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martes, 3 de marzo de 2020

Rachmaninov: La isla de los muertos

Sergei Rachmaninov confesó de modo revelador que “la música de un compositor debería expresar el país de su nacimiento, sus aventuras amorosas, su religión, los libros que le han influido, los cuadros que ama”. La isla de los muertos es un poema sinfónico de 1909 basado en el cuadro epónimo de Arnold Böcklin, donde la figura cadavérica de Caronte transporta en su barca un cuerpo a través del río Aqueronte hacia un islote con ominosos cipreses y sombríos tallados en roca. Culmen del postromanticismo ruso, está estructurado en forma de simple arco, con una orquestación virtuosa con triples vientos, extensión lógica de su exploración de matices tonales y variedad textural al piano. 

El inusual compás de 5/8 (o, más bien por su pulso, un oleaje irregular 2+3 y 3+2) riela hipnóticamente el suave chapoteo del agua mientras el remero avanza hacia la isla desolada. Un lóbrego segundo tema presentado por la solitaria trompa se entreteje y refuerza el carácter abatido; embebida está la silueta del canto llano medieval Dies irae, emblema de mortalidad que obsesionó a Rachmaninov y que asoma por toda la obra como material mutacional. Diversos motivos y cambios orquestales en múltiples voces van fluyendo en una marcha fúnebre que avanza imparable en un prolongado crescendo de paulatina urgencia, sugiriendo de modo admirable el progreso determinado e inexorable del remero. El perfil imponente de la isla es revelado en la figura 11 y 5 compases, justo antes del esfuerzo final de Caronte que conduce a un devastador clímax.
La llegada a la orilla está marcada por el cambio a ¾ en el ritmo (tranquillo, f. 13 y 4 cc.) y por las texturas neblinosas que separan la vida terrenal del reino de los muertos. Entonces aparece la anhelante memoria de la vida: dicha, temor, pasión, duda, lamento, catarsis, y en última instancia, resignación y aceptación de la muerte. La orquesta explora distintas variaciones del tema, que alcanza su límite con una serie de furiosos acordes aumentados con violentos platillos tchaikovskivianos, hasta llegar a un momento de paz (largo, f. 22 y 11 cc.) tras el cual el Dies irae regresa en un canon de prolación como un trance exhausto, temblando misteriosamente el trémolo de cuerdas. A partir de la f. 23 el leitmotiv del remero va y viene como transición, entrando casi imperceptiblemente en las cuerdas.
El ritmo 5/8 retorna definitivamente (f. 23 y 15 cc.) cuando Caronte abandona el alma en la isla y retoma su funesto empuje, regresando por retazos ya escuchados mientras el motivo inicial se sume en el silencio.  






Rachmaninov inició su carrera como director en 1897, sin aprendizaje formal, reflejo de su austera y meticulosa formación pianística, pero no fue hasta 1929, ya en su exilio americano, cuando documentó su lectura de La isla de los muertos: Recently, we were recorded in a concert hall, where we played exactly as though we were giving a public performance. The Philadelphia Orchestra, their efficiency is almost incredible, produce the finest results with the minimum of preliminary work. After no more than two rehearsals the orchestra were ready for the microphone, and the entire work was completed in less than four hours”. Preciso y demandante, exteriormente plácido, se comunicaba con parcos gestos con la orquesta, previamente preparada por Eugene Ormandy (al que Rachmaninov no apreciaba como músico). Admirador del Mahler director por su extrema atención al detalle, su agudo oído podía detectar la menor imperfección en la armonía, la entonación o el equilibrio instrumental. Rachmaninov prioriza la arquitectura a gran escala sobre los pormenores de fraseo, tempo y dinámica no marcados en la partitura (como el diminuendo en la f. 22), pero que son claramente fundamentales en su diseño conceptual, como la sección central, muy diferenciada según su propio deseo (“ha de ser más rápida, más inquieta y más emotiva”), de un gran contraste dramático. Los temas líricos son interpretados con gran libertad métrica (perfectamente controlada, sin perder la línea narrativa) dentro de un fundamento de reserva. De acuerdo con la revisión contemporánea que hizo Rachmaninov a la partitura, la grabación conlleva notables cortes (62 compases de los 478 totales), que fueron institucionalizados por la Philadelphia Orchestra en las décadas siguientes, si bien ignorados por las editoriales musicales. Preferible la ruidosa edición RCA (Vista Vera y Dutton filtran demasiado el sonido), aunque las dinámicas aporten ocasionales saturaciones.





La cavernosa grabación debida a Dimitri Mitropoulos con la Minneapolis Symphony Orchestra (Sony, 1945) potencia el carácter ineluctable, oscuro y terrorífico de la obra. Los poderes galvánicos del griego presentan el elemento mágico y fantasmal desde el agorero comienzo, entre naturaleza muerta y pintura viva, que exprime la inercia rítmica del metro quíntuple, dibujando una línea acuosa sobre la que flotan las sucesivas apariciones del Dies irae en los vientos con un efecto acumulativo amenazador. Obsérvese cómo en la f. 5 y cc. 10 Mitropoulos remarca las oscilantes figuras en los violines verbalizando el desequilibrio del bote. Vibrato pujante y muscular en las maderas y sutiles gradaciones agógicas, a impulsos, aromatizadas con peligro, de  exaltación turbulenta y mesmérica.






Serge Koussevitzky fue amigo del compositor desde su adolescencia, tocó el contrabajo bajo su batuta en Rusia, le dirigió como concertista de piano, y posteriormente fue compañero de exilio en el continente americano. Director durante un cuarto de siglo de la Boston Symphony Orchestra, donde en su relación tiránica y magnética se dirigía a los músicos llamándoles “hijos míos”, Koussevitzky era capaz de iluminar las texturas por medio de resaltar detalles que otro podría considerar nimios, quizá alejándose de la partitura (tempi a tirones, expresivos portamenti en las cuerdas, libertades agógicas, rallentandi antes de los clímax) en busca de una desaforada intensidad emocional. El empuje dinámico dentro de cada compás dicta la obsesiva respiración de las cuerdas. La febril retransmisión radiofónica, a pesar de la depravada grabación y la estridencia de timbres, soslaya la grandilocuencia y da cuenta de la unanimidad instrumental (Lys, 1945).







"La gente dice que odio a los músicos", comentó Fritz Reiner una vez. "Eso no es cierto. Solo odio a los malos músicos". Durante su década en Chicago el infame tratamiento de Reiner a sus profesores solo compitió con su fanática dedicación, una técnica insuperable y una personalidad intimidante, que transformó una orquesta cuyas habilidades apenas se conocían fuera del Medio Oeste en un conjunto perfeccionista de clase mundial, gracias en gran medida a las muchas grabaciones de referencia que hicieron juntos. La Chicago Symphony Orchestra equilibra en isostasia sus secciones y exhibe la armonía opresiva y umbría, como en la tripleta de acordes sforzato que rematan con brutalidad inigualable en la f. 22, de siniestro impacto. La atención a los detalles es toscaniniana (el sostenimiento de los crescendi, la retención de los clímax), pero nunca en detrimento de la integridad arquitectónica: escúchese cómo la precisión rítmica se enfatiza en el momento más callado de la sección central. La cinta magnética de 35 mm (RCA, 1957) recoge las volcánicas tímbricas de los vientos a costa de una menor presencia de cuerdas y percusión.





Entre tanto director exiliado refulge la interpretación de Vladimir Ashkenazy en 1983. La Royal Concertgebouw, en plenitud por aquel entonces, aúna una tímbrica pulimentada a una inercia rítmica rara vez expuesta por un conjunto no ruso. Fantasía suntuosa y colorista, de texturas pulposas y opulentas, evoca la muerte como liberación de acuerdo a la filosofía simbolista que fundamenta la pintura de Böcklin. Parte del secreto es la manera en que Ashkenazy subraya los frecuentes cambios cromáticos en la segunda parte, contrastando de manera acusada los parajes conminatorios con aquellos de serena tranquilidad. Grabación radiante en el fulgor de los metales, cálida en la estentórea percusión, y espaciosa en el siempre problemático por reverberante Concertgebouw de Amsterdam (Decca).





La Philadelphia Orchestra (¿fue Rachmaninov quién creo el sonido Philadelphia, o fue Philadelphia quién creo el sonido Rachmaninov?) da una ejecución excelsa, de timbres lujuriosos y texturas aéreas que resuenan con las voces internas, pero la temperatura emocional es baja, y la belleza refulge pálida y estéril como la superficie lunar (ese arpa argéntea). Sin tomar riesgos, el estático y pusilánime Charles Dutoit elude la articulación rachmaninoviana, no se inclina ante el rubato, y la escasa dinámica evita el drama y espejea sensualidad. Toma sonora distante y lánguida (Decca, 1991).





Evgeni Svetlanov nos ha legado una grabación de concierto (BBC Legends, 1999) en el Royal Festival Hall de Londres, imponiendo a la BBC Symphony Orchestra (y a la perpleja audiencia) la convicción de su arriesgado concepto personal, que puede resultar controvertido en su duración, casi 25 minutos, aunque no falto de cohesión arquitectónica (gótica-romántica a lo Friedrich). En un ambiente de pesadilla desde el primer y hostil impulso de remos, nos unimos al descenso condenatorio al Hades, donde la tensión épica bordea el terror al levantarse la niebla y contemplar la isla, lúgubre de texturas, acaso no sutiles, sí muy efectivas. El clímax es inusualmente sostenido, con metales restallantes y cuerdas abrasadoras. La sección central, de mahleriana e implorante inocencia, retiene el ritmo justo al contrario de lo exigido por Rachmaninov: el efecto es inenarrablemente trágico. El pilar conclusivo acerroja el sentido de continuidad progresiva y fatalista del tempo.






Vasily Petrenko ha rejuvenecido y potenciado brillantemente la Royal Liverpool Philharmonic dentro de esta oleada rusófila (rublófila) que ha invadido el territorio británico en todos los ámbitos. A petición de Petrenko, todos los atriles aplican un menor vibrato de lo habitual, en beneficio de un estudio tímbrico que acentúa los graves para exaltar lo despiadado y macabro en los soportes monumentales de la obra (como la percusión que remacha el ritmo remero en su último esfuerzo). Las secciones son diferenciadas rapsódicamente, recalcando el drama transitorio a expensas de la unidad estructural, y el rubato se aplica compás a compás, caracterizando cada uno de los impulsos 5/8 de la barca. Abominables los motivos cromáticos descendentes a cargo de los vientos que salpican la edificación de los clímax. La zona central es agónica, plena de anhelante nostalgia, pánico y desesperación. Descomunal toma sonora, con perspectiva y profundidad, que añade una capa de misterio a la cinemática orquestación (Avie, 2008).


viernes, 21 de agosto de 2015

Chopin: Sonata no. 2, op. 35 Fúnebre

Llamar sonata al opus 35 de Chopin (1839) podría parecer un capricho ya que en principio es una secuencia furtiva de 4 movimientos sin vida en común (desde y según los negativos comentarios de Schumann). No obstante, un análisis moderno revela una consistencia interna extraordinaria a partir de los principales motivos temáticos obtenidos de su tercer movimiento (compuesto ya en 1837) y la unidad de color armónico, forjada desde la hosca y temperamental clave de si bemol menor. De esta guisa busca Chopin la renovación de la forma en busca de una mayor espontaneidad, siguiendo las licencias poéticas de las sonatas de Beethoven (op. 26) y anticipando el principio cíclico de un Listz o un Franck.

I Grave-Doppio movimento: Tras la breve y amenazadora introducción de apasionados y quejumbrosos acordes (métrica y armónicamente irregular, que determina el destino temático de la obra) se expone el violento y trepidante primer tema (c. 9-24), que, a diferencia de la norma, no volverá en la recapitulación, donde reinará el perfil apacible del segundo tema, expuesto desde el c. 41 hasta el c. 56 (dos frases de 4 y una de 8 piú lento-trio), y que poco a poco va animándose sobre tresillos de negras, después de una transición sostenuto, casi recitada. Un ardiente y breve desarrollo en escritura enarmónica y una coda (cc. 230-242) completan la fantasía.

II Scherzo: Una fogosa tormenta musical, muscularmente beethoveniana, con el silbido del viento en la sucesión cromática de los acordes de sexta. Inesperadamente aparece el oasis de calma del trío (cc. 82-191), piú lento, un vals triste de ritmo oscilante y con una melancólica frase melódica en eco. El retorno del scherzo cual danza de las tinieblas equilibra y anticipa con suspense dramático (cc. 192-290), que se resuelve en smorzando hacia un extraño murmullo que prepara el tempo para la ...

III Marcha Fúnebre: Germen y centro de gravedad de la obra, está basada en la lenta e inquietante figura ostinata en la mano izquierda, una lúgubre combinación de dos triadas. La sección central, un aria doliente, modula a mayor, actúa como trio y alivia en su melodía cantabile, tierna y dolorida (cc. 31-55).

IV Finale. Presto: Es un perpetuum mobile de cuatro chirriantes tresillos desarmonizados por compás, sin diferenciación de melodía y acompañamiento… solo una inaprensible, improvisada, deshilachada línea monódica en irónica representación del vacío. Un epigrama sombrío y enigmático: “Esto no es música… es una esfinge de sonrisa burlona” criticaba Schumann. 

En resumen, un orgánico e indivisible conjunto, cuya concepción de forma y desarrollo temático es esencialmente diferente a la de los maestros clásicos, cual libertario affaire de secuencia, variación y modulación. ¿Capricho? No, una sonata chopiniana.








El pianismo grabado más cercano en el tiempo al de Chopin de que disponemos es el de Raoul Pugno, pupilo de Mathias, él mismo alumno fundamental (único en el sentido de receptor de su tradición) del compositor. Una Marcha de estilo delicadamente claro, de pulsación refinada, pulcro al más minucioso nivel, brillante más que cálido. Pugno dictaba en su cátedra del Conservatoire que “la asincronía es enteramente anti-musical”: por ello el desfase de la línea melódica de la mano derecha respecto a la métrica de la izquierda está muy controlado. Del mismo modo el tempo fluctúa en unos (relativos) estrechos márgenes, si bien tras la íntima sección central altera la dinámica de la marcha y hace un rallentando final. El cilindro de cera original adolece de una afinación inestable, que afortunadamente la edición de Marston corrige en buena medida. Para aquellos preocupados por la calidad de la toma sonora les dejo las palabras del crítico Laloy tras la escucha in situ de estas grabaciones en 1903: “The Gramophone stands out from all sound recording apparatus by its power, which is twice that of any other and especially by the precision with which all the subtleties of the performance and all the distinctive qualities of the timbre are reproduced. Listening to it, at these auditions, one experiences the purest artistic delight and I believe that it is time to bring to the attention of musicians an invention which from now on will permit everyone to hear repeatedly the greatest works of the masters performed by other masters”.





Según refería una tardía reseña en The Times: “It’s when Chopin [the sonata] displays his darker and stronger moods, which Miss Scharrer recognizes and tries to treat as the manly stuff they undoubtedly are, that she begins to hit the music, often wildly”. Por ello es aún más lamentable que la necesaria adaptación al tiempo máximo posibilitado por el cilindro de cera forzara que Irene Scharrer sólo grabara la Marcha Fúnebre (una de sus especialidades, con la cual debutó en Londres con dieciséis años), y además excluyendo la repetición. El venerable documento (Apr, 1916), de graves perjudicados, nos abre un portal a un pasado pianístico soñador: la utilización del abundante, impredecible y dislocado rubato, la asincronía entre el ritmo imperturbable del acompañamiento mientras la melodía vacila caprichosa y fabuladora, la claridad nunca difuminada por el astuto e imaginativo pedal -ahora anticuado-, la maestría en las gradaciones dinámicas, la poética sensible e íntima, la nostalgia en la delicada melodía del trio, la caleidoscópica paleta tonal.





Aún más asombroso es el pasaje espacio-temporal que propone Rachmaninov. En 1885, a los doce años de edad, asistió a un concierto ofrecido por el legendario virtuoso Anton Rubinstein (colega y rival de Chopin en los salones parisinos). La cinemática interpretación de la Marcha Fúnebre dejó una huella imborrable en el joven, que la adoptó como suya: la variación de la dinámica en la repetición convierte el movimiento en un arco procesional que se aproxima en crescendo, permanece junto a la sepultura en el trío, y, retornando en fortissimo, desfila en la distancia en un gradual diminuendo. Todo ello, por supuesto, en completo desdén por las indicaciones del compositor.
Igualmente efectiva es la disposición de las dinámicas en el movimiento de apertura, reflejando la tendencia rusa a enfatizar el clímax restringiendo su volumen en vez de remarcarlo, la acentuación seca y siniestra del ritmo galopante del primer tema (claro y preciso, sin pedal, al pairo de la partitura), que retorna con todas las marcaciones dinámicas invertidas, desplazando el culmen dramático.
El scherzo revela el sobrehumano mecanismo de Rachmaninov, capaz de controlar acordes complejos tocados a toda velocidad, y permitiendo impregnar el ritmo de una inexorable fuerza trágica. Resaltar como se gradúan con tanta exactitud geométrica los crescendi como se otorga acusada flexibilidad rítmica (un cantaor diría que tiene duende) a la cantabile sección più lento.
Sobre el cortejo fúnebre ya hemos advertido como trastoca el arrullo de una muerte dulce hacia una sombría visión de un destino indomable, impasible ante la esperanza o la oración. El tempo vivo (muy estricto, ignorando las frases pequeñas y sus cambios dinámicos internos) refrenda el concepto de marcha. La profundidad expresiva se acompaña con una restringida y leve desincronización de manos en el trio.
El finale despliega una turbulenta agitación emocional y la alteración del texto en el último compás, donde suaviza la brusca sorpresa de los acordes conclusivos con una mínima pausa.
Además del escaso uso del pedal y la concepción orquestal del sonido, hay que hacer referencia al frecuente tratamiento arpegiado de acordes; y al revés, para impulsar el flujo musical con presteza la mejor solución práctica es eliminar los arpegios, por ejemplo en los cc. 3 y 5 del scherzo; en este caso, la probable limitación física de Chopin (y no el factor expresivo) prescribe el arpegio sobre el acorde de décima; algo risueño para las descomunales manos del ruso. 
Con su inmaculado legato, Rachmaninov toca la melodía como si fuera un cantante, con sus rallentandi y accelerandi adoptando la forma de las frases (exactamente como ha quedado recogido el estilo de Chopin por sus contemporáneos). Aberrante, portentoso, excesivo, magnético, ¡genio! De entre las ediciones escuchadas (Naxos, RCA, Philips, Andante) ésta última es la de mayor presencia y definición (1930).





Alfred Cortot registró la obra en cinco ocasiones, siendo preferibles sus grabaciones tempranas, de juvenil sofisticación despreocupada, donde recrea el turbulento espíritu chopiniano de nostalgia y soledad existencial. Su mecanismo (su desobediente mano izquierda) es propicio (es decir, es inmune) a las notas falsas en momentos cruciales de la partitura, lo que añade desconocidas armonías a la obra (su alumna Lefebure decía que “his wrong notes were those of a God”). Cortot representa la escuela simbolista, emocional, impulsiva, de aparente espontaneidad, pero basada en el profundo estudio de la partitura y su contexto: sus pedagógicas “Editions de travail” así lo demuestran. Su pianismo busca la declamación retórica del discurso musical, de aterciopelado legato, inigualable en el dominio del rubato y la variedad de tintes. La concepción vocal de la línea es ligera, vivaz, volátil. La libertad rítmica y métrica, de flexibilidad tendenciosa. Rompe con la tradición interpretativa en la elección de los vertiginosos tempi, que mantienen el mismo nivel de tensión a lo largo de los cuatro movimientos: atención a la fuerza rítmica de los tresillos ascendentes y descendentes después de la breve expansión del segundo sujeto en el doppio movimento. Pulsátil cual carrusel también el scherzo. Magia en la marcha (licenciosa e irresistiblemente vencida hacia el grave) a la que Cortot llamaba “un poema de muerte”, y leve desincronización en su trio; vértigo en el árido unísono del finale. A mi entender el sonido (1933) está demasiado filtrado –para eliminar ruido de superficie– en esta edición de EMI de 2012.





I am not lying. I am living out my imagination”. Mentiroso compulsivo (él lo llamaba usar la imaginación), Samson François llevó a fogonazos una vida tan exagerada como su larga melena colgando frente a sus ojos mientras tocaba jazz, terriblemente borracho, hasta la madrugada en clubs parisinos. Privilegia la melodía en detrimento de la arquitectura, en una concepción rapsódica, originalmente libre, comenzando por las excéntricas variaciones de tempo en el primer movimiento: aceleración progresiva hasta el doppio movimento. Fraseo depravadamente fascinante, desenvuelto cual improvisación, con unos pedales rebeldes e infinitamente modulados que siempre tienen sentido, contrastando con unas dinámicas poco matizadas (scherzo). Más eslavo que francés, indisciplinadamente personal y singular: “Buscando la curva de la melodía, paso por alto las estructuras, veo dónde me lleva la frase, sin saber que viene a continuación”. Así, la marcha es heroica antes del trio y desesperadamente doliente después, donde sigue el colorista modelo de Cortot bajando una octava el tema de la mano izquierda. Lástima de pedregosa conclusión, decepcionante. Son preferibles las versiones juveniles mono (naturalmente equilibradas, como ésta de 1956 editada por Philips -la de EMI suena mucho peor-) a las estéreo.





La crítica de 1962 aparecida en Gramophone auguraba que este disco sería “a great recording of the century”. En efecto, Arthur Rubinstein cambió la manera de enfocar a Chopin. En lugar de tratarlo como una música de salón, repleta de sentimentalismo y brillante presunción, permitió que hablase por sí misma desde un patricio distanciamiento emocional, integrando el clasicismo de la arquitectura de la obra con la tradición epigonal romántica: como un clásico derivado de Mozart, nada decadente o tardo-temperamental. Soñador sin ser indulgente; apasionado, pero perfectamente disciplinado; elegante y sensible, dulce en las partes reflexivas y temperado en las páginas borrascosas. Sin renunciar al rubato lo restringe con lógica, sin trastocar los pilares de la métrica, para producir un conjunto coherente a partir de la expresividad de las partes. Acompañamiento metronómico, mientras la mano derecha canta con absoluta libertad y flexibilidad, con un natural sentido de frase y tempi. Y sí, puede haber oyentes que, después de las anteriores interpretaciones, más impredecibles, encuentren en su aproximación cierta frialdad u objetividad, quizá fidelidad sin sobreinterpretación, quizá optimismo vital, su regocijo personal reflejado (afirmaba ser la persona más feliz que jamás había conocido). El segundo compás del scherzo es un verdadero crescendo rossiniano, una explosión salvaje que contrasta con la tierna belleza de la sección central, de inimitable terciopelo. Sus cadenciosos ritmos son cuidadosamente moldeados para proyectar la tensión en la Marcha: sombría, digna, reservada, de aplomo aristocrático. Rubinstein consideraba al finale como “el rumor aterrador del viento nocturno deslizándose sobre las tumbas”. En su lúcida lectura los patrones melódicos se establecen por sí mismos, sin algarabía, etéreos en el mantenimiento asombroso del sotto voce. Toma sonora (Philips, 1961) muy cercana al instrumento y un poco seca. La edición de 2010 posee significativamente mayor impacto dinámico (dentro de la relativa parquedad en este sentido de Rubinstein). 





Vladimir Horowitz abandonó la actividad concertística en 1953, para, en un estado de semirretiro, reconsiderar sus interpretaciones, extender su repertorio y refrenar lo que él mismo consideraba “elementos de histeria” en su pianismo. La primera grabación tras esta larga pausa fue la 2ª sonata chopiniana (Sony, 1962). Respecto a su melodramática anterior lectura (1950) se conservan (amansados) el estado febril, los ataques marca de la casa, la fiera y maniaca intensidad, pero añade un nuevo sentido estructural. Centelleante claridad de textura (su frugal uso del pedal destaca el contrapunto) en el desarrollo del primer movimiento, y convincente las pocas veces que se aparta de la partitura, como en la repetición de la primera frase, variada en staccato. El scherzo ya no es tempestuoso, integrando un trio de coreografía polifónica, con los trinos de la mano izquierda apenas sugeridos. La marcha fría, aristada a ritmo vivo, ligera de texturas, con una sección central delicadísima, de decadente magia negra. Finale desesperado, trémulo. Su virtuosismo deslumbrante se traduce en las infinitas matizaciones del fraseo (a tramos estrafalario), de las dinámicas, del equilibrio (juego) entre las manos -subrayando la izquierda con acentos inesperados-, su instantáneamente reconocible sonoridad pirotécnica. Horowitz decía que, en privado, podía tocar como un ángel. Tal vez… lo que es seguro es que tocaba como el Diablo. Sonido excelente, complejo y prolijo.





El nervioso temperamento artístico de Marta Argerich supone la búsqueda voluntaria de un riesgo que, en otras manos, podría desembocar en el desastre. Ataques transgresores, turbulentos, hercúleos. Tensa y arrebatada en el primer movimiento, de rubato elegante sin ser amanerado, donde el apogeo se eleva frenético (el da capo desde el 5º compás equilibra la estructura). Scherzo siniestro en su maravillosa concentración y vehemencia torrencial. Bravura y espontaneidad en la agónica marcha, donde ni falta reposo ni sobra bombástica, y cuyo trio frena por instinto (no por indicación de Chopin), drástica e irrealmente. Finale de pesadilla, atisbado en la neblina surrealista. Toma sonora típica de la DG en aquellos años (1974), metálica, precisa.





Sabida es la polvareda que levantó Ivo Pogorelich en su exacerbada participación en el Concurso Chopin de 1980. En ésta su primera grabación después del escándalo (“You may not like my Chopin, but you will remember it”), el joven croata aplica un heterodoxo enfoque de, diríamos, deconstrucción cubista, recreando cada movimiento como si fuera una sonata (allegro-adagio-allegro) en sí mismo. Su técnica, perturbadora, profundiza en los contrastes de tempi, dinámica y articulación. La sinuosidad envolvente del legato chopiniano es empujada por el staccato de Pogorelich hacia los afilados rompientes de la modernidad. Primer movimiento conflictivo, anguloso y crispado en el primer sujeto, y líricamente relajado el segundo, con la sección del desarrollo adoptando extraños ritmos. El pausado trio implica una desaforada aceleración en la reexposición del scherzo. Aparte de las individualizadas dinámicas en la marcha, la austera sensibilidad de la sección en re bemol mayor encaja perfectamente (atención a los fabulosos trinos). La supresión de repeticiones (aquí y en el resto de la sonata) altera la clave constructiva y emotiva de la bóveda de la obra. Atención fascinante a los timbres y colores, con el pedal de resonancia entretejiendo luces y sombras en la misma frase. Una vez más la exuberante imaginación de Pogorelich nos seduce mientras explora la naturaleza contradictoria de la obra y la arroja a una suerte de narrativa perversa (DG, 1981).





El romántico rubato de Shura Cherkassky está tan pasado de moda que sus rallentandi-accelerandi son exactamente aquellos que distinguían a Chopin de Liszt. Según el diario de Lachmund el rubato de Liszt era ‘‘quite different from the Chopin hastening and tarrying rubato . . . more like a momentary halting of the time, by a slight pause here or there on some significant note, and when done rightly brings out the phrasing in a way that is declamatory and remarkably convincing . . . Liszt seemed unmindful of time, yet the aesthetic symmetry of rhythm did not seem disturbed’’. Estrambótico, afectado, iconoclasta en los tempi, palidece sin embargo frente al libre cantabile de Rachmaninov. Gran colorista, su introducción recuerda los compases de apertura de la Sonata nº 32 de Beethoven. Cherkassky recrea el carácter improvisado de la música -descripciones del pianismo de Chopin sugieren que nunca tocaba sus propias composiciones de la misma manera, y que introducía variantes “acordes al carácter de la ocasión”-; así, el primer sujeto es expuesto en una manera flexible (énfasis retórico en los pulsos principales -y consecuente ligereza de los débiles-) que no siempre coincide con la marcación chopiniana. Cromatismo (pre)wagneriano en el desarrollo del primer movimiento, su clímax conseguido a través de (la concentración motívica y) el uso de la triple estratificación de la textura (cc. 138 y ss.). En el scherzo subraya los saltos característicos de una (transformada) mazurca, la modulación beethoveniana al final de la sección trio (cc. 186-191): las octavas que se generan oscurecen la armonía de este pasaje puente hacia el retorno del scherzo. Marcha impregnada de fatalismo, con ejemplar uso del pedal para definir las ligaduras del fraseo. Finale nimbado de fluidez amelódica. La grabación, en concierto, recoge el timbre metálico del instrumento, un tanto plano de dinámicas (Decca, 1982).





“Toca mejor que todos nosotros juntos” confesó con entusiasmo Rubinstein al acreditar a Maurizio Pollini como ganador del concurso Chopin de 1960, precisamente con esta obra. Riguroso en el detalle textual y en la arquitectura de la partitura, Pollini reconoce edificar su interpretación a partir de la imaginación del compositor (¡!) más que a partir del instrumento, ya que: “La propia fantasía creativa debe ir más allá de la realidad precisa y de las posibilidades de aquel”. Sutil uso del rubato (heredado del propio Rubinstein), sin permitir nunca que amenace el armazón: la transparencia de texturas y la austeridad en la articulación permiten desvelar las complejas voces internas. Enfatizando las afinidades entre los cuatro movimientos (como el primer sujeto en pianissimo, imitado en la marcha), su respeto por la partitura se muestra en la recuperación de los cuatro compases de la reexposición del primer movimiento, idénticos a los de apertura (desde el 5º en adelante). El scherzo demuestra su exuberancia física, contrastando con momentos de anhelante introspección, un tanto olímpicos en su distanciamiento. La Marcha trae una recreación oscura y reposada y una amplia gama dinámica (conjurando el cortejo desde casi el silencio), de poderío arrollador (otra particularidad en el segundo pulso del c. 14, donde toca dos corcheas en vez de las prescritas corchea con puntillo-semicorchea). El breve y ligetiano finale, un espectro sin notas discernibles individualmente. De sensibilidad tan contenida como palpitante, Pollini continúa atesorando una precisión quirúrgica, glacial y casi macabra, aunque esta primera grabación (DG, 1984) paréceme preferible a la más moderna (DG, 2008) por su mayor tensión emocional y superior toma sonora.





Grigory Sokolov es comparado a menudo con Gould por su excentricidad y con Horowitz por su dramatismo. El único punto en común que yo veo es su egomanía. Chopin ya no es un dandy perfumando los salones parisinos, sino un militar polaco exiliado que clama por la liberación de su tierra. La originalidad de su gran expresividad antepone poesía a estructura, con extremos (¿grotescos?) gestos rítmicos (el flujo tan flexible corre el peligro de interrumpirse), muscular incluso en las páginas más delicadas. El decrescendo abismal en la octava de apertura resurge con fogosa pasión heroica en el doppio movimento, cuyas inflexiones rubatianas devastan sin compasión: Sokolov pausa su galopada a menudo para iluminar los recovecos armónicos y las hendiduras contrapuntísticas… y sorpresivamente attacca sin pausa el scherzo, colosal, también lleno de rupturas, donde el abuso del pedal desfigura los staccati requeridos. Variedad de la tímbrica en la ominosa marcha, tocada a tempo muy lento (a 42 negras por minuto -compárense con las 62 negras p.m. de Argerich-), la dinámica casi pianissimo; abrumadora la intensidad de los pasajes en forte (cc. 15 y 23), cual grito de coraje ante lo inevitable. Con pasmo compruebo que acelera para afrontar la sección central con inocencia y nostalgia. Impresionante la perfección técnica de su continua intencionalidad del legato, sobre todo en el finale hipnótico, un experimento hacia la modernidad. Toma sonora apagada, recogida en concierto en la Salle Gaveau de París (Opus 111, 1992), que captura el poderoso esfuerzo físico del recreador, siempre al borde de la sobreactuación ególatra.





Evgeny Kissin comanda la ambigüedad del discurso chopiniano dentro de su concepto constitutivo de la obra, subordinando el cuidado por el detalle a la simplicidad de la línea. Desde el primer compás la independencia de las manos garantiza la claridad de la polifonía, sin repeticiones, riguroso en las marcaciones dinámicas (salvajes). Huracanado scherzo, con secuencias cromáticas de alto octanaje, y desentimentalizado (y menos convincente) su trio. Amenazantes y titánicos los graves en la marcha, con trinos beethovenianamente impúdicos. Dicha masculinidad brutal no sea posiblemente del gusto de todos, seguramente ni siquiera del currutaco Chopin. El gran Tony Faulkner realizó aquí otra de sus maravillosas grabaciones, dentro de la caja de resonancia (RCA, 1999).





Se podría plantear la necesidad de seguir grabando las mismas obras una y otra vez. En este caso la justificación es la investigación filológica: ¡El movimiento historicista ha alcanzado Chopin! El nombre de Janusz Olejniczak puede ser desconocido para algunos; seguramente sus manos no: aparecen como especialista en las escenas de la película The pianist (2002). Incluso interpretó a Chopin en la alocada La note bleue (1991). La menguada sonoridad del fortepiano Érard de 1849 (año de la muerte del compositor) ilumina suavemente el ambiente reducido con elegancia, sensibilidad y buen gusto. Íntimo, tenue, con discretos pedal y rubato, con opacidad de colores y veladas dinámicas, Olejniczak ajusta su interpretación (NIFC, 2007) al instrumento y al contexto semiprivado: el piano de Chopin no tiene nada que ver con los actuales, pero tampoco las grandes salas de concierto. En una carta contemporánea, una señora, tras haber asistido en un salón a un recital de Chopin, se quejaba de que apenas había podido escuchar el sonido del piano, ya que estaba sentada ¡demasiado lejos del instrumento! Las críticas de sus conciertos reflejan esta delicadeza sonora como una debilidad, cuando era el rasgo genuino de su pianismo.
A aquellos que adviertan cierta tosquedad en relación con los aristócratas del piano mencionados previamente, no está de más recordar las palabras del alumno chopiniano Karol Mikuli, que Olejniczak comprende y asume en su tocar: “Bajo sus dedos, cada frase musical sonaba como un canto, con tal claridad que cada nota tomaba el significado de una sílaba, cada compás el de una palabra, cada frase el de un pensamiento. Era una declamación ajena a todo pathos, al mismo tiempo sencilla y noble”.



lunes, 29 de abril de 2013

Rachmaninov: Concierto para piano nº 2

El Concierto Nº 2 para piano y orquesta op. 18 de Sergei Rachmaninov nació orgullosamente tardío (1901), posromántico y decadente, monumento sin par a la suntuosidad de la nostalgia, basado en el fatalismo y el pesimismo inherentes al autor, e impregnado de apasionado color ruso. Perfectamente equilibrado en forma y fondo, aúna solidez arquitectónica y riqueza melódica ligada a su flexibilidad: todas las modulaciones son suaves y graduales, sin repentinos cambios a distantes tonalidades. Rachmaninov pensaba que la misión de la música era dar expresión tonal a los sentimientos, y así, languidez, olvido y belleza solemne se dan cita en la rica y cálida orquestación, predominando cuerdas y maderas, y permitiendo a los metales brillar solo en los clímax.
Su estructura es una personalísima mezcla de la clásica concepción en tres movimientos y el poema sinfónico romántico de desarrollo continuo:

I Moderato: Aunque la obra proviene de un periodo de dudas personales, los acordes de apertura anclados al fa grave, que se expanden cromática y dinámicamente desde un pp a un poderoso ff, nos lanzan a un trágico paisaje de lacrimosos arpegios que acompañan al magullado tema en las cuerdas y clarinetes. Una anhelante sección de transición nos transporta al modo mayor con una llamarada de las trompas. Habiendo sido sumergido en las densas texturas orquestales, el piano regresa a la superficie, introduciendo un antagónico y rapsódico segundo tema. Florecientes melodías son acompañadas por borneantes arpegios en la tesitura grave, dando una sensación de libertad emocional. Las densas armonías cromáticas intensifican este humor antes de que varios solos en las maderas y las trompas dialoguen amorosamente con el piano. Sigue un dinámico desarrollo en cinco secciones aparentemente ileso del torbellino emocional anterior, conduciendo a la recapitulación de los temas y a una belicosa coda que cierra el movimiento.

II Adagio sostenuto: Escrito en forma de lied ABA, es un etéreo nocturno de elegancia sinuosa que parte de cuatro compases introductorios que modulan suavemente desde el do menor que cierra el moderato a la lejana clave de mi mayor. Una serie de arpegios al piano envuelven el canto que hace la flauta del quejumbroso y soñador tema antes de cederlo al clarinete, rodeado por un halo de cuerdas, y posteriormente al piano y otros solistas dialogantes. Cambios armónicos profundizan en una serie de violentas variaciones que ondulan libremente entre la orquesta y el piano, previas a una cadenza virtuosística que retorna hasta la serenidad inicial, esta vez en los violines.

III Allegro scherzando: Formalmente un rondó, comienza con una imprudente giga que nos devuelve a la tonalidad de do menor del inicio. La exposición del sencillo primer tema (alternando semitonos y una célula rítmica de una negra y dos corcheas) cede paso a una martilleante rapsodia de transición, con brillantes pasajes del solista y marciales metales y percusión. El rápido tempo amaina en el segundo tema: meditativo, melancólico, de aire oriental en sus acordes, desplegado por violas y oboe. El piano responde con dolorosas suspensiones armónicas y secuencias melódicas que se imponen. La arrebatada orquesta y las pirotecnias del piano conducen al restablecimiento escalonado de los temas, rampantes en su amorosa gloria, antes de que la coda procure un cierre centelleante.


 





De supremo interés histórico–musical es la grabación que realizó el propio compositor en 1929. Extraordinario técnicamente, mezclando sobre la marcha gracia y gravedad, Rachmaninov procura una alternativa clara y enérgica a algunas lúgubres, letárgicas o sentimentales lecturas modernas. La modesta reticencia a exaltar el virtuosismo, la elegancia de su fraseo patricio, aristocráticamente ayuno de lirismo, conviven con un inexorable y demoníaco impulso rítmico e intensos rasgos personales tales como el tañer de los fa graves (que plasma, no con las blancas prescritas, sino con negras con puntillo seguidas de corcheas) que enlazan los acordes iniciales cual péndulo gigante; o el sentido uso del rubato en el segundo tema del moderato, haciéndolo respirar con encanto y misterio (ue. 4, cc. 9 y ss. –Rachmaninov articuló la partitura en unidades de ensayo–); o la ausencia de las sobre enfatizadas corcheas sincopadas que tan a menudo se escuchan; o el trino sobre doble nota en el clímax del adagio reducido a la mínima brevedad (ue. 25, c. 2); o la increíble aceleración previa al fugato (ue. 33, cc. 7 y ss.) en la mitad del trepidante finale. Leopold Stokowski procura a los mandos de la Philadelphia Orchestra un opulento y colorido acompañamiento que parece ruborizarse de su propia riqueza, y propone una interpretación emocionalmente austera, coordinada y coherente (a pesar de las fuertes diferencias interpretativas que surgieron en los ensayos entre director y autor), con una inercia compulsiva forjada en los rápidos tempi (hay quien sugiere que, más que siguiendo las pautas metronómicas de la partitura, apresurándose para empotrar el concierto en sólo cuatro pizarras a 78 rpm). Stokowski remacha el acompañamiento orquestal, desfavorecido en la grabación, algo inclinado a la imprecisión y al desmayado portamento. La planitud orquestal y los ruidos de fondo acentúan el sentido de nostalgia gentil y la remembranza del tiempo pasado inherente a la música. De las ediciones consultadas (Pristine, Naxos, RCA, Vista Vera y Dutton), la primera es incuestionablemente la más clara y equilibrada, dentro de los parámetros de sonido histórico. Y es que como observaba el propio Rachmaninov en 1931: “recent astonishing improvements in the gramophones themselves that has given us piano reproduction of a fidelity, a variety and depth of tone that could hardly be bettered”. Amén.








Menos severo y más apasionado fue su amigo y compatriota en el exilio Benno Moiseiwitsch: imaginativo y supremo colorista, pone el énfasis en la belleza tímbrica de su legato aterciopelado, con el equilibrio entre manos cuidadosamente organizado, antes leggiero que di forza, escuchando y emulando el fraseo grave y profundo de la orquesta con la flexibilidad de su articulación y su cualidad narrativa. Ya en los dramáticos acordes iniciales evoca timbres diferenciados (arpegiando quizá debido al pequeño tamaño de sus manos; las gigantescas de Rachmaninov le permitían tocar cómodamente decimoterceras). Los veloces tresillos de octavas staccato en la mano derecha en la sección tercera del desarrollo (ue. 8, cc. 25 y ss.) poseen todo el lujo demodé del Orient Express, tal como el breve embellecimiento en la conclusión de la coda. El perlado sonido y la sensibilidad al cambio armónico de Moiseiwitsch se adaptan a la sutileza del adagio, a tempo ligero y deliberadamente bajo en azúcar, con las figuras arpegiadas cálidas y dúctiles. Con táctica seductora, el solista abre suavemente el finale, aunque las discrepancias de ritmo con la orquesta en el fugato rechinan, aunque “repitieron la toma seis veces, con todo el mundo fumando, con los bajistas dedicados a sus pipas y complacidos con sus sombreros hongos” como rememora un testigo de la grabación (Naxos, 1937). Walter Goehr dirige la London Philharmonic Orchestra que exhibe una evidente falta de refinamiento e incluso de afinación, con los jugosos bajos recogidos de manera admirable. Si incluso Rachmaninov pensaba que Moiseiwitsch tocaba este concierto mejor que él mismo, ¿quiénes somos nosotros para discutirlo?









En su aromática espontaneidad, el tocar candente de Walter Gieseking arriesga (y genera) algunas notas falsas, emborronamientos y añadidos como la breve cadenza que conduce al clímax en el finale extendida a un glissando en la tesitura aguda del teclado (ue. 39, c. 37). Pero si este documento impacta de manera visceral se debe al magnético acompañamiento logrado por Willem Mengelberg (y su laboreada Concertgebouworkest), adecuando dinámicas, fraseos y tempi a su épica liberalidad. Aplica sombreados colores en los momentos más tranquilos, como el segundo tema del primer movimiento (u.e. 4, c. 9), es volcánico en las secciones 4 y 5 del desarrollo (u.e. 9, cc. 1 y 9), y hace brillar la pátina del metal en la recapitulación del segundo tema (u.e. 13, c. 1). Delicado el acompañamiento en el adagio y vibrante en el finale, sabiamente frenado en las líricas entradas del segundo tema. La árida grabación procede de un concierto en vivo (Andante, 1940), con los característicos golpes de batuta del director entre movimientos para evitar que el público se disperse, con apreciable ruido de superficie, escasa dinámica, y un piano que proyecta su sombra sobre la orquesta oculta tras la neblina del páramo holandés.







Cyril Smith ofrece otra interpretación de alto voltaje, impredecible en su discurrir: tras un veloz moderato (aunque cálidamente cantabile en las secciones quietas), el manejo de la agógica resulta espléndido al comienzo del adagio, para acelerar brutalmente llegando al exabrupto del scherzando; después se abre paso una cariñosa y cantarina consolación, no un simple da capo, en la recapitulación. En el último movimiento articula la tensión por medio del vigoroso ataque y las rápidas secciones puente. Susurros y gentilezas en el aterrazado fraseo llenan los momentos líricos del segundo tema (ue. 31, cc. 1 y ss). Conmovedor el impulsivo abrazo final entre piano y orquesta, la Liverpool Philharmonic conducida por Malcolm Sargent, que acompaña suavemente, amplia y redonda (a pesar de los estridentes metales en la recapitulación del finale). Milagrosa restauración sonora (que sólo traicionan pequeñas saturaciones en los clímax) con claridad y profundidad espacial, y magníficos pormenores tales como los pizzicati y los pasajes de cuerdas graves en el comienzo del finale (Guild, 1947).










El icónico Sviatoslav Richter destella con esplendor bizantino en su avasalladora expresividad y en su convincente imposición de los tempi, desbordantes de imaginación: hipnótico en su mantenimiento de algunas secciones (mucho más lentas que las del propio compositor –el soberano control en los compases de apertura, con los fa grave tañidos con asombroso poderío; la fantasía agresiva e intrincada del desarrollo; el sostenido y gentil legato en el adagio; las dos transiciones meno mosso en el finale son extraordinariamente calmadas–), siendo en otras (el tremendo scherzando al comienzo y el fugato del brillante finale) muy rápido, aunque preservando siempre las líneas maestras. La escultural articulación permite la audición de –la delicada decoración de– cada nota, la idiosincrática panoplia de colores, la personal interpretación de las marcas de dinámica. Un pianismo que enfatiza la verticalidad de la música y su sólida estructura armónica (y de ese modo también el crecimiento amesetado de los motivos). Su arquitectura global integra los románticos temas en el tapiz del concierto, proponiendo una visión mística e intensa de la obra, cual canto llano de la Iglesia Ortodoxa: por ejemplo, en el movimiento final, en el citado pasaje puente entre el lírico tema segundo y la recapitulación de la marcha (u.e. 32, c. 1), o en la devota afirmación de fe que supone la progresión escalonada del tema principal del adagio. La rusticidad de la Warsaw Philharmonic Orchestra clama en el finale, donde Stanislaw Wislocki no consigue que la marea orquestal siga la exuberancia del piano. Suculenta toma sonora con apropiado equilibrio solista–orquesta (DG, 1959). I-rre-sis-ti-ble.








Los dos documentos siguientes, flamantes en sus nuevas ediciones, son los rivales clásicos de la edad dorada de la discografía norteamericana, más convencionalmente románticos que Richter, pero sin su fortaleza mitológica. Discípulo de Horowitz durante diez años, Byron Janis recoge su mezcla de poesía colorística y virtuosismo arrollador: inesperados acordes expansivos, flexibilidad rítmica, expresivas dudas y retenciones que hacen sonar la música con frescura, claridad de digitación, alerta a las marcaciones dinámicas (quizá subrayando en demasía los crescendi y diminuendi). Antal Dorati plantea una visión levemente distanciada, intelectual, seca y ligera en la Minneapolis Symphony Orchestra, cuyos rápidos tempi cercan al solista de manera maníaca y amparan la precisión compenetrada en el tête–à–tête en el finale. La grabación original (1960) se realizó con la técnica patentada de Mercury “The living presence”, consistente en tres únicos micrófonos, por lo que la publicación en SACD restaura el canal central (difuminado en la versión CD) y ofrece una imagen orquestal holográfica, coherentemente amplia y espaciosa, con vientos aireados, cuerdas sedosas y platillos que no distorsionan. La tímbrica esmaltada y el equilibrio entre piano y orquesta gambetean naturales.








La victoria de Van Cliburn en el Concurso Tchaikovsky celebrado en Moscú en pleno apogeo de la guerra fría (1958, con Shostakovich, Richter y Gilels en el jurado) gestó sensación internacional. El héroe tejano, de extraordinaria nitidez en la pulsación, es mucho más reflexivo y reservado que su rival de la Mercury. Mas la lectura es sobre todo recomendable por el magisterio de la batuta. No osaremos tildar a Fritz Reiner de sensiblero, pero en esta grabación con la aterciopelada Chicago Symphony Orchestra se muestra mucho más asociativo que en la versión con Rubinstein, y sus característicos precisión y vigor rítmicos fluyen con brillantez, rigor y equilibrio orquestal. Sorprendentemente, en el adagio Reiner permite a cuerdas y clarinetes tocar fuera de tempo, si bien el retórico fraseo del solista ayuda a este cierto abandono romántico: Cliburn acusa cierta languidez en los episodios más reposados de los movimientos externos (melancólico crescendo que conduce al desarrollo, u.e 6, cc. 27-28 del moderato), pero desenvuelve plácidamente las melodías de una manera vocal, enfatizando las líneas internas (como en el comienzo del finale). La imagen “The living stereo” (RCA, 1962) tiende continuamente a enfocar el instrumento que porta la melodía en cada momento, pero ofrece buena profundidad de planos orquestales (con alguna distorsión en las cuerdas a la derecha) con un sólido piano (algo metálico el agudo y débil en el registro grave) colocado al centro y cuya cercanía hace inaudibles fragmentos del acompañamiento (incluso marcados mf).







Earl Wild es poseedor de una técnica que pugna despreocupadamente con la del compositor (y así despliega tintineantes los fa grave del comienzo como el propio Rachmaninov), aunque acusa cierta falta de sinceridad en los temas líricos y descuido por las dinámicas piano. En el primer movimiento su ligereza de pulsación (los tempi, a pesar de su rapidez, nunca parecen excesivos) no logra dar suficiente peso dramático a los acordes en la sección recapituladora anterior a la virtuosa conclusión, de habilísima articulación. Sin embargo, en el adagio fluye expresivo sin sucumbir a la tentación de dilatarse empalagosamente en la melodía (aunque la excesiva relajación del clarinete se acerca peligrosamente). En el finale el ímpetu rítmico resplandece sin perder la claridad de digitación, ofreciendo el apropiado poderío a la repetición del tema de apertura (u.e. 32, cc. 21 y ss.), y un fugato chispeante. Las cálidas cuerdas de la Royal Philharmonic Orchestra (cuatro años después la muerte de su guía espiritual Thomas Beecham era todavía un fabuloso instrumento) suponen un pilar del registro, con la enfermiza atención al detalle del incisivo Jascha Horenstein (fraseo de la melodía en el cello en la u.e. 2, o los compases modulantes al inicio del adagio), un director habitualmente asociado al mundo sinfónico tardo-germano, y que sin embargo interpretó en varias ocasiones el concierto con Rachmaninov como solista, y que aquí se contiene emocionalmente, sin complicidad a pesar del grandioso legato, prosaico incluso en los castos rubati. La extraordinaria edición de Chandos mejora el ya espléndido sonido de origen (1965), cálido y dinámico, equilibrándolo con la idónea presencia en graves.







La siguiente propuesta descansa sobre la docilidad de Andre Previn ante las serenas demandas de un Vladimir Ashkenazy, que se decanta por la delicadeza antes que por la autoridad, suavizando y ralentizando una lectura templada por el lirismo y la meditación: la gentileza de las marcaciones dinámicas se sigue de manera inusual, la iluminación de gestos se hace casi impertinente en su precisión (por ejemplo, en el un poco piú mosso que señala la primera transición, ue. 3, c. 9), aunque rubato y vuelo de la línea melódica siempre suenen naturales. En la sugerente apertura los acordes arpegiados contrastan con el fa grave repetido como siniestros aldabonazos en el sombrío tempo elegido, pero el posterior abuso del pedal (u.e. 2, cc. 9 y ss.) emborrona la línea. Destacar la espontaneidad obtenida en el primer movimiento, con abundante manejo de la agógica, la manera mágica en que persiste en los compases anteriores a la segunda transición, así como las satinadas tonalidades de la segunda sección del desarrollo (u.e. 8, cc. 1 y ss.). El adagio no desvela la interioridad del intérprete, pero nos da otro ejemplo del manejo del tempo: la aceleración en la sección primera del desarrollo (u.e. 19, cc. 9-16) enfatiza el carácter onírico del pasaje. En la breve cadenza suenan magistrales los arpegios desvaneciéndose hacia los trinos, así como los dramáticos acordes en la mano derecha en la coda y el extremo cuidado en la articulación de los arpegios conclusivos. Simplicidad en el segundo tema del finale, llevado muy tranquilo y soñador. Los clímax son más efectivos por la manera en que el pianista pausa la ejecución, aunque desde la recapitulación del tema de cierre y en toda la coda acaso falte algo de impulso nervioso. La London Symphony Orchestra (igualmente idiomática, pero mucho más refinada que la Moscow Philharmonic de la anterior versión de Ashkenazy) anega la grabación en los pasajes forte, aunque goza de excelente claridad en sus texturas (staccati en maderas en el finale, por ejemplo). La estupenda tímbrica del piano redondea el registro (Decca, 1971).







Una imaginativa alternativa es ofrecida por Tomás Vásáry, acaramelado en su fantasía, pero sin amaneramientos excesivos en su articulación cristalina. La London Symphony Orchestra entrega otro vibrante y colorido acompañamiento, con el inspirado y extremadamente expresivo Yuri Ahronovitch al pódium, delirante y lánguido, estirando poéticamente tempi y frases (por ejemplo, el ritardando en la recapitulación del primer tema en el moderato, u.e. 10, cc. 21-24) de manera que las posteriores entradas del piano parezcan relativa y bellamente simples. Reposado adagio donde la pulsación mozartiana se envuelve en opulento celofán orquestal, con los vientos sentimentales. Notables amplitud y profundidad, correcto equilibrio orquestal, y algo quebradizo el timbre del piano (DG, 1975).







Mikhail Rudy contrasta la exuberancia emocional de la música con la tranquila parquedad de su interpretación, donde se insinúa sutilmente más que se muestra de forma abierta. Elegante y refinado, sensible y suntuoso, con una inacabable gama de gradaciones y tonalidades tímbricas que tiene su mejor exponente en la inusual apertura: en lugar del habitual crescendo sonoro, el pianista modula cuidadosamente las voces internas (como si se tañesen varias campanas) a través de la progresión de acordes, creando tensión armónica a la vez que vaporosamente varía la paleta cromática. La legendaria St. Petersburg Philharmonic Orchestra se erige como la coprotagonista, restringidamente austera en el concepto y la sonoridad que propone Mariss Jansons, donde las transiciones son enlazadas orgánicamente. Grabación de gran presencia y brillantez analítica, con todas las líneas orquestales diáfanamente audibles (EMI, 1990).







Krystian Zimerman hace de cada disco un acontecimiento ante su necesidad de largos periodos de estudio (este concierto ya estaba incluido en su contrato desde 1976) y un escrupuloso análisis previo de la partitura, donde cada frase ha alcanzado su propósito y su significado, y cada trazo ha sido considerado e integrado en el concepto. En el libreto habla de su examen del manuscrito del concierto en el que, al parecer, ha encontrado marcas de lápiz con exhortaciones expresivas: así, la imponente lentitud en la apertura contrasta con el rápido detallismo en la presentación del primer tema, ligero y schubertiano en su pulsación. El muy lento adagio se despereza con intimidad melancólica y control dinámico, arriesgando la parálisis y la falta de cohesión en su manera intervencionista e introspectiva de frasear en las secciones lentas. Aparente abandono en el finale (cuyo vivaz tempo enmascara algunos perfiles) con respirados cambios de fraseo, articulación y textura para diferenciar los temas. Desafortunadamente el solista impone su presencia (cálida y transparente) en la grabación a expensas de la orquesta (una Boston Symphony orientada con sensibilidad por Seiji Ozawa), distante y borrosa, contraviniendo el sentido del concierto (DG, 2000).







Stephen Hough aduce una vigorizante lectura que rescata los aspectos superficiales del registro del compositor (tempi fluidos y ardientes, improvisados rubati por doquier, laxas dudas y efectistas pausas, etc.), no sólo en el lenguaje pianístico, sino en el estilo historicista de la interpretación orquestal (gentiles deslizamientos en la sección de cuerdas, aire imprevisto en solistas de viento, etc). La ligereza de tempi (y las otras marcas de expresión y dinámica) que prescribe la ejecución estricta de la partitura lima el dramatismo poético (alguien dirá que imposibilitan la necesaria respiración entre frases), pero resalta la estructura de la obra. Ya los impávidos acordes iniciales (al campanilleante uso de Rachmaninov) y el tema de apertura siguen religiosamente el tempo del resto del movimiento en vez de recrearse líricamente en la variación rítmica (y posiblemente fragmentar así el discurso). Dicha audaz flexibilidad (persistencia en el comienzo de las frases, suspenses armónicos, textura pianística, líneas internas) es coherente con el entramado general, pero puede ser percibida como errática, sin tensión ni profundidad. Resaltar el timbre marcial de los metales en la transición previa a la recapitulación (u.e. 10, cc. 1-8). Deslumbrantes efectos coloristas y burbujeante entrelazado de motivos en el adagio. Las mórbidas cuerdas de la Dallas Symphony Orchestra regidas por Andrew Litton escoltan con esmero al solista y acentúan la orientación sinfónica de la obra, como en el fraseo del tema oriental en el movimiento conclusivo. Suave grabación procedente de conciertos en vivo con perspectiva un poco distante, amplia dinámica y tamaño realístico del sonido del piano (Hyperion, 2004).







No existe ninguna duda hacia la meticulosidad y las inatacables facultades técnicas del poster boy (el libreto no tiene desperdicio) Lang Lang: Anunciando su fórmula protagonista desde los lentísimos e irregulares acordes iniciales, el fraseo deriva fluctuante, haciendo caso omiso a su papel de mero acompañamiento en muchas fases del concierto, y a menudo el discurso suena episódico y distendido en sus serpenteantes meandros, sin una visión estructurada o con sentido de continuidad. El intervalo dinámico es amplísimo, pero exagerado en su nomadismo: En el adagio a ratos la delicadez roza lo somnoliento, y, por otro lado, al sobrepasar cierta velocidad a la que el martillo golpea la cuerda no se consigue una mayor sonoridad sino un degradamiento del timbre. El acompañamiento que Valery Gergiev logra de la Orchestra of the Mariinsky Theatre posee una minuciosidad asombrosa, destacando en el adagio el respirado fraseo en los compases de apertura o la dulzura de las cuerdas en la recuperación del tema principal; por su parte, el fugato se acomete con la necesaria y absoluta seguridad rítmica por todas las partes. Grabación hostil al sentido concertante de la obra, escorada en favor del piano (el ripieno queda huérfano y suena desvalido en la recapitulación del moderato), con una toma sonora tan cercana que permite escuchar las quejas del instrumento (uñas en canal izquierdo en las codas de los movimientos extremos) ante las acometidas torturadoras de este moderno, sobreactuado y entretenido Fu Manchú (DG, en busca del ingente mercado asiático, 2004).