miércoles, 10 de febrero de 2010

Mahler: 9ª Sinfonía

En las adaptaciones para niños se suele obviar que Jim Hawkins mata de un pistoletazo a un pirata. Así, aún cuando parte del público aficionado a la música clásica asocia el mundo sinfónico mahleriano a efébicas poses en el Lido veneciano, su complejidad, modernidad y riqueza de orquestación comportan un verdadero universo en sí mismo: ”¡La sinfonía es el mundo! La sinfonía debe abarcarlo todo”.

La 9ª sinfonía de Gustav Mahler (1860-1911) es una obra que pertenece a la mitología romántica y ha estimulado toda clase de interpretaciones subjetivas. Mucho se ha escrito sobre la reflexión sobre la muerte que supone esta sinfonía, impregnada por la certidumbre de la muerte propia o de la de su adorada hija pequeña, acontecida poco antes. Reúne el sentimiento dividido entre la resignación personal ante el paso del tiempo, la trágica situación de su matrimonio con Alma (Mahler escribe en el manuscrito de la partitura: “¡Oh, perdidos días de juventud!, ¡Oh, disperso amor!”) y la propia consciencia de conclusión del sinfonismo romántico germano: las obras musicales del pasado que él ama, los valores por los cuales ha vivido y creado, incluso la sensibilidad para percibir todo esto, caerán –con él- en el olvido. Y en verdad es imposible comprender plenamente el corpus mahleriano sin referirse a su biografía, ya que vida y obra se encuentran íntimamente ligadas: con la expresión de sus más intimos anhelos (soledad más allá de alegría o dolor, despedida sin amargura, anhelo de permanencia) creará una suerte de novela musical, transformando y deformando los materiales temáticos (los personajes) a medida que se desarrolla el relato, de manera orgánica, en un proceso de construcción y deconstrucción de la memoria, no lejana de la semblanza de vida mental del Ulisses. Dejaremos que sea cada intérprete el que exponga su visión de la más compleja de las obras mahlerianas, ya que las numerosísimas anotaciones –técnicas y expresivas- que Mahler recogió en la partitura –más que acotar- han creado infinitas posibles lecturas.

Formalmente la sinfonía consta de cuatro movimientos asociados de una guisa poco ortodoxa: dos movimientos rápidos (Landler en do mayor y Rondo-Burleske en la menor) encuadrados por dos lentos (Andante comodo en re mayor y Adagio en re bemol mayor), inusualmente en tonalidades diferentes todos ellos. Asimismo están articulados en niveles discontinuos, incluso dentro de cada movimiento, aunque todos ellos recuerdan o anticipan los otros.

El primer movimiento Andante comodo está aparentemente configurado en esquemas tradicionales como la sonata (desarrollo y exposición), rondó (retorno y variaciones) o lied (alternancia); sin embargo técnica y expresivamente la novedad es fulgurante, anticipando estructuras que habrán de desarrollar las generaciones siguientes. Los primeros compases dejan oír cinco pequeños motivos que van a organizar timbres, duraciones e intensidades sobre las ruinas de citas propias de Mahler: “Érase una vez la tonalidad” parecen cantar; y crecen nuevas, convincentes. La alternancia entre la afirmación de una voz lírica y nostálgica y la negativa a su expresión, establece una forma de retorno emparejada a su negación, cada vez más tensa, hasta que el potencialmente ciclo sin fin es roto por un clímax entendido como una catástrofe, cuando la entidad lineal y melódica es abrumada por la disonancia vertical: “con la máxima potencia” demanda Mahler. Sólo entonces las fuerzas orquestales se reducen a un conjunto camerístico para entonar la cadenza que muere con suaves reiteraciones de las primeras notas.

No puede haber contraste más brutal en el paso al segundo movimiento, marcado “en el tiempo cómodo de un landler”, en el que alternan las tranquilas danzas (pero sin la menor noción feliz asociada al término) rústicas con un vals más animado, y con continuas rupturas de intensidad y préstamos de elementos temáticos y rítmicos. Este scherzo, que en anteriores sinfonías fue descrito por Mahler como ”un nostálgico sueño de felicidad pasada”, y que en su parte final posee el aroma del clásico minueto, esta vez es parodiado salvaje, irónica, áspera, macabramente.

El Rondo -significativamente denominado “Burleske”-, está marcado como “muy terco” y contiene un contrapunto (heterodoxo) de una densidad desconocida en Mahler. Implacablemente disonante, demoníaco hasta los límites del estallido instrumental, desarrolla el carácter contrapuntístico bachiano que tanto estimaba Mahler. Música (des)articulada sobre pequeñas células temáticas, con momentos en los que completos cambios de textura y sonoridad (marcados por glissandi ascendentes en violines o harpa) son probados e invariablemente rechazados. En su imposible intento de integrar tales voces disparatadas (el escarnio de todo lo vulgar que subyace en la metrópolis vienesa) culmina en lo que acorde a la forma debería ser el final, titánico en su clímax (pero situado meditadamente en el lugar equivocado)… y entonces llega la paz, absoluta y sobrecogedora.

El Adagio regresa a las profundidades del primer movimiento, convirtiendo en un paréntesis los tiempos centrales: los compases iniciales conectan un solitario lamento al consolador himno (simple, diatónico) de las cuerdas. El oscuro tema del fagot grave aparece desnudo; duda, conquista implacable. A medida que los motivos avanzan, amenazando y atravesando cada posible ambigüedad cromática, profetizan a Berg en el uso simultáneo de los violines en el registro más agudo y de los bajos en el más grave. La última página, Adagissimo, donde la partitura demanda “agonizando”, “dudando”, “extremadamente lento” es un discurso bruckneriano con un cese gradual, un desvanecimiento progresivo de la materia sonora en silencio etéreo, que sin embargo deja una sensación de suspensión más que resolución, consuelo y no desesperanza, como si la anhelada batalla terminara en retirada y no en derrota. Se suceden las citas a Das Lied von der Erde (“eternamente”) pero la referencia más significativa se produce justo antes de que el sonido se esfume, cuando las cuerdas invocan la frase del Kindertotenlieder asociada a la morada de los niños: “El día es hermoso en aquellas alturas”.

Compuesta durante el verano de 1909, la partitura requiere tres flautas (una de ellas piccolo), cuatro oboes (uno de ellos corno inglés), cinco clarinetes, cuatro fagotes (uno de ellos contrafagot), cuatro trompas, tres trompetas, tres trombones, una tuba, timbales, percusión, glockenspiel, campanas graves, arpa y conjunto de cuerda.




Un repaso a la amplia discografía de la obra naturalmente ha de comenzar con su primera grabación, en la Viena de 1938, a pocas semanas de ser invadida por el ejército nacionalsocialista germano (Bruno Walter y buena parte de los profesores que formaban la Filarmónica escaparon o fueron expulsados entonces). Interpretación en la que por encima de todo destella la urgencia de los tempi (pero recordemos que los rollos de piano automático Welte-Mignon grabados por el propio Mahler en 1905 destacan por tempi mucho más rápidos que los empleados hoy día). Así pues, agilidad y fluidez en detrimento de la cualidad emocional. Tampoco es desde luego un modelo de refinamiento tímbrico y a veces da la sensación de que la obra supera la capacidad técnica de la orquesta en este repertorio moderno y cuasi degenerado. Irresistible el desquiciamiento en el Rondó, en el que la sociedad es reducida a jirones. Sin embargo, este incandescente documento histórico (editado por EMI, Naxos, Dutton) de amazacotado sonido y regado con toses del público, es de obligado conocimiento, ya que Walter, alumno y discípulo dilecto del propio Mahler, fue responsable de la primera ejecución de la obra (dedicada a él) en 1912, y puede acercarnos a cómo sonó probablemente en dicho estreno. En su posterior grabación, a los ochenta y cinco años, la comprensión y aceptación de la obra de Mahler revela, por primera vez, su significado completo, en este caso dirigiendo a la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1961): Moldea las frases tendiendo a ralentizarlas en busca de una expresividad onírica, tranquila, nostálgica, profundamente sentida: “el Adagio debe ser como la disolución de una nube en el azul del cielo”. En los movimientos centrales aligera el tempo evidenciando sus raíces en una aseada Viena imperial, a la que parodia académicamente. La grabación, algo constreñida, se acompaña de una entrevista y una interesantísima secuencia de ensayos.










Aunque John Barbirolli tiene una versión live (New York Philharmonic Special Editions, 1962) de trazo más grueso y peor registrada, elegiremos aquí la editada por EMI (1964): Lírica, cálida, resplandeciente en belleza pero anodina y desvirtuada por la falta de intensidad trágica y dramática. En ocasiones parece vacilar confraternizando con la tortura personal del compositor y utiliza las retenciones para potenciar la sensación de anhelo, el rubato para encauzar los clímax al máximo impacto, siempre dentro de un estilo cantabile, gentil y fluido. La Filarmónica de Berlín no presenta aquí la absoluta precisión y virtuosismo que uno espera en esta difícil y compleja obra, salvo en el adagio final, donde es maravillosamente conmovedora. Barbirolli sostenía que este movimiento no se podía tocar de día, así que programó para el empeño una sesión especial con nocturnidad y alevosía, que dejó para la posteridad una toma sonora atmosférica y algo brumosa.








El programa ofrecido por la London Symphony Orchestra en el Royal Albert Hall el 16 de septiembre de 1966 (BBC Legends) era el caballo de batalla para la batuta del notable mahleriano que siempre fue Jasha Horenstein. Feroz y amenazante, impresionante y turbador, éste es un prodigio en el que la orquesta es utilizada como un vastísimo grupo de cámara, rasposo y atormentado, en el que la Muerte se siente como previsible realidad. Óigase cómo en su búsqueda desesperada lacera la zona grave de metales y maderas, para despedazar el clímax en los compases 314-318. O cómo en el scherzo descarna (sin consuelo) las asperezas y gruñidos que otros directores enmascaran, acentuando la ironía y la amargura. ”Mis sinfonías expresan mi vida entera. He vertido en ellas todo lo que he vivido y sufrido”. Pues esta es la cara más oscura del alma mahleriana, de acuerdo a la definición de la sinfonía que hacía Deryck Cooke. Del desastroso tercer movimiento, un caos de afinación y desajustes, mejor hablar poco. Contribuyen a la ficción de concierto los aplausos del público al final de cada movimiento (aparte de toser, moverse, empujarse y arañarse entre sí). Nada que no se pueda arreglar con un editor de audio para una copia personal de uso noctámbulo e íntimo. Versión inolvidable, lástima de sonido sólo regular.








Es significativa la anécdota que recuerda Otto Klemperer de su participación en los ensayos de la séptima sinfonía en Praga, en 1908: “Cada día, después del ensayo, Mahler se llevaba la partitura completa a casa para retocarla, pulirla, mejorarla”. Una se pregunta qué cambios habría realizado Mahler a las obras que nunca escuchó. Seguro que le habría encantado la grabación de la New Philharmonia Orchestra (EMI, 1967): ácida, siniestra. La austeridad y la claridad en la arquitectura musical es lo primordial (construida con columnas y arquitrabes, aquí no hay lugar para arcos), cada sección plegándose ante el todo. Los tempi son graníticos, constantes, estoicos, desalentadores ante lo inevitable. En los movimientos centrales escoge lecturas amplias, toscas y masivas, explicadas por su sentido del humor pétreo y su convicción personal: “No hay ironía, sarcasmo, resentimiento… Sólo la majestad de la muerte”. Toma sonora sorprendente, realizada con un solo micrófono colocado encima del director, lo que le otorga un horizonte único, de enorme claridad panorámica, que revela la característica situación antifonal de primeros y segundos violines, tan cara a Mahler, amén de registrar el paso de las páginas de la partitura y los enormes zapatazos con los que el maestro daba las entradas. Es reseñable que Klemperer eligiera las tomas por su intensidad interpretativa y no por su (im)perfección técnica. Una de sus mejores grabaciones, un maelstrom emocional, no se puede decir más: “Experimento tantísimas cosas desde hace año y medio que apenas puedo hablar sobre ello. ¿Cómo podría intentar exponer una crisis tan terrible?”.







La sesión de grabación se inicia con unas palabras, cuidadosamente elegidas, de agradecimiento por la velada anterior y comienzan los ensayos de texturas y detalles específicos. La toma –del movimiento completo– es absolutamente perfecta en técnica y expresión. El maestro sonríe afable, y levanta la batuta una vez más: “Da capo”. De nuevo el milagro se produce y los profesores se miran asombrados. El maestro les mira beatíficamente y sugiere un último intento mientras prepara el gesto: “Questa volta per noi”. Naturalmente será esta última toma la que integre la grabación que ganará no menos de ocho premios internacionales al disco del año de 1976: Carlo Maria Giulini dirigiendo a la Chicago Symphony Orchestra (DG). Versión preciosa, suave y romántica, de estilo elegante y delicado, de tempi más lentos que la mayoría de registros, emocionalmente sincera. Aproximación de gran aliento y pulso continuo, evitando los portamenti y los claroscuros acusados de forma estudiada, diríamos antimahleriana. Con gran refinamiento lírico, construye con paciencia y alegría esta música amada. La relativa falta de contraste, violencia y suciedad en los movimientos centrales se ve compensada por la atención especial a las tesituras medias de la cuerda, a las maderas, resaltando aspectos que quedan velados en otras interpretaciones. El Adagio es una canción contemplativa, de profunda resonancia espiritual, un lamento gentil sobre el sufrimiento personal, hipnótico, dócil ante el fin de lo conocido: “¿Mis creencias? Soy un músico. Eso lo dice todo”. El sonido posee toda la claridad y pureza requeridos para acompañar dignamente.









Leonard Bernstein solía referir que “Nuestro siglo es el siglo de la muerte, y Mahler su profeta musical”. De las varias ocasiones que llevó la obra al disco elegiremos la registrada con la Filarmónica de Berlín en concierto público (DG, 1979), la única vez que se puso al frente de la orquesta, por aquel entonces más karajanizada que nunca. Hizo popular la hipótesis de que los compases iniciales son una imitación de la arritmia de su corazón enfermo, noción sentimental debida quizá a la comunión mística con el autor que propugnaba Lenny. Dicha simbiosis (“la interpretación es perfecta cuando me da la impresión de que yo soy el compositor” y Bernstein había perdido a su mujer un año antes) otorga una intensidad dionisiaca, una angustia colorista y grotesca, fantasmagórica, empujando a los instrumentistas a las desafinaciones, con el edifico musical a punto de derrumbarse para sólo en el último momento enderezar las riendas, exagerando las innumerables contradicciones del mundo mahleriano, arriesgando en el rubato volcánico, en los glissandi de terciopelo verdirrojo. Y es que Bernstein solía decir que nunca se puede exagerar lo suficiente a Mahler. El Adagio en el que “Mahler ora por la restauración de la vida, de la tonalidad, de la fe” resulta una página final bellísima en la que las cálidas cuerdas berlinesas evaporan el tempo de manera milagrosa (el reino de lo Bernstein llamaba “silencio musical”). Legendaria es la inexplicable desaparición de la sección de trombones entre los compases 118-122, clímax de la obra, donde precisamente es requerida la máxima potencia a toda la orquesta. Hecha esta salvedad, testimonio indiscutible para el mundo de la fonografía. Toma sonora espaciosa y agresiva.








Aunque Herbert von Karajan había grabado la obra apenas dos años antes (hay malvados que aseguran que quedó tan conmocionado por la versión que Bernstein hizo con su Berliner Philharmoniker, que decidió aprovechar el peculiar entrenamiento para registrar la obra) embarcó en una gira de conciertos que concluyeron con esta velada en la Philharmonie (DG, 1982). Karajan está tan alejado del expresionismo chirriante de un Horenstein como de la emotividad histriónica de un Bernstein, y en una lectura quizás menos ambiciosa, hace suyo el hecho de que Mahler en ningún caso entendió esta obra como su última composición, ya que comenzó a esbozar compulsivamente la 10º sinfonía inmediatamente después de pasar al limpio la partitura de la 9º. Así pues, la realidad biográfica nos muestra un director de orquesta de 49 años, tan hiperactivo como de costumbre, con un centenar de conciertos programados en sus últimas temporadas: “Estoy sediento por la vida y encuentro el hábito de vivir más dulce que nunca”. Por tanto, Karajan entiende que la muerte aquí no es más que el tema recurrente y obsesivo que persiguió a Mahler durante toda su vida, y examina cuidadosamente detalles y texturas, redondeando sus aristas. Tras el comienzo inocente hace crecer una ambigua mezcla de resignación y esperanza para chocar con el terror de la consciencia de la mortalidad que da la madurez; conjura en los movimientos centrales una inevitable pesadilla en aceleración exponencial hacia la autodestrucción; y termina con frialdad con una serena aceptación de la muerte en la coda conclusiva, donde luce con todo esplendor la apolínea belleza de la cuerdas, el refinamiento sonoro y la sofisticación tímbrica, cual mármol exquisitamente pulido a mano por Canova. Pero en este Mahler en cierta manera uniformado con Strauss, de precisión técnica más que humana, tantas cosas se quedan por el camino, la intensidad emocional, la tensión... ¿Es ésta una terapia curativa para la neurosis de Mahler? Grabación de absoluta claridad.








Deliberadamente he dejado sin nombrar las diversas lecturas, que desde un punto de vista imposiblemente objetivo, se han realizado de esta partitura. No sólo es que (lógicamente) su disparidad expresiva sea menor, sino que de algún modo quedan oscurecidas por la última versión comentada. Así, Karel Ancerl con la Ceska Filharmonie (Supraphon, 1966): limpio de texturas, sin claroscuros destacables, pero frío y apresurado en el poso que permanece tras la escucha (más que en los tempi).
Rafael Kubelik se muestra algo más romántico y poético, íntegro y luminoso, de texturas y tempi ligeros, sin acudir al rubato, a las leves variaciones de tempo, para resaltar la expresividad mahleriana. Ausencia de una compulsión interior, belleza bajo control de la estructura sinfónica genuina. Sus dos grabaciones con la Symphonieorchester del Bayerischen Rundfunks (DG, 1967) y (Audite, live, 1975) son muy similares en términos interpretativos, caracterizándose la versión en estudio por un mejor sonido.
Las cualidades tonales de la Orquesta del Royal Concertgebouw de Ámsterdam afloran verdaderamente únicas, con sus maderas acres y desgarradoras, bajo la dirección de Bernard Haitink (Philips, 1969): desmenuzando las intrincadas sonoridades del andante, evocativo y onírico en su coda; asombrosa la manera casi única en que gestiona el lírico episodio del rondó, cual vacua feria de las vanidades, conjugando la integridad estructural del movimiento con su enrevesada belleza poética; la rara concentración en el lento tempo escogido de principio a fin en el adagio. Sobria reflexión sobre la condición humana, destaca el lado más intelectual y menos emocional de la personalidad mahleriana. Coherencia estructural, orden, contención, fluidez, claridad y unidad en la exposición, lúcidamente ultraobjetivo y circunspecto, formalmente restringido, prosaico y terrenal. No busquen aquí la teatralidad ni la gestualidad intimidatoria que presidía las interpretaciones del propio autor (y conviene mentar aquí su afinidad con Nietzsche: “Es solamente al bailar cuando sé leer el símbolo de las más altas cosas”). La acústica del recinto holandés se muestra en todo su esplendor en esta modélica grabación que ofrece un asombroso equilibrio entre las secciones orquestales.
La Orquesta Filarmónica Checa ostenta una gran tradición en estos pentagramas. La capacidad analítica de Vaclav Neumann (Supraphon, 1982) rinde un estilo austero, diríamos higiénico, de texturas cristalinas, ralentizando el tempo en ocasiones en el andante, evocando las melodías de la infancia. Landler cortante y repelente, esporádicamente agresivo. Fuertemente irónico en el rondó. Simplicidad natural y equilibrio. (¿Pero Mahler lo requiere?)



Con Giuseppe Sinopoli la Philharmonia Orchestra recuperó el formidable nivel de su pasado leggeriano (DG, 1993). En su exploración personal de la partitura realiza una versión genuina, diferente, deconstruccionista en la compulsiva claridad de texturas, en la fidelidad literal y reverencial al detalle por encima de la estructura sinfónica, iluminando las anomalías armónicas a expensas de la línea horizontal, desordenada si no esquizofrénica, el fraseo amanerado, la manipulación tortuosa y gestual, los metales penetrantes. Reflexivo en el primer movimiento, donde las unidades tímbricas con función tectónica brindan una tornasolada sonoridad camerística (a gran escala). La idiosincrática interacción de tempi hace vagar sin rumbo fijo al landler. El amplio adagio equilibra su visión del andante. Quizá no una primera opción (para eso están Klemperer, Bernstein, y Giulini), pero sí un nuevo y muy interesante horizonte. Toma sonora adecuadamente analítica y cristalina conseguida por medio de una colocación de los micrófonos muy cercana a los atriles.







Gran traductor (y discípulo directo) de la Segunda Escuela Vienesa, el formidable radiólogo que pudo haber sido Pierre Boulez ofrece a los mandos de la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1995) una versión transparente de texturas, maniática en la claridad y el cuidado por el detalle, escrupulosa en las gradaciones dinámicas…, pero con muy poco sentido cantabile, epidérmica, frívola, sosa, culpable de indiferencia y gelidez en un movimiento final llevado a tempo urgente, walteriano. ¿Dónde están el dolor y el sufrimiento, la dulzura que el autor volcó en estas páginas? En fin, una desilusión después de su formidable 6ª (su tiempo aún no ha llegado). La toma sonora es gloriosa.









Conocido es el desprecio supino de Sergiu Celibidache por el sinfonismo mahleriano: “Saca a pastar a su oveja por la mañana, pero al final del día no tiene idea de cómo traerla de vuelta“. Ahora bien, su particular concepción de la fenomenología musical y su dilatada guía para con la Münchner Philharmoniker legó a ésta unas características únicas: el singular control de las dinámicas orquestales, el refinamiento tímbrico, la capacidad de sostener tempi inverosímiles. Y por esta senda discurrió James Levine en un concierto público de 1999 y que ha sido editado por Oehms Classics. Densa la sección de cuerdas muniquesa, magnífico el uso de metales y timbales en los catárticos clímax. Pero es en el Adagio final donde el director propone una elongación del tiempo que es casi una singularidad einsteniana (compárense estos 32 minutos con los 18 dedicados por Bruno Walter para el mismo movimiento). Porque, si no se imaginan nuevos horizontes, ¿para qué grabar más discos? En cuanto al pedigree de la orquesta, recordemos que el propio Mahler estrenó varias de sus sinfonías a los mandos de dicha formación.









La amplia experiencia de Claudio Abbado en la música del siglo XX conjunta a la Berliner Philharmoniker (DG, 1999) aseguran una excepcional respuesta orquestal que se ve lastrada de inmediato por una artificiosa y experimental combinación en la mesa de mezclas, haciendo variar continuamente la percepción espacial y atmosférica de la Philharmonie. La apertura y cierre de los micrófonos ligados a los diversos grupos instrumentales colapsan lo que debió ser una espectuacular actuación en directo. Analítica en busca de lo esencial pero naturalmente texturada, cuidadosamente equilibrada con aires improvisatorios, hace un uso muy restringido de los contrastes, sin enfangarse en los lodos sentimentales y pegajosos (adorables) de un Bernstein. A estas alturas, amigo lector, debería saber que éste no es el disco que yo me llevaría a una isla desierta. Vayamos terminando.








Nunca ha sonado tan femenino y suave el ritmo sincopado de tres notas en los bajos de la orquesta con la que nace la sinfonía como en la versión de Riccardo Chailly (Decca, 2004). En esta construcción abstracta del lenguaje, que conduce a los instrumentos a hablar, germina un intenso amor panteísta, una pasión fruto de conflictos, donde los tempi sosegados tienen algo de abandono maternal y procuran una sin par clarificación de detalles y matices, sin nunca permitir la amenaza a la integridad general de la estructura. En las pesadillas centrales las maderas nos persiguen bellas e insolentes, imbatibles, con escrupulosa atención a dinámicas y fraseos. En su última representación con el director italiano, es fantástica la prestación del Concertgebouw de Amsterdam, donde Mahler encontró al fin una orquesta y un público para sus obras. Verdaderamente excepcional el proceso técnico, con una uterina toma sonora, cálida y confortable, casi tangible en su opulencia tímbrica, donde los detalles siempre suenan naturales (increíbles las campanas).








Todos tenemos nuestras grabaciones favoritas, dependiendo de cómo creemos que la música debería sonar, o qué emociones esperamos encontrar al escuchar un disco. De aquí el desánimo que me inunda cuando compruebo que la nueva grabación de la Berliner Philharmoniker, esta vez con Simon Rattle en el podium (EMI, 2007) sigue por los mismos derroteros que en el último decenio: la extraordinaria toma de sonido, capaz de reproducir cada textura por compleja que ésta sea, saca a la luz sonoridades nuevas, delicadas y educadas. Pero la superlativa prestación orquestal no es capaz por sí sola de relegar al olvido el chirrido expresionista, la ferocidad de las dinámicas en los clímax, la turbulenta tensión emocional, la violencia, la catástrofe, el horror que destilan los grandes directores del pasado, y que relegan al oyente a la extenuación. Los tempi mantienen su cualidad elástica, si bien menos acusada que en su anterior grabación para la EMI (1993). Y la avalancha continúa: en los últimos meses han aparecido dos nuevos documentos que nos informan de la actualidad de la sinfonía más importante del siglo XX. Lástima que tanto Alan Gilbert con la Royal Stockholm Philharmonic Orchestra (BIS, 2008) o Jonathan Nott con la Orquesta Sinfónica de Bamberg (Tudor, 2008) no planteen nuevos caminos en esta poliédrica, multifacetada obra, crucial en la historia de la música.