En
1903 Jean Sibelius compuso la música incidental para el drama Kuolema (Muerte) de su cuñado Arvid
Järnefelt, prominente discípulo de Lev Tolstoy. Sibelius tampoco fue inmune en
esta etapa temprana al romanticismo nacionalista finlandés, con sus principios
de igualdad social, resistencia pasiva al mal y cultivo de una vida simple. La
pieza de la escena de apertura fue reorquestada un año más tarde para flauta,
clarinete, trompas, timbales y conjunto de cuerda y publicada como Valse triste, op. 44 , y está marcada
por una intensa comprensión de las inexploradas posibilidades del color de las
cuerdas, mientras se manejan los desatendidos registros bajos de la orquesta (contrabajos
y timbales) con gran virtuosismo.
Su
esquema musical puede ser articulado en tres partes:
I Introducción (compases 1-40): La sección
de cuerdas con sordina realiza una lenta secuencia cromática, engañosamente
simple, de acordes tónicos ascendentes y descendentes que van presentando las
principales claves de la pieza. En los últimos compases los violonchelos lideran
una profecía expresiva.
II El cambio a sol mayor (cc. 41) ilumina
con otro semblante un ritmo de vals hasta el tema principal propiamente dicho
(c. 73). La sugerencia a pasar a mi menor evolucionando a una melodía más
danzable (c. 87) no se completa, y el motivo de apertura retorna para cerrar
este segundo apartado (c. 106).
III Tras ocho compases los vientos presentan
el vals en sol mayor (c. 115), completándose ahora sí su mutación a mi menor;
el subsidiario argumento danzable es introducido poco risoluto (c. 130). El clímax de este nuevo tema regresa a sol
menor donde culmina en una presentación presurosa del motivo inicial (c. 170) y
donde por vez primera interviene el timbal con el que Sibelius habitual y
deliberadamente recrea el forestal susurro pedal. Los últimos ocho compases lento assai cierran de manera lúgubre y
efectiva.
A
pesar de su pequeño tamaño, el melodismo italiano (o más bien tchaikovskiano) y
la tensión germánica (su peregrinaje a Bayreuth en 1894 tuvo un enorme impacto
en el lenguaje sibeliano) que produce su evolución tonal recuerdan, en una
escala temporal totalmente diferente, sus inmediatas predecesoras
posromántico-épicas (1ª y 2ª Sinfonías) y prefiguran la base creativa de alguna
de sus posteriores y magnas compañeras.
No puedo resistirme a la
eficiencia castrense de la banda de vientos del Ejército del Imperio Británico,
The Band of H.M. Coldstream Guards (¡desde 1685!), comandada en sus 44 unidades
de tropa por el Teniente-Coronel John Mackenzie-Rogan. Rigurosamente música de vanguardia (HMV, 1910), cumple
su estricta entonación sobre un conciso staccato,
y, pásmense ustedes, tras la agónica renuncia al cambio armónico (c. 87) su rauda
marcha militar repentinamente arrastra los pies cual mastodóntico paso
sevillano. Atención, este regimiento tocaba música clásica en las ceremonias
reales para multitudes de centenares de miles de britons, entusiasmados de tener un ritmo para cantar y bailar. Se
dice que llegaban a bailar con Tannhauser…
Decididamente eran otros tiempos.
El propio compositor condujo frecuentemente el Valse Triste durante su carrera como director, a menudo demandada
por el público como un bis. Sin embargo jamás grabó ni ésta, ni ninguna otra de
sus obras. Sin embargo las fuentes nos dicen que favorecía “acentuaciones salvajes y ritmos explosivos”
y que aconsejaba a los directores que, en su música, “había que dejar que los detalles flotasen como carne en salsa”. En
1927, su cuñado Armas Järnefeld cocinó al podium de la Orchester Der Staatsoper
Berlin (Parlophone) una receta familiar con rallentandi
románticos por doquier, cual suspiros febriles y elásticos, dentro de una
cadencia ligerísima. ¡Bon appétit!
Eminencia británica del periodo de entreguerras, Thomas Beecham radicaliza la
ambivalencia siempre presente en Sibelius en una personalización neurótica y bipolar
en los dos temas del Valse Triste: La London Philharmonic Orchestra esmerila
con impacto dinámico y ritmos inteligentemente marcados, y reúne una
enigmática mezcla: melancolía junto a efervescencia. Ostentoso y arrogante el muscular rallentando asociado al diminuendo en el c. 151 y ss. El sonido
añejo de violines estrechos y bajos escasos no debe menoscabar el valor de este
documento dada la dificultad y coraje de grabar la obra de un autor todavía
vivo (Warner, 1938).
El otro gran director isleño
de la primera mitad del S. XX es John Barbirolli, pionera autoridad fonográfica
en la obra sibeliana. Al frente de la Orquesta Hallé de Manchester, cuya
titularidad, con enfrentamientos directos y odios salvajes, peleó con Beecham, muestra
en detalles acentuados y contrastados una sutil expresividad: Por ejemplo, en
los primeros compases arpegia el acorde de violas y segundos violines
anticipando el despliegue que poco después Sibelius refleja en la partitura. A
pesar de que los timbres orquestales no están idealmente pulidos, la
incandescencia dramática va creciendo con audacia, enfatizando los vientos que
colorean los temas y concitando fiereza en los cuerdas agudas (EMI, 1966).
La comparación de las lecturas de Herbert von Karajan es apasionante. Quizá no
haya gran diferencia en la interpretación aunque sí se perciben maduraciones
sutiles (de la impactante robustez viril a la postrera dulzura de pulidos
contornos). Descartadas las mezclas modernas de puntillismo microfónico, la excelente
toma sonora de 1967 (DG) va desplegando suspense a paso lánguido, desde el mayestático
pizzicato, palpable y puede que
aparatoso, manejando las transiciones con obsesiva sofisticación tonal. Abstracta
homogeneidad tímbrica de la Berliner Philharmoniker, sí, pero Karajan dicta que
las sedosas y densas cuerdas graves dejen sitio a un furioso clímax expresionista,
señalando la obra como música de pleno siglo XX. El mismo Sibelius dictaminó después
de escuchar su grabación de 1953 que Karajan “es el único director que comprende la 4ª Sinfonía”.
Si usted desea perseverar en la vía BB e iniciar un entrenamiento de
travestismo pruebe la escucha de Leonard Bernstein, donde la personalidad de los
tempi o el control de las dinámicas dan
lugar a una poesía de los violines finales con un extraordinario poder evocador
a aire otoñal y decadencia personificada. La aspereza tonal de la New York
Philharmonic Orchestra refleja más un rasgo de carácter que una imperfección de
aquella época (Sony, 1969).
La Bournemouth Symphony Orchestra a los mandos de Paavo Berglund hace
gala de una transparencia exclusiva e insuperable: Enlazando y casi
superponiendo conscientemente las líneas crea un crecimiento orgánico de las
células temáticas, y por ende logra hacer más trágico el desfallecimiento en el fallido tránsito
a mi menor (c. 87). Los tempi
fluctúan furtwänglerianamente con la culminación melódica. Naturalmente que
esta pretendida espontaneidad es el resultado de una estudiada precisión. Excelente
contribución de los timbales dentro de la panorámica grabación (EMI, 1972).
Los compradores del ciclo Sibelius que Neeme Järvi y la Gothenburg Symphony Orchestra realizaron para el sello BIS a mediados de
los 80 quedaban perplejos por el sangriento aviso que en sus portadas rezaba WARNING Contrary to established practice this recording retains the staggering
dynamics of the ORIGINAL performance. This may damage your loudspeakers, but given first-rate
playback equipment you are guaranteed a truly remarkable musical and audio
experience. Aparte del
obvio interés de marketing la grabación arroja un carácter impulsivo y
espontáneo que define al director estonio. Y, en el caso de su segunda lectura, (DG, 1995) una voluptuosidad y
delicadeza en el ritmo de vals que potencian su sentido épico.
Herbert Blomstedt traza un limpio, correcto, juicioso reconocimiento de la
arquitectura del pentagrama, racionalizando a media voz el discurso, y huye,
con su imperturbable tranquilidad, de excesos románticos. La San Francisco
Symphony Orchestra (Decca, 1991), persuadida por su lucidez, cree en su distanciada
sinceridad y le sigue en su itinerario por la estructura.
La grabación de James Levine con la Berliner Philharmoniker (DG, 1992, en
concierto) presume de una amplitud dinámica sobresaliente, empezando con un carnoso
e inigualado pianissimo. El muy lento
tempo se va acrecentado entre empujones
de entusiasmo temperamental y calderones macabramente disueltos en el vacío, sin
asomo de fraseo danzable en el vals, pero con una petulante convicción emocional
e intrusiva, violenta y perturbadora, reinterpretando (re-componiendo) la obra en
un drama visceral, crudo y superficial, y en última instancia basto.
Colin Davis ha demostrado ser un entusiasta de Sibelius, hasta el extremo de haber llevado al disco su ciclo de sinfonías en tres
ocasiones. La nerviosa excitación (y quizá más persuasiva) de la lectura previa
de Boston (Decca, 1980) ha rolado en la posterior con la London Symphony
Orchestra (RCA, 1994) hacia un ambiente sonoro más pausado, incrementando el
aspecto tímbrico y subrayando el acompañamiento figurativo. Un Valse triste contenido y distanciado, dominado
por la elegancia a la hora de planificar y construir cada fragmento. Como el
mismo Davis confiesa, no le importa desobedecer las marcaciones de la partitura
en aras de conseguir un efecto concreto. Y añade conscientemente siempre un
toque de misterio, con líneas y diseños permaneciendo medio enterrados en las
texturas a pesar de (o por) la incomparable claridad en línea y articulación,
que desvela con visión microscópica el entrelazado de urdimbre y contrahilo que
va tejiendo el lienzo sibeliano, sin por ello caer en el análisis autópsico. Davis
mantiene la capital elasticidad de los tempi,
sujetando las pausas y permitiendo girar con mesura el vals. Ambiente cálido
pero no excesivamente reverberante, con algunos instrumentos esculpidos en vivo
en la amable mezcla.
En 1997 Osmo Vänskä
grabó en primicia la
versión original para el teatro. Aunque las diferencias con la reorquestación
definitiva no son escandalosas, permiten seguir el proceso creativo del que
partió Sibelius: solo para conjunto de cuerdas, con pequeños cambios melódicos
y armónicos como la adicción del stretto
antes de los compases finales, donde incluyó los tres acordes a cargo de los
violines a solo, cuyo último suspiro reemplaza el abrupto final del original. Vänskä
es desafiante, descarado y meticuloso en la lectura de unos pentagramas henchidos de indicaciones de gran
precisión, y por
tanto de filosofía inversa a Colin Davis. De tímbrica más melancólica y menos
inquietante que con la incorporación de vientos, el esquema arquitectónico de
la miniatura se arma a partir del espectro dinámico. Posteriormente Vänskä ha
vuelto a grabar la obra con la misma Lahti Symphony Orchestra (BIS, 2007) en su
versión revisada, con un nivel superior de ejecución técnica y una toma sonora
de perspectiva en profundidad asombrosa.
A pesar de las tempranas celebridad y
pensión vitalicias, Sibelius pasó toda su vida al borde de la quiebra debido a la
pésima mercantilización de sus obras y su perenne adicción al alcohol. Tanto es
así que, en 1915 un grupo de admiradores hubo de realizar una colecta para
salvar el piano Steinway de los alguaciles que ya estaban llamando a la puerta de
Ainola. El instrumento, que asistió a la composición de las obras de Sibelius durante
sus últimos 50 años, es ajeno a los enormes especímenes modernos destinados a
proyectar tsunamis en salas de concierto, y se mantiene en plena forma, reteniendo
su avellanado cuerpo tímbrico
de confortable opulencia. Folke Gräsbeck
encapsula la reducción (transcrita por el propio compositor) en ritmos
gentiles, subrayando la robustez de unos tintes oscuros que rezuman
nostalgia. La mano izquierda articula cascadeantes figuras
colorísticas y vibrantes, sin exageradas dinámicas. La toma sonora, realizada in situ en el salón familiar sibeliano
(BIS, 2014), prolonga la sensación doméstica, íntima, introspectiva.
Bravo
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