jueves, 4 de diciembre de 2014

Victoria: Officium Defunctorum (Requiem)

El Officium Defunctorum fue compuesto en 1603 para las “solemnisimas y grandiosas honras” del funeral de María, infanta de España y Archiduquesa de Austria (que ostentaba la distinción de ser hija, mujer, madre y hermana de emperadores), residente desde 1582 en el Convento de las Descalzas Reales, donde Tomás Luis de Victoria, después de sus veinte años al servicio papal en Roma, había asumido el rol de Maestro de Capilla de la Emperatriz, cúspide de la vida musical madrileña, ya que la Corte –y con ella, la Capilla Real– había sido trasladada a Valladolid dos años antes.

Siguiendo la convención que el Concilio de Trento (1545–1563) hizo del Oficio de Difuntos, Victoria consagra su parte central a la Misa de Réquiem con sus propios habituales –con la significativa ausencia del Dies irae–, precedida por una lección de maitines y culminada por un motete funerario y un responsorio de absolución. A coro para seis voces (cantus I y II, alto, tenor I y II, y bajo), Victoria estructura con rigidez formal las secciones polifónicas de la Misa alrededor del tradicional canto llano litúrgico, que es además la fuente para la parte del cantus II, aunque a menudo desaparece en las líneas adyacentes. En observancia de la tradición hispánica, las entonaciones del gregoriano o incipit son empleadas no sólo al comienzo de cada sección, sino también para delinear versículos.

1– Lectio: Basada en el texto bíblico Taedet animam meam (Job 10:1–7), describe la desesperanza vital de una liberación que nunca llegará. Excepcionalmente a cuatro voces, el concepto homorrítmico y silábico se interrumpe levemente a la finalización de cada recitado. Su textura estricta y severa marca el estilo declamatorio, elegante en sus cadencias y en sus pausas, una aproximación reverencial al tema de la muerte y espejo de la naturaleza introspectiva en la música contemporánea.
2– Introitus: En tres secciones (ABA) alternando versículos de canto gregoriano y polifonía. Su apertura invita a la contemplación del descanso eterno, un estado que retornará regularmente (Gradual, Sanctus y Agnus Dei) pero que es interrumpido en Offertorium y Responsorium por la amenaza de los terrores infernales.
3– Kyrie: La sensibilidad de Victoria hacia el texto continua en el Kyrie, cuya estructura tripartita ofrece la oportunidad de distinguir estas secciones musicalmente: en el tierno Christie sólo están las líneas altas. Aunque no es la norma, algunos intérpretes engastan introducciones de canto llano entre las peticiones de piedad.
4– Graduale: En dos partes, repitiendo la primera el texto del Introitus. El cantus II presenta el incipit mientras el cantus I desarrolla una contramelodía con valores notacionales cortos y elaborados adornos. Ambos destacan con tesituras mucho más agudas que el resto de la textura con efecto de dúo vocal etéreo y ornamentado.
5– Offertorium: Excepcionalmente el canto llano está en la voz de alto. Comienza como oración por el difunto para cambiar dramáticamente en imagen de esperanza, guiándonos a la promesa de Abraham. El temor a lo desconocido es efectivamente representado por el profundo “lacu” y la imagen de los “ore leonis”, cuyas fauces devoran a las almas perdidas, simbolizadas por intervalos aleatorios desde la cuarta a la octava.
6– Sanctus y Benedictus: Considerado como un sola sección debido a su verso compartido “hosanna in excelsis”, es un texto de alabanza por la redención divina en tres partes (ABC) iniciadas por un breve gregoriano.
7– Agnus Dei: Oración de misericordia en tres elementos (ABC) separados por la entonación del incipit. La zona central, enteramente en canto llano, rompe la secuencia utilizada hasta ahora.
8– Communio: Ruego fúnebre que retorna la segmentación gregoriano–polifonía (AB). Recibe un tratamiento armónico especial debido a su significado litúrgico: en el compás 18 un cambio tonal ocurre cuando una inesperada tríada en la mayor sigue a una sutil pausa en las seis voces; la serena homofonía conduce nuestra atención al significado del texto.
9– Motectum: Concluida la Misa, Victoria continua con el sobrecogedor motete funerario Versa est in luctum cithara mea (del texto de Job 30:31 y 7:16b sobre la brevedad de la vida). Audaz y sencillo a la par, debió ser cantado mientras las personalidades se reunieron ante el catafalco (una enorme arquitectura efímera de orden corintio rodeada de miles de velas rodeando el ataúd –obviamente vacío, ya que el enterramiento tuvo lugar pocos días después del óbito–) para el rito final de la Absolución, para el cual Victoria compuso el…
10– Responsorium: Libera me, Domine, texto de cólera y temor a la muerte, entonado mientras se rociaba el ataúd con incienso y agua bendita. Drama en miniatura (llamado hace años de manera popular La Tremenda) dentro del conjunto, agolpando agonía sobre agonía mientras se alternan abreviada polifonía con breves pasajes de canto llano como respuesta –revertiendo el orden común–, ya que el ritual estipula que estas contestaciones debían ser cantadas por todas las órdenes religiosas presentes en el acto. Consta de ocho secciones (ABCDEABC’), finalizando con una última súplica en forma de reducido Kyrie eleison, una larga sucesión de acordes sostenidos que se limitan a destacar el mensaje litúrgico.

Ocaso de una época, es este un Réquiem de función pastoral que a través de medios austeros llega a una intensa expresión jesuítica (y no mística, ya que el misticismo centraba su estética sonora en el silencio). Para Victoria la muerte es tan sólo el tránsito a la resurrección; por ello su canto es oración en sí misma, una firme esperanza, solemne pero no lúgubre. ¿O no es de hecho la religión el protector contra la angustia de saberse mortal?





Desde 1903 el Westminster Cathedral Choir (católico, apostólico y romano) ha tratado cotidianamente con estas músicas desde un ángulo práctico y devoto; de ahí que la inclusión de otros cantos litúrgicos proporcionen un plausible contexto funcional comenzando con el responsorio en canto llano Credo quod Redemptor, y seguido del profundo Canticum Zachariae y su debida antífona previa. Al empaste y limpieza del grupo de adultos (ocasionalmente –sección Tremens del Responsorium, por ejemplo– resalta un leve vibrato en la tesitura grave) se une la respuesta flexible de su preeminente contingente de voces infantiles que da una fervorosa personalidad propia y alejada del intimismo a esta catedralicia lectura. David Hill consigue un sentido de continuidad a lo largo de la composición, cuya estructura general produce un efecto acumulativo, sin perder la espontaneidad del flujo musical. A resaltar la Lectio donde divide el grupo por mitades para contrastar versículos, y los últimos compases rebosantes de paz sobre “sempiternam” en el Agnus Dei. Grabación cálida, de resonancia celestial sin excesiva confusión en el texto (Hyperion, 1987).





El hipnótico registro que Peter Phillips y The Tallis Scholars hicieron en 1987 para Gimell ha sido (y sigue siendo) la gran referencia en el concepto tildado de “herejía inglesa” debido a la ausencia tanto de cantos que arropen el rito religioso como de instrumentos de apoyo. Los 12 intérpretes mixtos (4.2.4.2, –entre ellos solistas hoy famosos como Charles Daniels o Mark Padmore–), alcanzan una perfección inhumana de pureza de tono y afinación, con toda naturalidad según el concepto de sprezzatura del cortesano ideal de Castiglione: Partiendo de unos tempi reverencialmente tranquilos la calidez dorada de sus timbres, de irreal transparencia, ilumina con gran claridad de texturas la transmisión de los versículos. Lectura de variadas dinámicas (por ejemplo, dentro del mismo Kyrie, sumiso al principio y valeroso al final) y tesituras alternas (cc. 15–17 en el Motectum). El énfasis en el sonido de las sopranos aplica brillo sobre el lienzo sonoro, con destellos de melancolía y vibrantes cadencias en los bajos. Para aquellos que gusten de la dramática distorsión pictórica del Greco, pasen a la galería siguiente.





Paul McCreesh se especializó en los años 90 en la recreación de eventos históricos: En este caso nos propone el que fue un auténtico funeral de Estado con toda la Corte presente, un proyecto concebido como rito ceremonial ya que se añaden de manera verosímil otros cantos llanos de la época para completar el marco litúrgico. Para respetar la tesitura original de la obra el Gabrieli Consort queda formado por diecinueve (6.4.6.3) cantantes exclusivamente masculinos apoyados por un bajón (antecedente renacentista del fagot), que dobla la parte de los bajos según la práctica de la época. Imponente la homogeneidad de unos timbres tangiblemente monásticos, equilibrados y contundentes, con unas atormentadas dinámicas puestas al servicio de la tensa expresión: Si los tenores inflaman "libera animas omnium fidelium defunctorum" del Offertorium, el resplador de los tiples (falsetistas) en la segunda sección del Sanctus (cc. 17 y ss.) destella espeluznante, y el gran responsorio final Libera me se interpreta con apasionada convicción. Además del especial cuidado en la significación del texto es la única lectura que respeta la noción de que el canto llano en el Responsorium debióse de cantar por toda la congregación religiosa presente; igualmente encantador es el sabor medieval conseguido en las secciones Tremens y Dies illa. Atmósfera espacial seria e íntima, quizá no tan clara como en otros registros debido a la áspera reverberación que difumina la polifonía (Archiv, 1994).





Se ha documentado la pragmática actitud de Victoria ante la eventual falta de recursos musicales adecuados (“donde no hubiere aparejo de quatro voces una sola que cante con el organo ara coro de por si”), pero curiosamente la manera de interpretar sus obras que hoy se escucha más a menudo (el coro de voces mixtas) es la única no apta en el siglo XVI, ya que no estaba permitido que las mujeres participaran en la liturgia. Philip Cave (miembro fundador de The Tallis Scholars, colaborador de The Sixteen o The Hilliard Ensemble entre otros) fundó en 1991 el conjunto Magnificat, que en esta interpretación se perfila en 13 voces (4.2.4.3) de las que las líneas tiples son féminas. Además de la Lectio en este registro se introducen otros dos cantos antes de la Misa (Ego sum resurrectio y Benedictus Dominus Deus) para intentar representar el contexto devocional. Su rasgo característico es la belleza sonora de unos acordes que empastan en suntuoso y cremoso legato. Los pasajes en cantus firmus se realizan en notas mesuradas conforme a la práctica de la época, en lugar del ritmo libre que ha llegado ser norma hoy en día (Hill). Victoria omite el versículoHostias et preces” y la repetición del texto “Quam olim Abrahae” en el Offertorium: no hay compuestos ni canto llano ni polifonía para este versículo; en otros discos esta deficiencia es suplida utilizando el gregoriano que Victoria empleó en su primer Requiem de 1583. Sin embargo, Cave se muestra contrario a esta práctica que rompe el ritmo alterno de la obra y prefiere continuar el canto llano con una repetición de la ultima sección de polifonía. Toma sonora clara y de gran presencia que hace justicia al equilibrio vocal (Linn, 1995).





La escritura aparentemente simple de la obra plantea un problema de interpretación: La diferencia de tesitura entre las partes de sopranos y tenores es solucionada algunos casos (Phillips) transportando la música un tono alto. Sin embargo, esta solución (–brillante en concepto y realización práctica–) sacrifica la oscuridad del sonido requerida por Victoria. Raúl Mallavibarrena resuelve el trance asignando la línea cantus II a un tándem soprano–mezzo, la línea altus a dos contratenores reforzados por una contralto, y la línea tenor II a otra dupla tenor–barítono. La otra cualidad peculiar de esta grabación es su apunte al incipiente Barroco a base de enfatizar los contrastes, los claroscuros, los volúmenes, en una suerte de expresionismo tenebrista escultórico. La práctica contemporánea de sombrear con órgano y bajón aporta un sonido pétreo y ronco a la voz baja (por ejemplo, en los implacables finales del Communio o del Motectum; pero también bendice los acordes conclusivos del Introitus). Musica Ficta (4.2.4.3) no exhibe una emisión inhumana (quizá no la busca); a ello se suman los tempi raudos y las borrascosas dinámicas que asestan una tensión emocional que puede ser terrorífica (la marea sonora del Offertorium) o de ardor intenso del tenor I en su ascenso y caída hacia “terra” (cc. 19 y ss.) en el Sanctus. Reverberante captación sonora (Enchiriadis, 2002) que huele a sala capitular.





La grabación de Sergio Balestracci podría ser considerada como la antítesis terrenal de la tradición anglicana de interpretación de la polifonía renacentista (claridad de líneas, afinación y empaste intachables, sonido penetrante) desde la desmesurada (en el sentido literal) concepción del canto llano, que sin duda recuerda la tradición oral que Marcel Pérès ha estudiado en el canto corso (el vibrato y la inflexión microtonal) y que aflige estas voces musicalmente anacrónicas, de timbre áspero, muy alejado del típico refinamiento de canto medieval occidental de resonancia de cabeza. La conjunción del coro La Stagione Armonica (compuesto por 23 voces –9.4.6.4–) presenta algunas imperfecciones (secundarias en la búsqueda de efusiva expresividad pero que dificultan la comprensión del rito) que le otorgan un saludable y apetitoso aroma madrigalístico. Toma sonora de estupenda panorámica y claridad espacial (Pan Classics, 2002).





Christopher Monks hace suyo el concepto teatral: Así, las disonancias son jalonadas para subrayar el dolor y la confusión en el Graduale; y en el Libera me el pronunciamiento staccato en “movendi sunt” (cc. 15-17) resalta escalofriante. Sin embargo, la monotonía tímbrica, la insinuación de estridencia en las notas más altas en las voces sopranos y el mal avenido vibrato en los solistas masculinos resta empaque al Armonico Consort (8.3.6.4). Tempi a veces frágiles (Introitus) a veces un poco apresurados (Graduale y Offertorium), y dinámicas que borbotean a menudo, quizá en demasía. Un hedonismo expresivo curiosamente despersonalizado y técnica y afectivamente mejorable (Deux–Elles, 2004).





A pesar de lo que su nombre indica, The Sixteen está formado por dieciocho (6.4.4.4) voces mixtas de pulcra afinación y dicción ajustada. Harry Christophers sigue la prescripción de la partitura de hacer cantar el canto llano por las sopranos, excepto en el Libera me, donde voces masculinas doblan a la octava. Contraste y variedad se dan cita en el drama inherente: hay contrición dolorida en la Lección de Maitines y momentos de gran delicadeza como en la inmensa paz que da el ritmo lento en el Introitus (–qué capacidad de diminuendo al unísono en las conclusiones–), junto a otros de acentuada expresividad (quizá tal intensidad emocional sea discutible para la liturgia contrarreformista) en pasajes del Gloria o Graduale: acumulaciones dinámicas en “luceats” (cc. 17–20) y “non timebit” (cc. 38–42). A destacar también la agilidad en las imitaciones en el Offertorium (cc. 34 y ss.) y el legato de las sopranos en el Sanctus. Tempi ligeros pero no apresurados como en el Kyrie (redondez en su apertura, acertada la dinámica piano). Christophers es el único intérprete en enfatizar dinámicamente la especial disonancia expresiva en el c. 18. del Communio. Órgano y bajón forman el discreto apoyo armónico colla parte que arropa la acústica ligeramente seca. Focalizada grabación envolvente de gran amplitud dinámica (Coro, 2005).





Como acredita la documentación eclesial el acompañamiento instrumental era algo que se daba por supuesto en la liturgia hispánica (al menos en los interludios y en las procesiones). En el registro que nos ocupa el liberal ensemble de ministriles está formado por viola, flauta, cornetto, bajón, dos sacabuches, órgano y percusión. Deliberadamente polémico, Carles Magraner inicia la performance (el concierto con motivo del cuatrocientos aniversario de la edición del Officium Defunctorum) con una marcha instrumental, teatralizando el aciago y circunspecto evento bajo el manto de campanas que urgen al cortejo fúnebre. Un sexteto vocal de solistas (la Capella De Ministrers) y dos voces más por parte (procedentes del Coro de la Generalitat Valenciana) integran un total de 18 voces mixtas y poco pulidas, en busca de un naturalismo caravaggiesco que puede derivar peligrosamente cercano a un indescifrable y confuso mercado (Offertorium con floreos de corneta). Ya desde el principio, la misma amalgama de metales opaca el sentido del texto: no hay que olvidar que Trento explícitamente preceptúa “ut verba intelligerentur”, es decir, la intelegibilidad del texto sobre las texturas musicales. Contrastando las terrenales tímbricas de los solistas con el coro general, Magraner vidria el Kyrie con una paleta de radical colorido madrigalístico, exagera los cambios armónicos en el Offertorium y amasa inusitadas sonoridades en el Sanctus. Puro espectáculo barroco en el responsorio final Libera me, con heroicas marchas enlazando las secciones (CDM, 2005)





Lectura trentina en el sentido de hacer que el espíritu del canto gregoriano hable a través de Victoria: la claridad armónica y la tranquilidad espiritual intrísecas del Requiem son recogidas interpretativamente por Georg Grün en una representación reflexiva de un proceso emocional a completar por los oyentes. El ritmo comedido y etéreo proporciona extrema comprensión en todas las líneas a pesar de las t y las p algo sibilantes, escúchese como en el Offertorium tanto la melodía como la armonía se pliegan al significado del texto en “de poenis inferni” (cc. 13–21) y “ne cadant in obscurum” (cc. 41–45), pero resulta en conjunto en mayor monotonía. Bien ensamblado y de timbre homogéneo y ligero, el amplio KammerChor Saarbruecken consta de 29 voces (9.5.7.8), siendo féminas las sopranos y altos; la notable presencia de los bajos le da gran equilibrio. En sintonía conceptual con la catedralicia de Hill, adolece de apoyo instrumental adjunto. Correcta suma de dinámicas y cálida reverberación (Rondeau, 2010).





Nigel Short, antiguo contratenor de Tallis Scholars y Westminster Cathedral Choir, reúne en el coro Tenebrae a 20 intérpretes (8.3.6.3) –donde solo los tiples son mujeres– con la precisión, unanimidad de sonido y transparencia típicamente británicas, pero exacerbando una dramática arquitectura musical que la firme contribución de la línea de bajos apuntala, gentil y contemplativa. Dicho fervor expresivo tiene como contrapartida cierta pérdida de intimidad, por ejemplo en el tercer verso del Kyrie. Forte basto, casi doloroso, poco natural al comienzo del intenso Offertorium. En el Sanctus se acentúa el significado del texto “pleni sunt caeli et terra gloria tua” celebrando (controladamente) el sonido en sí mismo y en el Responsorium se colorea urgente y entusiasta el “dies irae”. Serenidad sedosa en Agnus Dei. En el Motectum los tiples alcanzan su nota más alta sobre un “Domine, nihil enim sunt dies” de impactante angustia en su belleza gracias a la discreción en el uso de la disonancia de la que hace gala Victoria a lo largo de la obra. Pulimentadas gradaciones dinámicas se recogen en la espaciosa toma sonora con una larga reverberación que emborrona la pronunciación (Signum, 2010).





Minimalismo camerístico el del Collegium Vocale Gent, no un coro de carácter permanente sino una agrupación temporal de solistas vocales de entonación inamovible: 13 voces (4.2.4.3) donde sólo las sopranos son féminas, empleándose contratenores como altos y una sólida sección de bajos. Philippe Herreweghe parte de la concisión en el sentido dramático (menos es más, mejor sugerir que exhibir), una suerte de calma elegante que se aplica también a los tempi, breves pero sin perturbar el reposo. El sereno laconismo permea la interpretación entera: no adicciona canto llano que arrope el acto litúrgico, ni siquiera al comienzo de cada sección en el Kyrie. A subrayar la marcada ralentización de tempo a partir del cambio de armonía en el Communio. No obstante, la extensa amplitud dinámica cincela tanto las frases como cada una de las secciones (por ejemplo, resalta la estructura arquitectónica en el Motectum). Toma sonora atmosférica pero suficientemente clara para la transparencia del texto (Phi, 2011).






Harry Christophers and his Renaissance vocal ensemble, The Sixteen, continue their association with the British Broadcasting Corporation in God’s Composer (2011), a documentary organized as a biographical sketch of the late sixteenth century Spanish composer and organist Tomás Luis de Victoria. British actor Simon Russell Beale serves as an informed and enthusiastic presenter as he strides through cathedrals, art galleries, archives, convents and palaces while swiftly narrating the composer’s early life, his two decades in Rome and the final homecoming to Spain. Alas, it’s a pity some gratuitous statements of poor musicological rigor exist.



domingo, 26 de octubre de 2014

Beethoven: Symphonie no. 7

Formalmente conservadora (aunque el desarrollo armónico estremece la estructura, racionalizando su inestabilidad), indiscutiblemente abstracta (con sonidos autónomos del sentido narrativo), festiva sin duda, el emblema primordial de la 7ª Sinfonía (1812) de Beethoven es el ritmo, subordinándose cualquier otro factor en esta inmensa maquinaria de ingeniería musical de bloques sonoros interconectados.

1 El Poco sostenuto–Vivace se abre con una mayestática introducción (cc. 1-62) que, a base de ambiguos acordes y corcheas ligadas siembra el germen rítmico, melódico, armónico e instrumental no sólo del allegro vivace al que preludia, sino también de la sinfonía por entero. La modesta pero efectiva transición se condensa en un tema cuya imprompta telegráfica permea en forma de ostinato al resto del movimiento, desarrollándose y progresando en tonalidad, tratamiento y orquestación en una iconoclasta sonata de palpitante pulso procesionario.

2 Allegretto. De acuerdo a los libros de conversación de Beethoven éste utilizaba en sus diálogos cotidianos la métrica de la poesía clásica tales como hexámetro, pentámetro yámbico, dáctilo o espondeo. Precisamente en estos dos últimos está basado el ritmo del allegretto: una sucesión repetida e imperturbable de una negra, dos corcheas y dos negras, un ritmo ceremonial y obsesivo al que se subyugan las melodías, oscilando incesantes entre mayor y menor. Un simétrico acorde de armonía irresoluta parece el único modo de concluir dejando al oyente en suspense y ensoñación del misterioso canto susurrado, que solo aparece lento por el contraste a sus vecinos.

3 El lúdico Presto–Assai meno presto se propulsa mediante veloces y jocosas secciones, variando sin cesar dinámica y textura. El trio se inserta en dos ocasiones (cc. 153-240 y cc. 413-500) y en dos tonalidades diferentes; todavía centro de la sinfonía, posee un carácter estático por sus extendidas y resonantes notas pedal en la mayor.

4 El Allegro con brio es una saturnalia volcánica en sus elementos desencadenados, la violencia de los timbales napoleónicos, la persecución en bacanal de los instrumentos y la consiguiente rotación de frases entre secciones, la dionisiaca complejidad de los ritmos: un sujeto martilleante y maniaco acentuado en el pulso natural, acompañado de sforzandi en el tercer pulso (en metales y percusión) y cuarto pulso (en maderas) todo ello cohesionado con reminiscencias de temas secundarios de los movimientos previos. Y a pesar de la insistente sincopación y la vertiginosa inercia muscular no deja de desprender un hálito (intoxicado) de danza haydiniana.


Superada la obsesión de la urgencia sobre el contenido, la Sinfonía en la representa la coronación de la habilidad técnica, de la disciplina inventiva, del impulso luminoso de la creatividad en sí misma. Con este alborozo de ritmos Beethoven ha aceptado la lucha y la decepción como parte de su vida y ha aprendido a disfrutar el triunfo sobre ellos.






Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación.

La ilustre devoción a la bebida de Franz Konwitschny (en la previa de un concierto se le computó la ingesta de 6 botellas de champagne) le valió el sobrenombre de Konwhiskey entre los profesores de la Leipzig Gewandhausorchester (había sido su director musical desde 1949 y su nivel de comunicación con la orquesta rivalizaba aquellas de Szell y Cleveland o Karajan y Berlín); ya en el podium, obviamente relajado y espontáneo, utilizaba una batida expansiva e imprecisa, pero que conseguía un reflejo sonoro categórico, conciso y cartesiano. Dicha orquesta ostenta una sostenida tradición beethoveniana como demuestra que ya en la temporada 1825-1826 la Gewandhaus ejecutó la première del ciclo completo de sus sinfonías. Sus características aristas de obsidiana incluyen masivas aunque flexibles cuerdas, metales abrasivos y unas heterogéneas maderas con un timbre oriental muy definido. Debido a tal colorido individualizado, la textura orquestal nunca torna homogéneamente aburrida.
El tempo klemperiano del primer movimiento no corresponde a la marca vivace de la partitura, pero Konwitschny energiza la excitación al borde del desboque; la estructura se remarca por el escrupuloso (y desacostumbrado en su época) respeto a las repeticiones. En el pasaje que comienza en el c. 142 (cuerdas en pianissimo, con interjecciones alternas de oboe y bajos) el ritmo es retenido con tal desafuero que parece que los bajos nunca conseguirán retomar su pleno impulso.
En el orgánico allegretto destaca su rústica concepción, con las semicorcheas martilleadas sin piedad en las cuerdas mientras las maderas reexponen el tema de apertura marcado piano y dolce (c. 150 y ss.); la sección fugada (estipulada pp, cc. 183-210) raya en lo inquietante.
Ya en el scherzo resalta el bohemio swing de los compases blanca-negra; en el trio la tensión es mantenida por el preciso control rítmico de las corcheas finales en cada compás (y que a menudo se dejan de lado). La nota pedal de la pareja de trompas en su sección central (c. 186 y ss.) semeja un auténtico mugido animal.
Radiante finale, de fraseo rítmico especiado por ataques persistentes en los principales acentos. El efecto se dilata por la repetición de la exposición que genera tempranamente una enorme agitación que se liberará en la apoteosis final.
Ejemplo paradigmático del Beethoven poderoso de la vieja (que no difunta) escuela germánica de Weingartner: grandeza dramática y soberbia crudeza instrumental. La toma sonora omni-dimensional envuelve la pasmosa y colérica amplitud dinámica en un leve manto de soplido de fondo (Edel, 1959).







Las míticas grabaciones de estudio de Carlos Kleiber solo se ven superadas por aquellas otras procedentes de sus escasos conciertos, donde poseído de un vigor prometeico representa el Teatro sinfónico: un espectáculo febril y exaltado, conjugando la insalubre precisión szelliana por la atención rapsódica con la visión arquitectónica (hay que hacer constar la omisión de las repeticiones en las exposiciones de los movimientos extremos).
La Bayerisches Staatsorchester aporta su extraordinaria intensidad, corporativa e individualmente: Magnífica contribución de los timbales, claridad pictórica de las maderas. El incomprensible pero hay que ponerlo en la situación de los violines (todos a la izquierda, snif), lo que disminuye su incandescente impacto.
Ya el arranque se presenta atléticamente cantelliniano, con el idiosincrático acorde de apertura no al unísono, sino desplegándose como una cortina operística. La refulgente transición al vivace 6/8 quizá peca de neutralidad apolínea, contrastando con la persistente acentuación, vibrante y fogosa, que nos conduce sin aliento al pasaje en secuencia del desarrollo, desenfrenadamente tchaikovskiniano en metales y cuerdas (cc. 201-219). Justo después de la fermata en el tutti (c. 300) oboe y cuerdas malogran el alarmante quebranto al do mayor. Demoniacos los accelerandi y rallentandi, por ejemplo en los cc. 319-322; dicho lo cual, el movimiento posee la inercia de una locomotora Big Boy.
Sentido y sensibilidad en el escénico allegretto, de articulación tensa, alerta y expresiva; el pulso a la breve inhibe el perfil lírico, transmutando el carácter sombrío y oscuro del contratema en violas y celli (c. 27 y ss.) a otro elegante y distanciado (y con las notas de adorno minimizadas, gentlemanlike). Desmesurado el crescendo (c. 51 y ss.) desde los delicados pianissimi empleados en el comienzo. Finaliza con un coqueto (y controvertido) pizzicato, emulando a su padre (en otra lectura legendaria sobre la cual se modela ésta, aspecto nada extraño teniendo en cuenta que Carlos utilizaba las partituras anotadas de Erich), que en una temprana investigación sobre el manuscrito descubrió que la marca a lápiz “arco” era una aportación posterior apócrifa.
El scherzo galopa irrefrenable: en los cc. 203-210 (y en cc. 463-470) estridula una figura introducida por las trompas a la que se añaden las maderas con una trayectoria que cada dos compases adquiere sabor de síncopas. Nadie las destaca demasiado, pero su sentido no le pasa por alto a Kleiber, que incluso parece acentuarlo más de lo necesario para que sea advertido como tal; y es importante porque el afán que se genera en estos 7 compases está compensado enseguida por la explosión en fortissimo. El trio se emplea para descansar la montura: poco expresivo, sin matizar como prescribe la partitura la línea del violín.
El tempo del finale difiere del de su padre (lento, ya que clamaba que la melodía es una danza austriaca folcklórica y debería ser tratada como tal). La pérdida de tensión cuando las maderas toman el saltarín segundo sujeto, Carlos la justificaba otorgando mayor relieve a la ininterrumpida línea de los violonchelos en ese momento (c. 363 y ss.) que marcan con insistencia el subrayado rítmico de la secuencia, una de las grandes genialidades de esta sinfonía; paulatinamente las coloridas trompas van ganando posiciones hacia el frente hasta que destellan incontenibles entre el lienzo general en el tornado de la coda, hasta el pleonasmo de la frase final donde se aúnan a la aceleración de los compases finales.
Orfeo ha editado este único concierto del 3 de mayo de 1982 (sin tomas complementarias que oculten los ocasionales ruidos, y de acústica poco resonante ya que el hall está lleno de público) con fantástico sonido, saturado de color, amplio, inmediato y muy detallado. Para aquellos que requieran los violines antifonales la grabación previa para DG (1976) se recomienda sola, eso sí, sacrificando romance por disciplina y velocidad.





La referencia conceptual de Daniel Barenboim es por supuesto la de Furtwängler (al que vio interpretar la obra siendo un niño): es decir, ajustar continuamente el tempo en aras de suscitar el drama y elucidar la estructura, sintiéndose depositario de la gran tradición wagneriana, de gran formato a la antigua, cantabile ma non danzabile. El instrumento cómplice de ese pasado es la Staatskapelle Berliner, una de las pocas orquestas que mantiene su rasgo personal derivado de la raigambre local: de sonido rotundo, avasallador, de barniz oscuro en las maderas, de contundente vibrato en las cuerdas que nunca sacrifica al resto de atriles. Los flexibles tempi decimonónicos, el interrumpido legato sobre las largas frases amenazantes, las transiciones y las pausas fueron ensayados a lo largo de tres años de conciertos previos.
Introducción fantasiosa, con la frase primera del Poco sostenuto muy lenta; dando arreones en las frases pares Barenboim hace crecer el sentido de anticipación, exigiendo la liberación que llega al cabo en el vivace. El final del grupo primario de la recapitulación (a partir del c. 287 hasta la transición c. 301) se desliza en un accelerandi desenfrenado.
Arranca el allegretto tan pausado (56 pulsos en vez de 76) que semeja un solemne, celibidachiano andante, dramática y densa reflexión musical, arisca batalla de claroscuros, interpretando con cuidado maternal cada compás por su relevancia armónica, con una profundidad grave y profunda que sin perder la tensión hace fluir la música. Cuando la voz de violas y chelos (c. 29-50) se escucha tan nítida como el procesional de los segundos violines en tenuto, parece que va a jugar la baza de la claridad frente al tempo de la tradición, pero la ilusión es momentánea: el contracanto desaparece del mapa sonoro con la entrada de los primeros violines (a partir del c. 51), pese a que los Kleiber nos han enseñado que es justo y necesario que dicha voz se siga oyendo. Misteriosa el aura de tragedia, con los pianissimi palpablemente graduados y la sinuosa línea de los celli emergiendo del inferno como en la cuarta cantata bachiana, a sólo un paso del contrapunto de La muerte y la doncella.
A un scherzo poco jaranero, walkirizado, sin nada de ligereza mendelssohniana, le sigue un abrasivo finale que comienza apresuradamente, las cuerdas articulando un tanto confusas (c. 5 y ss.); esta veladura de los dibujos, intencionada o no, permite que el desesperado impulso rítmico de los vientos irrumpa en las texturas.
En suma, Barenboim descarta el aroma dieciochesco y regala una experiencia beethoveniana inigualable en el panorama actual. Lástima la entubada toma sonora, como si estuviéramos sentados en la última fila de la sala de conciertos. Las maderas graves aparecen nubladas y los vitales violines antifonales solo se perciben en contadas ocasiones. La ausencia de dinámicas extremas hace sospechar de una manipulación artificial en busca de una doméstica zona media (Teldec, 1999). La solución alternativa es decantarse por la lectura con la West-Eastern Divan Orchestra (Decca, 2011), de similar concepto interpretativo y superior toma sonora.






Charles Mackerras amalgama la inspiración historicista de base (detalles de articulación, fraseo y dinámicas gracias al reducido tamaño de la Scottish Chamber Orchestra: tímbricas chispeantes -prominentes metales y tormentosa percusión- y diáfanas texturas -discreto uso del vibrato-) con leves y tímidos asentimientos a la tradición interpretativa que subrayan los momentos dramáticos, como el rallentando en los acordes conclusivos de los movimientos, aunque evitando la pomposidad del pasado.
El dinámico allegro inicial mantiene un pulso ligeramente más lento de lo propuesto por el autor, pero esto propicia un carácter enfático y poderoso de los insistentes acordes que jalonan el progreso del movimiento. Hay que reseñar la frescura del solo de flauta anterior a la entrada del tema principal (c. 68 y ss.) así como la notoria importancia de las cuerdas en la tesitura media en el segundo sujeto de la exposición (cc. 89-108).
La severa presencia de los contrabajos en las tempranas declaraciones del tema (c. 3 y ss.) proporciona una desmesurada urgencia vital (Mackerras presumiendo de sus 80 joviales años: I can’t get no) al crescendo inicial del allegretto. También emocional si la música lo requiere: cuando las maderas roban el aliento en el pasaje marcado dolce en la sección en la mayor (c. 101 y ss.), como suave consolación después del lamento de la procesión funérea, lo hacen con una gentileza mágica negada a otras lecturas más energéticas y rigurosas. Solución intermedia al pizzicato final, usando el arco sólo en el último compás. Su ritmo profetiza el entusiasmo cinético del scherzo, donde, en busca de un mayor equilibrio estructural omite la repetición de la segunda parte del trio.
El finale es un modelo de control: intenso, bravo, siempre internamente equilibrado. Colorido abundante por la inclusión de un armónico contrafagot (ya que Beethoven dispuso de uno el día del estreno) en la coda.
Toma sonora cercana y focalizada, sin ruido de la audiencia (la grabación se realizó principalmente en los ensayos del Festival de Edimburgo en 2006), sin excesiva amplitud espacial o dinámica (Hyperion).





El movimiento historicista alcanza su culmen y adquiere un significado autónomo con lecturas como la siguiente: aparte de los timbres afilados y las texturas ásperas (recogidos de manera asombrosa en la grabación), la impronta radical viene en el carácter de Emanuell Krivine y en su atención a la sutil acentuación de cada compás, la flexibilidad del fraseo, la danza de contrastes exageradísimos.
Ya en los abruptos acordes de apertura sentimos la tensión que irá creciendo en el paso fluido. Las cuerdas (de vibrato escaso pero no inexistente) jamás fueron advertidas así en los sujetos de la exposición, al menos con esa rugiente presencia. Cuando Krivine prepara un clímax relaja el tempo (mínimamente) para acentuar el consiguiente crescendo con un toque de accelerando, como en el callado pasaje en la transición anterior a la coda (c. 300 y ss.). El fabuloso gruñido ostinato de los graves en la coda (nunca capturado de manera más elocuente -cc. 401-423-) sugiere los comentarios sobre la locura del compositor que hizo su colega Weber: “Con esta sinfonía, Beethoven declara estar listo para el hospital psiquiátrico. ¿He dicho ya que la toma sonora es sensacional?
La planimetría del párrafo inicial del allegretto nos advierte de su solemnidad ascética, demacrada a pesar del vigoroso tempo, que atesora instantes de sublime poesía como en el pianissimo del c. 43, aunque sin permitir la complacencia en los tramos en clave mayor. Calidez y elocuencia de los segundos violines cuando su unión con los primeros permite la plenitud de las texturas (c. 51). El etéreo fugado (cc. 183-210) se prolonga en unas nostálgicas maderas que doblan y se imponen en los compases siguientes.
Irrepresable presto dentro de su delicadeza. Krivine integra la llamativa sonoridad en la estructura, como en el airoso trio, construido sobre la nota pedal de la mayor, sostenida primero por los violines (c. 153 y ss.) y después en la culminación por unas trompetas que inundan el tejido sonoro (c. 211 y ss.).
Finale embriagador, de furiosa aportación del percusionista y abandono antifonal en la coda de un modo que la partitura parece exigir a grandes voces.
La toma sonora, recogida en concierto, deslumbra con una presencia anonadante, la espacialidad panorámica de los atriles de La Chambre Philharmonique, la minuciosidad del colorido en las maderas (Naïve, 2009). Y lleva al inconfesable convencimiento de que ésta es la manera en que la sinfonía debería sonar. Háganse cuanto antes con este disco maravilloso.






Nota final: Los veinte directores citados en esta serie beethoveniana parecerán pocos a los lectores aventajados. La lista podría ampliarse con otras interpretaciones que irremediable e indefendiblemente han quedado fuera. Para ellos propongo una serie de curiosas parejas de baile (o de cuadrilátero): Mengelberg-Norrington, Scherchen-Giulini, Reiner-Brüggen, Jochum-Abbado, pero el Beethoven perfecto siempre permanecerá un sueño lejano: lo que cuenta es la huida y no donde ir.


Sabido es que la extenuante planificación de los ensayos de Carlos Kleiber permitía luego en el concierto el gesto de aparente y jubilosa improvisación, de dominio hipnótico a base de gestos mínimos y gentiles. Aquí le tenemos conduciendo la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Unitel DVD Rip, 1983) en lujosa pero externa pulcritud unánime del fraseo, ferviente pero premeditada, abrasadora pero nada espontánea.


viernes, 8 de agosto de 2014

Beethoven: Symphonie no. 6 Pastoral

¡Cómo los poemas antiguos, tan bellos, tan admirados que son, palidecen al
lado de esta maravilla de la música moderna! […] Velad vuestros rostros,
pobres grandes poetas antiguos, pobres inmortales; vuestro lenguaje convencional,
tan puro, tan armonioso, no sabría competir con el arte de los
sonidos. ¡Sois gloriosos derrotados, pero derrotados! No habéis conocido lo
que hoy día llamamos melodía, armonía, la asociación de timbres diferentes,
el colorido instrumental, las modulaciones, los sabios conflictos de sonidos
contrarios, que primero combaten entre sí para luego abrazarse, sorprendiéndonos
el oído, nuestros extraños acentos que hacen resonar las profundidades
más inexplorables del alma. […] El arte de los sonidos propiamente
dicho, independiente de todo, ha nacido ayer; apenas es adulto, tiene
veinte años. Es bello, todopoderoso […] Nosotros le debemos un mundo de
sentimientos y de sensaciones que nos permaneció cerrado. Sí, grandes poetas
adorados, estáis vencidos: Inclyti sed victi.


En la serie de artículos que Berlioz dedicó a las sinfonías de Beethoven en la Revue et Gazette Musicale en 1838 se puede apreciar como el romanticismo personal del francés colorea su percepción de la música del germano. Desde mi racionalismo exacerbado sigo intentando trazar otro punto de fuga tan alejado como pueda estar el cénit del nadir.

Y es que en las artes plásticas, y en mayor medida en la música, se suele evitar con gran escrúpulo usar la palabra “intelectual”. Sin embargo, como vimos en las entradas anteriores el mundo sinfónico de Beethoven se basa en el método racional para que lo inefable cobre forma y pueda ser comunicado. A pesar de su rigurosa contemporaneidad (1808) y de las similitudes superficiales, 5ª y 6ª Sinfonías son diametralmente opuestas en estructura y expresión mostrando la esquizofrenia creativa del compositor. En la Pastoral, la simplicidad de las armonías (con prevalencia de tónica y dominante) y la repetición continua (diríamos minimalista, con cambios a nivel dinámico e instrumental) de una misma fórmula melódica aseguran su carácter estable y forjan la impresión de inmovilidad, de paz profunda de los sonidos constantes de la Naturaleza.

Cinco retratos atmosféricos que, trastocando el orden clásico de los cuatro movimientos, reflejan la relación humana con la naturaleza (y en consecuencia con la divinidad creadora, según el autor): “es más una expresión de [mis] sentimientos que una descripción pictórica”. Una poesía musical versificada con timbres y armonías en la que Beethoven vuelve a encontrar la liberación personal a través de la (aparente) simplicidad de la Naturaleza en un viaje a un mundo idealizado e imaginario: “Nadie puede amar el campo como yo lo hago”.










Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación. 



No suelo establecer comparaciones directas entre dos interpretaciones; en este caso son tantos los puntos en común entre las casos de Walter y Casals, que, aparte de establecer éstos, vale la pena anotar sus características diferenciadoras.
Los 82 años de Bruno Walter embaldosan un relajado espíritu vienés, cantabile, afectuoso y gentil tanto en sonido como en sentimiento, que se ajusta a (la, cierta) naturaleza de la obra, de atmósfera dionisiaca y familiaridad ociosa de los tempi, flexiblemente respirados, de claridad en las líneas que entremezclan sus armonías, de meridiana estructura narrativa (a pesar de la ausencia de repeticiones de las exposiciones) que va anotando un concepto literario que amalgama perfectamente con el sentido panteístico original.
Tampoco los 92 años de Pau Casals son obstáculo para el infinito grado de cuidado y atención al detalle, el fraseo vibrante y abigarrado. Comprobémoslo en el allegro ma non troppo: A partir del compás 67 el tema principal comienza en oleadas en los violonchelos, mientras la figura en corcheas en los violines es en comparación ornamental, ligera y se desliza en diminuendo como una cascada (que no figura en la partitura). Desde el c. 75 las partes se invierten, pero el diminuendo se mantiene en el fraseo dentro del general crecimiento en intensidad dinámica, como una inversa fuerza de marea. Dicha profundidad expresiva se revela también en los tresillos en las cuerdas graves (cc. 151 y ss.): cada uno de ellos posee sus propios diminuendos, ejemplificando la variedad y renovación del ciclo natural. Por el contrario Walter maneja su habilidad intuitiva para conferir a cada frase un equilibrio hermoso, una articulación en inacabable legato, una dinámica amable y comedida que previene el laxo paso de la amenaza del tedio. La actitud patricia que guía los deliciosos y delicados tres compases iniciales, con el ritardando sublime y la pausa respiratoria posterior a la fermata sugieren ya un cierto afán de anticipación y revelan en plenitud el ejemplar control que los maestros ejercen.
El andante posee en ambos una cualidad de ensoñación en sus reposados ritmos. Si en el c. 39 las parejas de corcheas en las cuerdas semejan suspiros delirantes, a mitad del c. 41 el maestro catalán ha de chistar para controlar el excesivo entusiasmo de unas cuerdas olvidadas de la dinámica pp. Casals incluso permite al clarinete un crescendo un compás antes de lo indicado en la partitura (c. 137). La pequeña cadenza pajaril en los vientos (cc. 129 y ss.) adopta un perfil quasivocal, que Walter decía proceder de los trabajos operático-juveniles del compositor.
En el scherzo los caracteres difieren: el ardor mediterráneo de Casals se explicita en un terrenal fagot dando no sólo sus somnolientos grupos de tres y cuatro notas sino también su largo pedazo de sonambulismo musical que a menudo pasa desapercibido (cc. 181-189), y sobre todo en la desvergonzada trompeta del c. 203. Walter es mucho más civilizado, aunque posee la energía y urgencia demandadas por la partitura, moldeando con amplitud e intensidad.
Para Casals la tormenta es olorosamente dongiovannesca, con el protagonismo amenazante para los metales, mientras que para Walter, sugiriendo una fuerza espiritual detrás de los suaves elementos, hay un punto de estabilización en el do mayor -asociado a un componente religioso directa e intencionadamente: Beeethoven escribió en sus bocetos “Te damos las gracias, Señor”- que peregrina delicadamente a un allegretto que exulta precisamente ese sentimiento como culminación de la obra, el retorno al hogar como incandescente y sosegado remanso de paz. El ritmo 6/8 está hábilmente matizado y la melodía amorosamente acunada por un fraseo alerta del primer al último compás.
Verdaderamente beethoveniano tal y como sucesivas generaciones de músicos germanos habrían comprendido ese término, Walter suscita una meditativa y reverencial lectura. Dentro de su benevolencia recreativa, Casals no duda en desviar retóricamente una frase hacia sus propios fines, a su propio temperamento, en una inocencia liberadora.
Dos exiliados en el culmen de su veranillo de San Martín al frente de orquestas americanas: Walter destaca el lustre de las cuerdas (quizá ayudado por la grabación), aunque el empaste de la Columbia Symphony Orchestra (principalmente integrada por profesores de Los Angeles Philharmonic) no sea óptimo. La edición japonesa del CD (Sony BlueSpec, 1958) ofrece incluso una mejor recreación holográfica que el SACD: a partir de grabación original en tres pistas, el sonido es dulce y resplandeciente, con graves rotundos y firmes.
El equilibrio interno de las texturas de la Marlboro Festival Orchestra (Sony, 1969), que tampoco puede compararse con los grandes conjuntos europeos por su carácter efímero, está registrado con inmediatez gracias a la cercanía de los micrófonos que recogen algún ruido del directo.





 

El Beethoven de Karl Böhm es poéticamente idílico y probablemente alejado del personaje histórico. Sin embargo su estilo operático funciona en la Pastoral cabalmente: bucólico, placentero, recatado. Su equilibrio ponderado (estupendo en el corte y confección) puede parecer conservador (pero no conformista) en el siglo XXI (como de hecho lo es), pero su fuego progresa de manera imprevista y arrebatada dentro su contención. Adaptados al propio estilo de la orquesta los tempi fluyen moderados pero no estáticos, enmendando los acentos verticales y difuminando los pulsos.
El idioma pastoral y el fraseo belcantista se establecen ya en las quintas sostenidas en violas y violonchelos (cc. 1-4). Otros matices pacientes y sutiles pudieran ser la independencia con la que cada una de las 3 partes dialoga en los cc. 115-122, o cómo Böhm marca con perspicacia la contribución en pizzicato de los segundos violines (cc. 383-389) en el segundo grupo temático de la recapitulación.
En los cuadernos de Beethoven podemos encontrar una explícita formalización de la relación entre naturaleza y música en dos apuntes manuscritos: “murmullo del arroyo” y “a más profunda el agua, más grave la nota”. La frase musical que bordean llegaría a conformar los dos violonchelos tocando en 12/8 al comienzo del lánguido y soñador Szene am Bach, de vasta escala bruckneriana. En general, el incesante movimiento del arroyo se articula con gran amplitud del arco y muy poca presión, evitando cualquier acento, con el tempo a casi la mitad de lo prescrito, pero gracias al aliento y la intensidad cantora que Böhm induce a la orquesta permite incluso que el florido dueto entre flauta y oboe sea amoroso sin arrimarse a lo manierista (cc. 57-66). No ha de pasarse por alto la pausa sublime al comienzo del c. 76 en la cadenza del clarinete. En la coda el vibrato añadido al canto de los pájaros suena poco ornitológica, si bien los dos últimos acordes, tocados en diminuendo, comunican una profunda serenidad.
En el tercer movimiento Böhm es imcomparable: un paso lento emparejado a un propulsivo ritmo danzable que la Philharmoniker es capaz de sugerir sin pérdida de dignidad musical, con Beethoven haciendo gala de su conocimiento íntimo de las tabernas de los bosques vieneses: el fagot dormido sobre el carro del heno.
La tormenta es lenta en su construcción, implacable en su turbulencia, retumbante en su retirada, enlazando discretamente su segunda parte (piccolo y trombón) con El Holandés Errante.
Si los últimos 28 compases del finale eran convertidos por Walter en una lenta y autoconsciente bendición, en un himno panteísta poco adagio, Böhm dibuja una atmósfera en abundancia sin tal énfasis: un ligero abandono del tempo, un verdadero sotto voce en las expresivas cuerdas y una especiada llamada de trompa. La coda no requiere más para conjurar un mágico y lejano crepúsculo, reconciliando la pintura tímbrica con el sentido improvisatorio de una cadenza formal.
La soberbia grabación analógica embalsama la impecable orquesta (DG, 1971): La Wiener Philharmoniker puede presumir de la herencia orográfica, pero esta agrupación ha crecido orgánica y necesariamente con cada cambio de profesor en sus atriles: con esa sonoridad densa, expansiva, vibrante y adorable de las cuerdas (de asombrosa unanimidad) que cubre la riqueza tímbrica de los vientos (doblados y bellamente empastados) es difícil no caer en el romance. A este respecto puede apuntarse el comentario realizado por su violista principal años después de hecha esta grabación: “Cuando tocamos Beethoven con Bernstein lo hacemos al modo de Bernstein, pero cuando tocamos Beethoven con Böhm lo hacemos al modo de Beethoven”.






En su pragmatismo (ciertamente sinuoso, lleva grabando discos 51 años, ahí es nada) Nikolaus Harnoncourt deswagneriza sónicamente Beethoven, prefierendo intuir solo el próximo romanticismo pero sin enraizarlo tampoco en la era clasicista. La fresca y refinada expresividad de la Europe Chamber Orchestra (unos 50 efectivos) imprime un estudio tímbrico inaudito hasta la fecha (camerístico, como el nombre del conjunto indica). La formación historicista del maestro impone la minimización del vibrato y el equilibrio sonoro entre las voces, la característica agresividad rítmica que mantiene cierta flexibilidad (por ejemplo en los énfasis estructurales, o en los cambios de carácter importantes), la dinámica muscular pero sin exageraciones artificiales (la Szene am Bach es adorable sin ser lánguida, enfatizando hipnóticamente la figura del murmullo del arroyo, pero difuminando los sutiles contrapuntos de otros motivos). A pesar de la negativa a la división antifonal de los violines y al rechazo de las marcaciones metronómicas de la partitura para una representación contemporánea (debido a los superiores tamaño de la orquesta y resonancia del recinto), y a la familiaridad de los instrumentos modernos (a excepción de los trompetas naturales cuyas timbres cortantes fanfarrian las texturas) los compases se suceden intrépidos, cual emocionantes y estimulantes descubrimientos. Como ejemplos en el primer movimiento podemos citar:
La marca fp en los vientos en el c. 53 es un diminuendo que se extiende no sólo hasta la séptima corchea, sino también a ella; entre los cc. 66 y 67 se produce la más ligera de las pausas, como si los violines cogieran aliento en feliz anticipación de la frase por llegar; el oboe capta nuestra imaginación pasando de si bemol a re cerca del comienzo del desarrollo (cc. 163 y ss.); reaparece el hábito furtwängleriano de la pausa arbitraria antes del tema principal en sus dos entradas en el desarrollo (cc. 191 y 237). Sin embargo, este allegro ma non troppo parece un tanto reacio al despertar de los alegres sentimientos al llegar al campo debido al romántico, melancólico y antiheroico legato en la acariciante e íntima si bien rústica tímbrica de la sección de cuerdas.
En el inicio del apacible andante Harnoncourt desliga los tresillos del acompañamiento y de las trompas (cc. 7 y ss.) subrayando la cualidad sincopada de la música y alentando al arroyo a burbujear libremente. Delicioso el solo del fagot sin permitir que las violas usurpen su protagonismo (cc. 32 y ss.). Otro detalle decimonónico es el deccelerando acompañando al diminuendo en las parejas de corcheas del c. 111.
A partir del scherzo un estallido dinámico insufla vida a la hasta entonces plácida interpretación, como en el segundo tema (cc. 92 y ss.) melodiado por el sincopado oboe y acompañado por el burlón fagot que sólo puede emitir dos notas (tónica y dominante), o la violenta danza zapateada del trio (cc. 165-180).
La tormenta, amenazante pero no melodramática, contrasta con un finale casi demasiado vibrante: Harnoncourt libera el tema de apertura de su obvia religiosidad y lo deja volar en el atardecer con un marcado júbilo olímpico. Hagamos hincapié en cómo se hermosea un pequeño motivo: en la recapitulación, en la primera variación tras la canción de los pastores (c. 117), la música se aquieta: por debajo de los gorgoteantes primeros violines se escucha una célula de cuatro notas en pizzicato por parte de los segundos, apoyados en los acordes de los violonchelos (todo ello marcado piano). En el c. 125 pasa a los primeros violines en crescendo y staccato acompañados por las violas repitiendo el motivo a contratiempo y en pizzicato. Repentinamente (cc. 133-140) la orquesta responde en tutti y el pequeño sujeto es enfatizado por Harnoncourt en las trompas.
Quizá para algunos oyentes la original prominencia de lineas subsidiarias podrá parecer arbitraria, perversa, incluso grotesca, perdida la lógica y coherente estratigrafía musical y olvidada la belleza conocida del sonido. Hagan la prueba. La grabación, en directo, es excelente si bien algo distante (Teldec, 1990).




 
Los instrumentos antiguos (específicamente vieneses, afinados a unos modernos 440Hz) de Anima Eterna aportan un plus agreste, tornasolado y centelleante a la definición de las traslúcidas texturas, siendo los diálogos entre los planos instrumentales equilibrados, diferenciados y poco empastados. Si a esto Jos van Immerseel añade unos tempi a la breve (los requeridos por el autor) la escala tradicionalmente atribuida a Beethoven (heroica, majestuosa) se transfigura en otra camerística de carácter conciso, airosa, trivial incluso por momentos, pero plena de impulso vital.
El pulso ligero prescrito por Beethoven convierte al primer movimiento en un paseo enérgico en una agradable mañana invernal y hace cobrar sentido a la fascinante repetición en un continuo flujo dinámico sobre notas idénticas (cc. 16-25). Otros detalles que enlucen podrían ser: Justo antes de la recapitulación, un lugar para el que siempre Beethoven reserva un tratamiento especial, la callada aproximación al retorno de la tónica es preparada por un potente si bemol mayor (c. 275-78), después del cual el primer tema (en la tónica) se desliza suavemente en los segundos violines y las violas mientras los primeros violines improvisan trino y arpegio sobre el pasaje; o cómo en el comienzo de la coda los violines acunan el persistente ritmo ternario con un tacto exquisito (cc. 428 y ss.); o cómo tras varias cadencias quebradas, un humorístico clarinete destaca un nuevo tema, trayendo a las mientes una banda de viento popular (cc. 476-492), dentro de la cual todas las marcaciones forte son tratadas moderadamente para permitir la escucha del clarinete.
Basado en la edición de la obra debida a Jonathan del Mar es el uso de la sordina en los sedosos violines: ahora el arroyo musita poesía en la sombra. Pero, acaso, es más relevante el carácter propio que poseen los solos de las maderas: en los cc. 136-139 la íntima frase en pp pasa de instrumento a instrumento en una ininterrumpida línea de expresión, con un halo de belleza.
En un ambiente erótico-festivo los campesinos bailan y se emparejan con vigor hercúleo en el ritmo ternario del scherzo. Los alcoholizadas trompas acentúan furiosas la danza, cual reflejo de Baco en la fantasía Disney. El trio en 2/4 gira espléndidamente desenfrenado, tanto que, al final de la danza rústica parece que el caos está a punto de imponerse hasta que la llamada de las trompetas anuncia el retorno a la sobriedad (cc. 203).
A pesar de su economía de medios -unas sucintas 24 cuerdas (6.6.5.4.3)-, la tempestad cruje con intensidad dramática por la arrebatada coloración de los metales fieros, los punzantes timbales, el tremolando en las cuerdas graves. Al declinar, la continuidad de la naturaleza restaura el idilio: a partir de la escala de oboe como un arcoiris sonoro (cc. 154-155) las cuerdas se expanden, con los violines respondiéndose antifonalmente a través del paisaje. Immerseel parece preferir no conducir de una manera convencional, sino más bien coordinar la representación como un músico de la época habría hecho: sencillo en la articulación, de acentuación angulosa pero sin retóricas desmesuradas, con inflexión vocal de las frases, y descartando cualquier hábito de rallentado en las cadencias conclusivas. Sin embargo demuestra una habilidad klemperiana en la construcción de clímax y una determinación de hacer expresiva cada nota: escúchese la impresionante presencia de los fagotes en la segunda variación sobre el tema principal (cc. 177-182). Los contrabajos (con trastes y afinados por cuartas, a la última moda de 1800) resuenan con todo su poderío en la dulce y pasmosa toma sonora, de extrema separación estereofónica (ZigZag, 2006) y que recrea la turbación y el impacto que en su día esta música generó en la percepción de la audiencia.