miércoles, 16 de junio de 2010

Mozart: Sinfonía nº 38 "Praga"

Como nos cuenta Morike en su espúreo pero encantador relato, en los primeros días de 1787 Mozart partió rumbo a Praga en lo más parecido posible a una tournée de placer (sus obligaciones eran pocas: una interpretación de Las bodas de Fígaro y un par de recitales de piano). Entre los sombreros de Constanza viajaba un manuscrito recién acabado con una sinfonía en Re (K. 504), que quedaría para siempre relacionada con el nombre de la ciudad. El 19 de enero Mozart dirigió su estreno ante una orquesta de una veintena de instrumentistas, al parecer con un gran éxito. Años más tarde, en 1808, su amigo Niemetschek recordaba “la sinfonía permanece como favorita en Praga, y sin duda ha sido interpretada cientos de veces”.

Indudablemente la obra es una de las cimas del autor, a pesar de que sólo integra tres movimientos en lugar de los cuatro tradicionales, quizá una alusión a la simbología masónica (Massin dixit). La ausencia del clásico minueto se compensa por la introducción lenta que abre la composición, influencia de los progresos sinfónicos de su querido Haydn (y que tanto peso habría de tener en Beethoven). De tono profundo, casi amenazante, tonalmente impredecible, a veces severamente disonante, en el compás 16 sobrecoge al pasar a clave menor (con un estallido de percusión y trompetas): en sus modulaciones se huele el rastro del K. 466 y se adivina la sombra cromática del dissoluto. Entonces el grave presentimiento cede el paso a un allegro, tirante y sincopado (a contratiempo), descentrado armónicamente. Hasta seis motivos (reflejos de Fígaro, intuiciones de La flauta mágica) son desarrollados y fugados contrapuntualmente. En esta densa polifonía (de la que significativa e inusualmente Mozart realizó múltiples bocetos de posibles combinaciones temáticas) se suceden estrategias retóricas irresistiblemente enérgicas, que cierran el movimiento sinfónico mozartiano de mayor originalidad, síntesis de tradiciones barrocas y estilo clasicista.

La forma sonata también es seguida en el segundo movimiento, marcado andante y de sinuoso ritmo ternario, en otro ejemplo de la sofisticación de la sinfonía: contrasta un lírico y espiritual primer tema con un segundo turbulento, basado en tensos acordes de las maderas. Por fin, extrañas sombras cromáticas desestabilizan la armonía y se agazapan tras imitaciones contrapuntísticas. La recapitulación revisa todos los materiales empleados en el movimiento alternando tonalidades hacia un final apacible, cuya atmósfera camerística afianzada por la rica paleta armónica servirá de inspiración a Schubert.

La obra concluye con un presto, originalmente escrito para ejecutar la sinfonía “París” (K.297) con un nuevo final, que se inicia con una jovial atmósfera de carácter bufo (regresa la semblaza melódica a Fígaro) en la que los vientos irán desgarrándose en una violenta tormenta. A modo de rondó utiliza diálogos cromáticos, síncopas y transformaciones contrapuntísticas en un oscuro carácter coral, apenas embozado en una capa de luz.

Para completar la dicha Mozart abandonó Praga con unos gulden en la casaca y el encargo de una ópera para el otoño siguiente. De ella nos ocuparemos próximamente.







La tradición mahleriana
En 1929 Berlín era sin duda alguna la capital del orbe musical: aparte de la Philharmoniker dirigida por Furtwangler, tenía tres óperas funcionando a la vez, siete dias a la semana, durante diez meses al año, cuyos directores eran Erich Kleiber, Bruno Walter y Otto Klemperer. La biografía de estos tres se entrecruza de manera fundamental con la de Gustav Mahler.

Berlín 1929: Walter, Toscanini (de visita), Kleiber, Klemperer y Furtwängler




La juventud del primero vino marcada por la impresión causada por un concierto de Mahler que marcó su decisión de dedicarse a la dirección de orquesta. El rigor, instinto y genio de Eric Kleiber conseguió en su grabación con la Filarmónica de Viena –donde la dureza de la cuerdas domina la delicadeza de las maderas– (History, 1929) una concisión suprema, ágil y vivaz, a pesar de partir de unos presupuestos artísticos alejados de cuestiones de estilo y prácticas musicales propios de la época del compositor.

Bruno Walter aprendió su Mozart con Gustav Mahler cuando éste lo estableció en la Ópera de Viena como kapellmeister en 1901. Walter registró en estudio la sinfonía en tres ocasiones: con la Filarmónica de Nueva York (Sony, 1956), Sinfónica de Columbia (Sony, 1959) y Filarmónica de Viena (Pearl, 1936). Con ésta programó de nuevo la obra en un concierto de 1955 en la Musikverein recogido por Radio Austria y editado posteriormente por Deutsche Grammophon en 1992 con motivo del 150 aniversario de esta orquesta. El concepto es similar en todas las grabaciones pero este registro posee el mejor equilibrio entre factura sonora e instrumental: lleva a su máxima expresión la fluctuación del tempo dentro de cada movimiento, en total flexibillidad rítmica sin caer en el peligro de la fragmentación, relajándolo en los pasajes más oscuros, para tratar de transmitir cuidadosamente su carácter melancólico (allegro) o atormentado (presto). El otro factor clave es el cálido fraseo, aligerando los tiempos fuertes en cada compás y suscitando una sutileza cantabile de matices, una pura delicia en su combinación de vitalidad rítmica y humana efusividad. Partiendo de un sonido pleno de gran orquesta con numeroso (y desequilibrante) contingente de cuerda, Walter desarrolla un vigoroso poder comunicativo, de alta tensión, a la vez que dirige de forma bellísima, lírica y aterciopelada (ese sentido de divertimento en el andante de jocosa sensibilidad), resaltando todos los elementos melódicos. Ejemplar claridad en el detalle y en la textura, aunando riqueza expresiva con lógica constructiva, guardián de una tradición casi desvanecida.






La gran severidad y ausencia de inflexiones personales constituye la visión mozartiana (madura, sedienta de libertad espiritual) del último representante de la tradición romántica mahleriana: Klemperer grabó primeramente con la Orquesta de la Berlin RIAS (la radio del sector americano) (EMI, 1950) y con la Philharmonia (Testament, 1956), documentos ambos de tempi notablemente urgentes y fibrosa articulación pero cuya endeblez técnica nos hace preferir la milagrosa claridad de texturas que Walter Legge llamaba (y registraba magníficamente equilibradas) radiografías sonoras. La cohesión y la soberbia calidad de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1962) permiten la unanimidad sonora de un grupo de cámara, de transparencia en la superposición de los planos sonoros, grandeza arquitectónica, monumental sentido constructivo, de olímpica y serena objetividad, meticulosa atención al detalle del valor de las notas, fraseo, ritmo, entonación, belleza y dinámica del tono. Klemperer siempre mantuvo el hábito mahleriano de situar antifonalmente primeros y segundos violines, lo que permite bosquejar insospechados diálogos. Elegante sentido dramático en la introducción, amplitud dinámica en el uso de los timbales, luminosidad de las maderas y presencia de la línea grave, firmeza y orden en los movimientos rápidos, y austeridad de expresión en el andante.





Entre estas versiones llegaron otras: Un Mozart eslavo y principesco propone Vaclav Talich al frente de la Orquesta Filarmónica Checa (Supraphon, 1954). El mismo año, un superficial y agitado Igor Markevitch con la Berliner Philharmoniker (DG) está sujeto a la tiranía del oleaje y el viento. Por último, claridad, delicadeza y elegancia en la tímbrica camerística extraída por Erich Leinsdorf de la Royal Philharmonic Orchestra (DG, 1955).

La gran virtud de Karl Böhm es la situarse balanceado entre la tendencia objetivista de un Klemperer y la subjetivista de un Walter. Basado en la claridad expositiva y perfecta ejecución instrumental de la Berliner Philharmoniker (DG, 1959), la solidez constructiva, severa y solemne, la escasa variación de los acentos, la concepción plana de la articulación, la uniformidad y exceso de retórica, la morosidad en los tempi moderados por no decir pesantes, dan como resultado la reducción de los tonos oscuros y la flacidez del dramatismo inherente en la composición. En suma, un perfil apolíneo y almidonado de Mozart.

Otras cuatro grabaciones se realizaron en los años 60: Mientras el errante Carl Schuricht es todo lirismo y cantabilidad delante de la Orquesta de la Ópera de Paris (Scribendum, 1963), un nonagenario Pablo Casals consigue con la Orquesta del Festival de Marlboro (Sony, 1968) una lectura vibrante y desigual, con parte del público aquejado de rinitis primaveral. Por su parte, la ágil e incisiva Staatskapelle Dresden dirigida por Otmar Suitner (Edel, 1968) contrasta con la monodinámica interpretación de Karl Münchinger con la para mí desconocida Klassische Philharmonie Stuttgart (Vienna Classics, 1969).

Josef Krips fue el paladín del modo interpretativo vienés por excelencia, un arte sereno, reposado, ligero y sonriente, con sentido del equilibrio… y un punto falto de incisividad dramática. Texturas transparentes (ocasionalmente los vientos se difuminan en el gran contingente de cuerdas) pero carnosas, claras las voces y los contrapuntos, acentos ecuánimes y controlados, tempi tranquilos pero poco contrastados (es decir, lento en los movimientos extremos y rápido en el central), las dinámicas calibradas en un moderado intervalo, cálido y perfecto legato, naturalidad, aparente sencillez comunicativa, vivacidad, transparencia, sublime expresividad. También fogueado en su juventud como director operístico, exalta multitud de detalles sutiles, inauditos en otras versiones. Espléndida grabación, de perspectiva cercana y natural, recogiendo la riqueza tímbrica de la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Philips, 1972).








Como es norma en Herbert von Karajan su enfoque pasa por el concepto del sonido: denso, aterciopelado, preciso en las articulaciones, de redondez tímbrica y de extraordinaria gama dinámica (quizá exagerada), fraseo flexible y un tanto romántico, pero amanerado, sin pulso dramático, apresuradamente envejecido. Una antiséptica Orquesta Filarmónica de Berlín (DG, 1977) resulta descompensada entre cuerdas y vientos.

Lástima que el artesano concienzudo y meticuloso que es Neville Marriner adolezca de un pizca de audacia en su impersonal y genérica interpretación al podio de The Academy of St. Martin in the Fields (Philips, 1980).

Mozart contiene la plenitud de la vida, del dolor más profundo a la alegría más pura”: Por esta necesidad de (re)conocer –y traducir en sonidos– los contrastes, la ambivalencia, la ambigüedad y los abismos que descansan en sus estructuras internas, Nicolaus Harnoncourt sometió a la disciplinada y versátil Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam (Teldec, 1982) a un tipo de pautas interpretativas completamente ajenas a su rutina habitual en el repertorio sinfónico: cambio de posición de la mano, del arco, distinto tipo de vibrato, diferente digitación, introducción de instrumentos de viento natural y de timbales pequeños que permiten diferenciar su sonoridad de la de las trompetas cuando ambos tocan al unísono. Pero la revolución viene del lado del tratamiento: aristado, abrupto, inquietante; tan radical y ruda es la acentuación, los ataques tan agresivos que viene a las mientes el término viril, pero encuentro más atinado ese vocablo tan anglosajón: “macho”. Así, como suena. Extremismo dinámico en el contundente conjunto madera-metal-timbales, vehemencia más que dramática, diríamos operística, en el carácter marcial del implacable allegro seguido de la tregua tensa e intensa del andante, para preparar el furioso presto (mucho más conseguido en estos dos últimos movimientos; el inicial carece de cantabilidad y lirismo). La toma de sonido es distante pero resalta una descarada contribución de los metales.







Una de las principales bazas del registro debido a Leonard Bernstein es sin duda la sensacional Filarmónica de Viena captada neblinosamente en directo (DG, 1985). A pesar de su excesivo tamaño, los planos sonoros son diseccionados con fluidez y viveza por el fogoso entusiasmo de la batuta, evocando su familiaridad con Walter. El magentismo animal que alumbraba Bernstein va construyendo sentimiento a sentimiento esa voluptuosidad romántica que tan bien casa con estas (todas las) obras de Mozart. El presto, prestísimo, como cantaba (el otro) Fígaro. Inapropiado? Tanto como templar un helado. Delicioso!

Por el contrario, el impenitente Peter Maag, imbuído de perfume mozartiano, se ve lastrado por las impurezas instrumentales de la Orchestra di Padova e del Veneto (Arts, 1996).

Las últimas interpretaciónes a reseñar continúan la vía Harnoncourt en la que las orquestas modernas aplican el tratamiento instrumental y metodológico de los postulados historicistas: Claudio Abbado con su recién formada Orchestra Mozart se muestra eficaz y aseado en este detallado y predecible registro en vivo (Archiv, 2006).

Ya en su anterior aproximación a la partitura Charles Mackerras mostró su aprendizaje moderadamente HIP, con un sorprendente clavicémbalo al continuo con la Orquesta de Cámara de Praga (Telarc, 1986). La reciente grabación con la Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2007) ha conseguido entusiastas críticas entre la prensa especializada. ¿Clasicismo o fantasía? Bueno, depende… si comparamos su viveza de tempi o sus contrastes dinámicos con los de René Jacobs áquellos quedan muy atenuados y uniformados; eso sí, entre los aciertos se cuentan el mayor dramatismo conseguido con la relajación de los tempi, el uso penetrante de los metales al natural nada más arrancar el allegro o los vientos en el 2º tema que remarcan perfectamente el elemento trágico. La cercanía de los micrófonos a los atriles (con recuperada separación antifonal de los violines) permite un sonido íntimo y claro cercano a la ilusión de un concierto en una pequeña sala privada.







La recuperación dieciochesca
La primera grabación íntegra del corpus sinfónico con instrumentos y prácticas interpretativas de “la época” (es decir, de la época de comienzos de los años ochenta del siglo XX; hoy, el movimiento historicista -para algunos musicología forense- ha progresado) fue la de Cristopher Hogwood al frente de The Academy of Ancient Music (L'Oiseau Lyre, 1983). En ella se recupera coherentemente la tan querida por Mozart reducidísima orquesta (y por tanto muy moderna) y su espacialización en arco, la compensación entre timbres débiles y fuertes, el variado fraseo, las entonaciones y los acordes requeridos por el contexto rítmico y dinámico, la ausencia de vibrato, así como la realización de todas las repeticiones. Si bien consigue la percepción de la líneas instrumentales (con gran simplicidad expresiva), no obstante, comparado con los logros posteriores se revela poco imaginativo, con un exceso de decorativismo acuarelado. Cruda toma de sonido.

Con los pies en la tierra y sentido común a raudales, como tuve ocasión de comprobar en una memorable charla con Frans Brüggen, este holandés de conversación tranquila y mirada franca ha sido definido como el romántico dentro del movimiento historicista. Cada uno de los discos debidos a su Orchestra of the Eighteenth Century es un acontecimiento en sí mismo. Primero, por la especial producción y grabación –siempre en vivo–, realizadas exclusivamente por la propia orquesta tras una exhaustiva gira de conciertos y luego ofrecidas a la compañía discográfica (Philips) como un producto cerrado. De este modo su catálogo es necesariamente breve, con un par de discos al año a lo sumo. Pero, ¡qué discos! En el año 1988 se editó esta etimológicamente encantadora lectura, que destaca por su holgado contingente de cuerdas, 31 (recordemos que Mozart estrenó la obra con seis violines) –perfecto técnicamente y a la vez de una calidez de antaño– y la muy audible contribución de maderas y percusión. La consecuente proporción simétrica y textural entre instrumentos se pone al servicio de una articulación ágil y chispeante, una incisiva claridad de planos, ligera y transparente a cualquier velocidad pero no exenta de lirismo y elegancia, donde levísimas variaciones en el tempo alimentan unas ligeras gradaciones dinámicas creando un sugerente carácter improvisatorio. A destacar en el allegro el color oscuro de las maderas que acentúa un carácter a ratos tenebrista, aspecto mozartiano que a Brüggen le encanta enfatizar, siendo reflexivo en el andante, y urgente en la propulsión broncínea de unos temas a otros en el presto. Refinada toma sonora que sólo cabe atesorar.






Como los maestros de ayer, John Eliot Gardiner tiene sus raíces profesionales en la dirección coral; por ello paréceme que su lectura destaca por el subrayado de las citas operísticas. Así, baliza la sinfonía como pariente cercana del drama (poco) giocoso, con riqueza tímbrica cercana a Beethoven (fuerte presencia de vientos y percusión), emocionante pero sin énfasis, de escasa y austera vocación lírica pero con decidido aliento dramático. Brillante captura sonora de los English Baroque Soloists (Philips, 1988) que traicionan con perfidia ligeros desajustes en el delicado final del andante.

Discreto y seguro pero no excitante se muestra Trevor Pinnock al frente de The English Concert (Archiv, 1993): La grabación es tan depurada e impoluta como la interpretación, de tempi nerviosos, articulación precisa con gran vivacidad de acentos, y un magro número de atriles de cuerdas (25). Una curiosidad: hace veinte años el número de instrumentistas de nivel era muy reducido, por lo que sus nombres aparecen repetidos en todas las formaciones británicas.

La aproximación teatral, cual ópera en miniatura (la anterior realización discográfica de René Jacobs fue Don Giovanni), asoma ya en los primeros compases, con dinámicas forte-piano muy contrastadas que suelen ir acompañadas de rallentandi y accelerandi que le otorgan gran variedad de caracteres y un impulso vital cíclico tensión-distensión. La lírica y el sentido cantabile que encontramos en otras versiones es aquí literalmente asaltada por una articulación aserrada, impredecible, con acentos repentinos sforzato, plena de intensidad y fiereza con fuertes acordes y ruda presencia del timbal, profundidad ambigua y danzable en el andante, terminando con un presto que no permite coger aliento. El pasmoso y sutil continuo al pianoforte llega a apreciarse debido al reducido contingente (23) de cuerdas de la Freiburger Barockorchester (HM, 2007) que permite una reveladora claridad de líneas y detalles, donde las complejas texturas aquieren una limpieza cristalina. Toma de sonido triunfante.





Nota final: No ha lugar la controversia de las repeticiones, ya que en varios casos el concepto teórico del director se adaptó a las necesidades prácticas de la técnica de reproducción, ajustándose al minutaje limitado de los discos de 78 rpm, y después al de los LP de 33 rpm.