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viernes, 4 de marzo de 2016

Orff: Carmina Burana

Carmina Burana son una serie de cantiones profanae, una colección de poemas latinos mezclados con versos germánicos, morales y satíricos, blasfemos y heréticos, chanzas clericales y canciones de amor lascivas y cortesanas, de autores anónimos del S. XIII (los goliardos hoy en día llevarían rastas y serían llamados radicales antisistema), familiares no sólo con la mitología y retóricas clásicas, sino también con el folkclore y las danzas rurales. A partir de la universalidad de su contenido, Carl Orff (1895-1982) hace emerger imágenes y personajes, y los lleva a actuar en una coreografía gráfica y simbólica, como marionetas del teatro del mundo a todas las escalas, manejados sus hilos por la diosa Fortuna.

A través de la audaz simplicidad del vigor rítmico y de la construcción estática (predominantemente diatónica, modal, casi salmódica, y descartando contrapunto o desarrollo temático en las repeticiones, a veces meramente traspuestas a otras claves), Orff consigue la regresión de la orquesta moderna a un estado primitivo de gran impacto: en la variedad de cortas escenas va insertando contrastes dinámicos, polirritmias y ostinatos de teatralidad hedonista y sensualidad pagana. Todo ello impregnado del concepto central en el corpus educacional de Orff: la controlada cacofonía percusiva que subraya la corporeidad en la música.

La Cantata escénica para tres voces (atormentadas en sus tesituras), coro y orquesta (1936) se articula en tres secciones precedidas de un pilar estructural que invoca la impotencia humana sobre el control del destino: 
I Primo Vere: Imagenería pastoral sobre la renovación estacional, avanzando hacia una visión retozona del amor.
II In Taberna: Bulliciosa atmósfera ensalzando las virtudes del alcohol.
III Cour d’Amours: Glosa las glorias del amor cortesano tamizándolo con un erotismo explícito.
El regreso de O Fortuna redondea como cierre inteligente y antirromántico, recordando que belleza, pasión y naturaleza están a merced de veleidosas, inescrutables y eternas leyes fuera del alcance humano.

Orff es esencialmente un hombre de teatro en su concepto clásico como comunión de tono, palabra y gesto: la música nace y está sujeta al texto. Aunque Carmina Burana está subtitulado “atque imaginibus magicis” lo importante es el texto, irónicamente en un lenguaje muerto, que ya (casi) nadie puede leer hoy, pero que transmite su espíritu de manera mágica: una sombría e intensa soledad, un vacío espiritual, y una especie de desesperación anhelante y compulsiva en búsqueda del placer. Situación ¿medieval o contemporánea?







"Recibí la invitación para grabar la obra y con este motivo viajé para encontrarme con Carl Orff. Fue durante una producción que se hacía en Stuttgart, y un par de días nos juntamos en el hotel para hablar sobre la partitura. Le pregunté y le señalé muchas cosas: 'Esto creo que es una nota falsa... ¿o lo quiere así?' Y decía él: '¡Claro que es falsa, desde luego, necesariamente tenemos que corregirla'... De hecho, durante estas amistosas conversaciones le llamé la atención sobre ocho o nueve notas falsas que había encontrado y que, de este modo, fueron corregidas en la siguiente edición de la partitura”. Así recordaba el maestro Rafael Frühbeck de Burgos el encuentro con el compositor en 1965. Siendo los tempi muy amplios, articulación y fraseo parecen enteramente adecuados y sinceros, aún siendo idiosincráticos, fulgurantes y virulentamente teatrales, como la orgiástica Floret silva, con la sapiencia rítmica de una jota, o como la lenta Tanz, que permite resaltar la sencillez de la textura y la potencia de los metales de la New Philharmonia Orchestra. Además reúne una colosal (y singular) cohorte de solistas: la radiante Lucia Popp, soprano líricamente aniñada, sensual en su exquisito timbre, aporcelanado hasta las cimas; Gerhard Unger, tenor tragicómico, a la par de la vacilante introducción orquestal en Olim lacus colueram; y los dos(!) barítonos que usa para resolver el problema de la extensa tesitura: Raymond Wolansly, rossinianamente abandonado en Estuans interius; y el asombroso John Noble en el verdadero tour-de-force que supone Dies, Nox et Omnia para el cantante, que debe abarcar tres registros. Buen trabajo coral (Wandsworth School Boys' Choir, New Philharmonia Chorus), rigurosamente descontrolado (In taberna quando sumus) y de palpable lascivia barbárica (Tempus est iocundum). Una cálida y atmosférica perspectiva ha sobrevivido a una pésima remasterización, con agudos chirriantes y saturación ocasional (EMI), donde de manera generalizada los pianos proponen el ritmo.





Eugen Jochum nos da la bienvenida al obsceno y a menudo drolático Cabaret Berlín, donde la caracterización teatral es inigualable: Gundula Janowitz, soprano dulce y seductora, aunque algo forzada en la coloratura hacia el re alto en el rompedor Dulcissime, y luz pura y controlada en la línea suspendida del Stetit Puella; Gerhard Stolze, tenor con bello falsete en Olim lacus colueram, idealmente escandaloso y vulgar como el desventurado cisne; Dietrich Fischer-Dieskau, barítono acaso demasiado ligero para el rol, al límite de su tesitura en las escenas de taberna, permite aflorar su refinada vena liederista en las secciones líricas (un Omina Sol temperat suave y pulido, absolutamente fluido), sacrificando su melosa cualidad tímbrica en aras de la narrativa, casi irreconocible en la sátira sobre la vida monástica Ego sum abbas. La percusión de la Deutsche Oper Berlin exhibe su centelleante ritmo en el doble coro Veni, veni, venias, los metales ocasionalmente inestables (Tanz). El color instrumental y vocal es variado e imaginativo, especialmente en articulación y agógica en la exploración de las repeticiones (algo esencial en una partitura tan mecanicista), o las matizadas alteraciones dinámicas (In taberna quando sumus). Poderoso trabajo coral, cristalino y fuertemente personalizado, incisivo y robusto, donde las voces se distinguen unas de otras en vez de estar unánimemente empastadas, con el grado justo de jubileo rústico y folklórico (picante el pequeño coro en Chramer). Angelical y efectivo el Schtineberger Boys’ Choir en su pequeño rol. La edición Originals suena mejor que nunca, espaciosa, recia y profunda (DG, 1967).





El flujo jazzístico del tempo es la singularidad esencial de la lectura laboriosa y comedida de André Previn: a partir del relajamiento y la laxitud, no dramatiza ni aún cuando la partitura lo demanda. Previn compone unas texturas rudas y descaradas para una London Symphony Orchestra en gran forma (tuba abrasadora en In taberna), y maneja con fervor el corpulento London Symphony Orchestra Chorus (si bien transfigura el pequeño coro de Chramer en un casto villancico), y el St. Clement Danes Grammar School Boys' Choir, cuya juvenil contribución paladea con inhibida unción Tempus est iocundum. Solistas correctos: Sheila Armstrong, soprano expresivamente afectuosa, pero de escasa vocalización, bamboleante entonación y tirante en el re alto de Dulcissime; Gerald English, tenor sin exageración (ni excesiva imaginación) en su traicionero lamento; Thomas Allen, barítono de voz firme, pero blando en el carácter (un abad poco triunfante sobre los tableros de juegos, o en la stravinskiana Circa mea pectora). Grabación de gran detalle interno y excelentemente equilibrada en su tímbrica, con los coros cercanos y carnosos en su situación antifonal (EMI, 1974), que, distando de lo referencial, es preferible a su posterior acercamiento con la Wiener Philharmoniker (DG, 1993).





Michael Tilson Thomas subraya obsesivo los aspectos modernistas (incluso futuristas) de la partitura desde las extremas e inesperadas fluctuaciones de tempo: en In taberna o en Circa mea pectora la salvaje velocidad fuerza al coro a una pelea circense para mantener el ritmo, mientras Dies, Nox et Omnia o In trutina pierden perfume lírico a esta lentitud. Extraordinario plantel solista: Judith Blegen, de excitado abandono en sus solos (escúchese como se zafa hábilmente de los intervalos ascendentes en Stetit puella, o como sostiene la larguísima vocal al final de Amor volat undique); Kenneth Riegel, tenor que ofrece una diferenciada musicalidad al no recurrir al falsetto; y Peter Binder, barítono de muy discreta pronunciación latina, que rinde la belleza tonal al recurso dramático (impredecible su hedonismo en Ego sum abbas). La disciplina de sus coros (relamidos) asociados (The Cleveland Orchestra Chorus, The Cleveland Orchestra Boys Choir, situados al fondo), complementa la precisión quirúrgica de The Cleveland Orchestra. Toma sonora apabullante en la portentosa densidad de los graves, aunque perpetrada antinaturalmente para el sistema cuadrafónico con una mezcla artificial de microfonía, que resalta cierta instrumentación inusual, por ejemplo, el piano en los acordes iniciales, o los glockenspiels en el herético Ave formosissima (Sony, 1974).





Riccardo Muti supone la opción extrovertida, con explosivos contrastes, no sólo dinámicos, sino también de tempo. Volátil en los ritmos vivos, y con gran imaginación y profundidad en las secciones líricas, Muti sabe acumular tensión como ningún otro. Sigue la mayoría de las innumerables instrucciones de la partitura, aunque no todas. Trío solista desigual: Arleen Augér, soprano perfecta para el rol, tersa y atractiva, reposada en In trutina, milagrosa en Dulcissime, con mínima pérdida de esmalte en la cumbre, un verdadero éxtasis suspendido y delirante; John van Kesteren, tenor ligeramente atiplado y con dificultades en el registro alto, modera la comedia del asado; y Jonathan Summers, dulce barítono de poderío y carácter marcado, pero nunca exagerado (su integración con la orquesta en Estuans interius consigue una palpitante comunión). El Philharmonia Chorus suena verdiano en su masividad coral en terceras en Floret silva nobilis, y el Southend Boy's Choir canta con un desconcertante grado de erotismo. Multicolor, cruda, con marcados clímax y áreas de reposo, la prestación de la Philharmonia Orchestra (atención a los metales en O Fortuna o en Were diu werlt alle min). Una toma sonora corpórea, si bien lastrada por una mala edición digital ha dado lugar a un sonido instrumental vago y velado (EMI, 1980).





El adventista Herbert Blomstedt conjuga vibrante y enérgico, pero apolíneamente mesurado (por no decir excesivamente higiénico) en sus ritmos. Concentrado en el pormenor, elimina la repetitividad insuflando algo nuevo (dinámica o texturalmente) en cada reprise, y logra, a pesar de ello, que la cantata sea estructuralmente coherente. La San Francisco Symphony Orchestra exhibe su impecable ejecución: Atiéndase al delicioso equilibrio tímbrico en Chramer, o a la inhumana precisión de los metales en Fortune plango vulnera, Tanz, o Ave, formosissima, que nunca ha sonado tan espaciosa; sin embargo, es chocante como enlaza sin cesura las estrofas en Ecce gratum, obviando el silencio de negra entre estrofas. El trío vocal es imaginativo en el desarrollo de sus partes: Lynne Dawson evoluciona desde la inocencia, sencillez y naturalidad hasta la arrebatadora desinhibición al final de su rol, con firme control vocal, pese a que pierda esmalte y seguridad en la tesitura alta; John Daniecki colorea su timbre tenoril de manera diferenciada desde su remembranza en libertad hasta su emplatado; el inusual matiz oscuro y untuoso de Kevin McMillan (lástima de escaso fiato) pasa del deseo lujurioso al lamento histriónico en Tempus est iocundum. El empaste de los tres conjuntos corales de San Francisco (Girls Chorus, Boys Chorus, y Symphony Chorus) es, tal vez, demasiado bruñido. Espectacular grabación (Decca, 1988) que sitúa a los solistas distantes en la perspectiva.





Superando su previa lectura con Boston (RCA, 1969), Seiji Ozawa equilibra la vulgaridad con la elegancia, y captura el espíritu de la composición con franqueza(salvo en el velocísimo O Fortuna, que pierde el aroma amenazante, y en la cuadriculada y solemne castidad fraternal del Si puer cum puellula). La Berliner Philharmoniker poseía aún en 1988 la tersura karajanizante (escúchese el obligatto de flautas y oboes en Amor volat undique, o la espléndida fanfarria en Were diu Werlt alle min). Comparado con su masivo sonido, destaca la ligereza e incisividad en la articulación del aporte coral japonés (Shinyukai Choir, Knabenchor des Staats und Domchores Berlin): la ingenuidad en la serie primaveral, el refinamiento del semicoro en la contrastante secuencia Reie. El exquisito control vocal de Edita Gruberova brilla conmovedor en la indecisión de In trutina, aunque su decepcionante canto en Dulcissime rompe el encanto seductor; John Aler exhibe con franqueza su poderío en el falsetto, y Thomas Hampson se luce en un Omnia Sol temperat peligrosamente lento, vigoroso en la cantilena de la taberna, e impresionante como impenitente abad, con la adicción de una percusión cataclísmica. Distante registro, realístico en su despliegue (Philips). 





El empleo de fuerzas masivas refuerza la noción sinfónica adoptada por Christian Thielemann, de tímbrica y colores straussianos (In trutina). Hiper refinado en la riqueza sonora, concentrado en el flujo orgánico a gran escala, unifica un arco dramático de concepto mítico-teutónico bajo una arquitectura épica y neopagana digna de la Gran Alemania. Por tanto, no puedo estar de acuerdo con (parte de) la crítica británica en que Thielemann ha intentado recuperar el clásico de Jochum a partir del mismo coro y orquesta, y similar elección de tempi en las secciones rápidas: la diferencia se da en las escenas lentas, siguiendo la marcación molto flessibile de la partitura (evocativo y poético en la tranquila danza instrumental Reie). La pronunciación cristalina y empastada de las fuerzas corales (Baritone Chor Und Orcherster Der Deutschen Oper Berlin Knabenchor Berlin) deja sin embargo un aroma intenso y terreno. Acertados solistas: Christiane Oelze, soprano de timbre adorable y musculoso (aunque no llegue a lo más alto y no muestre mucho fiato); David Kuebler domina la tesitura alta, más lamentoso que irónico; y Simon Keenlyside es un robusto barítono de soberbios sol altos en la embriagada Estuans interius y acusado rubato en las cadenzas en falsetto de Dies, Nox et Omnia. La toma sonora resalta una espaciosidad resonante, con definición de los contrastes antifonales, si bien los coros suenan moderadamente lejanos –esta sí, una concesión al modelo de 1967– (DG, 1999).





La Berliner Philharmoniker no tiene ya el lustre de la época Ozawa (Karajan padawan), pero la transparencia textural y la robustez rítmica mecanicista logradas por Simon Rattle (que hace valer su formación como percusionista para enfatizar dicha sección) se ajustan perfectamente a la colorida orquestación, incluso a los veloces (y coherentes con el texto) tempi propuestos. Rattle impulsa con nervio refrescante e inexorable, y sigue con escrupuloso rigorismo las marcaciones del pentagrama: la prominencia al metal grave permite un perfil apropiado, incisivo y ligeramente vulgar a las furiosas síncopas en In taverna quando sumus. Los solistas están caricaturalmente expuestos, pero el amplio y cremoso vibrato de Sally Matthews hace una caracterización juvenil poco convincente (In trutina). Estupendos, pero no ideales, los masculinos: Lawrence Brownlee, doloroso en su angustia ornitológica (sin palidecer en los agudos), y jocoso en su caracterización el oscuro barítono Christian Gerhaher, soberbio en sus variadas dinámicas, ya sea en la autoaversión o en el anhelo sexual, si bien pelea con la pronunciación latina y con la tesitura en falsetto en la misteriosa imitación de balada sentimental que es Diex, nox et omnia. Disco realizado mezclando tres representaciones en directo a finales de 2004 (EMI), con dinámica contenida y tímbrica un tanto apagada aunque equilibrada entre masas instrumentales y corales (Rundfunkchor Berlin, Knaben des Staats und Domchors Berlin).





Sin duda, la incorporación al catálogo más imaginativa de los últimos años ha sido la de Jos van Immerseel. Siguiendo la ortodoxia historicista, los componentes de Anima Eterna Brugge aparcan sus instrumentos habituales y abrazan los más cercanos a la época y lugar de composición: bávaros del temprano siglo XX. Pero lo realmente importante es la concepción de la lectura: tribal, elemental en vez de sinfónica. Su modesto número de cuerdas (6.6.6.6) ofrece la posibilidad de desentrañar las inusuales texturas (flauta y celesta, tuba y contrabajo, etc., tan stravinskianas) dentro de la battaglia musical. Coherentemente los solistas no destacan por la potencia de sus voces, pero sí por su personalidad alejada de la retórica operática: Yeree Suh, soprano más introspectiva de lo habitual, que arrulla más que trina en Amor volat undique, y juega la baza de la fragilidad en In trutina; en su debe la inseguridad de las notas mantenidas en Stetit puella; Yves Saelenes emplea una efectiva técnica mixta que preserva su cualidad tenoril, y Thomas Bauer, polifacético y alejado del caricaturismo, ofrece la sinceridad de su melancolía en Omnia sol temperat. La magra suma del Collegium Vocale Gent (36 almas) a los 15 chicos del Schola Cantorum Cantate Domino permite una terrena articulación coral, claramente discernibles sus miembros. Algunos momentos que destacar: el especiado acompañamiento al falso cantus firmus en Veris leta facies; la bucólica elegancia de Floret silva, a un paso de la inevitable siesta; la deliciosa danza con que arranca Reie, y el posterior combate verbal en Swaz hie gat umbe; la transparencia madrigalesca de los tres tenores en Si puer cum puellula. ¡Y el flautista respeta las marcas de fraseo (no por necesidad de respiración) en Chume, Chum Geselle Min! Sensacional grabación en vivo (ZigZag, 2014) que acentúa la primitivez rústica instrumental. Y permite discernir en el tumulto la presencia independiente de los percusionistas (el muy lento Ecce gratum).





No me resisto a citar someramente otras dos lecturas que bien vale la pena escuchar:
Gunter Wand escoge la opción dionisíaca, cuyo maximalismo textural transforma la cantata escénica en cinematografía expresionista, ayudada por la toma de concierto público (Hänssler, 1984).
Y Michel Plasson, con su interesante trío solista: Natalie Dessay, deslumbrante en sus solos cristalinos; el ya reseñado Thomas Hampson; y Gerard Lesne, cuya tímbrica de contratenor se adapta perfectamente al canto del cisne, ofreciendo una fantástica actuación teatral (EMI, 1994).



La erótico-festiva puesta en escena filmada por Jean Pierre Ponnelle despliega toda su fantasía a partir de la grabación dirigida por Kurt Eichhorn en 1973 (RCA). Adicionalmente se añade una entrevista con el compositor (en alemán y subtítulos en inglés) en la que, sobre fascinantes fotografías de otra época, Orff cuenta episodios claves de su niñez en su desarrollo como músico y hombre de teatro. DVD rip (720p).



martes, 29 de noviembre de 2011

Wagner: Prelude & Liebestod de Tristan und Isolde

Richard Wagner completó Tristán e Isolda en 1859, pero no fue hasta seis años después cuando recibió su primera representación. En el interín el autor concibió, de manera pragmática y alimenticia, un extracto de concierto conocido como Prelude & Liebestod, apertura y conclusión de la ópera, y que representa una síntesis de su contenido dramático y musical.

Obra radical, especialmente en su tratamiento de la armonía cromática -que tanto irritó, confundió y causó incomprensión en sus primeras audiciones: “He leído el preludio una y otra vez, lo he escuchado con la concentración más absoluta, y debo admitir que no tengo la más remota idea de su significado” (Berlioz)-, cambió irreversiblemente el curso de la historia musical. Su mismo inicio es una fabulosa progresión en dos procesos: primero, el rehúse a alcanzar la cadencia y así establecer una clave que suponga un respiro, una consumación esencial; segundo, la impredecible y tan querida por Wagner ambigüedad armónica.

La línea inicial de cuatro notas en los cellos está destinada a representar la noción del lamento, a la que se une el acorde del deseo tristanesco, en la que dos oboes atacan la frase, pero sólo uno la acaba. La armonía viene dada por la presencia del corno inglés y el fagot, con un toque adicional de color en la superposición del clarinete, que ilustra el extremo cuidado del detalle instrumental como medio para el pensamiento dramático de Wagner, que vacila, dolorosamente cromático, en la atracción sexual. La orquesta progresa en intensidad, vibrante de promesas, para romper en el más conmovedor rechazo a cadenciar…

El segundo grupo temático se inicia con una amplia y poética melodía adscrita a las maderas, cálida y palpitante, que cambia de armonía en cada pizzicato. Nada de esto conduce a la estabilidad, nunca alcanzamos la firme conclusión de la exposición clásica en el establecimiento de una nueva clave. Wagner está expresando la psicología del amor como una obsesión que no alcanzará consumación terrenal. El fin de la sección marca un lugar de descanso temporal, que lenta y repetidamente insiste en su rumbo equívoco. La gran paradoja es que esta armonía inestable comienza a ser comprendida como una alternativa a la cadencia tradicional.

Desorientación, frustración, a partir de ahora el desarrollo será aún de mayor complejidad armónica y emocional, las texturas más densas y ansiosas, el contrapunto creciente bajo la superficie, cada línea vibrando con nueva intensidad en busca de liberación de sus propias inflexiones melódicas. Con la aparición de los metales emerge un nuevo impulso, oscureciendo la textura de la remembranza de los compases iniciales. Las enfebrecidas cuerdas al frente y la sombría armonía al fondo son dos mundos de emociones en colisión, una descomunal disputa sinfónica, ya ominosamente evidente sin resolución convencional. Tras el inmutable y extremo anhelo de los metales de si mayor la orquesta retorna patéticamente a una sugestión de la menor: La vaguedad del acorde seminal permanece y la cadencia es definitivamente rechazada. El clímax ha sido meramente una ilusión y el trayecto erótico y espiritual nos devuelve al punto de partida.

Para la representación en concierto Wagner añadió la escena final de la ópera, simplemente suprimiendo la línea vocal de Isolda. Aquí estamos en un escenario armónico transfigurado, de mayor calma, en el que la orquesta posee un carácter dramático propio, cual coro griego. El tema, que es brevemente susurrado en secuencia por las maderas punteado por suaves acordes en los trombones, pronto se ve embozado en una espectral textura de tremolandi en las cuerdas. La melodía refleja los temas del lamento y el deseo del Preludio, pero integrados mágicamente en un paisaje armónico radiante; la agonía ha sido trascendida y la alegría ve la luz. La combinación de vientos, cuerdas y elaborados arpegios en las arpas genera una espiritualidad ingrávida.

El tema se desliza por una serie de variaciones en una intrincada espiral, donde cada fin de frase es interrumpido por el siguiente, en cortos patrones de progresiva urgencia que se van elevando en la luminosa sonoridad orquestal, metales y maderas graves alternándose en el soporte armónico y desplegando colorido y vitalidad, en oleadas embriagadoras, reiterando las células musicales, pero sin llegar a escuchar la última nota, aumentando la altura tonal en un monumental crescendo……. La sensación se desvanece y la melodía se hunde en la región grave.  Sólo entonces, sobre el telón, la tensión es resuelta en un triunfante acorde de si mayor, permitiendo el descanso y la cadencia (tras cuatro horas de música en la ópera completa). Personas que han participado del rito en la colina sagrada me han confesado que buena parte del público rompe a llorar en puro arrobamiento.






Cuando el ejército soviético entró en Berlín confiscó en calidad de botín de guerra las primitivas cintas magnetofónicas que atesoraban los conciertos dirigidos por Wilhelm Furtwängler durante la contienda. No fue hasta 1991 que esos originales, grabados a unos asombrosos 77 cm/s, fueron devueltos a Alemania. De ellos se inicia el trabajo de restauración de Tahra. Partiendo de un sonido seco pero fresco, ligeramente estridente, capturado por un solo micrófono omnidireccional colgado sobre el pódium que recogió la resonancia de la sala (junto a las inevitables expectoraciones del público), en una ejemplar mutua interacción del acto de creación-recepción: Entre el 8 y el 11 de noviembre de 1942 la Philharmonie acogió un masivo acto de fe de utopía cultural que finalizaba con el Preludio y Liebestod de Tristán e Isolda. El Wagner de Furtwängler es único por su intensidad hipnótica, su sentido único del misterio conseguido fundiendo texturas, dibujando largas y fluidas líneas sin segmentar por pulsos o líneas de compás, a la vez profundamente trágico y apasionadamente erótico, de tan torturada incandescencia física como fervor espiritual, urgencia visionaria, intensidad alucinada, poso cultural. Si el filósofo preparaba los ensayos, el poeta conducía el concierto: la violenta tensión es intolerable por momentos, impredecible en las libertades musicales cuando la estructura de la obra lo requiere (“la partitura sólo es una guía imperfecta a las verdaderas intenciones del compositor”). Por su parte, la orquesta lo sigue hechizada: las continuas amenazas del Partido de disolver la Philharmoniker y entregar a sus miembros a la milicia, hacían que éstos tocaran cada concierto como si fuera el último. El devastador timbal en el clímax parece reproducir la exacta coetánea aniquilación del 6º Ejército Alemán en Stalingrado.









Resulta curioso que, a lo largo de las carreras de los dos más grandes maestros de la primera mitad del siglo XX, éstos reflejaran el mismo fundamental respeto (a regañadientes) que Tchaikovsky y Wagner, malinterpretando similarmente sus respectivas posturas interpretativas. El Maestro programó un concierto monográfico Wagner en el cénit de la guerra (28 de noviembre de 1943), mostrando su determinación de que el Partido Nacionalsocialista no se apropiara de los clásicos alemanes. Comienza comedido, seco, cortante, pero su abrasadora concepción latina crece con inercia inexorable hacia el clímax, plena de dinamismo y poder galvánico (no en el tempo, sino en la tensión interna), sin que la sonoridad limpia y magra, de articulación diáfana y precisión rítmica, oculten la ternura y la pasión parmesanas. El nivel de la disciplinada NBC Symphony Orchestra no era comparable a Berlín o Viena y sus metales tienden al sonido grueso e irregular. Milagrosa restauración realizada por Pristine Audio a partir de unos acetatos de inusual calidad, que recrea un natural y estable ambiente, de profundidad y lustre palpables, sin asomo de interferencias de radio ni ruidos de superficie. Y es que, como dijo Gustav Mahler a Bruno Walter tras escuchar a Toscanini una representación de Tristán en Nueva York en 1909: “Dirige de un modo completamente diferente al nuestro, pero, a su manera, magnífico”.








Pocos directores han estado tan implicados en su profesión como Otto Klemperer con Wagner. Comenzó su carrera en la Opera de Praga en 1907, en un teatro con una magna tradición (Mahler, Nikisch); con 29 años ya había dirigido todas sus óperas. En Berlín, su original tratamiento del repertorio convencional y la continua inclusión de música contemporánea elevó una violenta polémica: tras una producción de Tannhäuser con Hitler entre el público, su contrato fue sumariamente cancelado y hubo de huir a Suiza. Wieland Wagner, el nietísimo: “Me mostró, por primera vez, como podía sonar Tristán”: Un Tristán profundo, íntegro, de sonoridad pétrea, férreamente objetivo, de construcción no ya sinfónica, sino directamente catedralicia en la exaltación estructuralista por encima de cualquier otra consideración, por su coherente claridad de texturas, su proverbial diferenciación entre las diversas familias orquestales (resaltando sabiamente la colorista y exquisita instrumentación), en las severas gravedad y solidez, en la extrema parquedad en el uso de medios expresivos. El tempo es pausado, con todo el poderío lírico alcanzado quizá en detrimento del impulso, pero sin sensación de lentitud. La Orchestra Philharmonia suena gloriosa en una espaciosa toma de sonido (Warner, 1960) que propone unas prominentes secciones de maderas, unas feroces cuerdas, unos llameantes metales.










En 1962 Hans Knapperstbusch era una antigualla, el último welsungo. Decca lo había dejado por imposible: Su wagneriana comprensión del proceso musical basada en la inspiración del momento hizo imposible su coexistencia con los modernos métodos de grabación que requerían la misma precisión e intensidad toma tras toma; su negativa a los ensayos “Ustedes se saben la obra, yo también, así pues, nos veremos en el concierto”, sus peculiares sesiones de grabación (de un tirón, sin repeticiones, ni reescuchas en el control) se escenifican en la conocida anécdota: cuando Kna y Kirsten Flagstad grabaron en Viena un par de fragmentos de La Walkyria el maestro se extrañó cuando anunciaron que disponía de tres horas para registrar unos quince minutos de música: "¿Tres horas? ¿Qué vamos a hacer con todo el tiempo sobrante?" a lo que el productor respondió que la soprano podría sentirse tal vez cansada. "¿Cansada? ¿La soprano? ¡Pero si parece un acorazado!" Estos postulados románticos (de alto riesgo) lo relegaron a compañías discográficas de menor relieve, como Westminster, que pasó por Munich para grabar a la Filarmónica, de la Knappertsbusch que había sido director desde 1922. Si Furtwangler creó la lectura metafísica de Tristán, Knappertsbusch es más impulsivo e improvisatorio, su instinto basado en la fe absoluta en la obra, cual servidor-celebrante sacerdotal al frente de una comunidad de creyentes, con un concepto del concierto como reunión de músicos haciendo música a primera vista. A cambio logra una tensión singular basada en la seguridad que imponía su aristocrática autoridad natural, siempre atenta a la forja narrativa (el leitmotiv, microestructura del relato dramático va formando la macroestructura con toda su carga de inestabilidad temporal dentro de un fluido constante, articulado, flexible y respirado con elástica tranquilidad), a la calidez y presencia de los instrumentos de viento que otorgan su tonalidad densa y oscura, al equilibrado y transparente discurso sonoro. Profundos pizzicati como latidos, metales llevados al límite, robustez de los timbales, arpas encantadas.








Tras la muerte de Knappertsbusch se extingue irremediablemente una tradición artesana basada en la espontaneidad que arrancaba del propio Wagner. En su libro sobre conducción de orquestas habla sobre la necesaria flexibilidad del melos capaz de expresar el contenido inherente dentro de cada célula musical, pero sin llegar nunca a seccionar el caudal armónico. Y después, ¿qué tenemos?

Tenemos a George Szell al frente de una fiera Cleveland Orchestra (Sony, 1962): refulgente, de implacable perfección mecánica (otra evidencia de resultados a largo plazo), sin una pizca de sentimentalidad, vigorosa y clara; de agudos acerados. La mezcla de múltiples micrófonos resalta el detalle pero enjuaga el ambiente atmosférico.








"¿Usted tendría interés en ver la partitura que empleaba Mahler cuando dirigía Tristán?", Bueno, menuda pregunta, le dije que claro que sí, que enseguida, y yo pensaba que me iba a encontrar ahí los secretos interpretativos de Mahler sobre Wagner: ¡Pues nada de eso, lo único que había eran los cambios dinámicos! Pero ahí estaba el secreto, luego me di cuenta: En todos los crescendi. Se lo explico: Como usted sabe, todos los compositores anteriores a Mahler anotaron la dinámica verticalmente, o sea, se anota el crescendo para todos los instrumentos a la vez; pero es evidente que si todos los instrumentos inician el crescendo al mismo tiempo, y están los trombones, y los timbales, pues las violas y la segunda flauta, por ejemplo, no van a tener la menor oportunidad de ser oídas. Claro, forma parte del savoir faire de cada director el saber dosificar la dinámica según los cambios armónicos y los cambios de importancia melódica de los instrumentos. Pero Mahler lo que hace es eso, borra las letras del crescendo de metales o percusión, y los pone más tarde, y si el crescendo es de 8 compases, sólo empieza para estos instrumentos en los dos o tres últimos, y los agrega antes, proceso a la inversa, en el diminuendo, y eso a través de toda la partitura“. Tenemos al voluntarioso aprendiz de brujo Daniel Barenboim, incansable veraneante en Bayreuth, que intenta aplicar esta antigua y perdida(?) fórmula alquímica de las dinámicas wagnerianas. Orquesta de París (DG, 1982).








Tenemos el pulido sinfonismo de Sergiu Celibidache, en esta ocasión de cristalino resplandor selenita y timbre gélido. Las malas lenguas siembran que utilizaba la música de Wagner para probar sus propias teorías sobre la fenomenología del sonido. La Münchner Philharmoniker lleva con dignidad el dilatado tempo; lástima de toses, muy numerosas (EMI, 1983).








Tenemos la nueva identidad tímbrica que procuró Herbert von Karajan a la Berliner Philharmoniker: su refinado pincel obtenía un suntuoso sfumato orquestal, aunque el tono narrativo no sea cautivador. La temprana grabación digital (DG, 1984) es excelente, focalizada en los vientos, de colosal dinámica.








Y por último, tenemos a Christian Thielemann (antaño joven asistente de Karajan, Barenboim) al que nuestro añorado Ángel Fernando Mayo saludaba como el restaurador de la gran tradición alemana de la dirección de orquesta. Claridad y escaso dramatismo, con idiosincráticos toques en la delineación de ciertos detalles orquestales, así como en la gradación dinámica, hecha de un solo trazo. Lejana en exceso la Philadelphia Orchestra (DG, 1997).


miércoles, 10 de marzo de 2010

Strauss: Cuatro últimas canciones (Four last songs)

Richard Strauss (1864-1949), último reducto de la tradición romántica, fue tan soberbio director de orquesta como mal profeta en su adolescencia: “Dentro de diez años, nadie oirá hablar de Wagner”.

Forzado a exiliarse a Suiza por el consiguiente tribunal de desnazificación, pasó sus últimos años sin trabajar, a excepción de las conocidas como Vier letzte lieder (Cuatro últimas canciones). Compuestas sin concepto cíclico a lo largo de 1948, fueron agrupadas en su presente orden -Frühling (Primavera), September (Septiembre), Beim Schlafengehen (Al irse a dormir) e Im Abendrot (En el arrebol de la tarde)- y tituladas colectivamente por su amigo Ernst Roth, quien las publicó en 1950 como una progresión de creciente intensidad dramática, en la que las exigencias instrumentales de la partitura van incrementándose en cada lied. En estos poemas (tres de ellos pertenecen a Herman Hesse y el otro, a Joseph von Eichendorf) se dan cita las ideas románticas de la persistencia, el deseo tan humano de trascender a través del arte (no a través de la religión), y la indiferencia de la Naturaleza ante la muerte. Así pues, un semblante de despedida permea estas cuatro canciones, donde se dan la mano serenidad otoñal, melancolía y memoria de la vida transcurrida con el sereno presentimiento y aceptación del inevitable ocaso.

Gran artífice de atmósferas suntuosas, Strauss extrae una extraordinaria variedad de timbres de la masiva orquesta, a menudo usando con delicadeza pequeños grupos instrumentales para crear la ilusión de música de cámara. Al contrario que la parte orquestal, profusamente anotada y matizada por el autor, la parte vocal no tiene señaladas marcas de expresión en la partitura, por lo que ha de tomar como referencia las modulaciones armónicas que la rodean. Los cuatro lieder, escritos con la excelente técnica vocal de su mujer Pauline en mente, requieren un fiato considerable para resistir las largas frases sin tomar aliento (algunos directores ayudan a la cantante por medio de rittardandi, para permitir respiraciones adicionales), además de una tesitura muy extensa (desde si agudo a re bemol grave) lo que ha devenido en transposiciones a la carta y frases casi inaudibles. Las melodías son largas y sinuosas, con sutiles cromatismos que apoyan matices en el texto, en una perfecta sublimación de voz y textura orquestal. Salvo en la última estrofa del lied final, las canciones tienen una forma derivada directamente de la estructuración de sus poemas en tres partes, cambiando de contenido musical justo donde cambian de estrofa.

Obra que corona su larga y fructífera relación con el lied romántico, cerrando un universo estético que mira al pasado, son el testamento espiritual de un mundo sonoro postromántico decadente, una elegía fúnebre dedicada a la tradición musical occidental, que ya las vanguardias de la primera mitad del siglo XX habían declarado superada.








La primera representación de Vier letzte lieder tuvo lugar en el Royal Albert Hall de Londres el 22 de mayo de 1950, ocho meses después de la muerte del autor. Wilhelm Furtwängler y la Philharmonia Orchestra acompañaron a la walkírica Kirsten Flagstad, por aquel entonces rebasada ya la cima de su carrera. Gran cantante dramática, nunca fue reputada por su dedicación a los lieder. El orden de las canciones fue distinto al de la edición, hoy admitido como canónico y posterior a esta première, que soltó amarras con una convicción, una intensidad y una energía verdaderamente volcánicas. La radiante ligereza de los tempi en algunos casos mantiene el récord; de hecho, en estos sesenta años los tempi han ido alargándose inexorablemente. El movimiento es continuo en toda la orquesta, sin un solo momento de reposo, y parece en cierta forma independiente de una línea vocal de insólitas luces y prestancia sonora. Aunque Flagstad ofrendó su poderosa nobleza en el tono y su acariciadora tersura unida a la opulencia vocal, ya no albergaba la extensión requerida (algunas notas altas fueron suavizadas, y de hecho la cantante noruega jamás se atrevió de nuevo con Frühling). Este histórico documento (Pristine), que probablemente procede del ensayo general y no del concierto, tiene una maltrecha, opaca y disculpable calidad sonora, de dinámicas limitadas y ruidos de superficie del acetato.







Acaso el radiante timbre juvenil de Lisa Della Casa (Naxos, 1953) no se ajusta idealmente al carácter de las canciones, pero se muestra elegante, natural y serena en la lectura del texto (aunque la pronunciación sea mejorable). Además, su frescura seráfica es una ventaja añadida a las dificultades técnicas de la canción inicial Frühling. Sobresale el gran salto del mi agudo hasta el maternal re bemol grave que acentúa la expresividad de la palabra Nacht (noche) en Beim Schlafengehen, donde, sin embargo, no puede culminar en plenitud el si bemol agudo en la última gran frase. Karl Böhm fue íntimo amigo, discípulo dilecto del compositor y experto traductor de sus poemas sinfónicos. Por tanto, su lectura posee toda legitimidad en sus tempi muy ligeros, eliminando la necesidad de cambios textuales que reclaman algunas solistas para procurar hitos respiratorios adicionales, y apartándose de la solemnidad que la historia de la grabación de esta obra convertirá en apropiada. La toma sonora brinda un aroma inconfundiblemente añejo, con la voz encumbrada sobre una Wiener Philharmoniker algo borrosa y estridente.







En su primer registro de esta obra Elisabeth Schwarzkopf fue acompañada por Otto Ackerman (Praga, 1953): la voz suena lozana, refulgente y bellísima, en la plenitud de su carrera, a pesar de cierto enmascaramiento en la emisión. La ondulante interpretación es precisamente eso: el significado del texto se traduce en gesto y temperamento, en una amplia panoplia de tonos, inflexiones, acentos, claroscuros, en la manera de colorear ciertas palabras, en el uso del portamento, en la inaudita capacidad para matizar el fraseo regulando el volumen. Como muchas otras cantantes (Della Casa, Janowitz, Studer…) reorganiza la disposición de las sílabas en la última frase de Frühlingdeine selige Gegenwart” de manera que la palabra final comience en el sol sostenido, dos compases después de lo estipulado en la partitura. Sugerentemente delicada, íntima, espontánea y emocionada (como sobre la última palabra “Tod”, evanescente y espiritual), la voz está menos afectada que en su postrera grabación, que a menudo es preferida por la superior calidad de sonido y acompañamiento orquestal. La toma de sonido, un tanto rancia, deja a la Philharmonia Orchestra en un lejanísimo plano.
 






La febril lectura de Herbert von Karajan con la misma formación (EMI, live, 1956) no toleró el completo desarrollo que sí alcanzará en su tercera aproximación, esta vez en compañía de George Szell (Warner, 1965). Los tempi son algo más reposados, lo que permite a Schwarzkopf una aproximación de mayor profundidad, sensualidad y añoranza. Su madurez artística regala matices todavía más delicados y una inimitable elegancia en la lectura-canto de estos poemas, que realiza con finura de orfebre. Este revelador énfasis puede ser considerado (en otras mentes, en otros mundos) como un artificial, aristócrata, hipertrofiado expresionismo emocional. Aunque conserva la amplitud de rango (aparecen problemas al aproximarse al extremo grave), dinámica y colorido, la emisión es menos natural y la voz ha perdido luminosidad (Frühling está traspuesta medio tono abajo) y amplitud del fiato (inventa una ligera variación del texto en September para evitar el largo melisma final sobre “Augen” y conseguir una inspiración extra); a cambio ofrece tonalidades otoñales que se diluyen con las refinadísimas texturas crepusculares que consigue Szell de la Berlin Radio Symphony Orchestra. Resaltar cómo en September voz y orquesta se mueven entrelazados en cada compás de su sinuosa línea, en la que las tesituras medias favorecen la comodidad de la soprano. En el tramo final de Im Abendrot la voz adquiere un papel cercano al recitativo, y la textura orquestal se torna transparente, con la serena melodía de la trompa mecida por cuerdas y maderas, mostrando de manera explícita la imagen de la decadencia y la mortalidad (cita de su juvenil poema sinfónico Muerte y transfiguración, pero ya sin la gloriosa afirmación-resolución de vida tras la muerte, sino con la sombra de la duda, hundiéndose en clave menor). De sonido cálido y primoroso, de ideal fusión entre voz y textura orquestal, esta grabación fue producida y dominada por Walter Legge (marido y mecenas de Schwarzkopf) y está considerada como una de las más grandes de la historia de la fonografía.
 






Los inevitables ritmos premiosos de Sergiu Celibidache permitieron a la Orquesta RAI de Roma (Nuova Era, 1969) una ejemplar clarificación instrumental en el acompañamiento de Gundula Janowitz, que exhibe una flexible y luminosa emisión. Sin embargo, está aún mejor con el personal refinamiento sonoro, augusto y denso de texturas que Herbert von Karajan logró de los filarmónicos de Berlín (DG, 1973). La cantante está radiante, etérea, y deslumbra con la pureza estañada del tono casi instrumental (diríamos ario), de poderoso vibrato en el registro agudo, la perfecta suavidad del timbre, el espléndido control de la respiración, el volumen heroico. Janowitz difícilmente hubiera podido encontrar un sostén más mórbido, dentro de los amplios tempi escogidos, que el del magnífico straussiano que fue Karajan, a pesar de su empalagosa insistencia en las dinámicas orquestales. La toma sonora es prolija pero excesivamente reverberante, desequilibrada a favor de la soprano y artificial tanto en su conjunto como en las molestas intrusiones de la celesta.







El único canto comparable en cuerpo wagneriano y exuberancia tímbrica al de su primera intérprete está en poder de Jessye Norman. De prodigiosa amplitud de registro (en el grave, obscuro, corresponde a una mezzo y en el agudo, resplandeciente, a una soprano) y metal aterciopelado, no esencialmente dramático. El asombroso control de la respiración sustenta un aliento inacabable, no importa la lentitud metafísica del acompañamiento. Su hierática y visceral lectura no es desde luego la más matizada, pero sí la más deliciosamente acaramelada, la más rica en texturas. Irresistible como remonta con tales potencia y facilidad al comienzo de Frühling. En el inicio de la segunda estrofa de la canción Beim Schlafengen, conjura uno de los crescendi vocales más emocionantes de la historia del disco, expandiéndose desde una susurrante media voz a un forte rotundo y glorioso en el la bemol agudo refulgente en Und die Seele. En las resignadas páginas finales de Im Abendrot, Norman embelesa con voces suaves y sostenidas, dibujando serenidad en la despedida, mientras Kurt Masur al frente de la Gewandhaus Orchestra de Leipzig (Phillips, 1982) teje un manto translúcido para arropar la desnudez lánguida de la diosa, destacando la orquestación mucho más densa, y el lenguaje armónico y tratamiento melódico significativamente distintos a los de los otros lieder. Espléndida grabación, en la que la voz, muy cercana al micrófono, se diluye en el colorido instrumental como surgida naturalmente del mismo.








Al frente de una analítica Staatskapelle Dresden, Giuseppe Sinopoli (DG, 1993) plantea una voluptuosa versión partiendo de la hermosura acendrada del instrumento de una Cheryl Studer poseedora del ideal straussiano. Una voz lírica, pero con matices dramáticos, que combina en este registro las virtudes de las clásicas: el matiz interpretativo de Schwarzkopf con la exuberante amplitud vocal de Norman, el resplandor tonal de Della Casa con la plena rotundez de Te Kanawa. Gracias a su habilidad técnica apenas puede ser discernida la división de la frase “deine selige Gegenwart” (Frühling); sin embargo, el melisma (otra aparente dislocación respecto de la música contemporánea) en Beim Schlafengehen es tan largo y extenso de registro que la soprano se ve obligada a alterar ligeramente la letra, cantando Tausend, tausendfach para poder respirar entre medias (como la inmensa mayoría de las sopranos). Espectacular toma de sonido, con la voz enfrentada al oyente y los instrumentos revoloteando por doquier.







Combina Soile Isokoski su resplandor ilimitado del timbre, homogéneo en toda la tesitura (ni un ápice de tirantez en los radiantes pasajes agudos), con un amplio fiato aderezado con un cálido ronroneo casi schwarzkopfiano. Sencilla y pura de dicción, de legato intachable, extática y mística, para recalcar la expresión se vale de una leve sugerencia del vibrato, y permite mayor peso y significado a los cambiantes colores de la orquesta, como en la plácida y gozosa inmersión en el atardecer al final del ciclo, o en la intimista Beim Schlafengehen, que tiene todo el aroma de una canción de cuna, con sus texturas suaves y arrullantes. Atención al encantador solo de violín que caracteriza el descanso reparador del sueño. En lugar de la tradicional búsqueda de intensidad emocional, el acompañamiento de Marek Janowski en el podium de la Radio-Symphonie-Orchester Berlin (Ondine, 2002) se ofrece neutro, en una aparente simplicidad, con tempi rápidos (a lo Bohm), y transparente y pormenorizado en la toma de sonido (atención a las maderas).







Hace ya quince años que Renée Fleming grabó este ciclo para la RCA (1995). El embriagador timbre cremoso con reflejos metálicos, los bellísimos legato (tal vez un punto voluptuosamente italianizante) y fraseo, su habilidad para sostener fluidamente las largas y ondulantes líneas melódicas, la envidiable extensión, la emisión limpia y tersa… hacían un emparejamiento ideal con las crepusculares Cuatro últimas canciones. Sin embargo, el prosaico acompañamiento de Christoph Eschenbach dirigiendo a la Houston Symphony Orchestra rindió un convencional resultado conjunto. En la reciente relectura para Decca (2008), el más reputado de los directores alemanes actuales, Christian Thielemann, se muestra como un poderoso straussiano, y la Münchner Philharmoniker la formación perfecta para resaltar con la mayor precisión la suntuosidad de los cambios armónicos con los que Strauss moldea la partitura. Dicho acompañamiento se muestra fabulosamente tornasolado, destilando incontables nuevos rasgos, por ejemplo, en el arranque de Frühling, donde el sombrío inicio en las maderas capta la impaciente, inquieta y restallante energía vital de una largamente esperada primavera. La voz de la soprano parece haber adquirido una mayor paleta de colores, la dinámica un perfecto control tutelado por las anotaciones de la orquestación (como el final susurrado de September), la dicción un mayor refinamiento con el que matiza cada momento con su adecuado efecto dramático. De nuevo, como en el caso de Elisabeth Schwarzkopf, tenemos la disyuntiva ¿profundidad o artificio? No seré yo quien le achaque una excesiva caracterización en detrimento de la melodía (lo que colateralmente hace parecer estas interpretaciones como muy lentas, algo que desmiente el minutaje). Inmediata y estupenda toma de sonido en concierto, increíblemente detallada y sabrosa de texturas la orquestación, sensualmente audible la respiración de la solista.




 
 

In a programme of the magnificent series Discovering Music (broadcasted in BBC Radio 3), Stephen Johnson explores in detail a truly deconstructive process of the Four last songs. A delight to share.