viernes, 5 de octubre de 2012

Barber: Adagio for strings, op.11

A pesar de que la pieza se ha asociado al lamento y al duelo, Samuel Barber (1910-1981) compuso la primigenia versión de la obra a los 26 años, durante un feliz verano compartido en Italia con su amante Gian Carlo Menotti. Su forma y técnica contrapuntística derivan tanto de la polifonía renacentista como de las suspensiones y relaciones falsas que Barber encontró en las Fantasías para violas de Henry Purcell. Marcado molto adagio espressivo cantando, el Adagio for strings op. 11 exhibe un rango extremo de dinámicas (de pp a ff) a través de crescendi y decrescendi, legato sostenido sobre métrica flexible, y utiliza la instrumentación para crear interés sobre una melodía simple, básicamente diatónica y articulada en notas negras, cuya tensión es producto de la secuencia y variación armónica irresoluta.

Sección A Compases 1-12. Una sola nota, si bemol, se expone en pp en los primeros violines. Dos pulsos después entran en escena el resto de las cuerdas creando un inquieto y cambiante lienzo para que la melodía (articulada en tres frases, siendo la primera y la última casi idénticas con excepción del final), sencilla y estrecha interválicamente, dude en los pequeños pasos ascendentes y descendentes en tonos. De los cc. 13 al 19 el tema, una quinta más grave, pasa a las violas, mientras una contramelodía en sentido contrario es presentada por los primeros violines, con leves aderezos en los segundos. En todo momento la cuerda grave, con los violonchelos divididos en dos grupos, acompaña con lento movimiento armónico en acordes.

Sección B cc. 19-27. El silencio de los contrabajos aumenta la sensación de intimidad en la frase ascendente de los violonchelos. La contramelodía es compartida por violas (piu forte, sempre cantando) y primeros violines, resolviendo tiernamente.

Sección C cc. 28-38. Un nuevo tema asoma entre los segundos violines y las violas, mientras la melodía en su tono original despierta la tesitura aguda de los violonchelos. La música avanza hacia el clímax modulando continuamente.

Sección D cc. 38-53. El dúo de violonchelos y primeros violines -con crecientes armonías en segundos y violas- marca el comienzo de una textura polifónica, en un inexorable crescendo sempre, hasta el clímax ff a través de cuatro compases mantenidos a través de los cuales suenan acerados los acordes de si bemol menor, do bemol mayor y fa bemol mayor. En el c. 53 resolución, silencio y…

cambio a dinámica pp, mientras la obra modula en una suave progresión armónica (sección E cc. 53-56) que eventualmente finaliza en la tónica o tonalidad de partida.

Sección A2 cc. 57-60. Tras un breve silencio se recapitula la melodía en la menor, compartiéndose en mezzoforte entre primeros violines y violas, mientras el acompañamiento se hace en p. La sección A3 (cc. 61-65) consta de una repetición en mi mayor,

para acabar morendo (sección F cc. 66-69) con un fragmento del tema molto espressivo en los primeros violines, mientras el acompañamiento se va apagando en el sereno acorde dominante de la menor.


25 años después de su composición, este lenguaje pleno de romanticismo lírico, decididamente tonal, ya se consideraba caduco. ¿Cómo calificarlo hoy en día? ¿Conservador o intemporal? Barber nos responde: “No hay ninguna razón para que la música sea difícil de comprender”.







En enero de 1938 Barber envió a Arturo Toscanini una versión orquestada del segundo movimiento de su Cuarteto de cuerda nº 1, que fue devuelta por el director sin comentario alguno. Reza la leyenda que Toscanini la ensayó de memoria hasta el día antes de la première, ejecutada por la NBC Symphony Orchestra el 5 de Noviembre de ese año para su transmisión radiofónica. Sin la acumulación de décadas de ejecuciones, los 7:05 minutos de duración pueden parecer breves, pero el efecto es grave y melancólico, aunque sin sentimentalismo añadido. La intensidad es finamente cincelada en capas acumulativas, de ritmo constante, soslayando rubati que aporten un toque de relajación, y poniendo en relieve la línea aguda. El estiramiento casi inaguantable de los acordes climáticos causa una angustia desgarradora. La crítica del día siguiente en el New York Times decía así: “This is the product of a musically creative nature… who leaves nothing undone to achieve something as perfect in mass and detail as his craftsmanship permits… is the work of a young musician of true talent, rapidly increasing skill, and, one would infer, capacity for self-criticism. It is not pretentious music. Its author does not pose and posture in his score. He writes with a definitive purpose, a clear objetive, and a sense of structure. A long line, in the Adagio, is well sustained. There is an arch of melody and form. The composition is most simple at the climaxes, when it develops that the simplest chord, or figure, is the one most significant… Toscanini conducted the scores as if his reputation rested upon the results”. Si bien este documento ha sido publicado en multitud de ocasiones aquí nos serviremos de la edición de 2011 de los West Hill Radio Archives englobada en la indispensable caja Barber Historical Recordings: 1935–1960, que manifiesta una aceptable dinámica y expone las voces internas.











Leopold Stokowski impone una premura en el tempo (6:36) por medio del gran ímpetu en el arranque de las largas líneas melódicas, suavizándose progresivamente, efecto que emularán muchas de las interpretaciones posteriores. El clímax se muestra despótico, cortante, frío. Las inmediatas modulaciones de la sección E son arregladas por Stokowski con un encantador oleaje dinámico inexistente en la partitura. La orquesta que pomposamente lleva su nombre suena catedralicia y jugosa (EMI, 1957).












El examen de la partitura de concierto con la que Eugene Ormandy dirigía el Adagio for strings confirma la alteración de los fraseos, que, en la parte de violín I son ya acortados en catorce ocasiones en los primeros doce compases solamente, para espesar y asegurar una intensidad constante del sonido. También estudió y anotó al margen la duración del disco anterior, y realizó cambios y adicciones a las dinámicas originales para asegurar que la melodía principal fuera escuchada. La prodigiosa seguridad de entonación de la sección de cuerdas de la Philadelphia Orchestra evidencia su exuberante y rico vibrato, ya lozano bajo la batuta de su predecesor, el ínclito Stokowski. Registro chirriante, resonante, a ritmo fluido (7:43) como fue la norma hasta Schippers, quizá ligeramente lacrimoso, con una espléndida amplitud dinámica (Sony, 1957).












A mediados de los 60 Thomas Schippers era el campeón de la obra de Barber, programándola compulsivamente. Bajo la personal supervisión del compositor y su amante (o más claro, bajo el triángulo homoerótico entre ellos) elevó y estableció un delirante tempo (9:10), convertido en standard para las siguientes décadas. La New York Philharmonic expone su riqueza tímbrica en una grabación palpable (Sony, 1965). La prensa rosa nos permite en este caso dilucidar las influencias entre músicos y su porqué: Pocos años después fue Bernstein el que ocupó las riendas de la NY Philharmonic y el corazón de Schippers. Por tanto se adivina orgánica y continuista la elección, tan particular, de carácter y sentimiento en su lectura (Sony, 1971).












Neville Marriner al frente de la Academy of Saint Martin in the Fields hace gala de la serenidad británica, con un seguimiento austero de métrica y dinámica, estoico hasta la sección climática donde se libera, pero siempre dentro de una expresividad contenida, calma y resignada, sin melifluo vibrato (8:43) (Decca, 1976).












Las acérbicas cuerdas de Los Angeles Philharmonic Orchestra gimen en un tempo desmesurado, como el grito sexual de Leonard Bernstein, las largas líneas melódicas ralentizándose progresivamente, hasta casi detenerse, al borde de la desintegración: 10:09, donde Barber indica en la partitura entre 7 y 8 minutos, manteniendo el dominio de la tensión, haciendo del concierto una puesta en escena gestual pero jamás caricaturesca, de lleno cómplice y coautor de la inspiración del compositor, comunicando el mensaje (¿sombrío? ¿romántico?), la esencia de la música. "Why do so many of us try to explain the beauty of music, thus depriving it of its mystery?" razonaba Bernstein. La grabacion (DG, 1982), en vivo, desnuda cierta sequedad de timbre pero desvela perfectamente la polifonía.











Leonard Slatkin se declara mesurado (9:14) pero ondulante en los empujes rítmicos, dilatando el tempo por secciones. La musgosa grabación (EMI, 1988) acompaña esta impresión solemne pero frugal que procura la St. Louis Symphony Orchestra.








Contra lo esperado, Sergiu Celibidache plantea un tempo amplio pero no infinitamente estirado (9:35), los desolados acordes climáticos voluntariamente, artificiosamente amortiguados, amordazados. Esta delicadeza gentil genera una sensación de emoción sintética, replicante. Primorosa la Orquesta Filarmónica de Munich (EMI, 1992).












Yoel Levi hace murmurar amorosamente a la Orquesta Sinfónica de Atlanta (8:19), íntimo y tierno, con amplio aliento lírico y espejeante legato. Dinámicas acusadas recogidas por el excelente sonido, fiel y detallado en las diferentes tesituras de las cuerdas (Telarc, 1992).










Marin Alsop al frente de la Royal Scottish National Orchestra recita una lectura contemplativa a paso agradable, cual canción de cuna y no como lamento trágico, restringida dinámica y expresivamente, con una deliberada contención y timbres atenuados próximos a su concepción camerística (7:47). La toma sonora es clara y profunda (Naxos, 2000), cuya definición recoge muy apropiadamente palomas que arrullan la composición.







Y por último, la grabación en concierto de Simon Rattle (EMI, 2008) vívidamente atmosférica, increíble la belleza del sonido obscuro de las cuerdas de la Berliner Philharmoniker que lo emparenta con la liturgia sonora de un Vaughan Williams, descartando el incendio devastador y postrándose ante el himno sincero y devocional.