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viernes, 23 de diciembre de 2016

Brahms: Klarinettenquintett op. 115 (Clarinet Quintet)

Durante su estancia primaveral de 1891 Brahms trabó amistad con el clarinetista de la Orquesta Ducal de Meiningen, Richard Mühlfeld. Impresionado por su virtuosismo e intoxicado por su tímbrica, decidió abandonar su retiro compositivo y crear algunas obras para el instrumento.

El Quinteto op. 115 para 2 violines, viola, cello y clarinete engloba en su sólido concepto arquitectural una síntesis de su técnica retrospectiva, utilizando el timbre discreto del clarinete como estructura junto con el principio de metamorfosis continua. Brahms hace gala de una excelente comprensión del instrumento (muy evolucionado sobre el de cinco llaves y endiablada digitación cruzada que conoció Mozart), que con dieciocho llaves ya permite una extensa tesitura y una entonación muy efectiva, haciéndolo sonar en el placentero registro medio, y llevándolo al agudo solo cuando la dinámica se incrementa. El rol del clarinete no es ya el de solista acompañado, sino que siguiendo un principio de equivalencia se suma al cuarteto de cuerdas con propósito de variedad, riqueza y colorido, creando nuevas combinaciones sonoras nunca antes exploradas.

Desde la frescura y exuberancia de su juventud hasta la plenitud y sobriedad de su madurez desfilan en esta despedida vital de construcción asimétrica y compleja, de ambigüedad armónica y rítmica que rompe los límites aceptados y culmina ese largo diario íntimo que es la música de cámara de Brahms.

I Allegro: La oblicua forma sonata consta de una introducción (cc. 1-13) en la que se expone como leitmotiv un fluido balanceo en los violines; la exposición (cc. 14-70) alinea un primer tema al violonchelo y viola desde el cc. 14 y ss., un segundo sujeto más espeso al clarinete y violín en octavas en c. 37 y ss., y un tercer motivo suavemente sincopado a las cuerdas en c. 48 y ss.; un desarrollo libre (cc. 71-135) que se abre con un pasaje similar a la introducción; la recapitulación simétrica de los temas (cc. 136-194); y coda que trae el recuerdo de la apertura (cc. 195-218).
II AdagioMovimiento seráfico articulado como lied ternario ABA, despierta con un canto áspero del soñador clarinete mecido por las cuerdas en sordina (cc. 1-51); un episodio rapsódico central de carácter zíngaro con los arabescos del virtuoso sobre los arcos en tremolandi (cc. 52-86); y una recapitulación dialogada en ambiente íntimo (cc. 87-127), concluyendo con una mágica coda libre (cc. 128-138).
III Andantino - Presto: A modo de lírico preámbulo en 33 compases se expone un tema piano y semplice para luego en el descuidadamente juvenil presto adoptar maneras de scherzo furtivo y fantasmal: exposición (cc. 34-75); desarrollo (cc. 75-113); y tras una breve transición (cc. 114-122), cierra la recapitulación (cc. 122-192).
IV Finale: Incapaz de decir adiós, transparenta argumentos previos en rígida forma variaciones: tema sombrío (cc. 1-32); variación I, protagonizada por el chelo (cc. 33-64); v. II, agitada y sincopada (cc. 65-96); v. III, con discretos arpegios del viento (cc. 97-128); v. IV, dialogada con ternura (cc. 129-160); v. V, a ritmo cambiado (cc. 161-192); y coda (cc. 193-222), que revierte repentinamente al leitmotiv. Brahms, nostálgico consciente, retorna del pasado, manufactura artificialmente su rostro otoñal y anuncia a Schoenberg.









Charles Draper era un joven clarinetista cuando atendió la primera interpretación del opus 115 en Londres con Richard Mühlfeld y el Cuarteto Joachim en 1891. De manera novelesca y especular, el propio Mühlfeld escuchó a Draper interpretar el quinteto a principios de siglo XX y confesó haber recogido nuevos matices en la partitura. Los componentes del Léner String Quartet radian una cálida producción de sonido, incluyendo amplio vibrato y portamento, que hoy (nos) suenan como un anacronismo, pero es probable que Brahms estuviera conforme con este estilo de interpretación de gran flexibilidad, tal y como él tocaba el piano. La grabación eléctrica, con cuerdas poco definidas, especialmente las graves, dan la equivocada sensación de solista acompañado, seguramente por su colocación ante la bocina (Pearl, 1928).





El Cuarteto Busch es, por origen y contacto cultural, el heredero directo del Joachim-Quartett que estrenó la obra. Los Busch rehúsan subrayar el lado taciturno de la música, eligiendo destacar un tenso diálogo entre las individualidades, con un homogéneo e intenso vibrato como elemento constituyente y esencial del sonido. Espontaneidad e intensidad emocionales se vuelcan en una poesía radiante, una serenidad llena de dramatismo, una libertad orientada dentro de la descarnada austeridad, subrayando la integridad estructural de la obra, que recuerda que Brahms se consideraba a sí mismo un clasicista y no un romántico. Reginald Kell hace pleno uso de esta independencia, con un fraseo extremadamente flexible, detallados acentos dinámicos, timbre blando y vibrato variable que invita a compararlo con el destinatario de la obra según los testigos. Contundente, urgente e inusual tempo en el allegro donde el clarinete escala atormentadoramente el arpegio de re mayor (c. 5). A pesar del lento tempo en el adagio, Kell expone el tema de apertura en un solo aliento. Con el pulso básico muy presente, los músicos son capaces de emplear un liberal uso del rubato sin sacrificar fuerza o inercia, como en el ligero y gracioso presto. Sonido histórico de 1937 (Warner), es decir, vencido y chirriante.





El relajado sentido improvisado que Brahms habría compartido y admirado pareció colmar durante décadas todas las expectativas sobre la obra: cálida y morosa, romántica y melancólica, pulida y desgarradora. Los Miembros del Wiener Oktett y Alfred Boskovsky (de timbre lírico y luminoso, ágil, nunca tenso, incluso en los pasajes más nerviosos) personifican como nadie esta sensación de conjunto de cámara: adviértase el aterciopelado uso del clarinete como acompañante en los cc. 18 y ss. del allegro, mientras el tema es presentado por los violines. Hoy este quinteto parece diluirse en tonos sepia y reclamar más energía en la elección de los tempi y menos encanto tímbrico (esos oscuros trémolos bajo la línea del clarinete en el adagio). Sobresaliente toma sonora, agraciada con información lateral, pero la ganancia excesiva en las secciones piano atrae magnéticamente ruidos espurios exteriores al estudio (Decca, 1961).





El juicio honesto y sobrio del Smetana Quartet confía en el genio colectivo y unificado. En el allegro destaca el desarrollo en un clima fantástico: sus cuatro últimos compases mantienen un pedal en las cuerdas medias mientras el cello y el austero clarinete de Vladimir Riha juegan con las semicorcheas. El tercer movimiento comienza muy tranquilo y misterioso en el andantino, contrastando con un verdadero presto, excelente de carácter, donde la disciplina rítmica llega a la violencia expresiva. Variaciones con apacible concepto narrativo, buscando el máximo contraste y creatividad en la diversidad de afectos; la coda como descarnada despedida. Grabación eslava (Supraphon, 1964), clara y realísticamente definida, destacando el clarinete sobre la tímbrica áspera de las cuerdas, a veces aquejadas de problemas de entonación y empastado, como en el noveno compás (y ss., desastrosos) del adagio, donde clarinete y violín intercambian las partes asignadas al inicio del movimiento. El oso Brahms se habría sentido cómodo con esta rudeza cosaca en lugar de la distinción vienesa.





Gervase de Peyer posee el timbre idealmente meloso y cuenta con el apoyo integrador, alerta y sensible del Melos Quartet, perfectamente equilibrado en su peso interno relativo. Especial la sensación de despedida, afectuosa e inteligente, de elegancia encantadora y sin sentimentalismos añadidos. El tempo del allegro es tan pausado que da lugar a degustar las indicaciones dinámicas con precisión y expresividad, por ejemplo, en el fraseo respirado con calma en el quasi sostenuto (cc. 98 y ss.); desde el c. 149 hay una sección staccato (Brahms pide ben marcato) en la que los delicados tresillos del clarinete apuntalan en su justo punto el sonido del conjunto de cuerdas. Adagio de aristas rasposas, aunque sobresaliente en el estilo húngaro. Tremendamente claro y articulado el presto, como también las variaciones, donde destacan dulcemente esos últimos nueve compases (cc. 184-192) que cumplen la función de coda con el retorno del tema original. Estupenda y cálida grabación, desentrañando las tímbricas, también los incesantes gemidos de los asientos de los músicos (EMI, 1964).





Reconozco que me costó valorar la lectura del Amadeus String Quartet (DG, 1967), de suntuosa poética, reposada y apolínea, sin dejar de lado la fortaleza formal clasicista, pero deslizándose hacia la belleza tímbrica, especialmente del clarinete. Karl Leister (principal de la Berliner Philharmoniker durante 25 años) ha grabado la obra en seis ocasiones con el mismo patrón interpretativo neutro y objetivo, brillante técnicamente, si bien de escaso rango dinámico y paulatinamente resbalando hacia la languidez. Su timbre cremoso, de relajada tibieza, sin la implicación emocional de un Peyer, sufre de escasez de variedad tonal: percíbase cómo desde el c. 44 del presto el clarinete es continuamente reclamado a empastar con las diferentes cuerdas según van abandonando sus breves entradas temáticas. No obstante, en el finale su tesitura alta en piano es muy vehemente, integrada en una lectura de pesimismo amargo y goyesco. Evidenciando el homenaje a Mozart, el cuarteto aporta el lado enérgico y apasionado dentro de su suave contención, contrastando atmósferas y apoyado en un vibrato muy extendido. Toma sonora resonante y emulsionada, sin demasiado detalle individual.





El ultraterreno nivel de flexibilidad del fraseo y el tornasolado coloreado de David Shifrin recuerdan a los de Fischer-Dieskau. El Emerson String Quartet tributa la unanimidad, la sensibilidad bajo control, la riqueza de matices dinámicos. El cuarteto suena brillante y enérgico, rico en espeso vibrato, con trazas de portamenti: Percíbase cómo las cuerdas ceden su sitio para que asome el clarinete en su primera aparición, o cómo logran una dramática transición entre introducción y exposición (cc. 12-14), efecto que se pierde enteramente si las cuerdas no entran con energía; en fin, el gentil ataque del desarrollo (cc. 71 y ss.). El comienzo del adagio suena íntimo y maravilloso, Shifrin cantando tristemente el tema de apertura, y expira después casi improvisando; los interludios gitanos resultan más pensativos y reflexivos que desafiantes o fieros, manteniendo la visión melancólica en el sonido apagado de las cuerdas, y en todo momento subrayando la dialéctica mayor-menor, las luminosas secciones externas contrastadas con la bohemia y desesperada pesadilla interna . En el presto el clarinete dibuja insuperablemente una serie de figuras sincopadas (cc. 54-63) sobre un fondo pizzicato. Bien diferenciados los humores de las variaciones, con un acorde final desesperanzado. Toma sonora compacta (DG, 1996).





Sabine Meyer tuvo el dudoso honor de resultar tormentosamente famosa en 1982 después del rechazo que generó entre los miembros de la Berliner Philharmoniker (73 votos a 4) su proposición como primera intérprete femenina. El Alban Berg Quartet hace gala de redondez técnica, refinamiento educado y reservado emocionalmente, perceptibilidad y perfecta interacción. Interpretación contrastada en color y dinámica, plena de elegancia y riqueza de detalles: en la entrada del segundo tema (cc. 37 y ss.) Meyer procura una sensualidad oscura y aterciopelada que empasta muy bien con la octava del segundo violín. El primero en general se arroga un protagonismo incontenido, no muy diferente del rol de Busch: en la apertura del adagio sombrea en demasía la melodía sincopada del clarinete, y finaliza con una prominente escala a solo la figura contrapuntística que desde los cc. 17 al 25 clarinete y violines dibujan en octavas. Fantástica tímbrica en el área zíngara y efecto alegremente rítmico por el breve uso del staccato en todos los atriles en el presto (cc. 162-166). El quinteto op. 115 es una obra muy difícil de recoger en concierto por el complicado y sutil equilibrio de voces necesario. Aquí el resultado es formidable (EMI, 1998).





Según testigos de la premiére del quinteto en Londres en 1891, Mülhfeld cambió rápida y brevemente de clarinete en la sección zíngara del adagio (cc. 79-86), reemplazando el habitual instrumento en la por otro en si bemol. Siguiendo este impulso, Eric Hoeprich utiliza dos copias de los clarinetes en madera de boj (en lugar del más convencional ébano) conservados del propio Mühlfeld. También las cuerdas del London Haydn Quartet se rigen por los principios historicistas, con articulación, fraseo y dinámicas desplegando un rico paisaje sonoro, territorio para una lectura introspectiva, capaz de aclarar su contenido emocional. Hoeprich, constructor él mismo, logra que la ligereza de su instrumento empaste fascinantemente con la rápida caída del sonido de las cuerdas naturales en acordes y texturas, apoyándose primordialmente en su flexibilidad dinámica, pulso elástico y perfecta entonación en un timbre cálido y resinoso (a veces con prominentes portamento y vibrato). Dado que el elemento de danza nunca está muy alejado en Brahms, acertadamente se sugiere en el adagio el balanceo de una barcarola, y se da a la cuerda grave el peso necesario, como en la apertura del andantino (cc. 1-7), donde clarinete, viola y cello recrean un verdadero trío. El tempo lento del finale resalta sus texturas, como en el libérrimo rubato en la variación III donde Brahms introduce un efecto toccata en el clarinete (cc. 113-119), con una tesitura de dos octavas y media sobre fondo pizzicato. Extraordinaria intensidad de la coda final (Glossa, 2004).







Además del uso de instrumentos originales, la flexibilización en el uso de unidades de fraseo cortas, la demolición del vibrato continuo y la recuperación del ocasional portamento (cc. 115, 172), permiten al Fitzwilliam Quartet otorgar una gran variedad retórica a cada uno de los temas individuales, enfatizando las contiendas dinámicas que realzan el potencial dramático de la obra. Lesley Schatzberger también utiliza una réplica del instrumento de Mühlfelds de cuerpo casi cilíndrico y timbre delicadamente colorido. Racial en el húngaro adagio, cuya área central (donde la cercanía de los micrófonos hace aflorar unas cuerdas que parecen imitar un resonante címbalo, y el abandonado clarinete restalla) se configura como núcleo espontáneo de toda la interpretación, vibrante y poco otoñal. Los tempi enérgicos enfatizan la expresividad del presto, con sus secciones muy contrastadas. Toma sonora pluscuamperfecta, todos los partícipes presentes por igual, incluso en los floreos de las cuerdas en el área zíngara (Linn, 2005).




sábado, 2 de junio de 2012

Shostakovich: Los cuartetos de cuerda - The String Quartets

Pravda le definió como “un verdadero hijo del Partido”. Pero su personalidad pública (responsabilidades oficiales durante toda su vida, prominente perfil cívico, el aparente hosanna al futuro comunista) pudo haber sido meramente una máscara que ocultara sus verdaderas creencias disidentes. En un tiempo de control y opresión política en el régimen estalinista (¿cuál no? ¿dónde no?), condenado en dos ocasiones por formalismo (la innovación ilusoria, abstracta e individualista, que rechaza la herencia clásica, el carácter nacional y el servicio al pueblo), sobrevivió en precario equilibrio a las sucesivas purgas culturales, cuando muchos de sus amigos fueron exiliados o desaparecidos. Su motivación fue la música. Sólo ésta permaneció constante a través de su turbulenta y a menudo torturada existencia, llena de gestos irónicos, enigmas crípticos y matices hermenéuticos. El cuarteto de cuerda fue concebido como un medio viable para la construcción y articulación de su propio mundo sonoro, y dibuja la crónica de la áspera realidad interior de Dmitri Shostakovich.

Los 15 cuartetos van jalonando un premeditado viaje a través de la tonalidad que duró 36 años. Fueron escritos en diferentes claves, con la intención metódica (y poco verosímil) de formar un conjunto de 24, sobre el modelo del Clave bien temperado. El tono ascético, estricto y concentrado del ciclo podría verse como un ejercicio en variaciones de lamentos, pesares y pérdidas. Música esencialista e intensa, absolutamente abstracta, refractaria a todo programa. Entre sus cualidades: Una arquitectura armónica cubista, politónica, cromática en su totalidad y estridente en ocasiones; las continuas metamorfosis rítmicas y la unificación temática; los sutiles aromas de folclore ruso, el uso de glissandi, pizzicati percusivos y horripilantes trinos. Desde el punto de vista formal permanece en semilibertad dentro del cercado escolástico, la impronta postromántica dentro del movimiento neoclásico, asumiendo un pasado cercano que se trasciende sin abjurar de él, y que se disuelve gradualmente en los últimos cuartetos de la serie en un monólogo polifónico.






Los integrantes del Beethoven Quartet, estrictamente contemporáneos del compositor, no sólo tuvieron el privilegio de estrenar todos sus cuartetos (excepto el primero y el último) sino que contaron con la asistencia del propio Shostakovich a los ensayos previos, tocando la pieza primeramente al piano, y señalando minuciosamente los detalles interpretativos. Sin embargo, si algo caracteriza este ciclo es la irregularidad en su percepción y ejecución. A esto contribuye el ocasional gusto caprichoso, semi-improvisado, inesperadamente áspero, siempre delicioso, del primer violín Tsyganov. El fraseo y el generoso uso del vibrato denuncian la tardía tradición romántica, pero la afinidad nerviosa con el núcleo dramático de las obras instiga desconfianza, sufrimiento y dolor, y hace olvidar la inestabilidad en la entonación, el a menudo prosaico estilo. Excepcionales las delicadas disonancias en el doloroso lamento del 4º, la hipnótica melancolía del 7º, la huraña ambigüedad semántica del 12º. Tempi ansiosos, impacientes, urgentes, impetuosos, que dan la impresión de interpretaciones en directo. Las desiguales tomas sonoras, realizadas a lo largo de dos decenios (Doremi, 1956-1975), oscilan entre la acústica equilibrada, seca, focalizada y sin profundidad (que acusa la cercanía de los micrófonos), y la mera corrección estéreo. En algún cuarteto (2º, 9º) un apreciable ruido de fondo delata su procedencia de vinilos.








En el otoño de 1972 Alan George, viola del Fitzwilliam String Quartet, escribió al compositor para pedirle permiso para estrenar en Inglaterra su 13º cuarteto. Shostakovich no sólo mandó las particellas, sino que se presentó entusiasmado a los ensayos para ayudar a refinar una interpretación alejada del deslumbramiento virtuoso y la ferocidad rusa, emocionalmente recatada y calma, de imaginativo y amplio fraseo, de sutil dulzura en los movimientos lentos, como cálidas esposas de satén. Se podría echar en falta mayor variación tonal en la percepción del ciclo, ya que la gravedad se aplica incluso a los más ligeros primeros intentos, como si anticipara las tensiones en la consternación que habita en los postreros cuartetos. Destacar la etérea conclusión del 3º, la acumulación de energía expresiva en el 12º, la mahleriana aceptación de la derrota del 14º. Grabación de presencia realística, de gran riqueza tímbrica, cercana al punto de sacrificar la separación de texturas y las dinámicas pianissimi. La cuantiosa reverberación perjudica algunas pausas y las notas percusivas (Decca, 1975-79).

 






El Borodin Quartet también trabajó codo con codo con el compositor cuando la tinta de los cuartetos aún estaba fresca. Su primer registro (Melodiya-Chandos, 1967-1972) concluye en el nº 13, ya que por aquel entonces Shostakovich aún no había compuesto los dos últimos. Esto añade un mayor matiz testimonial a esta pionera lectura, de trazo tonal poderoso, suntuoso y opulento. Apasionado y romántico en las tenues dudas de tempo que permiten respirar espontáneamente cada frase con diferenciados matices, a veces con una pizca de sentimental vibrato, otras manteniendo largas notas sin él, como un antiguo consort de violas. Tensión y drama, contraste y contradicción son maximizados, llegando a afear o nasalizar el sonido si es necesario, siempre con refinamiento en la entonación. Expresividad colorística por encima de precisión técnica u osadía en los tempi (aunque algunos de los movimientos lentos llegan a doblar el tempo marcado en la partitura), como en la misteriosa y ambigua acentuación de claroscuros en el 9º, el volcánico crescendo en el terrible, lunarmente desolado y vacío si bemol final del 13º, el peligro inmediato y desesperado del 8º, la mordacidad del cello en el 3º. Sonido brumoso a partir de vinilos impecables. Para el segundo ciclo (Melodiya-EMI, 1978-1983) el cuarteto había reemplazado sus violinistas originales: el concepto vital permanece, pero acaso sea más agreste y aristado, con la diferencia más de grado que de concepto. Si bien la localización espacial está perfectamente resuelta, hay mayor sequedad ambiental ocasionada por la inmediatez de los micrófonos. ¿Cuál de los dos ciclos elegir? Los más viejos borodinistas del lugar aconsejan la siguiente receta: Borodin I (Nos. 1-11) y Borodin II (Nos. 12-15).








La del Cuarteto Brodsky es una interpretación restringida, de fantasiosa contención, que sugiere más que afirma con su fraseo estoico y sobrio, escrupuloso en el excitado manejo de los ritmos populares eslavos, en el respeto ponderado a dinámicas (con auténticos pianissimi) y tempi, por tanto, generalmente tranquilos. La grabación (Teldec, 1989) comparte los méritos de la interpretación: moderata, clara en la resolución de sus individualidades, levemente callada.






El Cuarteto Éder de Budapest sufrió a mediados de los ochenta una renovación casi total -tres de sus cuatro miembros-. Transcurridos los plazos críticos que una deconstrucción así origina, y una vez confirmado su excelente estado de forma, la firma Naxos, emprendedora donde las haya, confió a los voluntariosos músicos húngaros la integral de los Cuartetos de Shostakovich (1992-96): Su cénit hay que buscarlo en las ricas armonías ligadas en elocuentes vibrati, el generoso espectro de estados emocionales -siempre cambiantes-, los ritmos sólidamente enunciados que clarifican la arquitectura formal. Cierta carencia de profundidad de planos, la simple corrección en los solos, la literalidad en las marcaciones dinámicas, la veneración solemne e inflexible a las obras les impide redondear la esencia amenazante, maníacamente salvaje, de estas estructuras. Toma sonora abierta, plena, excelente, dentro de una acústica de salón.







Desde el principio la interpretación del Emerson String Quartet (DG, 1994-1999) luce por varios motivos: el apabullante virtuosismo técnico en las líneas solistas resaltado aún más si cabe por el registro efectuado en vivo, la articulación y entonación invariablemente perfectas y pulidas, los tempi tensos y vibrantes. Camaleónico el abanico tonal, variadísimo en colores, resultado, tal vez, de la insólita alternancia de los papeles de primer y segundo violín (herencia de su escolarización compartida). Espartano en su dominio de las dinámicas, objetivo y eficiente, aceradamente intelectual y abstracto, intimidante en su inhumano mantenimiento del tempo, acorde al tecnocrático presente. Implacable en la ultraviolence moral (y quizá física) del 8º (contemporáneo de A Clockwork Orange), en el progresivo escalonamiento de tensión del 9º, en la cruel desolación que expone el sonido sin vibrato en el 5º. Anonadante grabación, con los instrumentos proyectados para lograr la máxima separación tímbrica, y una ausencia envidiable de ruidos (al parecer, antes de cada concierto, se conminaba al público a no respirar mientras vibrasen las cuerdas bajo pena capital…).





Dentro de la tradición clasicista, alejado de extremismos rudos y astringentes, el Rubio Quartet se apoya en tempi apresurados, pero siempre manteniendo el elegante legato, la suave calidez del timbre, el énfasis en el lirismo. Sin poseer una impoluta perfección técnica, la soñadora fluidez de su lectura, el determinado acento en la resolución de matices de articulación y fraseo revelan gestos hasta ahora ocultos: el cariz danzable del 1º, la inesperada audacia rítmica del 7º, la visión lóbregamente poética del 9º. Atmosféricamente grabado en vivo (Brilliant, 2002), dando la preeminencia (irregularmente) a la línea del cello.







El St. Petersburg String Quartet (Hyperion, 1999-2003) hunde el relieve emocional y estructural en la textura carnosa del vibrato lujuriosamente oriental, en la tornasolada belleza del sonido, en la rigidez de los tempi, extremos en su elección. La tímbrica se hace mecánica, los colores primarios, amables, corteses y poco excitantes, no encontrando la corrosiva inseguridad y la complejidad subterránea que impregnan las notas. Sonido árido, sin reverberación alguna, que recoge ocasionales soplidos y gruñidos de los intérpretes.






Frugal y limpio de referencias testimoniales expresionistas, el Mandelring Quartet se muestra reticente a buscar más allá del arte por el arte. Su rasgo primordial es la homogeneidad de tono (bello, cálido, romántico) lograda por la fraternal unanimidad: hay tres hermanos en el cuarteto, siendo el sonido de los violinistas casi indistinguible. Singular caracterización de cada obra a pesar de la rigurosa atención a las dinámicas y la relativa uniformidad de tempi: la simplicidad encantada y primaveral -teñida de ironía su inocencia infantil- del 1º, la ausencia de sentimentalismo del 7º, el frenesí psicótico del 8º, el resplandor de cabaret mortuorio en el 13º. Hasta la fecha no hay mejor registro técnicamente (Audite, 2005-2009): Excepcionalmente equilibrado, transparente incluso en los más densos pasajes, preciso e íntimo en la localización espacial.








Desgraciadamente los ciclos que los cuartetos Taneyev y Shostakovich grabaron para Melodiya y Olympia en los años 70 y 80 están fuera de catálogo y no se han podido incluir en este repaso discográfico.


Hace ya algunos años Radio Clásica retransmitió una serie de programas intitulados Memorias de Shostakovich, en los que se narraban ejemplarmente fragmentos de Testimony, un manuscrito que pretende ser los recuerdos autorizados del compositor “como fueron contados y editados por Solomon Volkov” y que fue sacado de contrabando de la Unión Soviética y publicado póstumamente en occidente en 1979. Documento político clásico de la guerra fría, de autenticidad nunca probada, que parece ideado por la 5ª planta del Circus (please, explain yourself, George) y que refleja/inventa la amargura de Shostakovich en el régimen estalinista. La pregunta fundamental sigue sin respuesta: ¿Fue un resistente pasivo, que expresó su disidencia del sistema soviético de modo críptico en sus obras, o fue un comunista convencido al que la progresiva degradación de la revolución bolchevique alejó de sus creencias políticas? La música es la única que puede revelarnos la compleja verdad acerca de su creador.






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