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viernes, 5 de julio de 2013

Bruckner: Sinfonía nº 7

Parece sencillo explicar el gigantesco impacto de la Séptima Sinfonía (1883) de Anton Bruckner. La relativa simplicidad de su articulación formal, asimilable incluso a los no creyentes a pesar de su escala cósmica; la austera construcción temática y episódica contrastando con la radiante plenitud tímbrica y armónica (cada movimiento es explorado exhaustiva y sistemáticamente en este sentido modulante y colorista); la concepción mística de la obra como expresión de fe ante la sociedad secularizante, reflejando en su lógica inherente el evento metafísico.

De manera inusual por el nivel de autocrítica del compositor, la sinfonía es textualmente poco problemática: la partitura publicada en 1885 se mantiene incólume salvo para los puristas (Haas mediante) que se resienten del lohengriniano golpe de platillos en la culminación del adagio (edición Nowak de 1956).







Hacia 1928 el rango de captura utilizando el nuevo sistema eléctrico era de 50-8.000 Hz, suficiente para registrar todos los sonidos fundamentales y la mayoría de armónicos en la orquesta. La primera grabación completa de una sinfonía bruckneriana en este pionero sistema se debe a Jascha Horenstein. A sus 30 años era ya un maestro en la tensa erección de una estructura arquitectónica sobre la obra completa y en cada uno de sus movimientos, ajustándose unos a otros de manera fluida (59 minutos) y relajada, sobriamente dramática a pesar de la discreta estabilidad de los tempi, usando poco rubato y siempre gradual. En el lírico primer movimiento expone wagnerianos meandros en las meditativas transiciones. El amplio adagio es una intensa plegaria de largas oraciones, destacando la gloriosa capacidad para cantar el segundo tema. En el scherzo el tempo es frenético con la consiguiente pérdida de profundidad, si bien el trío se serena, bucólico y perezoso: durante mucho tiempo se hizo mención del problema de grabar largas obras en fragmentos de 4-5 minutos (la capacidad técnica de las pizarras a 78 rpm) y que pudo impulsar al maestro a empujar el ritmo para encajar el scherzo en sólo dos discos. Sea esto así, o sea un triste bulo, Horenstein logra un movimiento encendido y enérgico. En el finale la digna marcha marcial roza lo impertinente. La Berliner Philharmoniker despliega la riqueza de sonido emblemática que le proporcionaba su director principal en la época, un tal Furtwängler, y una calidez y elocuencia en las cuerdas (de tripa sin duda en su mayoría) que Bruckner habría reconocido como propias. El sonido adolece de limitaciones en la extensión tímbrica en agudos y en el rango dinámico, pero sorprende la fabulosa finura de las texturas (escúchese la clausura del adagio con los acordes de graves latiendo bajo la diafaneidad de flautas y violines, cc. 195 y ss.) en la edición de Pristine Classical. El Místico expresionista.







El carácter de Hans Knappertsbusch radicaba en su fidelidad a la tradición y podría mostrarnos el estilo flexible que Wagner preconizó en sus escritos: “Los límites de lo posible solamente se determinan por las leyes de la belleza”. Kna solía dirigir su Bruckner con partituras acortadas, reorquestadas y dudosamente anotadas. En la Séptima se inclina por la edición Nowak con tempi adicionales libremente creados por Nikisch, que, sin embargo, no parece seguir de ninguna manera: la intuición gobierna la nave milagrosamente, el acto sonoro palpita en cada latido, peligrosamente vivo y terrenal, hiperromántico y emotivo, en un solo aliento, cual melodía infinita tristanesca. Traducción de grandes contrastes, tanto rítmicos como dinámicos, con dramática frescura, y dilatadísimos, cuasi infinitos crescendi de avasalladoras texturas. Un Bruckner oscuro de carácter, aprensivo, estremecido, lleno de presentimientos: espacioso al principio, el allegro se jacta en los ritmos, con un segundo tema vulnerable y permeado de vacilaciones. Enfatizando el carácter de lied del segundo sujeto del adagio, Knappertsbusch moldea deliciosos portamenti (cc. 172 y ss.), forja teatral el golpe de platillos y medita la coda, lejos de la confesión terminal de otras lecturas. Un descarado trío toma el sol en plena naturaleza dentro de un scherzo urbano y urgente, acentuado fuertemente en cada primer pulso de compás, que soporta junto a un finale (que intenta revivir el espíritu haydiniano aunando humor y solemnidad) un peso específico poco común. Comparte los honores una ardiente Wiener Philharmoniker siguiendo la batuta mesiánica en el Festival de Salzburgo de 1949 a pesar de los inevitables desajustes tan propios del desprecio a los ensayos que propugnaba el viejo cascarrabias, terco y mordaz: “A nadie se le pregunta qué siente mientras reza” respondió a una pregunta sobre su interpretación de Bruckner. Sonido levemente seco pero robusto procedente de la ORF (Profil, 1949), con mayor presencia que la edición oficial de Orfeo. El Místico temperamental.









Elegida para su primer concierto en 1922 como sucesor de Nikisch en Berlín (quien estrenó la obra en 1884) la Séptima fue una obra ligada al periplo vital de Wilhelm Furtwängler: “Si la interpretación no es enteramente libre, conceptualmente improvisada, desfallece”. Se ha criticado (acaso no injustamente) esta exageración de tensiones, esta reacción espontánea donde las libertades extremas en los cambios de tempo básico permiten revelar a Furtwängler todo el significado espiritual de la música a un extremo vedado para los demás mortales. Su vitalista imaginación siembra la partitura sin perjudicar el flujo sonoro: la variación caligráfica en cada frase del primer movimiento, con los poco a poco accelerando superpuestos a los poco a poco crescendo; cómo el tercer sujeto se eleva desde un misterioso pianissimo (cc. 103 y ss.) en fuertes acordes del metal hasta caer de nuevo en un susurro; la sinceridad cantabile del violonchelo (c. 193 y ss.). El adagio brilla luminiscente, sin permitir el estatismo ni el sentimentalismo: ”Bruckner no era un músico en absoluto, sino un sucesor de los místicos germanos”. En el schubertiano segundo tema (c. 9 y ss.), violín y violonchelo se mezclan a un pausado tempo como duetto vocal, mientras la progresión hacia la luz se realiza acelerando lentamente en los seisillos de semicorcheas (cc. 157 y ss.), saturando de color el apogeo armónico y dinámico a través de un triple forte antes de su hundimiento en do mayor, incomparable culminación (c. 177), que hace de punto de inflexión en la sinfonía mediada ésta su longitud. De manera inimitable, la textura orquestal siempre se mantiene en un estado plasmático, resultado de la consciente falta de precisión de ataque y homogeneidad del fraseo (por ejemplo, cuando la última entrada de la tuba es coronada por figuraciones ascendentes en los violines, cc. 180 y 181). La lucha titánica de la tragedia y la inocencia de Bruckner se muestran en un scherzo salvaje y sobrecogedor con importantes cambios en la vertical y en la horizontal. El nervioso finale está jaspeado con los característicos silencios furtwänglerianos cargados de tensión (c. 212, de 7 segundos de duración), finiquitando la coda de manera apocalíptica y angustiosa. Cimentada en el espesor dorado de la línea grave de la Berliner Philharmoniker, con fuerte sustento de los timbales en los momentos climáticos, más que una grabación de estudio se puede considerar un concierto sin audiencia (EMI, 1949): a veces estridente, seca en las altas frecuencias y profunda y clara en los graves. El Místico telúrico.






El Bruckner debido a Otto Klemperer es único en su particular concepción como último representante de la polifonía católica alemana del barroco. Una aproximación arquitectónica nacida del sólido sentido rítmico, dando tiempo a los oyentes a calibrar su grandeza antes de ir avanzando en la contemplación catedralicia. Firmeza y rigidez, resolución estoica, mismo pulso de principio a fin, como Bruckner (aparentemente, este austero y falto de implicación personal Bruckner) requiere: esta cuestionable visión desvela cuanta variación de tempi hay en otras grabaciones, que aquí anticipamos y nunca llegan (salvo, por ejemplo, en el súbito lento en el tercer tema del allegro –cuerdas unísonas danzantes, cc. 103 y ss.–). Sereno espiritualmente en el adagio, estólido, monumental y sobrio, con poco contraste entre temas (con otro descanso de tempo antes del moderato, c. 37). Tras un ciclópeo scherzo, los ritardandi (parece ser que debidos a Nowak) con que finaliza cada una de las llamadas al tema principal son religiosamente observados en el finale, quizá a costa de entorpecer exageradamente el inexorable progreso hacia la coda, donde se descifran nítidamente cuerdas y metales, ricos y unísonos en el ataque, conculcando por fin el “motto” de la obra a modo de resolución del conflicto, y conjugando el ciclo coherente e infinito. La Philharmonia Orchestra exhibe vientos prominentes y cuerdas antifonales (como hubiera esperado el propio compositor) con los primeros violines anticipando levemente los acordes orquestales. La magnífica grabación desafía el tiempo (Warner, 1960). El Místico racionalista.








El suceso catalítico que sin duda impregnó la Berliner Philharmoniker de la inspirada atmósfera hipnótica (la misteriosa pastosidad, la elegía calma, la resplandeciente y suntuosa belleza) de este registro fue la experiencia de interpretar el Anillo del Nibelungo en el Festival de Salzburgo durante los años 1967-70. El director, Herbert von Karajan, manipulando los manuales del órgano imaginario es capaz de producir la más ligera de las texturas y matizar con delicadeza los pasajes suaves, y cambiando sus registros, puntualizar con lúcido perfeccionismo la línea clara, la atención al detalle sin descuidar la coherencia unitaria de la obra. Ya desde el tercer compás asombra el timbre dorado de los celli en la apertura (aunque la mágica belleza de la interpretación puede distraer de los primores de la partitura, cc. 303-20). Majestuoso adagio, con la tranquila y profunda coda realizada toda de un trazo, con una sensual acumulación de tensión. Un scherzo de adecuada simplicidad y leve encanto rústico enmarca un trío entendido como un adagio suplementario, que rememora las notas mantenidas en los metales cual gaitas en una musette barroca. Soleado el finale, donde Karajan observa meticulosamente el tempo en la coda final sin ampulosidad ni grandilocuencia. Espléndida grabación, abierta, cálida, espaciosa, profunda, con adecuadas definición y reverberación, de asombrosos equilibrio instrumental y amplitud dinámica (EMI-Esoteric, 1970). El Místico embriagador, muy alejado del “that Coca-Cola director” que escupía Celibidache.







La seguridad con que Eugen Jochum mezclaba los coros instrumentales de la orquesta bruckneriana de la que fue sumo sacerdote y apóstol evangelizador nos desvela su comprensión natural del idioma (la mutua procedencia común rural y católica, la larga dedicación personal al órgano): ”Bruckner no era un neowagneriano sensual, sino un músico puro de la piadosa estirpe bachiana”. Por ello propugnaba la fórmula (ya entonces demodé) de proporcionar relaciones matemáticas de tempi dentro de las estructuras, entre introducciones y allegros, e incluso entre movimientos. También debatía las demandas tardorrománticas de nerviosos y excesivos accelerandi y ritardandi, que evitaban el pretendido descanso eterno de la música en el seno religioso. No obstante, su graduación en Munich bajo la guía de Furtwängler ejerce una alargada sombra: una línea de tempi y texturas ligeras y vitales, un libre y generoso rubato (quedan, residuales, algunos de sus abruptos ajustes en mitad de la frase que debilitaban la estructura en la versión DG: por ejemplo, en el scherzo, cuando el tempo es relajado en el c. 125 sin razón aparente), un poéticamente intenso crecimiento orgánico, un sentido improvisado en los frecuentes énfasis (delimitando –y retocando– claramente los cambios dinámicos para permitir la transparencia en la melodía, la imitación y el contrapunto), una humanidad impetuosa, distanciada de otras visiones más meditativas. Jochum encuentra siempre algo nuevo que desvelar en cada reverente repetición en el allegro. Un adagio sepulcral, que arranca con las tubas wagnerianas cubriendo las cuerdas como una nube amenazando tormenta, aunque el pausado ritmo escogido para el motivo inicial lastra el movimiento entero. Lleno de carácter, el scherzo sacrifica unidad rítmica en pos de la energía autoritaria. El finale tiene contrastes violentamente dramáticos, y en varios pasajes Jochum oficia una orquestación construida sobre registraciones del órgano (como en sus sinfonías tempranas: oígase el segundo tema al modo coral, desde el c. 35 en adelante). Pulidos y vibrantes metales en la Staatskapelle Dresden (frecuentemente interpretando en tenuto, sin acentuación), y cuerdas de lustre tonal profundamente persuasivo y creativamente trascendente. La grabación analógica suaviza e integra la acústica con presencia, profundidad y claridad, algo agresivo el registro agudo (Warner, 1976). El Místico puro.








En el caso de Carlo Maria Giulini, la coherencia del discurso se logra por medio del mantenimiento de ritmo base, alejado de cualquier tipo de retórica. Efusivo y elocuente en su sencillez e intimismo, el cálido y luminoso lirismo del italiano se ajusta perfectamente a esta contemplativa visión de Bruckner como sinfonista del tardío romanticismo, un viaje panteísta que comienza en duda y acaba en arrobamiento. Adagio noble y grave, con misterios y resplandores y conclusión en paz. El scherzo está dominado por la vitalidad del ostinato rítmico en las cuerdas y el demoniaco trompeteo. Sonido basado en las cuerdas graves de la Wiener Philharmoniker, con los metales contenidos, menos compelida por Giulini en la rigidez de entonación o marcación dinámica que la Berliner con Karajan o la Staatskapelle con Jochum. Excelente la transparencia de texturas a pesar de la espaciosa acústica (DG, 1986). El Místico afable.







Entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y finales de 1954 Sergiu Celibidache dirigió 414 conciertos a la Berliner Philharmoniker (comparados con los 222 de Furtwängler y los 4 de Karajan). Por entonces la relación se había deteriorado violentamente debido a su meticulosidad en los ensayos que bordeaba el fanatismo, acusando a sus miembros de incompetencia y ausencia de disciplina. El resultado fue una ruptura de consecuencias impensables tanto culturales como económicas: despechado por el nombramiento de von K., Celibidache evitó la orquesta durante 38 largos años. El concierto de reencuentro (EuroArts, 1992) supuso esta recreación sonora prolongadamente meditada y ensayada con inmenso cuidado durante seis inhabituales y maratonianas sesiones: por poner un ejemplo, el maestro empleó media hora en ensayar el trémolo inicial (sol#-sol-fa#) en los primeros violines. Su concepto de sinfonía como discurso dramático es enteramente superfluo; el poderío proviene de su integridad estructural. Un Bruckner antiteatral (sólo hay conflictos entre temas y tonalidades), desde la razón (la suya), pero capaz de convocar todas las pasiones. A ritmo constante, comenzando (habitualmente) enérgico, al llegar al segundo o tercer tema (la gran zona de canción en cada movimiento) el tempo se amplía desaforadamente: donde Haas propone un tiempo de ejecución estimado en 68 minutos, Celi sobrepasa los 88. Lo que Celibidache predica es una secuencia de adagios (en su ánimo) dentro del continuo sinfónico: un sistema planetario en el que el centro es el movimiento lento primigenio (de inevitable desolación) alrededor del que giran infinitamente las secciones adagio de los movimientos externos y la sección trio del scherzo. Todo ello tiene como motor aristotélico la comunión entre el colorido de los timbres y la evolución orgánica de las tonalidades. Desvelando los complejos planos sonoros, la más leve marcación dinámica es audible y transparentemente distinta en textura. La lectura se plantea desde unas cuerdas profundas, reveladoras y homogéneas (son los atriles de violas y violonchelos los que encierran el secreto de la música). El Místico abstracto.







Günter Wand fue el último de los Kapellmeister dentro de aquella gran generación de directores brucknerianos. Incorporada a su repertorio ya en 1947, en esta postrera lectura de la obra a los 87 años encontramos una oratoria iluminadora tallada en piedra, más cercana a los medievales Bach o Schubert que a los románticos Beethoven o Wagner, que no pide extremos en tempo o rubato. Vitalidad de tempi e integridad estructural, aunados a gracia. Sincera, paciente y monumentalmente, con una férrea fortaleza de propósito, Wand construye con controlada intensidad, incisividad y poderío apilando secciones sonoras que se yuxtaponen por medio de la lógica interconexión tectónica entre tempo, ritmo y medida. Con el sereno manejo de las dinámicas y la graduación de las texturas orquestales va resolviendo los inherentes problemas de equilibrio (masivos metales frente a cuerdas y maderas). Patricio el himno adagio, Wand defiende el talento como compositor y orquestador de Bruckner con un culmen climático perfectamente erigido sobre los necesarios tonos pedal (con elementales cuerdas y metales) y desdeña el intrusivo y posiblemente espurio golpe de platillos, timbales y triángulo. Purista en sus grabaciones, Wand despreciaba el uso parcheador de sesiones en estudio: en su última entrevista describía tales técnicas como “nothing but a lie, and in music, as in life, lying is the beginning of all vice”. Producto de hercúleos ensayos, la respuesta instrumental de la Berliner Philharmoniker respira a largas líneas con claridad y precisión, transparentes las maderas, prodigiosa en su solidez la toma sonora, con plenitud de información ambiental (RCA, live, 1999). El Místico mecanicista.






La lógica musical de Bernard Haitink nos ha ofrecido en varias ocasiones su Bruckner objetivo y riguroso, enraizado en la tradición sinfónica de fraseo simple y modesto, enfatizando la coherencia estructural, marcando las transiciones entre bloques arquitectónicos y áreas de tempo, conteniendo drama y tensión hasta el adecuado punto de ebullición, lúcido y ocasionalmente brusco. Literal, Haitink dirige la claridad textural, antiépica, callada, cauta, casta, hacia la intensidad expresiva sin implicación de su propia personalidad emotiva. Su preservación de la línea, a tempo unificado, requiere sólo leves modificaciones para permitir el efecto calmante. Tenaz en la construcción del intenso movimiento de apertura, el trémolo inicial suena tan unificado como si fuera tocado por un solo intérprete. Un adagio barnizado de luces y de sombras, con una gloriosa coda impulsada por el prominente timbal hacia el resplandeciente cataclismo, bordea lo memorable. El scherzo parece un drama abstracto y cíclico entre temas que se yuxtaponen, dialogan, pelean entre sí. Pétrea sonoridad en el finale, con una coda impregnada de gran convicción. Las soberbias secciones de cuerdas y metales (éstos de timbre muy brillante, pero nunca comprometido en los fortissimi) de la Chicago Symphony, fundamentales en las partituras del maestro, y su veterana relación con Solti, Giulini y Barenboim, la convierten en la orquesta bruckneriana del continente. Prolija toma sonora, resultado de la compilación de cuatro conciertos en mayo de 2007 (CSO Resound): los ruidos de audiencia son ínfimos, si bien la cercanía de los micrófonos perjudica la profundidad y riqueza en el grave profundo. El Místico agnóstico.







Daniel Barenboim despliega una ópera sin palabras, un viaje musical humano más que espiritual, en un sentido dionisiaco, o permítaseme la expresión, wagnerótico (la angustia armónica). Músico intuitivo que posee el sentido improvisatorio del organista (fundamental en la formación de Bruckner) y la comprensión y experiencia en las óperas de Bayreuth, Barenboim hilvana los aspectos arquitectónicos, teatrales y líricos con elásticas puntadas de tempi flexibles, un fluyente estilo de dirigir que frecuentemente recuerda al de Furtwängler, en la solidez constructiva y en el ímpetu natural que crece orgánicamente desde el interior. El primer movimiento nace calladamente schubertiano, arrancando en un verdadero allegro moderato (si bien los tres temas están menos contrastados que en las interpretaciones que comienzan lentamente para ir acelerando) con el arpegio inicial de violonchelos y tuba matizadamente trágico (cc. 3-6); el poderoso crescendo al final del segundo sujeto (cc. 110-122) arrasa en su coda, con un generoso ritardando al final. Personalísimo pluriempleo en la figura del intérprete del triángulo al que Barenboim dota de un solitario timbal para que, un compás por delante, acompañe al percusionista principal en el largo y dramático crescendo-diminuendo de la primera parte de la coda. Un lamentoso primer tema en el adagio es seguido por un segundo poseedor de una dolorosa dulzura (el tema principal se impulsa con urgencia en su siguiente aparición, propulsando la música hacia su destino); la prolongada construcción del clímax es inhabitualmente calma (con los timbales citados desde lejos) y su culmen, doblemente visionario y apocalíptico; la noble coda marca debidamente el peso del grave. El paso gentil del scherzo (adecuadamente rústico y jubiloso a ratos; siniestro y oscuro en otros) permite la resolución de cuidadosos rasgos como el efecto de eco en el tema de la trompeta; el trío remite a una gracia vienesa que nunca vislumbró el autor. El finale es una vívida confrontación entre diferentes tipos de música cual personajes en un drama: la exposición conlleva un desafío trágico; el segundo tema contrasta sus dinámicas en cada emotiva entrada, siendo conducida la posterior frase del coral más calladamente que la inicial; el paso lento es mantenido en casi todo el desarrollo, aunque el retorno del rápido tempo en la recapitulación del primer tema y la coda recrea la alegre y metafórica transfiguración de la oscuridad a la luz. Barenboim sobrecoge con el poderío orquestal de una sensual Staatskapelle Berlin idealmente involucrada, con cuerdas de cálido y suntuoso cromatismo (con atrevidos portamenti) y bendecidas tubas wagnerianas. La grabación procede de una semana de conciertos en junio de 2010 en los que se interpretaron consecutivamente seis sinfonías del compositor de Ansfelden. Las críticas del día hablan de una atronadora ovación de casi quince minutos de duración al finalizar la ejecución de los que se han preservado parte en el disco. Toma sonora muy cercana a lo atriles, naturalmente clara y minuciosa, que deja a la audiencia presente pero no intrusiva (DG, 2010). El Místico dramático.








En el plano terrenal se podrían nombrar otras interpretaciones:


El objetivo Carl Schuricht conserva la transparente ligereza schubertiana en este otro registro temprano a la Berliner Philharmoniker  (Centurion Classics, 1938).







Los tempi vivos y las sonoridades camerísticas de la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam favorecen la franqueza emocional de Eduard van Beinum. Inexplicable la resolución de la coda del finale a medio gas. La grabación, estrecha en perspectiva y rango dinámico, compromete el resultado (Philips, 1953).







Bruno Walter, nacido en 1876, conoció de primera mano la Viena bruckneriana. La Columbia Symphony produce una canción otoñalmente afectada, pero técnicamente floja y sin el cuerpo necesario en la sección de cuerdas. La sección trio reduce a la mitad la velocidad (Sony, 1961).







George Szell, analítico en la línea objetiva, con el consiguiente distanciamiento expresivo: “El compositor siempre tiene razón”, en vivo en Salzburgo al frente de la Wiener Philharmoniker (Sony, 1968).







Bruckner fue durante más de cuatro décadas una fuerza vital en la carrera de Karajan. Su última grabación me parece más introspectiva, reverencial y vulnerable, pero con una implacabilidad casi glacial en el adagio, donde el toque de platillos suena casi fortuito. Espléndido sonido de cristalinas texturas que recoge unos vientos algo pálidos en la Wiener Philharmoniker  (DG, 1989).







Karl Böhm pensaba que la Séptima era “la más grande obra musical jamás escrita”. La Wiener Philharmoniker pone a su disposición coherencia en la comprensión formal, un fraseo intimista y fluido, y un equilibrio transparente (DG, 1976).







Cuatro años después de Jochum la Staatskapelle Dresden se acercó de nuevo a la obra en la visión austera y reverencial de Herbert Blomstedt, estructurada conjuntamente, con una lúcida y exacta dosificación de los elementos formales y anímicos. Especial cualidad de inocencia en el transcurso temprano del adagio, donde emplea un compromiso con timbales y sin platillos ni triángulo en el clímax, destacando la trágica y persistente retórica en la coda. Tormentoso el scherzo y finale abrumadoramente organístico. Analítica toma sonora (Denon, 1980).






Maravillosamente humano y romántico, excepcionalmente pausado en los tempi de los movimientos extremos, Riccardo Chailly extrae una fantástica sonoridad de los metales de la Radio Symphony Orchestra de Berlín, perfectamente equilibrados con las maderas y cuerdas, siendo recogido su transcurrir y su diálogo incluso en los momentos de mayor dinámica, como en la coda del allegro (Decca, 1984).







Eliahu Inbal, como Blomstedt, opta por una solución ecléctica, con sólo timbales en el clímax. Al límite de la objetividad, racional y analítico. Radio Symphony Orchestra de Frankfurt (Teldec, 1985).







Otra lectura tradicionalmente reposada y elegante es la registrada por la Bavarian Radio Symphony Orchestra, con un perfecto equilibrio sonoro entre cuerdas y metales en el adagio. Como recoge la grabación de Orfeo D’Or (1987), Colin Davis alteró el orden de los movimientos centrales basándose en el difícil equilibrio de la obra, y en la elección del propio Bruckner en las dos sinfonías siguientes.







Una esplendorosa Staatskapelle Dresden inventaría con cristalina claridad y exactitud los más nimios detalles de la partitura en la lectura de Giuseppe Sinopoli: intelectualmente rigurosa, excéntricamente retórica y dinámica, con abuso de los reguladores. A resaltar esos violines obcecados en la tesitura aguda (cc. 101-104), llamando desde la ultratumba dongiovannesca (DG, 1991).






Con el sonido afrancesado de sus instrumentos de época (Orchestre des Champs-Élysées) Philippe Herreweghe liga Bruckner a la herencia schubertiana más que proponerlo como precursor de Mahler (Harmonia Mundi, 2004).






A new chapter from wonderful series Discovering Music. Stephen Johnson explores the Bruckner's Seventh for the pleasure of BBC's listeners.


miércoles, 2 de marzo de 2011

Brahms: Sinfonía nº 4

Se suele adjetivar esta partitura como crepuscular, otoñal. Pero Brahms sólo tenía 52 años cuando completó la obra. Acaso sentía resignación ante la vida. Anhelo del pasado, seguro.

De todas sus sinfonías, la Cuarta (1885) es la más impregnada con prácticas antiguas: las terceras y su inversión en secuencia (entre cuerdas y vientos de turbulenta vida interior) como la base que configura toda la pieza; el experimental final, una chacona en variaciones en forma de zarabanda sobre un tema de ocho compases, que abarca una cosmogonía tolkiana de aspiración heroica, pathos, ferocidad y tragedia; y, sobre todo, la transferencia del vocalismo medieval a las fuerzas instrumentales en forma de conversaciones antifonales, la austeridad de los eclesiásticos modos medievales derivando en tensiones armónicas y dramáticas.

Obcecadamente enclavada en el esquema de cuatro movimientos, su instrumentación rehúsa superar el ya sesentón diseño beethoveniano. Sin embargo, este método pionero de crear una gran forma a partir de un mínimo material temático es el punto de origen del dodecafonismo. Así pues, ¿conservador o revolucionario? “Una tradición verdadera no es el testimonio de un pasado muerto; es una fuerza viva que anima e informa el presente, y que asegura la continuidad de la creación“ (Stravinsky).

El epistolario desvela la ambigüedad de su vida sentimental (humana, demasiado humana); también su música encuentra su conciliación en una doble vertiente: el arrebato y el control, el impulso y la economía, la rabia y la disciplina, el romanticismo y el clasicismo. Tal vez es esta misma ambivalencia la que engendra el amplio espectro de aproximaciones encontradas en la discografía.









Los contemporáneos de Brahms confirman que una de las principales características de sus propias interpretaciones era la elasticidad en el fraseo. Este legado quedó recogido en la primitiva grabación de Hermann Abendroth al frente de la London Symphony Orchestra (Biddulph, 1927), vigorosa pero técnicamente imprecisa y deslavazada formalmente.


Felix Weingartner llegó a dirigir en presencia y con el beneplácito expreso del compositor. Es un mediador del estilo sobrio, estable, literal, neutral y no intervencionista, de claridad y proporción clásicas, que hace de la abstinencia una virtud. Tempi precisos y livianos, y meridiana acentuación para llegar a la esencia de la partitura. Weingartner ilumina las texturas voluminosas brahmsianas con unas voces medias melifluas e ingrávidas a cargo de la London Symphony Orchestra (Andante, 1938). Los sedientos de emociones llamen a la siguiente puerta.

Resulta fascinante a nuestros oídos el estilo irrepetible de Willem Mengelberg liderando a la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam en 1938, deseoso de resaltar los elementos poéticos de la música, con ingredientes personales como el fraseo extremadamente expresivo, los acentos inusuales, y alguna idiosincrasia dinámica como el forte súbito. El mismo Brahms indicó en el manuscrito cambios de tempo para variaciones específicas, que luego borró al enviarlas al editor. La razón, según se desprende de sus escritos, es que “los músicos llegarían a ellas de manera natural”. Liberales expansiones de tempo como bullientes manantiales de energía y numerosos portamenti (deslizamientos entre notas) añadiendo énfasis en momentos clave. A pesar de la meticulosa preparación (o por ello), cada compás suena fresco, como recién hecho. La gran atención al detalle no obscurece la silueta conjunta de la obra, algo debido sin duda al continuo estudio e interpretación de la obra bachiana por parte de Mengelberg. La claridad de las texturas deriva de su insistencia en el equilibrio de todos los elementos armónicos, por ejemplo, impidiendo que los metales entren en forte y de ese modo atenúen el terciopelo ferroso brahmsiano. Señalar la calidad de la grabación de origen Telefunken (poco atmosférica, debido a la cercanía de los micrófonos), que, en la edición de Biddulph es un ejemplo de restauración por su proyección del sonido, dinámica y fidelidad tímbrica. La opción LYS se descarta por el abominable ruido de la pizarra original.









Imprescindible es el conocimiento del concierto público del 24 de octubre de 1948 a cargo de Wilhelm Furtwängler conduciendo la Berliner Philharmoniker. Este registro ha sido editado, entre otras, por EMI y Virtuoso (con sonido mate, leves saturaciones y velocidad inestable). Recientemente Audite ha preparado una nueva edición de partir de las cintas originales de la RIAS (la radio en el sector berlinés controlado por USA) de afinación adecuada, mayor riqueza tímbrica, con buena extensión y espacialmente abierta, dentro de los límites impuestos por la antigüedad de la toma. También se ha añadido una leve reverberación que compensa la seca acústica original del Titania-Palast, cine reconvertido en sala de conciertos tras la guerra. Esta invitación al mundo de Furtwängler se abre con unas espirituales terceras donde la mortalidad de la belleza surge de la nada; este suspense austero torna, en breves compases, en excitado y vigoroso, los consabidos accelerandi en cada crescendo (la técnica tan propia del director enlazando las regulaciones dinámicas con la agógica del tempo) y una coda turbulenta hasta la locura. Toses y diversas expectoraciones toman posiciones agresivas en el comienzo del andante para apaciguarse en un cálido y denso lamento melódico, donde el beethoveniano segundo tema canta legato. El scherzo, que Brahms baliza giocoso, es esculpido en cristal con siniestros útiles líticos. En el finale (marcado allegro energico e passionato) fluye un impulso atormentado e implacable, adentrándose en un conflicto visionario, donde las oníricas trompas acumulan tensiones hasta la devastación. Irresistibles las transiciones: no simples mezcolanzas para ligar dos ideas de diferente naturaleza, sino áreas de transformación, a veces a una esfera bastante diferente. Al modo beethoveniano, el acento es enfatizado por la percusión, que predomina sobre la melodía. En suma, una opción radical que ilumina la ardiente variedad orquestal (favoreciendo los bajos y las bellas maderas), la flamígera expresividad de las enérgicas acentuaciones, y que compone una arrebatadora y fulgurante lectura. Recordemos que Lucifer significa el portador de la luz, el portador de la verdad.
Un breve apunte sobre otros testimonios furtwänglerianos: La versión favorita en los foros por el dramatismo trágico de sus tempi suele ser la realizada con la misma orquesta berlinesa en diciembre de 1943. Sin embargo, en las ediciones manejadas (Tahra, Melodiya, Arkadia) el sonido estrecho, y, sobre todo, un ruido cíclico de origen desconocido que va percutiendo a lo largo de todo el movimiento final desequilibran la escucha hacia la esquizofrenia. La grabación salzburguesa con la Wiener Philharmoniker (Orfeo, 1950) también presenta un pésimo sonido en los fundamentales compases iniciales.








Arturo Toscanini contaba 30 años cuando Brahms murió. A pesar de que nunca coincidieron personalmente, le consideraba un contemporáneo, merecedor de ocupar un lugar especial en su repertorio. La densidad y transparencia de las cuerdas de la Philharmonia Orchestra, probablemente en el cénit de su gloria, quedó retratada en esta fenomenal toma sonora cosechada en concierto (Testament, 1952): La concepción apolínea en todo su esplendor, férrea en el trazo rítmico (con excepciones, escúchense los sorprendentes rallentandi de la coda conclusiva), vertiginosa pero rigurosamente estructurada (al compositor le disgustaba la rigidez metronómica y la falta de flexibilidad en la interpretación de sus obras), nítida de texturas y articulación (la frase favorita de Toscanini en los ensayos era “non mangiare le note piccoli”). Su criterio desprende un nivel de intensidad vibrante, particularmente apropiada en los movimientos externos, pero que bordea la brusquedad y la impaciencia en los sutiles y ambiguos ritmos de los centrales. Los acentos secos y cortantes, la tímbrica furibunda delinean una lectura clínica y nada elegíaca. Las leves toses se perdonan ante la claridad y definición del documento (descubrimos unas variaciones dinámicas hasta ahora desconocidas en el parmesano), que recoge los estallidos de los petardos que unos bromistas soltaron en el finale, como espontáneos efectos percusivos. El Maestro permaneció imperturbable.









Como era costumbre en Otto Klemperer, tiende a uniformizar los tempi haciendo los lentos rápidos y viceversa en aras de su proverbial limpidez de texturas y la inigualada percepción del detalle interno. El sonido de la Philharmonia Orchestra es austero, autoritario, recto, con una densa presencia casi física. Mantiene el equilibrio tímbrico remontando el peso de las maderas sobre los violines antifonales, algo que evidencia magníficamente la toma sonora. Estoicismo en el fraseo y articulación fuertemente dramática (inolvidable aceleración en la coda del primer movimiento). Gentil el lento, con apertura coral en los vientos. En el scherzo se combinan la solemne gravedad de expresión y las peculiares pausas antes de las secciones sforzando-fortissimo. Triunfal el arranque de la soberbiamente edificada passacaglia, que, sin embargo, a mediados, sobre la intervención del metal, casi llega a tambalearse ante el parón del tempo. Sin embargo, la impresión general es de un impulso rítmico de una enorme vitalidad. En resumen, personalidad y controversia. Resplandeciente y focalizada grabación (Warner, 1957) que permite el análisis de la marmórea polifonía.










La primera aproximación de Bruno Walter al frente de la BBC Symphony Orchestra (EMI, 1934) fue recogida mediante la curiosa técnica de grabación continua, duplicando varios compases para no interrumpir la marea musical, y dando tiempo a los ingenieros para preparar el siguiente disco. No obstante, esta acérbica lectura no hace sombra a la posterior con la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1959). Su amplia dedicación al lied le hizo un perfecto conocedor de las sutiles fluctuaciones del pulso que permean las canciones brahmsianas, y que el mismo compositor pedía se hicieran “con discrezione”. Por tanto, el fraseo es casi pianístico, tierno, efusivo, panteísta, y siempre apoyado en la subyacente estructura armónica. Apasionado pero suculento de matices, también dinámicos. Letárgico el andante y jocoso, tan plebeyo como su autor, el scherzo. La morosidad del tempo en la passacaglia deriva hacia la sentimentalización mientras el tejido orquestal adquiere una transparencia hipersensible. Este perfil encontraba apoyos en la profesión: Klemperer escupía con desdén que “Walter es un romántico” y Toscanini que “se derrite por momentos”. En verdad se puede encontrar cierta afección, pero siempre atemperada por la apreciación de la forma arquitectónica. Excelente sonido, con firmes bajos y rica reverberación.








En 1962 la editora comercial Reader’s Digest contrató a la Royal Philharmonic Orchestra of London para compilar una selección de las obras más trilladas del repertorio. Para ello se arropó con varios directores de renombre: Horenstein, Boult, Krips, etc. A finales de los setenta fue publicada brevemente por la RCA, obteniendo críticas favorablemente tibias. Fue sin embargo la soberbia edición a cargo de Chesky, discográfica especializada en grabaciones para audiófilos, la que despertó un furioso interés por este registro, que aún hoy se emplea como banco de pruebas de equipos de sonido de altos vuelos. La grabación posee una presencia asombrosa, con un amplísimo panorama, donde la reverberación vaga por el espacio. Todo esto no tendría la menor importancia si no fuera acompañada de una inolvidable interpretación de Fritz Reiner, que el mismo consideraba como la mejor de su discografía. Enérgico y riguroso, ligero de tempi, con un agresivo impulso rítmico, imperturbable en las variaciones del finale, donde la erupción de los metales sepulta las cuerdas. La legendaria precisión de Reiner no está reñida con la calidez que la partitura requiere por doquier, aunque no encontraremos aquí introspección trágica o heroica.









En 1943 Carlo Maria Giulini pasó nueve meses escondido en un túnel junto a una familia judía, mientras en la superficie de Roma carteles con su rostro impelían a las tropas nazis a su captura y muerte. En ese continuo de terror y desesperanza estudió la partitura de la 4º sinfonía de Johannes Brahms. Quizá por este atroz aprendizaje sus grabaciones no pueden ser más oscuramente pesimistas. Los leves problemas del scherzo con la New Philharmonia (EMI, 1968) quedan solventados en el registro (sin ensayos y en una sola toma) con la Chicago Symphony Orchestra (EMI, 1969). Una ejecución heredera de la gran tradición, que acierta a combinar la fluidez, el nervio y la expresividad de la escuela latina con el humanismo, la profundidad y el sentido constructivo germánicos. Reverente ante la obra, Giulini revive el drama interiormente con un fraseo afectuoso, firmemente centrado en la calidez granate de las cuerdas medias, conservando el adecuado sabor agridulce mediante un suave toque popular. Su amplia experiencia operística aparece en la respiración teatral del andante. En la passacaglia sabe conferir a cada episodio su propia semblanza e integrarla pacientemente en un todo orgánico y coherente. El metal (entrenado aquel entonces por Solti) es amansado, siempre nítido pero integrado en las sólidas maderas, y sólo en la misma conclusión libera todo su inexorable y lóbrego poderío. Toma sonora prolija, un tanto distante, con leves distorsiones. La postrera y maravillosamente sentida con la Wiener Philharmoniker (DG, 1989) está lastrada por unos tempi épicamente marchitos.









Las brasas toscaninianas se reavivan al escuchar a un exaltado y febril Carlos Kleiber en una de las escasas ocasiones en que se ha sometido a los estudios de grabación. La presencia klemperiana de las maderas abre una garbosa síntesis entre la incisividad del pormenor y la disciplina de la lógica compositiva. Agógica y acentuación exquisitas en el tema del movimiento lento, que camina con presunción por la Strasse. El scherzo tiene el sentido festivo, no del cabaret donde Brahms tocaba el piano con 13 años, sino del salón aristocrático, donde la percusión, ceñida y elegantemente vestida para la ocasión, baila con una dinámica estrecha y frígida. Su elegante factura del rubato se cimenta en el análisis intenso y no en la emoción urgente del momento. Esta estudiada espontaneidad, inexorable en la precisión de lo escrito sin resultar rígida, encuentra la reconciliación en el énfasis de la claridad barroca en la passacaglia final, donde Kleiber descorcha el champán (¡Evohé!, ¡Evohé!) y las burbujas inundan el descenso a la clave menor conclusiva, llevando a la Wiener Philharmoniker al límite de la embriaguez, incandescente pero siempre manteniendo la belleza del sonido. Desde su aparición (DG, 1980) se ha criticado la dureza del sonido, vidrioso, estridente en las cuerdas afiladas. Las sucesivas ediciones han conseguido templar la transparencia con la calidez.









Intolerablemente romántico, exageradamente perfumado en los solos, Leonard Bernstein pasa de puntillas por las transiciones. Recreación de gran anchura, pulso masivo e implacable expresividad, reveladora del crítico dualismo subyacente en la obra, donde, dentro de la inamovible forma se dan cita trenzas de notas extrovertidas, depravadamente brillantes, venenosamente impetuosas, elocuentes y algo desequilibradas, a veces torturadas (cuerdas en el adagio, compás 41), desesperadamente furiosas (apertura de la passacaglia), distorsionadamente lógicas, provocadoramente emocionales, tórridamente walterianas, contagiosas y persuasivas. Lenny solía conducir el scherzo sin utilizar las manos, sólo con movimientos de la cabeza y hombros, haciendo de cada concierto una celebración (personal) desmesurada, un rito (propio) inaceptable. Sean indulgentes y pasen un rato estupendo con la Wiener Philharmoniker (DG, 1981). Registro de impactante amplitud dinámica.









Un día Sergiu Celibidache preguntó a Furtwängler: “Maestro, ¿como se ejecuta este pasaje?, ¿cual es el tempo correcto?” La respuesta de éste fue radiante: “Depende de cómo suene mejor”. A pesar de la potencia (en el sentido geológico) de las cuerdas la tersura textural es tal que se podría realizar un estudio tímbrico orquestal, en un último grado de perfección constructiva que permita apreciar la refinada, profunda y expresiva percepción sonora del rumano, sin dar nunca sensación de morosidad (tempi brucknerianos pero eternamente cambiantes). La interconexión de las líneas musicales es siempre extraordinariamente pura, aunque para ello altere con frecuencia las marcaciones dinámicas. Impecable toma sonora de EMI (con la Münchner Philharmoniker, 1985), preferible a la de DG (con la Radio-Sinfonieorchester Stuttgart, 1974), salpicada de vehementes mugidos que sólo pueden deberse a los subrayados vocales del mago Celi: “A Brahms lo quiero alemán y cantado con amplitud, no silbado y siseado” abroncaba a la orquesta en los ensayos.








Charles Mackerras revive la escala decimonónica de la orquesta de Meiningen con la que se estrenó la sinfonía al colocar los segundos violines a la derecha del director, como los viejos maestros, ofreciendo de este modo una perspectiva sonora y dinámica estimulante. La Scottish Chamber Orchestra utiliza instrumentos modernos excepto en algunos casos concretos (por ejemplo, timbales y metales) que poseen mayor incisividad rítmica. Aunque hay cierta dosis de portamento en las cuerdas y algunas retenciones mengelbergnianas, no hallarán aquí la sugestión melancólica de las antiguas versiones, pero sí aquel principio wagneriano que implica comenzar la melodía con una duda, persistiendo en ella, hasta acelerar lentamente alcanzando el tempo varios compases adelante. Magnífica toma de sonido recogida a la breve, con sólo dos micrófonos y sin mezcla posterior (Telarc, 1997).

Los lectores avisados sabrán que el sonido y el estilo dependen mucho más del ejecutante que del instrumento. Posiblemente por ello, la (seca) sonoridad conseguida con los instrumentos históricos de London Classical Players por Roger Norrington tiene un menor atractivo que la de Mackerras, sobre todo en los momentos líricos, acaso por el mínimo uso que hace de las inflexiones de tempo y fraseo, vibrato y portamento (EMI, 1994).

Reconciliar el flujo melódico con los temas es un reto permanente para el músico que se acerca a Brahms. Si la opción de Karajan es puro melos, y Norrington elige recalcar la silueta de los motivos con decisión, haciendo cada fin de compás audible, John Eliot Gardiner logra una articulación respirada, sin el continuo legato wagneriano, remarcando la herencia del ayer (su pasión por la música vocal del Renacimiento y Barroco) en la naturaleza cuasi fonética de la obra, mientras la variedad tímbrica, dinámica y textural del discurso musical refleja su carácter progresista: “Brahms se sirve del pasado como medio para trasponer el umbral del futuro”. Para Gardiner la música (la personalidad) de Brahms es un equilibrio entre opuestos; por ello alude a la imagen borgiana “fuego y cristal”. La Orchestre Révolutionnaire et Romantique se vertebra al modo arcaico en grupos corales perfectamente diferenciados, que dialogan antifonalmente entre sí. En cuanto a los instrumentos, destaca el color especial de las trompas naturales, tan apreciadas por el autor, y la transparencia conseguida al equilibrar cuerda y madera. Un encuadre analítico, donde el carácter sentimental de algunas marcas dinámicas y expresivas es ignorado, lejos de los Mengelberg o Walter (aunque la sombra de Furtwängler se apodere de la coda en la desenfrenada aceleración en los últimos 40 compases del primer movimiento). Hay otros abruptos y perversos rasgos en el movimiento lento, como la presencia tremolante de los timbales, o la intrínseca cualidad danzable de los ritmos. Al fin y al cabo, a pesar de la escala de las fuerzas, esto es íntima música de cámara. La brusquedad en los tempi en los movimientos externos puede inducir a cierta urgencia y superficialidad. Pletóricamente grabada, aunando finura y espacialidad, durante un concierto en el Royal Festival Hall (Soli Deo, 2008).





Hay, naturalmente, otras versiones destacables, aunque a veces se eche de menos un soplo de aliento poético y personal:

Igor Markevitch controla la Orchestre Lamoureaux (DG, 1958) con precisión, análisis y brillantez. El peculiar timbre de la orquesta francesa reta a una curiosa experiencia.

Carl Schuricht es otro deudor del legado toscaniniano, que asegura los tempi, ligeros y sencillos, con un modesto rubato para caracterizar cada variación (extremadamente delicada la nº 12, con su fantasmal flauta) sin perder el sentido de la forma. La grabación (Artemisia, 1962) presenta los habituales problemas en las mezclas (maderas en primer plano, pasando poco después al fondo de la orquesta de la Sinfonie-Orchester des Bayerischen Rundfunks).

Wolfgang Sawallisch contiene a la Wiener Philharmoniker (Decca, 1963) en la línea rigurosa, objetiva y racional, de sereno equilibrio sonoro, y corta de inspiración.

Que George Szell fue asistente de Toscanini se detecta en el estilo incisivo, de claridad textural y rítmica, y cierta despreocupación por las dinámicas, sin abandonarse al romance y a veces virando hacia lo lúgubre. El mesurado tempo en el finale le permite apuntalar su sentido arquitectónico. Enjuta grabación, parca en dinámica, de The Cleveland Orchestra (Sony, 1967).

Leopold Stokowski y la New Philharmonia Orchestra (RCA, 1967): centrado en la singular variedad tímbrica, de la que hace una charlatana hipérbole subjetiva, sin llegar a ser rapsódicamente amorfo.

Algunos críticos demuestran una gran lealtad al registro de Kurt Sanderling con la Staatskapelle Dresden (Tower, 1972): en la vía intermedia entre romántica y clásica (como el mejor Giulini) hace una lectura terrena, concisa y mesurada, de ataques suaves y nítidos, de tempi amplios, y canija de arrebato. Su segundo intento con la Berliner Simphonie Orchester (Capriccio, 1990) presenta mejor sonido.

La de Bernard Haitink con la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Philips, 1972) es otra interpretación calculada, rítmicamente exacta, atinada al planificar los juegos de tensión y relajación, pero hay músicas (la de Brahms sobre todo) que soportan mal una aproximación exclusivamente lógica.

La grabación en directo de Yevgeni Mravinsky dirigiendo a la Filarmónica de Leningrado (Melodiya, 1973) ofrece un sonido pleno, timbrado y robusto, por lo que es aún más lamentable que el exceso de rigidez en los ritmos no case bien con el vienés adoptivo que fue Johannes Brahms.

István Kertész (Decca, 1974): Aproximación seria en la línea de Haitink, pero con una Wiener Philharmoniker en su cénit. Excelente grabación.

Aunque Karl Böhm suele ser encasillado dentro de la tradición subjetiva, en esta grabación con la Wiener Philharmoniker  (DG, 1975) se muestra moderado, restringido, ordenado, austero, noble, dando la sensación de una asepsia lírica.

Belleza sin forma, sonido sin significado, poder sin razón y razón sin alma” decía el ilustre crítico británico David Cairns a propósito de las grabaciones de Herbert von Karajan. Hasta en diez ocasiones se acercó a la Cuarta Sinfonía de Brahms. La de 1978 para la Deutsche Grammophon recoge una versión muy brillante, especialmente en sus movimientos extremos, aunque las texturas poco camerísticas de los intermedios resultan menos convincentes. Karajan logra extraer con eficiencia la característica suntuosidad de la cuerda de la Berliner Philharmoniker, pero con un exceso de aterciopelado legato, con un continuo vibrato lacando una superficie tan suave que oculta la presencia humana.

La impenitente gestualidad rítmica de Georg Solti con la Chicago Symphony Orchestra (Decca, 1978) en una recreación muscular, de moldeado aerodinámico en los tiempos rápidos, que sermonea en los movimientos lentos, con una sección de metales prominente, exaltada y visceral.


Christoph von Dohnányi con la Orquesta de Cleveland (Teldec, 1987): Plano, sin arriesgar. Olvidable.

La música de Brahms tiene un contenido emocional que no se puede despreciar y su dualidad, brusca y tierna, exige del director mucho más que una lectura correcta y vacía, por muy espléndida que sea: Riccardo Muti es un anacronismo hecho a sí mismo, un déspota de la vieja escuela, impersonal y distanciado. Philadelphia Orchestra (Philips, 1988).

Dentro del talante cartesiano y cerebral está un director de los de antes, Günter Wand: la construcción, fiel a la letra, es impecable, pero con el pulso tan severamente vienés, que (secretamente) echo en falta la rabia de un Toscanini o la meditación de un Furtwängler. Toma en vivo con la NDR Simphonie-Orchester (RCA, 1997).

Simon Rattle se confiesa giulinianista en Brahms. Sin embargo, parece que es la Berliner Philharmoniker (EMI, 2008) la que toma las riendas y conduce la interpretación como lo ha hecho en las últimas décadas (Claudio Abbado incluido, DG, 1991): perfecta de sonido y amortajada.