martes, 22 de septiembre de 2009

Mussorgsky-Ravel: Pictures at an exhibition

Al igual que la de otros compositores rusos de su época, Mussorgsky recibió una formación musical rudimentaria, siendo funcionario y oficial del ejército la mayor parte de su vida. Esta ausencia de restricciones académicas le empujó hacia la vívida inmediatez, la riqueza de fantasía y la aguda delineación de la gran variedad de imágenes que ofrece Cuadros de una Exhibición, que contiene en sus impresiones de pinturas de Hartmann una instantaneidad casi desconcertante. En 1913, Ravel y Stravinsky fueron encargados por el empresario Diaghilev para completar la ópera Khovanschina, que Mussorgsky había dejado inconclusa. El director de orquesta Serge Koussevitzky consideró el trabajo de Ravel totalmente apropiado y le pidió la orquestación de los Cuadros, cuya primera interpretación se hizo en París en 1922. La técnica de la orquestación de Ravel fue el resultado de un arduo estudio, entrevistas con los profesores, el tiempo dedicado a los ensayos: “Las presuntas incorrecciones de Mussorgsky son puro golpes de genio, muy diferentes de los errores de un escritor que carece de sentido lingüístico o de un compositor que carece de sentido armónico”. Los recursos aparentemente ilimitados de la orquesta moderna nunca dejaron de intrigarle, y sus resultados representan una extensión natural de las capacidades de cada instrumento. Nadie parece haber tenido un oído más fino para el equilibrio de las partes instrumentales o poseer más inventiva para las combinaciones raras y sutiles de tono y color. Pero quizá lo que es más notable es su completa identificación con el espíritu y el significado del original de Mussorgsky (recordemos que habían transcurrido casi 50 años), resultando una composición nueva y distinta, de pleno siglo XX.











Naturalmente hay que comenzar con los registros debidos al propio Serge Koussevitzky al frente de su Boston Symphony Orchestra (Naxos, 1930). Amalgama el carácter individualizado de las piezas en un compendio convincente de fuerte (¿exagerada?) personalidad, y extraordinariamente ligero de tempi (menos de 30 minutos). Ritmos elásticos, desmañados y descuidados los metales. Sonido correspondiente a la época: Estrecho de frecuencias, congestionado en los clímax. Genuino documento histórico pues, pero esta obra demanda ingeniería moderna. La versión radiofónica retransmitida en 1943 está lamentablemente tullida, ya que omite cuatro episodios completos.







La gran rivalidad de la edad de oro de la fonografía fue la de la RCA Living Stereo versus la Mercury Living Presence. Tan alto fue el nivel conseguido por estas mágicas producciones que los registros de hoy en día palidecen en el encuentro penol a penol. A las pruebas me remito: La riqueza tímbrica de los metales de la Chicago Symphony bajo la dirección de Fritz Reiner (RCA, 1957) es ya evidente en los apolíneos Gnomos, de líneas aceradas, mientras que Bydlo amenaza siniestro y desgarrador en sus manos. Claridad de texturas en Judíos, equilibrio, precisión rítmica, tensión, brillantez, meticuloso esmero en el detalle. La calidad de la grabación es legendaria con detalles realistas como el impacto del timbal, la respiración del profesor a cargo de la tuba, o el crujir de las páginas de la partitura. Al mismo nivel de excelencia está la toma sonora de una presencia y profundidad casi físicas (esas cuerdas expresionistas en Gnomos) en el registro de Antal Dorati (Mercury, 1959) con la Minneápolis Symphony Orchestra.












Es preferible la primera grabación de Herbert von Karajan con la Berliner Philiharmoniker (DG, 1966) a la previa (Philharmonia Orchestra, EMI, 1956) o la postrera (también con la BPO, DG, 1987). Si cornos de pesadilla pululan por Gnomos, la deliberada diferencia expresiva de oboes y flautas puntúa unas Tullerías de atentas dinámicas. Cavernoso en el último paseo y desafiante en el vibrato descontrolado que otorga a la trompeta de Schmuyle una singular violencia monstruosa. Claridad en la línea, refinada atención al detalle, desbocada sensualidad sonora en tonos y texturas. Espléndido sonido al que ni siquiera traiciona un (casi) inaudible soplido de fondo.









Carlo Maria Giulini (DG, 1976) es el más elegante en la batalla entre grupos instrumentales de la Chicago Symphony, en las inflexiones, rubati, el sentido tonal. Tempi más amplios de la habitual (y variables como en Tullerías, donde el juego agógico es sencillamente perfecto), Ballet juguetón en las maderas, majestuoso en la Gran Puerta, que tiene perfume a incienso, a himno sacro. La percusión es inusualmente clara y prominente. Preferible a sus otras grabaciones: BBC (1961), de peor sonido, confuso ambientalmente; y Sony (1991) donde ahonda en la lentitud de los tempi.







Nerviosa la versión de Georg Solti al frente de la Chicago Symphony (Decca, 1980). Acertadamente rasposo y desgarrado en el Viejo Castillo. A la acusada diferenciación tímbrica en Ballet la siguen unas sarcásticas Catacumbas. Grande, que no grandiosa la Gran Puerta. Toma sonora con más brillantez que atmósfera.








La New York Philharmonic ha vuelto a demostrar sus poderes con Giuseppe Sinopoli (DG, 1989): Maderas ácidas en Gnomos, donde aparecen detalles inéditos en arpa y metales, distinguibles gracias al tempo amplio. Desolado el paisaje alrededor del Viejo Castillo y maravillosa aportación de la tuba en Bydlo. La planitud de la dinámica en Judíos parece desaprovechar la rudeza del diálogo de las masas orquestales; y éste es, en resumen, la última sensación del registro, la reluctancia a explotar la magia (oscura) de la partitura, a dejarla derivar en una deliciosa mezcla de detalles instrumentales. Toma sonora diáfana pero un tanto lejana.









Naturalmente que Sergiu Celibidache (EMI, 1993) habría dicho que este documento ni siquiera es un reflejo de lo producido en realidad (y, por supuesto, habría vetado su publicación) pero este alquimista, el mago de los timbres, agita su caleidoscopio y produce una enorme variedad de colores, un permanente juego de luces y sombras donde los detalles otorgan transparencia y dimensión al todo, una naturalidad articulatoria, un prodigioso control de planos y tensiones (Catacumbas de aroma wagneriano), unos choques cromáticos magistralmente puestos en evidencia (nunca fue tan patética la figura de Schmuyle). Bajo su dirección la Münchnen Philharmoniker fue capaz de progresiones dinámicas de infinitesimales estadios (qué manera de resbalar las cuerdas en Cum mortis). Aplausos y mínimas toses recogidos en una grabación de gran presencia y claridad donde el tiempo queda abolido y fluye la música.






Las interpretaciones de Cuadros se cuentan por decenas. Aquí intentaré resumir algunas otras que he utilizado: El espontáneo y quizá algo atropellado Rafael Kubelik (Mercury, 1951). Arturo Toscanini (RCA, 1953) situado al pairo de las indicaciones dinámicas de la partitura (siempre en mezzoforte). Ernest Ansermet (Decca, 1959) trae al frente los instrumentos de percusión, arpas y celesta, logrando ambientes amenazantes. Thomas Schippers (Sony, 1961) alarga los silencios para dejar que los ecos se extingan, consiguiendo un extra de tensión; angustiosa la petición de la trompeta en Judíos. Serge Baudo (1969) realiza escasa diferenciación de tempo (de color) con respecto a lo marcado en partitura. Evgeny Svetlanov (1974) áspero, cortante, quizá demasiado neutro en la línea de Mravinsky; destaca el carácter danzable que sabe extraer del Viejo Castillo, cómo desplaza Bydlo a empujones por el barro, y cómo la conversación entre los Judíos deriva en una agria polémica punteada por una percusión no prescrita por Ravel. Edo de Waart (Philips, 1974) elige tempi demasiado cautelosos. Epidérmico Leonard Slatkin (Mobile Fidelity, 1975). Endeble escenografía sonora la de Lorin Maazel (Telarc, 1979). Riccardo Muti (EMI, 1979) encuentra nuevas sonoridades con el rascado feroz de las cuerdas graves y el destacamiento del clarinete bajo en la sección 9 en Gnomos; sin embargo, un decepcionante Bydlo está visto desde casa, al amor de la chimenea del señor. A Charles Dutoit (Decca, 1987) le falta violencia expresionista en acentos y dinámicas. André Previn (Philips, 1986) se muestra apagado, sin el oropel necesario para la partitura. Claudio Abbado (DG, 1993) despliega un impresionante análisis (un punto aséptico) de disección orquestal; toma sonora en vivo de asombrosa e inacabable dinámica. En los Gnomos de Casadesus (1994) ¡ay! no se escuchan las cuerdas arrastrándose “arco sul tasto”, uno de los momentos mágicos de la orquestación. Sosísimo el intento de Simon Rattle (EMI, 2007) falto de lucha dinámica, de espíritu.



A petición - At request

martes, 1 de septiembre de 2009

Mussorgsky: Pictures at an exhibition

Uno de los más cercanos compañeros de Modest Mussorgsky fue Victor Hartmann, arquitecto y pintor ocasional, cuya repentina muerte a los 39 años afectó profundamente al músico. Su angustia se incrementó por la culpa, porque él había estado caminando con Hartmann unas semanas antes, cuando el artista se vio obligado a detenerse y descansar contra una pared, y Mussorgsky minimizó el asunto.
Al año siguiente (1874) se organizó una exposición en honor de Hartmann: De sus cuatrocientas obras, Mussorgsky eligió diez para formar una suite para piano, con un tema recurrente que sugiere el progreso de cuadro en cuadro. Los modestos bosquejos de Hartmann (hoy mayormente perdidos) son fantasiosos, de elaborada ornamentación, sin uso práctico o acaso efímero. Al transformarlos en música, Mussorgsky puso gran atención a los pequeños detalles que rodean el sujeto principal de cada composición, visualizando cada imagen como un ente viviente. Trabajando con gran entusiasmo “apenas tengo tiempo para garabatear las ideas en el papel”, completó la obra en sólo veinte días. Cuadros de una exposición es el paradigma de la moderna expresión en el piano y su valor abstracto ha liberado a los compositores posteriores rítmica, estructural y colorísticamente. Tan moderna que supera mucha de la modernidad de hoy en día, tan moderna que supera al propio instrumento, no es por ello extraño que sea la obra pianística que más orquestaciones ha conocido.

Defectuosa, llena de errores estúpidos, y a veces, inaceptablemente fea”: Así consideraba Rimsky-Korsakov la obra, y esta opinión ha influido en los pianistas de todo el siglo, que la han interpretado de manera sui generis, e incluso asumiendo la necesidad de algunas mejoras. Si a esto añadimos una dificultad técnica terrible, con osadas armonías, comprobaremos lo complicado que puede ser seguir la partitura.
Vladimir Horowitz creó su propia versión a partir de varias fuentes como la enhanded edición de Rimsky-Korsakov de 1886, la orquestación de Ravel de 1922, y, por supuesto, sus propias ideas, más orquestales que pianísticas, añadiendo y modificando notas, doblando octavas, presionando a placer el pedal y variando las dinámicas: “They said I put graffiti on Mussorgsky, but I don’t give a damn. When I change anything, it is only to make a better piano sound. And Mussorgsky didn’t know how. I’m sorry but that is true…”. Ya en Gnomos relaja el tempo muy alejado del allegro vivo que pide la partitura. Como Ravel, elimina secciones en el Viejo Castillo (exagerado el rubato). En Tullerias acelera el tempo en cada grupo de semicorcheas, recreando las carreras de los niños. En algunos compases de Bydlo hace una especie de arpegio (en vez del acorde simultáneo) que recrea una sensación tambaleante. La libertad rítmica resulta muy natural en el Ballet de los Pollitos, consiguiendo unos trinos muy personales. Las rápidas apoyaturas en la sección central de Judíos le otorgan un carácter arrebatado. Si en Limoges salta octava arriba y octava debajo de la escritura original, en Catacumbas directamente ignora la partitura y ataca los acordes a destiempo, buscando y encontrando un efecto devastador. Desaforado y desatalantado el ritmo en Baba-Yaga. Quizá la Gran Puerta pida un poco más de solemnidad, pero es absolutamente apabullante (¡qué trémolos!) en los últimos compases, entendidos como culmen de toda la suite, como si toda la orquesta fuera tocada por el piano. En esta grabación en directo (RCA, 1951) de sonido discreto y emborronado en los masivos graves, una juvenil espectadora no pudo reprimir un grito de salvaje excitación al final de Gnomos, y no es para menos...







Con Sviatoslav Richter la tentación hacia el virtuosismo horowitziano es escrupulosamente evitada; su interpretación está puesta al servicio de la música, lanzando un desafío hacia la supuesta falta de técnica pianística de Mussorgsky. Esta convicción personal en la obra hizo una decisiva contribución a su rehabilitación en el repertorio pianístico. El invierno de 1958 debió ser atrozmente frío en Sofía según recoge el registro en directo (Philips): O buena parte de la audiencia estaba a las puertas de la muerte o quizá celebraban el festival de la bronquitis. Sin embargo, el nivel interpretativo es de tal altura que se llega a disculpar todos los problemas: tos obbligata, sonido plano, lejano, limitado rango dinámico, soplido de fondo y alguna distorsión, abundantes roces y notas falsas incluidas. La toma en estudio del mismo año (Melodia, 1958) ostenta parecida espontaneidad volcánica con un sonido apreciablemente mejor. Percutiendo hercúleamente a tempo arrebatado desde el principio (se come el último medio compás del primer paseo), alcanza una enorme tensión magnética, haciendo gala de una fulgurante transparencia a todos los niveles dinámicos que conquista su fuerza titánica. La intensidad dramática es sobrecogedora ya desde el espeluznante, lento y oscuro Viejo Castillo, pesante y desgarrado en Bydlo, las siniestras Catacumbas, arrollador y exultante en Baba-Yaga, e irresistible el asombroso poderío en los clímax del galvánico final. Estas dos interpretaciones han tenido siempre el predicamento casi religioso de la crítica, sin embargo la técnica de grabación moderna se ha de imponer (al menos de manera complementaria) para conocer a fondo esta exigente obra.










Parece mentira que sólo tres años después (1961) Byron Janis registrara para Mercury con tal excelente sonido, y no sólo en términos de la época: gran presencia, definición y detalle natural, una pesadilla para los ingenieros del futuro. Alterna el toque aterciopelado en Gnomos (perdiendo el sentido tenebroso) con ataques crueles en Bydlo (demasiado metronómico). Los tempi ligeros y la poca diversidad dinámica se acoplan mejor a las chispeantes Tullerias y las extraordinarias Catacumbas para abordar las afiladas disonancias de Baba-Yaga.







Comparado con el ucraniano, Vladimir Ashkenazy (Decca, 1982) parece habitar un universo bidimensional: Comienza tocando prácticamente todo el paseo en forte, sin cambio de dinámica; el vertiginoso tempo del Viejo Castillo lo transforma en un tiovivo; también las Tullerias suenan muy apresuradas, sin comprensión de la psicología infantil. Tan sólo quedan en el recuerdo los angustiosos Gnomos. Grabación de gran presencia, fría y acerada.









A Alfred Brendel (Philips, 1985) le pierde en este registro la búsqueda de las texturas líricas, ligeras y tan cuidadosamente controladas, que, para no confundir poder con violencia, se queda en una planitud dinámica, un tono monocromo, una grisalla. Sí, escucho por fin las apoyaturas en Gnomos, pero de tan transparente se diría gélido, sin ninguna emoción. Los niños en el jardín de las Tullerías aparecen extrañamente obesos. Mejora la situación en Bydlo, donde sí logra acertados contrastes dinámicos (ojo, ligeros); en el Ballet con sus trinos inmaculados; y en el sepulcral uso del pedal en Catacumbas. No busquen aquí ampulosidad o rimbombancia, ni siquiera en el clímax final. La espaciosa grabación no elimina el ambiente clínico, aséptico, autópsico.










Literalmente, fantástica versión la de Mikhail Pletnev (Virgin, 1991) exprimiendo a fondo las posibilidades sonoras del instrumento: En los lentos y misteriosos Gnomos el uso del pedal crea un fondo tétrico; en el mesmérico Viejo Castillo nos hipnotiza, haciéndonos soñar con varios pianos; genuinamente infantiles los ligados en Tullerias. Poderoso e intenso en Bydlo, con ocasional y afortunado uso del pedal, sin permitir nunca que las ruedas se claven en el barro. Fenomenales los juegos con el tempo en el Ballet (mágico, de cuento de hadas el argénteo timbre que extrae del piano en la parte central). Dramática la conversación entre los Judíos, abisales las Catacumbas, e impecable el uso onírico de las gradaciones dinámicas en Baba-Yaga. Los acordes mayestáticos con los que se abre la Gran Puerta son rasgueados cual distantes cascadas de campanas. Gran sonido, atmosférico (las ff estremecen el piano), cálido y natural en el abanico de colores.









Anatol Ugorski sorprende por su dinámica calmada y elegante, aérea y ligera, con tempi relajados y un particular y continuo manejo del rubato. Dibuja muy bien las apoyaturas de Gnomos y transmite hondura expresiva en el Viejo Castillo. En Tullerias entra en ciertos pasajes fuera de tempo en la mano izquierda, creando sensación de revoloteo y caos infantil. Menos afortunado me parece Bydlo donde el ritmo marcial semeja más un rudo paseo militar que el tambaleante paso de la carreta de bueyes. El sorprendente efecto con el pedal en Catacumbas las hace demasiado festivas. Sin el arrojo necesario en Baba-Yaga y circunspecto ante la Gran Puerta de Kiev. Visión pues, manierista, bien recogida por los ingenieros de DG (1992).







No dejará indiferente a nadie Ivo Pogorelich (DG, 1997): Acomete una redefinición intelectual y sofisticada (¿herética?) de los valores interpretativos de la obra que le conduce a un planteamiento personal e intransferible, con abruptos contrastes dinámicos y prolongadas pausas, un manejo suavísimo de la mano izquierda, una riqueza de la paleta sonora, una pasmosa capacidad para dibujar gran variedad de ambientes sonoros y expresivos, ¡qué prodigio de articulación y belleza de sonido! Tempi admirablemente ingrávidos y dolorosos en el Viejo Castillo y Catacumbas, seguidas de una Con mortuis in lingua mortua insuperable, con el trémolo que hace la mano derecha cual oscilación hipnótica. Perfecto el modo en el que acomete la indicación "perdendosi" en Bydlo, que nunca ha sonado tan contundentemente ruso. Deliciosamente cantarín en el Ballet de los Pollos, donde ejecuta una sorprendente secuencia de pedal. Ritmo sutil en Judíos y contagioso en Limoges. Hace gala de una increíble técnica en la trepidante y feroz Baba-Yaga y la majestuosa Gran Puerta. Toma sonora de inverosímil claridad, presencia y dinámica. In-dis-pen-sa-ble.







De académica, clara y precisa, podemos calificar la versión de Evgeny Kissin (RCA, 2001). Excelente la ostinata decadencia del Viejo Castillo, cuyo rubato genera una inesperada tensión, sonando muy ibérico (Albéniz); si las escalas ascendentes que simbolizan las carreras de los niños están ejemplarmente resueltas en Tullerias, en Bydlo sigue al pie de la letra la indicación “con tutta forza”, un verdadero y masivo peso pesado. El Ballet de los Pollos se lleva a velocidad de vértigo, pero con gran suavidad, iluminando la línea del bajo. El comienzo de los Judíos rebosa de un inmenso rubato. Se lanza a través del mercado de Limoges a tumba abierta, siguiendo todas las apabullantes indicaciones de dinámica y articulación escritas por Mussorgsky. Tras el trepidante inicio de Baba-Yaga, la Gran Puerta resulta digna y educada, pero oscura y sin brillantez.








Otras versiones comparadas han sido las de Fircusny (Orfeo, 1957) que ofrece sensación de cierto apresuramiento, curiosas retenciones en Gnomos; sin la pausa necesaria en Judíos. Sonido metálico, enfermo; Nikita Magaloff (Carrere, 1978) gris, a pesar de la brillante ejecución. Sonido sólo suficiente, resonando en exceso el arco metálico del piano; Misha Dichter (Philips, 1982) distinguido y ligero; la lentitud exagerada de Valery Afanassiev (Denon, 1991), recreándose en la riqueza tímbrica de las notas sostenidas, ofende el sentido melódico. Grabación fría; Andreï Vieru (Harmonia Mundi, 1996) resulta monótono y relamido, sin explotar los barbarismos que hay en la partitura; Pyotr Dmitriev (Mystery, 2003) es atroz, rotundo, amenazante en la pulsación masiva: si los pp suenan ya realmente intensos, en los ff parece que uno tiene la cabeza dentro de la caja de resonancia y se escucha como vibran por simpatía el resto de las cuerdas; si tiene usted un piano a mano haga la prueba (ya verá, ya). Fuera de concurso se presenta la desigual adaptación de Jean Guillou (Dorian, 1989) al imponente órgano del Tonhalle de Zurich. La curiosísima utilización de los registros abre una nueva vía de conocimiento. Si impresionantes aparecen las Catacumbas, Baba-Yaga estremece el espíritu. Sin embargo, la dificultad de la reproducción del órgano es una circunstancia especial de esta grabación y que requiere tanto un formidable equipo, como, sobre todo, una sala de audición de tamaño mayúsculo para intentar recuperar los graves abisales.