En sus casi ochenta años de vida Claudio Monteverdi contrabandea en formas y técnicas la borrosa frontera entre Renacimiento y Barroco. A pesar de haber sido publicado en el monumental Octavo Libro de Madrigales (Gverrieri et Amorosi) en 1638, el Lamento della Ninfa, permítaseme la hipérbole, no es un madrigal sino una ópera en miniatura.
Monteverdi divide el texto en tres partes,
creando un tríptico en el que un orfeón de pastores introduce y concluye la
triste historia de la ninfa, abandonada por su amante en pos de otra mujer, y comentan
paralelamente (y no en diálogo) cual coro griego la escena que tiene lugar ante
sus ojos (y los nuestros).
El Lamento está precedido de un corto
exordio de Monteverdi que estipula la esperada vía de interpretación: una
mezcla entre la libertad rítmica concedida a la cantante (“qual va cantato a tempo dell’affetto del animo”) y un pulso
constante, un repetido tetracordo descendente en el bajo continuo (La, Sol, Fa
Mi) que actúa de ostinato y sobre el que se construye la armonía y un teatral
doble plano sonoro: el del lamento de la ninfa (un pictorialismo emocional más que narrativo) y otro contemplativo (los pastores repitiendo de forma irregular
una estrofa, pero manteniendo con rigor el ritmo “al tempo della mano”).
Consciente
de las dramáticas posibilidades inherentes, Monteverdi explota la oportunidad de oposición (de conflicto) entre la voz y el bajo continuo ostinato, y
deliberadamente contradice el patrón mediante variaciones impredecibles:
suspensiones, síncopas, superposición de las frases… creando disonancias
afectivas en armonía, melodía, ritmo y textura. Un drama musical escenificable o stile rappresentativo en palabras de
Monteverdi.
Aunque no sea su faceta más conocida,
Nadia Boulanger (nacida en 1887) tuvo un lugar significativo en los salones parisinos
de entreguerras, especialmente el de Polignac, años atrás el genuino cogollito proustiano. No solamente las
primeras representaciones privadas formaron parte del proceso por el cual
nuevas obras llegaron al público en general; desde este salón Boulanger
lanzó una carrera internacional como directora coral y orquestal en un momento
en que las mujeres eran generalmente excluidas. En 1937 una serie de piezas casi olvidadas (entre ellos madrigales de Monteverdi) y renacidas al abrigo de
este mecenazgo aristocrático saltaron del salón principesco al molde
fonográfico. Precisamente la ninfa es la sobrina de la
princesa, Marie-Blanche de Polignac, soprano rutilante, con un rápido vibrato
típico; el trío masculino pertenece a un estilo similar, bajo la preferencia de
Boulanger de timbres claros y ligeros. Relato pintoresco pero con plena convicción:
escúchese el accelerando en las imitaciones de “si calpestando”
(cc. 18 y ss.). La suavidad dinámica (es fama que
Boulanger nunca sobrepasaba el mezzo
forte) no engendra una impresión difusa gracias a la tensa inercia rítmica;
su delicada armonización al argénteo piano acaba con un sentimental decrescendo ritenuto. La patinada toma
sonora (EMI), realizada en un
antiguo garaje con colchones colgados de las paredes, conspira sin éxito para
ocultar uno de los tesoros de la fonografía.
Pongamos a Emma Kirkby como ejemplo de la
quintaesencial soprano dedicada a la música antigua: El timbre etéreo y juvenil, equilibrado, de pureza casta y andrógina, ideal entonación y
distante sentimentalmente, rasgos que algunos explican como típicamente
británicos y otros como recreación de la palaciega sprezzatura de la que nos habla El
Cortesano. Por este camino se integran también el calvinismo militante de
Kweksilber y Leonhardt (Seon, 1979), la perfección eclesial de Evera y Parrott
(EMI, 1991), o la levedad asexuada de Koslowsky y Junghänel (DHM, 1992). Deliberadamente antirromántico, Anthony Rooley prioriza el control técnico sobre la arquitectura visceral
y sus constantes cambios afectivos: Las expresiones de dolor son
disonantes pero invariablemente resueltas en una consonancia dulce; los vocablos
amorosos se barnizan con las abiertas armonías de las obras religiosas. La textura
unificada y pulida, con las voces individuales subsumidas, permite imaginativas y acusadas agógicas, pero la sensación de libertad se pierde en la disciplina de grupo (los hombres parecen cantar un canto llano). The Consort of Musicke despliega laúdes, tiorbas, lira, arpa y órgano, pero la apagada grabación (Virgin, 1989) colabora al
sentido de palidez neutral.
Alrededor de 1600 Luigi Zenobi dictó:
"Entre todas las cosas que
demuestran la competencia o ignorancia de los que tocan el clavecín, el laúd y
el arpa… es la representación con magistral artificio y particularmente a la
vista de una obra en partitura”. Acompañar e improvisar a partir de la
notación básica era, como es ahora, intrínseco a la habilidad del continuo, fantasioso
protagonista de la versión de Stephen Stubs, capaz de iluminar el significado
textual, inteligente y variado sin permitirse exceso de elaboración,
ornamentación intrusiva o despliegue colorista de actividad superflua, y desde
el que se construye el edificio tanto sonoro como verbal. Este es el carácter
diferencial del conjunto Tragicomedia, en el que sus miembros son intérpretes
de continuo y no solistas. Viveca Axell se fusiona etérea entre las voces masculinas,
legibles, diferenciadas y astutamente fraseadas. Teldec recogió en 1993 una panorámica
con amplio grado dinámico, algo fundamental en la expresividad vocal según el testimonio
monteverdiano.
Jordi Savall (Alia Vox, 1994) traza un
acompañamiento sugestivo, extremo y sofísticado contrapuntísticamente: En vez
del patrón obsesivo de treinta y cuatro repeticiones descendiendo de la tónica
a la dominante a través de la escala menor, acordes de sexta descendentes suplantan
los dos puntales centrales en cada compás, traducidos por un discreto continuo de viola da gamba y tiorba,
a veces con arpegios, aunque a menudo Savall recupera la línea
simple para suavizar los choques armónicos. Esta pauta subraya de manera
consistente los acentos silábicos del texto y las inusuales disonancias calculadas
para reflejar la creciente agitación de la ninfa, suspendida e irresoluta. El
resultado es muy personal, un poco abstracto, heterogéneo, permitiendo el impulso de las líneas individuales, pero contrastando
dentro del conjunto (poderosamente cohesivo y mutuamente receptivo) en función
de su propia riqueza de color. La tímbrica vulnerable y lánguida de Monsterrat
Figueras, endeble en las consonantes,
mezcla de claridad flotante y colores arcaico-exóticos, es siempre evocadora, mística,
órfica.
Los recitativos teatrales del discurso de
Sergio Vartolo (Naxos, 1995) destacan en una natural y espontánea flexibilidad
que raya en una libertad mensural próxima a la del Sprechgesang expresionista. Los acordes rotos protobarrocos del
clavicémbalo envuelven en un ostinato freudiano la línea musical de la ninfa
Gloria Banditelli, imposibilitada de fuga del recuerdo doloroso.
Rinaldo Alessandrini (Opus 111, 1997) -también
Harnoncourt, con una ininteligible Murray (Teldec, 1980)- propone un
acompañamiento fundado en una sucesión de triadas descendentes, una regla
cercana a inventivas renacentistas, donde viola da gamba y tiorba traducen idóneamente el
encierro de la ninfa en su tormento y en su falsa esperanza. Pero, a diferencia
del germano, Alessandrini entronca su ejecución en la tradición operística
italiana. Esta argumentación, anacrónica en sentido estricto, implica contrastes dinámicos y tímbricos severos, tenue
acentuación en las cadencias y realzado de las disonancias. Una lectura apasionada de los textos, con inercias exageradas, casi manieristas. La
fragilidad conmovedora de Rossana Bertini interpreta la angustia de la ninfa en
el estilo recitar-cantando: una urgencia
danzable con libertad para variar pulso y ritmo en consonancia con el texto. En
la posterior versión con Anna Simboli (Naïve, 2016) Alessandrini se decanta por
un nervioso verismo que enlaza con la prototípica escena de locura, afiliable a la Lucia di Lammermoor de Donizetti o la Salomé de Strauss.
La Venexiana es un conjunto poblado de
voces del Concerto Italiano, entre ellos su director, Claudio Cavina, y la
soprano Roberta Mamelli: carnosa, su métrica rompe trompicada en una articulación staccata que hace suya la petición
monteverdiana de "al ritmo del corazón, no al de las manos"
demostrando lo moderno que puede ser un madrigal. Relajado
y flexible en concepto, alejado de robustez o agitación teatral, aunque puede tender
a dar a cada nota de una frase lenta un abultamiento expresivo, o un énfasis
tímido sobre las disonancias pasajeras. Tempo
sosegado e hipnótico (Glossa, 2004). Para aquellos dotados de impúdica temeridad
queda el atrevido y experimental standard
jazzístico de los mismos intérpretes (Glossa, 2009) en una larga improvisación en la que un saxofón
satura tipo Kind of Blue.
En la época de Monteverdi las mujeres,
salvo en los grandes roles teatrales, solo aparecían en eventos privados de
corte, por lo que hubo falsetes profesionales cantando partes seculares de soprano,
rango vocal donde podían demostrar su poderío y articulación textual. Esta es
la premisa de la que parte Marco Longhini en su grabación para Naxos en 2005. Alessandro
Carmignani es un contratenor expresivo y elegante en los pasajes declamatorios,
pero a veces suena entubado y con la dicción obstruída. Fuertes contrastes dinámicos y amplio rubato dentro del pulso parsimonioso. Delitiae Musicae festeja
una celebración del continuo, apropiadamente ornamentado y con variadas
sonoridades. La reverberación
eclesial enturbia el efecto de las dramáticas pausas.
En otro ejemplo de improvisación bastarda
(fuera escrúpulos) Christina Pluhar explora los límites de la música tradicional. Su conjunto L’Arpeggiata anadea un seductor acompañamiento de continuo punteado sobre el que Núria Rial
canta (danza) en espiral un transgresor swing rítmico (EMI, 2007).
Mariana Flores es una prima donna muy maleable al sentido
textual y lo recorre de manera
cambiante, incluso imprevisible, con una gran intensidad dramática: suspiros
controlados, el arte consumado del matiz, desde la brillantez hasta los pianísimos
donde la voz muere en un soplo. Su fuerte y cálido instrumento se distingue por la
resonancia y la potencia con solo un atisbo de estridencia, la dureza en las consonantes (incluso hacia la callasnización), y en
gran medida prescindiendo del vibrato. La nitidez de su articulación es
sorprendente. Leonardo García Alarcón (Ricercar, 2016) alivia
el continuo de la Capella Mediterranea, ciñéndose a un colorido instrumental
estricto cuya caída cromática inicial enlaza directamente con la de la Passacaglia de Biber (modalmente idéntica:
Sol, Fa, Mi bemol, Re).
Monteverdi insistió en que el rol
femenino de Euridice en Orfeo (1607)
fuera desempeñado por un intérprete masculino. A nuestros ojos quizá no
funcione escénicamente, pero en disco es más que plausible: la cómoda tesitura de
la ninfa (de re a fa agudo) coincide con el registro medio de un cantante
actual y, como consecuencia de ello, hace posible cantar sin esfuerzo, con
delicadeza y sin abandonar la impostación natural. Doron Schleifer, redondo, radiante
y sereno contratenor, de perfectas entonación y dicción, tímbrica sedosa y bruñida
pero capaz de emocionar con sinceridad en la comedida cantidad de drama, esboza
una exquisita sensualidad a base de dinámicas sutiles. Elam
Rotem lleva a sus Profeti della Quinta con agilidad virtuosa en las precisas polifonías
laterales. El laudista Ori Harmelin enfatiza con ternura las ambiguas armonías.
La acústica retumba de intimidad y transparencia (Pan Classics, 2018).
Luca Pianca hace extensión a la música del feísmo tenebrista (los pies sucios de los caravaggios) primando la relevancia de unas voces masculinas de asperezas tímbricas dispares, aparentemente improvisadas y poco dadas a disciplinas, que colisionan las armonías monteverdianas. Además utiliza los instrumentos del Ensemble Claudiana en dos capacidades: como soporte rítmico del bajo continuo, y como desmadejada guarnición de la línea vocal a base de filigranas arpegiadas. Anna Lucia Richter presume de un metal luminoso con medios y graves rotundos, y controla a voluntad las riendas del vibrato (Pentatone, 2020).
Por último quiero agradecer al anónimo compilador que, hace ya mucho tiempo, puso la semilla de este homenaje monteverdiano.
Hola. ¿Y Lefilliâtre con "Le Poème Harmonique" de Dumestre? ¿No le gusta? Saludos. Excelente, como siempre. Muchas gracias por su análisis, su comparativa, sus hermosas palabras.
ResponderEliminarEs fascinante en su no-ritmo, pero el color tímbrico de la soprano no me convenció en comparación a otras versiones.
EliminarUn beso, Benito.
Saludos, Ipromesisposi. Y gracias de nuevo.
ResponderEliminarYo recuerdo un foro de música antigua en el que lo novedoso era lo mejor. Yo no era "usuario" pero no era necesario serlo para leerlo como es costumbre en todos (o casi todos) los foros de música clásica (ya apenas queda alguno). Y recuerdo que yo estaba muy contento con los madrigales de Monteverdi por La Venexiana, cuando NAXOS comenzó a despachar las versiones de Delitiae Musicae. El ditirambo en aquel foro no se hizo esperar y se llegó a decir que, en comparación, las versiones de La Venexiana tenían (jamás lo olvidaré) "un carácter monjil". Yo ante tanta alabanza comencé a comprar los CDs de NAXOS según iban saliendo, pero a medida que escuchaba más lejos me parecía que estaban de La Venexiana. Leyendo tu blog me doy cuenta de que tampoco se me puede tildar de loco. O bien de que, al menos, somos dos los locos.
ResponderEliminarCon esta nota (tal vez un poco tonta) quería darle un poco más de color a la sección de comentarios del mejor blog de música académica comparada que conozco.
Como bien recuerdas parecen lejanos aquellos años en que abundaban los foros, blogs y demás mentideros dedicados a la música clásica, o compleja, o como la queramos llamar. Lo del "carácter monjil" es una afortunada invención lingüística, y además absolutamente respetable. En todo caso, su concepto me parece más cercano al misticismo sensual de Teresa de Cepeda.
EliminarY gracias por tus siempre atinados comentarios.