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martes, 15 de enero de 2013

Schubert: Trío nº 2, op. 100, D. 929

El Trío n° 2 de Franz Schubert, fechado en noviembre de 1827, se integra por la unidad orgánica de sus cuatro movimientos, de gigantescas proporciones, ricos en ideas temáticas, constantes transformaciones armónicas y texturales, interrelaciones y recurrencias:

I Allegro: Formalmente es una sonata –nada convencional– con tres temas principales relacionados entre sí, con la fluidez típica de sus lieder. El primero, sobre un ritmo enunciado marcato al unísono por los tres instrumentos, que reviste un brusco acento beethoveniano con su línea descendente sobre una octava, ofrece pronto una primera variación entrecortada por silencios. El segundo motivo (cc. 50-56), de esencia más propiamente schubertiana, emerge desde acordes ceñidos y repetidos, como angustiados y dubitativos; el piano, voluble, borrará un tanto esta impresión. Sobre el conmovedor tercer tema, cc. 140-148 (oído dulcemente por vez primera al violonchelo en cc. 16-18), va a construirse el extenso desarrollo (desde c. 195), situado en un ensoñador clima de modulaciones y de oposiciones dinámicas tenaces antes de la reposada reexposición. Justo al final, una inesperada aparición del segundo motivo (c. 585 y ss.) logra una hábil transición hacia el paso vacilante del…

II Andante con moto: Un desequilibrado rondó ABACABA que desprende una melancolía punzante. Los dos compases de obertura, sobre un estoico ritmo de marcha al piano, sugieren ya algo fúnebre antes de que entre el tema, desplegándose lentamente en la cuerda grave. A este episodio –40 compases– en modo menor, que gradualmente adquiere el carácter de un persistente ostinato teñido de fatalismo, sigue otro en mi bemol mayor (B) en el cual el violín lanza un tierno y cálido motivo, dialogado por los tres instrumentos en una exaltación siempre creciente que romperá un compás de silencio (c. 81). Hasta en tres ocasiones (cc. 86-93; cc. 106-113, cuerdas sobre el trémolo; cc. 199-212) volverá la dolorosa escansión inicial con un ensombrecimiento progresivo del clima, la violencia llegando en oleadas –con el tormentoso trémolo del piano como cima, cc. 104-112–, en una especie de grandiosa balada romántica que precede al retorno del motivo en modo mayor (B). El permanente contraste entre piano y forte, entre menor y mayor, se acentúa aún más en la coda (c. 196 y ss.), donde de nuevo se ralentiza el tempo y el lamento parece quedar en suspenso, misterioso y trágico sobre la armonización cromática del pizzicato.

III Scherzo: A ritmo de minueto, la escritura canónica a dos voces del comienzo lanza una idea pletórica, entrelazando texturas a dos y tres partes, que se hará después más lenta y modulante con aroma a vals. La sección trío presenta un tema más rústico y fuertemente acentuado (cc. 89-93), que vendrá a contradecir la aparición de un tierno dibujo en el violonchelo (cc. 138-153); piano y violín le procurarán la incertidumbre rítmica que anuncia el finale.

IV Allegro moderato: Se aproxima a una desmadejada sonata, asimilable por sus insistentes recurrencias temáticas a una forma rondó. Se distinguen dos episodios: el piano enuncia el primer trazo en una atmósfera de amabilidad cándida en sus rápidas figuraciones haydinianas, pero algunos perfiles (ecos del scherzo, ciertos silencios) hacen presagiar nubarrones. Expuesto sucesivamente con ligereza por violín, violonchelo y piano -cual exótico címbalo-, el pintoresco segundo tema (cc. 73 y ss.) conocerá una nueva presentación en canon, antes de que el desarrollo haga aparecer otras tonalidades dramáticas; después, el motivo inicial se repite y se extenúa poco a poco hasta reducirse a una sola nota siniestramente repetida (pedal sobre el si, cc. 273-274, la proximidad al contemporáneo Winterreise). Nostálgico, retorna insólitamente el mortecino ritmo del andante (cc. 279-315), antes de una reaparición en re menor del segundo tema de este finale. La reexposición reproduce un esquema idéntico sin que el arrebatador primer tema llegue a reinar, pues el quejumbroso motivo del andante vendrá a sustituirlo en la coda de manera epatante (cc. 697 y ss.), no imponiéndose la tonalidad mayor hasta los últimos compases, de dudosa jovialidad vienesa, y segura y amenazante inflexión mahleriana.





Espontaneidad, elocuencia y calidez van de la mano de los Adolf Busch (al violín), Hermann Busch (al violonchelo) y Rudolf Serkin (al piano), que esculpieron en 1935 un registro baremo de todas las interpretaciones posteriores. Pleno de dramatismo vibrante, lirismo sublime, acentuación y fraseo variados, fluidos y alegres, y un discreto rubato que aporta elasticidad y aceleración cuando la tensión lo requiere. Nunca la melodía del andante ha sonado tan desolada, con tal intensidad desesperada en su deliberada austeridad, en su peligrosamente amplio tempo (ni el scherzo tan hormigueante), ni su retorno en el finale, cuando la contenida línea del cello expresa humanidad y sabiduría. Serkin borda, limpio y sereno pero con remarcable libertad dentro de la claridad del concepto, su calculadamente compuesta difícil parte. Adolf hace gala de su perfecto legato (como era tradición por aquel entonces en el acompañamiento), su etéreo timbre y su bello portamento, que, deslizándose de tono en tono como un cantante, agrupa las notas estructural y expresivamente. El vibrato es endémico, pero varía infinitamente, acorde a las demandas de la música. La transferencia realizada por Andante a partir de pizarras a 78 rpm posee las necesarias presencia y profundidad y excluye cualquier prejuicio sobre la edad de la grabación.









La ocupación barcelonesa por parte del ejército en 1939 motivó el autoexilio, entre muchos otros, del violonchelista Pau Casals, decayendo lentamente su carrera como concertista, y dedicándose a la composición y a la enseñanza hasta 1950. Es entonces cuando el violinista Alexander Schneider le persuade para su participación en el inédito Festival de Prades, conmemorativo de J.S. Bach. Junto al pianista Mieczyslaw Horszowski registraron un par de años después un extraordinario documento en el mismo Festival, pleno de belleza tonal, concentración e intensidad espiritual. Claridad en la articulación, limpieza de ataque o respeto a la partitura son términos que aquí palidecen frente a libertad de la expresión y a la capacidad de emocionar: “Casals no interpreta, resucita”, Grieg dixit. Entre el fraseo angustiado y la expresión sombreada y turbulenta, la melodía del andante se moldea en sus manos con un aroma dvorákiano de despedida. El férreo control de la estructura musical, logrado a través de la profundidad y complejidad de la conversación camerística, revela la hechura sinfónica de la obra, obstinada en las repeticiones rítmicas y su frecuente apareamiento con los giros en el color armónico dentro de este universo tonal descentrado. Por la toma sonora (Sony), cercana y resonante, se asoma ocasionalmente la guturalidad del gran Pau.










Los integrantes del Beaux Arts Trio —Daniel Guilet (vn.), Bernard Greenhouse (vc.), Menahem Pressler (p.)— asumen con marcada personalidad el papel protagonista cuando la partitura así lo demanda (como en el brusco trío), pero siempre dentro de una expresividad calculada, una serenidad sostenida, sin romanticismos excesivos –la línea legato en las arcos naturalmente (con)seguida–. Veloz, flexible y elegante, enfatizando el clasicismo del compositor, el trío vienés forja una comprensión equilibrada de fuerzas y vectores, empaste tonal, empaque y aplomo rítmico. La acentuación y la amplitud dinámica son refinadas, inteligentemente mesuradas. El rígido tempo marca una inexorable atmósfera en el andante (como en muchos de los lieder del Winterreise) –con bruñido acompañamiento del piano en staccato–, pero se relaja en los líricos segundos temas en los movimientos extremos, alargando las frases sin rubor. La grabación (Philips, 1966) se conserva seca, ligera y definida, si bien la próxima perspectiva del piano ensombrece a los instrumentos de cuerda.









Isaac Stern (vn.), Eugene Istomin (p.) y Leonard Rose (vc.) bosquejan una lectura mórbida, vital, afable, cuidadosa en la atemperación de dinámicas y rotunda en su gracia schubertiana, simpatizando más la filiación clásica que romántica. La inusual cohesión de vibrati entre los instrumentos de cuerda permite el invisible cambio de testigo dentro de una misma frase, sin cesuras aparentes. La grabación comenzó en Suiza, pero no convenció a los perfeccionistas integrantes del Trío, extremadamente celosos de su propio sonido, de modo que la pospusieron hasta llegar a sus cuarteles neoyorkinos. Sin embargo, la mezcla (Sony, 1969) –a pesar de su inmediatez y separación espacial– aglutina de manera artificiosa un triángulo invertido, con las cuerdas a ambos de la percepción sonora en una especie de falso estéreo, con el piano en la base, y recoge afectivamente a los intérpretes en el orden citado, destruyendo la conversación e imponiendo una oligarquía camerística, en la que, por turnos, el acompañamiento encortina a la melodía.










En cierta ocasión preguntaron a Stravinsky si la prolijidad de las composiciones schubertianas no le inducía al sueño; el ruso respondió que “y eso qué importa, si cuando despierto estoy en el paraíso”. Otros rusos fugados, los del Borodin Trio: Luba Edlina (p.), Rostislav Dubinsky (vn.), Yuli Turovksy (vc.), careciendo de (o soslayando) la ductilidad vienesa de los Beaux Arts, muestran un concepto fuerte y profundo, y su lectura es más beethovenianamente formal, con los correspondientes tempi pausados. El flujo rítmico se muestra cauteloso, disciplinado, muy efectivo en las controladas semicorcheas del finale, tal vez no tanto en las imitaciones canónicas del serio(!) scherzo, donde puede desdibujarse el contraste. Grabación afrutada (qué cálido vibrato de violonchelo) y ligeramente difusa, cuya lejanía estrecha la panorámica de los instrumentos de cuerda (Chandos, 1981).










Andras Schiff (p.), con su larga experiencia como acompañante liederístico, propone una amplia riqueza de matices, dentro de su personalidad sencilla y humilde; Yuuko Shiokawa (vn.), de timbre galante y suave, y Miklós Perényi (vc.), discretamente diplomático, exponen la ambivalencia afectiva schubertiana, su inefable mezcla de humor y melancolía. Es esta una visión meditativa e introspectiva, que, unida a los tempi y gradaciones dinámicas, fluyentes ambos, permiten inauditas profundidades y contrastes. Otro de los alicientes del disco es que recoge la versión original del finale que viene a durar casi 20 minutos. A requerimiento de su editor, Schubert eliminó el signo de repetición al final de la exposición, y ejecutó dos cortes en el desarrollo: más de cien compases en total. Indudablemente esta versión íntegra, casi proustiana, posee mayor cohesión estructural en su unidad motívica y en sus relaciones armónicas. La toma sonora, templada y metálica, asombra por su amplitud espacial, aunque puede empañar los rápidos arpegios del piano (Teldec, 1995).








El trío La Gaia Scienza abre una ventana hacia nuevas y caleidoscópicas sonoridades: en lugar de una agradable eufonía (The Castle Trio, The Mozartean Players) propone un maelstrom salvaje y fascinante. Federica Valli ha conseguido para el registro un histórico fortepiano vienés fechado en 1815 –que el mismo compositor estimó– de timbre acre, al que somete a una articulación percusiva, en un pianismo brutal y vigorizante. Su escasa resonancia permite un equilibrio igualitariamente desconocido con(tra) las cantarinas cuerdas de tripa de Stefano Barneschi (vn.) y Paolo Beschi (vc.). En conjunto, la relación del tempo con las cristalinas calidades tímbricas produce una distinta caracterización del material temático. Así, mientras nerviosos claroscuros asolan el andante y borboteantes jugueteos jadean en el scherzo, el trío adquiere una funcional aproximación rítmica estable al finale, donde el pianoforte realiza a la perfección el efecto címbalo. En esta gestualidad coreográfica (la obra está recorrida por el espíritu de la danza, desde los contagiosos ritmos ternarios del allegro a las cadenciosas melodías 6/8 del finale), estridente y desafiante del postrer Schubert, reconocemos su declaración como heredero de Beethoven. La excelente grabación, cercana y a la vez panorámica, fue realizada en la idónea acústica de la Sala dell'Organo Toscano de Villa Medici (Winter & Winter, 1996).









Lectura fuertemente emocional y sensitiva, en búsqueda constante de la intimidad del alma del compositor, la del Florestan Trio: Susan Tomes (p.), Anthony Marwood (vn.), Richard Lester (vc.). Milagrosamente coloristas en la marcial y austera apertura, y melancólicos en el andante, con verdadero sentido de la marcación con moto –la pianista sugiere que el tempo correcto es el de “pasos por nieve profunda”. Por cierto, qué delicadeza la de sus tresillos en el desarrollo del primer movimiento, mientras incrementa gradualmente la dinámica en la mano izquierda (cc. 225 y ss.)–. A más modestia y educación eduardiana, mayor sensación de violencia en los trémolos climáticos. En el scherzo contrasta el bullicio con la intimidad y delicadeza (spiccato y selectivo uso del vibrato; la reaparición del tema al violonchelo), dando paso al desenvuelto finale, que mantiene su humor incluso en las reapariciones del opresivo lamento del andante, brillantemente decorado por la espontaneidad quijotesca del violín. La soberbia toma sonora recoge la cuidadosa atención a las dinámicas, por ejemplo en la distinción entre ff y fff en el andante, sin ninguna rebaba de aspereza (Hyperion, 2001). El disco incluye las dos versiones del finale, original y con las escisiones.





jueves, 5 de agosto de 2010

Mozart: Don Giovanni

¿Qué significaba dramma giocoso en la época de Mozart? ¿Es Don Giovanni un héroe o un villano? ¿Es la ópera una comedia o una tragedia? ¿Su conclusión dramatiza el triunfo moral sobre el pecador ajusticiado, o celebra el desafío épico de un librepensador?

La ópera, como su protagonista, rehúsa capitular al orden convencional: Si para una escuela de pensamiento la obra es en esencia una ópera bufa, una comedia a la italiana (aunque con personajes individualizados gracias a la música que los acoge y representa), para otra línea de tradición germánica se inscribe de lleno en la composición dramática, rezumando aroma sacro. La riqueza, ambigüedad y complejidad de la obra han permitido el acercamiento desde diversos conceptos, aun antitéticos, con resultados igualmente estimulantes. Amalgama de géneros (los temas míticos del teatro antiguo: el amor, la venganza, la justicia, la muerte) que transitan en meandros por el carácter complejo y contradictorio de la partitura, que siempre plantea problemas de conjunto. La música, más que el libreto, nos cuenta la historia, subraya las emociones, y matiza todas las sutilezas psicológicas que distinguen a Don Giovanni como ópera de óperas.


105 lossless recordings of Mozart Don Giovanni - Part II (1977-2021) (Magnet link)

 

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Desde 1934 en las verdes colinas de Sussex se busca celosamente la perfección estilística mozartiana, estableciendo nuevas pautas en su lectura musical y dramática. Fritz Busch registró la primera grabación completa de Don Giovanni con flexible autoridad y sensualidad a la Orquesta del Festival, aprovechando las concienzudas representaciones en el Glyndebourne de 1936. Refinadamente diáfana, elegantemente lírica, su elocuencia narrativa, variedad, frescura, espontaneidad (no confundir con trivialidad) son impropias de estas fechas, además la noción unitaria, el juego escénico prácticamente inigualado, el adecuado pulso dramático y la magnífica elección del equipo vocal, bien contrastado (sobre todo el femenino). El aristocrático y estilizado John Brownlee (Don Giovanni) es un barítono no demasiado oscuro, con graves sólidos, de impecable timbre opulento y resonante, que se presta tanto a la ironía como a la insinuante sugestión amorosa. Variado y grotesco Salvatore Baccaloni (Leporello), único cantante con el idiomatismo apropiado para comunicar la gracia astuta de su rol, y del que se cuenta que debido a sus excesivas libertades rítmicas un día recibió un telegrama de protesta firmado por W.A.M. Si consideramos estupenda la poderosa seguridad técnica de Ina Souez (Donna Anna), y a Luise Helletsgrüber como una (Donna Elvira) casi ideal por la construcción de su vibrante personaje (con algunas dificultades en las agilidades), lo extraordinario llega de la muelle voz de Koloman von Pataky: timbrada, flexible, de sensibilidad y belleza a partes iguales (Don Ottavio). El Masetto de Roy Henderson está bien perfilado con su particular acento cockney; también muestra cierta afectación británica la (Zerlina) de Audrey Mildmay, e imponente la autoridad (si no el poderío vocal) de David Franklin (Commendatore). Torrenciales recitativos acompañados por el director al piano. La grabación acusa la edad, pero es perfectamente disfrutable (Warner).









Debemos la primera grabación live a Bruno Walter, que en una representación neoyorquina con la Metropolitan Opera Orchestra (Naxos, 1942) plasmó su visión fatalista de la obra, de tempi y ritmos apremiantes, y que destaca ante todo por acaso la más bella voz italiana del siglo, el bajo carnoso, de legato perfecto, dicción irreprochable, matizadísimo fraseo y ataque siempre puro: el personaje encantador y diabólico delineado por Ezio Pinza -sin duda el (DG) de los años 30 y 40- engarza ejemplarmente con el carácter cómico de Alexander Kipnis (L). Completan el reparto Rose Bampton (DA), Jarmila Novotna (DE), Charles Kullmann (DO), Mack Harrell (M), Bidu Sayao (Z), y Norman Cordon (Com). La brevedad del comentario corresponde al padecimiento de una toma de sonido pésima, y aún así mucho mejor que la previa de 1937 editada por Andrómeda: sólo para fanáticos del mono más exiguo, please email me.











Wilhelm Furtwängler (Gala, 1953) conecta la tragedia clásica y suntuosa de un Gluck entreverada con rasgos y sentimientos beethovenianos. Ya escuchando la llamada al aquelarre que suponen los vehementes timbales en el acorde inicial se advierte que estamos ante una apreciación especial: Solemne, coherente y unitario en el desarrollo del drama, fluidamente oscilante entre lo olímpico y lo trágico, retórico, expresivo, severamente moral, Furtwängler encarnaba la idea de que cada interpretación debía ser “una grandiosa improvisación”, de ahí lo desconcertante a veces de la ductilidad de los tempi, amplios en general. El espléndido equipo de cantantes comienza con el gallardo Cesare Siepi, que emerge poderoso, viril y telúrico como protagonista inmenso, vocal y dramáticamente, cruel y elegante a la vez; un bajo baritonal de oscura tímbrica, a priori poco apto, pero que realizó sin duda el (DG) de los años cincuenta. Sin el conveniente contraste, Otto Edelmann (L) de porte y vocalización decididamente germánicos; mejor el cristalino instrumento lírico de Elisabeth Grümmer (DA), creíble en su vulnerabilidad, firme y sincera. Impecable técnicamente Elisabeth Schwarzkopf como (DE), de temperamental fiereza en su articulada caracterización; sutil el (DO) de Anton Dermota, de atractiva nasalidad; sarcástico el teutón (M) de Walter Berry, Erna Berger crea una ingenua (Z), tenaz y temible el (Com) de Raffaele Ariè. La Wiener Philharmoniker frasea de forma romántica, tejiendo damasquinadas texturas. La toma sonora del Festival de Salzburgo es peyorativamente histórica, con leves saturaciones, y ecos y ruidos varios que recrean el aliento escénico, y aun así, comparativamente superior a la grabación de 1950 (EMI). Una última cuestión. Sabido es que la técnica gestual de Furtwangler era, como tal, errónea: sus brazos no daban ninguna indicación clara del número de batidas en un compás, haciendo movimientos circulares que no podían ser interpretados como un ritmo estable; para dar la entrada hacía signos misteriosos en alto, bajaba la batuta y un poco después atacaba la orquesta. Y si se les preguntaba a los músicos cómo sabían cuándo habían de entrar en medio de toda aquella ceremonia respondían: “No lo miramos”.










Josef Krips busca y encuentra un equilibrio sereno, reposado, cálido, ligero y sonriente (me autocito), pone pausa a los tempi amenazantes, pondera las dinámicas, acentúa con lógica y control, permite respirar en la oscura atmósfera de la obra. Desde esta acomodaticia elegancia vienesa, de aparente placidez dramática y transparente sencillez, Cesare Siepi nos seduce con suavidad mortífera (DG), mimetizado vocalmente con el sardónico y hasta exagerado Fernando Corena (L), convincentes ambos en los recitativos de perfecta enunciación. A un relativo menor nivel las féminas, precisa y musical, pero desapasionadamente angelical la (DA) de Suzanne Danco, mientras Lisa Della Casa (DE) canta brillantemente, aunque un tanto inexpresiva. De peculiar timbre el (DO) de Anton Dermota, poco ágil en la coloratura; soberbio el simpático (M) de Walter Berry, excelente el timbre dorado de Hilde Gueden dando vida a una traviesa (Z), y correcto Kurt Böhme (Com). Fantástica grabación en estudio de la Wiener Philharmoniker (Decca, 1955), cuya excelente presencia estéreo permite apreciar la delicadeza y claridad de una línea instrumental perfectamente engarzada con las voces, donde centellean multitud de pormenores sutiles, inauditos en otras versiones.










Saludemos también la técnica de Dimitri Mitropoulos, que no usaba nunca batuta ni partitura: “Dirigir con batuta es como tocar el piano con guantes”. En el podio golpeaba el aire con los puños, en un estrambótico repertorio de gestos y muecas que reflejaban cada emoción, del terror al éxtasis. Y esto es lo que propone en este documento: una fustigante tensión narrativa, galvánica, elocuente, variada y detallista escénicamente (revolucionaria en el Festival de Salzburgo de 1956, tras la muerte de Furtwängler), una Wiener Philharmoniker en todo su esplendor, y ante todo un equipo vocal sensacional (coincidente en su mayoría con los anteriores): Cesare Siepi vicioso, peligroso y hasta violento (DG); además, desprende buena química con el histriónico, idiomático y excelente actor vocal Fernando Corena como (L). Vigorosa y dolorida Lisa della Casa (DA), señorial y emocionante Elisabeth Grummer (DE); dulcemente exquisito (¡qué pianissimi!) Leopold Simoneau (DO), Walter Berry (M) fenomenal también; destaca la sensualidad del vibrato de Rita Streich (Z), y el sólido, pero poco canónico (Com) debido a Gottlob Frick. La edición Sony presume de mejor sonido que la corsaria (Arkadia), utilizando las cintas originales de la Radiodifusión austríaca. A pesar de su inmediatez, es desigual en volumen, con abundantes saturaciones, y resalta los consabidos ruidos escénicos, los desplazamientos de los cantantes respecto a los micrófonos, y los aplausos del respetable (a veces antes de que acaben los números), ¡pero Mozart era un hombre de teatro!










Dejemos de lado las vocalmente irregulares versiones de Ferenc Fricsay (DG, 1958) y Erich Leinsdorf (Decca, 1959) para dar paso a la lectura con mayor equilibrio sonoro y estilístico. Azarosa fue la génesis de esta grabación con la leggeriana Philharmonia Orchestra, bruñida por y para Otto Klemperer, que fue sustituido, gravemente enfermo, tras tres días de sesiones de grabación por Carlo Maria Giulini, que, aunque nunca había conducido la ópera, transformó indudablemente el sentido de la misma (EMI, 1959): “A Mozart hay que entenderlo siempre y esencialmente desde el canto y desde su sentido teatral”. Para Giulini refulge la chispa de la ópera bufa napolitana en buena síntesis con el elemento germánico. Desde esa base hace respirar fervorosamente a la orquesta con vitalidad atlética, facundia, enorme riqueza de acentos, convicción y balance entre ligereza y severidad. Como con Busch, prima la sensación de causa común, con una meta bien definida, la de la comprensión de la expresión musical de los personajes y su motivación dramática: la fornicación, el asesinato, la blasfemia en último término. Homogéneamente espléndido el reparto vocal: Eberhard Wächter plantea un (DG) lascivo, fogosamente juvenil y tosco (y algo falto de carisma), aunque brillante en el tono chispeante de los recitativos (deliciosos), donde también brilla el excepcional (L) de Giuseppe Taddei, variado y dinámico, bufo sin exageración, sucesor natural de Baccaloni. Quizá un obstáculo (en todo caso menor) a la canonización de este registro venga dado por el parecido tímbrico entre ambos. La pareja de donnas es prodigiosa: elegantemente aristocrática Joan Sutherland como (DA), de preciosa tímbrica, si bien vocalmente flexible y precisa sólo en la zona aguda; tampoco roza ya la perfección vocal Elisabeth Schwarzkopf (DE), pero posee el personaje enteramente en cada gesto; Luigi Alva (DO) dulcemente refinado en la difícil coloratura; ladino y sobreactuado Piero Cappuccilli (M), maliciosamente sincera Gabriela Sciutti (Z); soberbio, matizado, dominante, escalofriante y cavernoso el (Com) de Gottlob Frick. Toma sonora algo lejana orquestalmente, pero de buena presencia tímbrica y clara de texturas, destacando las sombrías cuerdas. Actualización: El reciente transfer (2012) realizado por Pristine proporciona una portentosa mejora en profundidad y amplitud espacial.










El referido manojo de grabaciones contiene tan alto nivel artístico que generó sombras sobre las producciones de las siguientes décadas.

Seis años después de su fallido intento, Otto Klemperer retomó los mandos de la New Philharmonia Orchestra (EMI, 1965). Resaltar la genialidad narrativa, la admirable labor orquestal, la claridad de exposición con rasgos virtuosísticos asombrosos, pero con tendencia a perderse en densas y solemnes meditaciones instrumentales antes que prestar atención a la verdadera esencia teatral. Lento y majestuoso, granítico, el cuadro final. Excelente elenco vocal –el viril (DG) de Nicolai Ghiaurov, todo esmalte y señorío, Walter Berry hace un áspero y germánico (L), insuficiente Claire Watson (DA), muy exigida de tesitura Christa Ludwig (DE), un Nicolai Gedda (DO) cuya entonación digamos que presenta impurezas, el expectorante (M) de Paolo Montarsolo, la sensual (Z) de Mirella Freni, consistente (Com) debido a Franz Crass- al que los tempi mortuorios ahogan, sobre todo en los lúgubres recitativos apoyados en un descarnado clave. Excepcional grabación de la magna tímbrica orquestal, perfectamente equilibradas en la balanza cuerdas y maderas.









En su línea fluida y sin complicaciones metafísicas, Karl Böhm da un punto de referencia medio, sin lograr hacer patente el aspecto trágico, inquietante y ambiguo de la obra, tanto en su primer acercamiento -con la Orquesta del Teatro de la Ópera de Praga (DG, 1967), sinceramente mal el equipo vocal: forzado hasta el empalago Dietrich Fischer-Dieskau (DG), Ezio Flagello (L), Birgit Nilsson elección claramente equivocada en un papel lírico como el de (DA); también fuera de estilo Martina Arroyo como (DE), Peter Schreier (DO), Alfredo Mariotti (M), Reri Grist (Z), Martti Talela (Com)- como en el postrero en el Festival de Salzburgo -Wiener Philharmoniker (DG, 1977) Sherrill Milnes (DG), Anna Tomowa-Sintow (DA), Zyllis-Gara (DE), Walter Berry (L), Peter Schreier (DO), Dale Duesing (M), Edith Mathis (Z), John Macurdy (Com)-.








Colin Davis (Philips, 1973) recrea otra esmerada lectura con aciertos parciales, de tono y ritmo aceptables, pero sin fantasía, incapaz de obtener el adecuado clima teatral. Del reparto destacan las magníficas féminas, sobre todo Mirella Freni como (Z): Ingvar Wixell posee la fascinación del movimiento de una serpiente (DG), Wladimir Ganzarolli (L), soberbia Martina Arroyo (DA), suave la (DE) de Kiri Te Kanawa, aterciopelado Stuart Burrows (DO), Richard van Allen (M), poderoso Luigi Roni (Com).






La salida de Decca del productor John Culshaw marcó un severo declive en la calidad de las realizaciones operísticas de Georg Solti. En esta lectura rudamente violenta, distanciada, neutra, cual perfecto ejercicio orquestal de la London Philharmonic (1978), sólo sobresale una fabulosa Margaret Price perfilando una altiva (DA) de emisión controladísima, el timbre bien proyectado y fraseado; Bernd Weikl hace un (DG) de tosco acero alemán, incapaz Sylvia Sass (DE), Gabriel Bacquier (L), fría cortesía de Stuart Burrows (DO), Anton Sramek (M), Lucia Popp (Z), poderoso y seguro Kurt Moll (Com).









Lorin Maazel grabó su versión a las riendas de la Paris Opera Orchestra (Sony, 1978) y fue recogida en estudio como banda sonora de la erotofóbica película de Joseph Losey. Por ello sus consideraciones dramáticas prevalecen sobre las musicales (hay imprecisiones e incluso distorsiones rítmicas), imponiendo un Ruggiero Raimondi gélidamente sádico (DG). El resto del reparto incluye Edda Moser (DA), Kiri Te Kanawa (DE), José van Dam (L), Kenneth Riegel (DO), Malcolm King (DO), Teresa Berganza (Z), John Macurdy (Com).






Bernard Haitink intentó recrear en el Festival Glyndebourne de 1983 el potente espíritu de equipo que animó la primigenia lectura de Fritz Busch. Una lectura nada magisterial, pero tan minuciosa e imaginativa en su concepción como fluida y natural en los recitativos. Capitaneados por el demoníaco, lascivo y amenazante Thomas Allen (DG) -de excelente línea y correcto italiano-, el elenco comprende el oscuro (L) de Richard van Allan, sutil en el uso de la media voz, y una pareja de féminas de buena credibilidad dramática, enérgica Carol Vaness como (DA), y determinada en su injuria Maria Ewing (DE). Keith Lewis (DO), John Rawnsley (M), Elisabeth Gale (Z), Dimitri Kavrakos (Com) completan una correcta alineación casi enteramente británica. La London Philharmonic Orchestra está recogida con discreción (EMI).







Para este registro Herbert von Karajan maquinó un plan secreto de sesiones, sin desvelar hasta el último momento lo que se grababa a continuación, y de esta guisa mantuvo a todo el equipo vocal en ascuas, alerta y en tensión permanente. Por eso es aún más sorprendente la pétrea frialdad (sin inflexiones rítmicas, y de tempi muy lentos) que desprende el brillo satinado de la Berliner Philharmoniker, sobre la que reposan, inertes, los personajes mozartianos: Samuel Ramey imanta un (DG) de buenas maneras, línea vocal e inteligencia, conspirando con un extravertido Ferruccio Furlanetto (L); sin autoridad ni deseos de venganza respectivamente Anna Tomowa-Sintow como (DA) y Agnes Baltsa como (DE), contrastando con el resoluto (DO) de Gösta Winbergh; huraño Alexander Malta como (M) y demasiado infantil la (Z) de Kathleen Battle, firme el (Com) de Paata Burchuladze. De igual modo, muy plana y sin relieve, la toma sonora, llena de errores de edición (DG, 1985).






Nikolaus Harnoncourt muestra su preferencia por el riesgo con una orquesta moderna y amplia de efectivos, la Royal Concertgebouw de Amsterdam (Teldec, 1988). Entramos en una nueva era tímbrica y armónica, polémica y perversa, de abruptos acentos y dinámicas extremas, aunque a veces los tempi son convencionales y prosaicos y las texturas no son todo lo transparentes que la teoría harnoncourtiniana predice. Thomas Hampson experimenta un flexible y actual ansia adolescente (DG) y encuentra su complemento en el terrenal (L) de Lászlo Polgár; discreta la pareja de donnas: Edita Gruberova (DA) rebelde y orgullosa, Roberta Alexander (DE), Hans Peter Blochwitz (DO), Anton Scharinger (M), Barbara Bonney (Z) flirtea burlona, ligero el (Com) de Robert Holl. La grabación adolece de pausas entre los números generando el efecto de discontinuidad escénica.






Cuando afloró la versión del diletante Arnold Östman (L’Oiseau-Lyre, 1989) pareció que el concepto de la ópera se desventraba en el experimento de recrear en el teatrito de la localidad sueca de Drottningholm la obra mozartiana tal y como se supone fue representada en su día, con los medios y tramoyas de la época. La reducida Court Theatre Orchestra presenta la tenue sonoridad ácida de los instrumentos originales y evanescencia en las texturas sonoras (recordemos que Mozart tan sólo contó con seis violines en el estreno de 1787). El resultado vocal, con livianos intérpretes -ya en decadencia el (DG) de Hakan Hagegaard, Gilles Cachemaille (L), Arleen Auger (DA), Della Jones (DE), Nico van der Meel (DO), Barbara Bonney (Z), Bryn Terfel (M), Kristinn Sigmundsson (Com)-, se queda en leves propuestas: puntualizaciones de acentuación, de ritmo, mayor velocidad en los recitativos, jacobino en los tempi extravagantes, acelerando los momentos múltiples (dúos, tercetos, conjuntos) y ralentizando algunas partes solistas. Se busca la comedia íntima en detrimento de la tragedia épica, faltando algo de gracia y espontaneidad.






El pulso raudo y firme de Riccardo Muti con la Wiener Philharmoniker (EMI, 1990) enfatiza el melodrama verdiano (tersura de líneas, gentil construcción, pero adusta y epidérmica) y no alcanza el sabor teatral bufo a la napolitana de un Giulini. Llamativamente obsesivo el (DG) de William Shimell; Samuel Ramey (L), siempre excelente cantante, aquí está distanciado de la eficacia teatral de sus actuaciones en directo. Competitivo vocalmente el resto del elenco, pero lejos de una interpretación interiorizada del fraseo (y las palabras son extremadamente importantes en Mozart) -Cheryl Studer (DA), Carol Vaness (DE), Frank Lopardo (DO), Natale de Carolis (M), Suzanne Mentzer (Z), Jan-Hendrik Rootering (Com)-. Acústica reverberante en exceso que emborrona los recitativos.






El acercamiento de Neville Marriner con la Academy of St Martin in the Fields (Philips, 1990) ejemplifica las virtudes y limitaciones de las producciones fin de siglo: absoluta claridad de texturas, levedad y viveza de tempi, aparentemente apropiados para el lado bufo de la obra. Cuidada realización del continuo en los recitativos. Elenco vocal correcto sin más, con el punto flaco en las mujeres: Thomas Allen (DG), Simone Alaimo (L), Karita Mattila (DE), Sharon Sweet (DA), Francisco Araiza (DO), Claude Otelli (M), Marie McLaughlin (Z), Robert Lloyd (Com). Excelente toma sonora, de gran presencia.









Yendo un paso más allá que Östman, la versión que propone Roger Norrington con sus London Classical Players (EMI, 1992) deviene en un equilibrio fluido, estilísticamente respetuoso, de bases rítmicas constantes y estudiados contrastes, preeminencia de los vientos en la reducida (y estratégicamente dispuesta) orquesta. Aligeramiento de los tempi (con algún exceso), sabia administración de timbres y planos sonoros, inclusión de discretos adornos, y generosa inserción de apoyaturas. Planteamiento en demasía esquemático, adoptando un tono narrativo ameno y gracioso, y hurtando prácticamente la dimensión demoníaca. Equipo vocal sólido, no siempre coherente con este grácil programa. Muy adecuada la contraposición de la pareja: brutal Andreas Schmidt como (DG), eslavo cual cosaco del Don el (L) de Gregory Yurisch. Inerte dramáticamente la (DA) de Amanda Halgrimson, Lynne Dawson (DE), suficientemente ágil John Mark Ainsley como (DO) para ceñirse al tempo veloz, bien caracterizada la pareja (M)-(Z) debida a Gerald Finlay y Nancy Argenta, Alastair Miles (Com). La grabación en estudio incluye una serie de efectos escénicos artificiales.








La personalidad de John Eliot Gardiner se impone en esta grabación: distinción sobria de concepto, inteligente sentido teatral, alternancia de tempi, tímbrica excitante, agilidad de articulación, brusquedad en los ataques, ornamentación un tanto liberal. Para paladares abiertos a nuevas experiencias, como la brevedad y levedad extremas en obertura,  como los aportes dialogantes de las maderas, o el continuo en los recitativos a cargo de fortepiano al que a veces se le une un cello. Los mínimos ruidos escénicos no perjudican la espontaneidad que propone la cristalina grabación en directo (Philips, 1994). Los estupendos English Baroque Soloists acompañan incisivamente a un juvenil y correcto reparto vocal que se inicia con el barítono ágil y poderoso Rodney Gilfry (DG) y continúa con su compinche de timbre pastoso, Ildebrando d’Arcangelo como (L). Por su parte, Ljuba Orgonasova (DA) está asombrosa en su habilidad con la coloratura, Charlotte Margiono deleita con su valiente (DE), y Christoph Prégardien recrea un cálido y blando (DO); pasable la pareja Julian Clarkson (M) y Erian James (Z), e implacable Andrea Silvestrelli (Com).







El magro contingente orquestal de La Petite Bande liderado por Sigiswald Kuijken (Accent, 1995) ostenta una delicada claridad de texturas, una ligereza de acentos y fraseo, un meditado detallismo, que desgraciadamente revienen en palidez dramática, quizás debido al contingente vocal poco expresivo: Werner Van Mechelen (DG), Huub Claessens (L), Elena Vink (DA), Christina Högman (DE), Nancy Argenta (Z), Markus Schäfer (DO), Nanco de Vries (M), Harry van der Kamp (Com). Extrañas mezclas se agitan en la postproducción de este registro en concierto público.










La London Philharmonic Orchestra dirigida por el preciso y prosaico Georg Solti cumplimenta un discurso musical diáfano, pleno de lógica y falto de misterio, audible ya desde la vertiginosa obertura (Decca, 1996). Irregular el estelar reparto de voces: el (DG) perfilado por Bryn Terfel es un siniestro psicópata sexual, de gran caudal vocal pero poco ágil; destreza que derrocha el vivaz (L) debido a Michele Pertusi. Peor las féminas: la (DA) de Renée Fleming no sintoniza con el carácter requerido por el libreto; perfectamente olvidable la prestación(?) vocal de Ann Murray (DE), y Monica Groop sofistica en demasía a su (Z). Pasables Herbert Lippert (DO), Roberto Scaltriti (M), y Mario Luperi procurando un sobrenatural (Com). Cálida toma de sonido recogida en concierto, sin representación escénica.





A pesar de los guiños a las prácticas historicistas (tempi, ornamentaciones) Claudio Abbado no parece haberse identificado plenamente con la gramática mozartiana, y desde un amable sesgo rossiniano ofrece a los mandos de la Chamber Orchestra of Europe (DG, 1997) sus habituales nitidez, claridad… y precaución, arropando un inconsistente elenco vocal del que descuellan los barítonos: interesante la diferenciación entre los protagonistas, con un ácido Bryn Terfel que se ajusta escénicamente mucho mejor al papel de (L), y Simon Keenlyside, elegante, insolente, pero poco matizado (DG). Una apagada Carmela Remigio como (DA) desentona con la distinguida (DE) de Soile Isokoski, y meramente convencionales el resto -Uwe Heilmann (DO), Ildebrando d’Arcangelo (M), Patricia Pace (Z), Matti Salminen (Com)-. Muy cuidados los recitativos, construyendo personajes y sus relaciones, como resultado de las representaciones previas a la (analítica) grabación.








Más que una revolución, el último paso (hasta la fecha) en la revelación de la sonoridad mozartiana: René Jacobs (HM, 2006) elimina la estética demoníacamente heroica con la que los literatos del s. XIX habían barnizado la composición. Y la hace partir de la tradición musical barroca, disolviendo las capas añadidas, los mitos románticos (el anhelo de lo imposible, la redención a través del amor). Jacobs nos recuerda que, en su mayoría, los cantantes disponibles por Mozart para el estreno de la obra eran muy jóvenes, y así reúne un elenco fresco y espontáneo (caramba, como Busch en el 36), pleno de entusiasmo escénico: el inmaduro, rebelde y venenoso terciopelo quasi-tenoril de Johannes Weisser (DG) contrasta adecuadamente con un lúbrico Lorenzo Regazzo (L), eléctrico en sus rústicas respuestas, mientras ambos vagan de fiasco en fiasco; lírica-ligera la (DA) de Olga Pasichnyk, ingenua y sensible según Jacobs comprende la partitura; huracanada la (DE) de Alexandrina Pendachanska. Gentil y franca la actuación de Kenneth Tarver como (DO), arquetipo de ciudadano ilustrado dieciochesco, equilibrado entre razón y emoción. El robusto Nikolay Borchev (M) busca el reposo en la dulce y pequeña voz de Sunhae Im como (Z), siendo seca y pobre la intervención de Alessandro Guerzoni como anciano (Com), que sin embargo en la última escena resucita (algo más) poderoso. Apremiante, vibrante el virtuosismo de la Freiburger Barockorchester. El protagonismo de las maderas alcanza un nuevo estadio dentro de la tendencia general que viene dando la preeminencia a la orquesta más que a las voces (que, dicho sea de paso, perpetran libre ornamentación en la repetición de las arias). Nuevos efectos tímbricos (timbales pirotécnicos, metales amenazantes) y un tempo ingrávido otorgan a la obertura una pincelada becqueriana. La cuestión de los tempi (aparentemente experimentales y sorpresivos) viene dictada por la búsqueda de Jacobs de ritmos de danza populares mimetizados en la partitura, con continuos cambios de pulso marcados por el ritmo de la acción escénica y que tienden a enfatizar lo giocoso. Los parlanchines recitativos son acompañados por una improvisatoria y licenciosa pareja de fortepiano y violoncello, que mantienen y enriquecen la tensión musical (cual banda sonora de los Looney Tunes cartoons). Antológica, irresistible grabación, prolija, espacialmente panorámica. La alternativa más apasionante en décadas.