corta de inspiración.

Que George Szell fue asistente de Toscanini se detecta en el estilo incisivo, de claridad textural y rítmica, y cierta despreocupación por las dinámicas, sin abandonarse al romance y a veces virando hacia lo lúgubre. El mesurado tempo en el finale le permite apuntalar su sentido arquitectónico. Enjuta grabación, parca en dinámica, de The Cleveland Orchestra (Sony, 1967).

Leopold Stokowski y la New Philharmonia Orchestra (RCA, 1967): centrado en la singular variedad tímbrica, de la que hace una charlatana hipérbole subjetiva, sin llegar a ser rapsódicamente amorfo.

Algunos críticos demuestran una gran lealtad al registro de Kurt Sanderling con la Staatskapelle Dresden (Tower, 1972): en la vía intermedia entre romántica y clásica (como el mejor Giulini) hace una lectura terrena, concisa y mesurada, de ataques suaves y nítidos, de tempi amplios, y canija de arrebato. Su segundo intento con la Berliner Simphonie Orchester (Capriccio, 1990) presenta mejor sonido.

La de Bernard Haitink con la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Philips, 1972) es otra interpretación calculada, rítmicamente exacta, atinada al planificar los juegos de tensión y relajación, pero hay músicas (la de Brahms sobre todo) que soportan mal una aproximación exclusivamente lógica.

La grabación en directo de Yevgeni Mravinsky dirigiendo a la Filarmónica de Leningrado (Melodiya, 1973) ofrece un sonido pleno, timbrado y robusto, por lo que es aún más lamentable que el exceso de rigidez en los ritmos no case bien con el vienés adoptivo que fue Johannes Brahms.

István Kertész (Decca, 1974): Aproximación seria en la línea de Haitink, pero con una Wiener Philharmoniker en su cénit. Excelente grabación.

Aunque Karl Böhm suele ser encasillado dentro de la tradición subjetiva, en esta grabación con la Wiener Philharmoniker  (DG, 1975) se muestra moderado, restringido, ordenado, austero, noble, dando la sensación de una asepsia lírica.

Belleza sin forma, sonido sin significado, poder sin razón y razón sin alma” decía el ilustre crítico británico David Cairns a propósito de las grabaciones de Herbert von Karajan. Hasta en diez ocasiones se acercó a la Cuarta Sinfonía de Brahms. La de 1978 para la Deutsche Grammophon recoge una versión muy brillante, especialmente en sus movimientos extremos, aunque las texturas poco camerísticas de los intermedios resultan menos convincentes. Karajan logra extraer con eficiencia la característica suntuosidad de la cuerda de la Berliner Philharmoniker, pero con un exceso de aterciopelado legato, con un continuo vibrato lacando una superficie tan suave que oculta la presencia humana.

La impenitente gestualidad rítmica de Georg Solti con la Chicago Symphony Orchestra (Decca, 1978) en una recreación muscular, de moldeado aerodinámico en los tiempos rápidos, que sermonea en los movimientos lentos, con una sección de metales prominente, exaltada y visceral.


Christoph von Dohnányi con la Orquesta de Cleveland (Teldec, 1987): Plano, sin arriesgar. Olvidable.

La música de Brahms tiene un contenido emocional que no se puede despreciar y su dualidad, brusca y tierna, exige del director mucho más que una lectura correcta y vacía, por muy espléndida que sea: Riccardo Muti es un anacronismo hecho a sí mismo, un déspota de la vieja escuela, impersonal y distanciado. Philadelphia Orchestra (Philips, 1988).

Dentro del talante cartesiano y cerebral está un director de los de antes, Günter Wand: la construcción, fiel a la letra, es impecable, pero con el pulso tan severamente vienés, que (secretamente) echo en falta la rabia de un Toscanini o la meditación de un Furtwängler. Toma en vivo con la NDR Simphonie-Orchester (RCA, 1997).

Simon Rattle se confiesa giulinianista en Brahms. Sin embargo, parece que es la Berliner Philharmoniker (EMI, 2008) la que toma las riendas y conduce la interpretación como lo ha hecho en las últimas décadas (Claudio Abbado incluido, DG, 1991): perfecta de sonido y amortajada.