martes, 11 de octubre de 2022

Tchaikovsky: Symphony no. 6 Pathétique

La elección del título “Pathétique” (que en francés contiene una connotación de “prohibido”) sitúa la obra en la tradición de las relaciones complicadas de la grand opera, léase interraciales (Butterfly, Lakmé, L’Africaine), resultando en el suicidio de uno o ambos amantes. En los días previos a su première (1893) Tchaikovsky dejó entrever que la sinfonía tenía un programa secreto y sinceramente autobiográfico, sustituyendo el estigma racial por el sexual: El amor difícil se castiga.

A pesar de que la música danzable aparece por doquier el pesimismo parece protestar y casi revocar el paroxismo alegre del final sinfónico de Beethoven. La estructura de la obra es asimétrica en su forma y expresividad, brutal en su aspecto trágico, forjada en temas que se suceden episódicamente en vez de mutar a la manera clásica: I Adagio. Allegro ma non troppo, una sonata truncada, polarizada y agitada entre corrientes dulces y amargas; II Allegro con grazia, un elegante vals, sí, pero de ritmo imprevisible, que frustra su triunfo y claudica, haciendo tropezar su paso de baile; III Allegro molto vivace, una marcha que recupera la imaginería militar barroca y la combina con irregularidad métrica; IV Adagio lamentoso, una fantasía cuya carga de fatalidad, precursora de los finales mahlerianos, finaliza en las sombrías armonías de las que surgió.

En la Rusia zarista la homosexualidad distaba de ser una maldición (tan solo un vicio innombrable), pero el hecho de todavía el suicidio de Tchaikovsky no sea hoy en día universalmente aceptado (como salida apropiada al problema incurable) nos habla de las limitaciones de nuestra época.

 

 

 

 

 

Algunos directores parecen sentir que suficiente emoción es ya inherente a esta música y que solo es necesario tocar las notas. Ya sé que en las críticas serias se suele indicar que hay otra clase de lecturas, fascinantes pero no válidas para una escucha repetida. Habiendo disfrutado de puntos de vista tan imaginativos me permito, amablemente, discrepar. Los clásicos establecidos ya se comentaron en la entrada dedicada a la Cuarta Sinfonía: el impulsivo Koussevitzky, el bruckneriano Furtwängler, el caramelo voluptuoso de Karajan, la fría nobleza de Markevich, la suavidad de Jansons, et al. Para no repetirme en exceso, escogeré aquí para terapia solo unas pocas interpretaciones excelsas, forajidas o recién llegadas. Comencemos:

La personalidad sentimentaloide de Leopold Stokowski se impone en este concepto balletístico y melodramático en lugar de sinfónico. La flexibilidad métrica mancilla el flujo musical con leves y momentáneas interrupciones, la sensualidad del fraseo libre en las cuerdas pinta un horizonte nuboso y sin fisuras, subrayando claramente la línea del bajo. La NBC Symphony Orchestra transpira glamour cinematográfico, relevada de seguir las minuciosas marcaciones de la partitura, pero atenta a los impulsos y desmayos del director, y a los breves y frecuentes portamenti, tan mengelbergianos. Destaquemos las travesuras rítmicas en los movimientos centrales, que junto al colorido orquestal desvirtúan la estructura. Buena definición de los atriles solistas, sin desmerecer solidez y profundidad al conjunto, atmosférico con la reverberación añadida (Pristine, 1944).

 




Una fórmula de interpretación extinta y absolutamente personal es la del artesano teatral Nikolai Golovanov que remoldea en sus manos la obra a base de acentuar las indicaciones (no solo de ritmo, también las técnicas y expresivas) que acechan por doquier, de manera que la música nos mira novedosa a cada instante, visceral e imaginativa. Aunque la articulación vague libérrima, el rubato parezca errar desinhibido, los glissandi emerjan resueltos y los tempi no reposen, la arquitectura nunca se sacrifica al efecto emocional (sobrepasando incluso la negra desesperanza de un Fricsay). Escúchese como ejemplo la angustiosa introducción, pero sobre todo no se pierdan la cita del requiem ortodoxo ruso (cc. 201-205) a cargo de unos metales cuyo temblor remeda asombrosamente el estilo selvático de Duke Ellington en los años 20. Increíble. Su vals puede no ser el más grazioso, pero tampoco es leningrado-militarista. ¿Y qué me dicen del c. 104, tan tristanesco? La grabación de la UDSSR Radio Symphony Orchestra (Gehhard, 1948) presume de gran presencia a pesar de los graves borrosos, con unos vientos de acerada intensidad.

 



 

 

La vida se vuelve más azarosa y más divertida cuanto menos queda, y hay que aprovechar las oportunidades que hay para probarlo todo”: La incoherencia lógica (la contaminación literaria) de Leonard Bernstein lleva a la duración más larga (objetivamente), lo que no quiere decir la más lenta (subjetivamente ese honor es para Celibidache), y que además pliega la obra en una simetría perfecta. Una tensión sufriente permea el recorrido de este calvario en el que Lenny comparte el peso de la cruz: la caricia brutalmente rechazada (c. 161) del barbárico primer movimiento, la soledad valiente del vals, la alegre marcha que aúlla nihilismo, nada prepara para el emocionalmente agotador adagio lamentoso, con su conciencia ardiente de que sin la pasión amorosa no vale la pena vivir. "Tchaikovsky te lleva al borde mismo de la tumba. Es lo más cerca que puedes estar sin caer" se confiesa Bernstein. Toma sonora amplia y opaca resultado de registros en vivo de la New York Philharmonic (DG, 1986).






Siempre es interesante la manera perversa en que Giuseppe Sinopoli manipula la música para que se adapte a su personalidad. Ya en el primer movimiento el volumen de las cuerdas está regulado cuidadosamente, casi camerístico y exento de lúgubres pátinas, para dar cabida a los solos y a las líneas secundarias de maderas y metales. Las fluctuaciones son presionantes y a la vez gentiles, aunque el golpe de percusión en el c. 297 hubiera servido de martillazo mahleriano. Sinopoli es muy moderado y danzable en los movimientos centrales (que parecen interesarle poco, como a mí); sin embargo sí se preocupa de enfatizar el coral mortuorio del finale que desvela que Tchaikovsky ha escrito su propio requiem. La Philharmonia Orchestra (DG, 1989) está documentada con cuerpo, rica en opulentas curvas, pero poco focalizada.

 




Mikhail Pletnev destila como director idéntica gama dinámica y cromática (descomunales) y similar ligereza de articulación a las que desarrolla como pianista; todo ello se ajusta perfectamente a la sensibilidad y determinación tchaikosvkianas. La acucia dramática del movimiento inicial se establece en los marcadísimos aguafuertes en los tempi: Tras una lenta y misteriosa apertura, en la intensidad frenética del fugato unas cuerdas graves abonan el terreno a unos metales que nunca han gruñido más explosivamente apocalípticos (c. 295). El vals cuida con primor sus voces intermedias. El trío, tomado a una velocidad inferior, subraya sus leves disonancias. La marcha es una exhibición pirotécnica asombrosa. La colocación antifonal de los violines permite observar claramente el extraño efecto del adagio lamentoso en el que la melodía del primer tema, en vez de tocarse horizontalmente utiliza un procedimiento cruzado en el que las notas impares del tema son tocadas por los primeros violines y las pares por los segundos. La toma sonora (Virgin, 1991) asigna un sonido cristalino a la recién formada Russian National Orchestra (el primer conjunto privado ruso desde 1917), de gran potencia tímbrica y cuya referencia (sin rastro del vibrato en los metales) es una Leningrad Philharmonic Orchestra convertida en expresión de la acusatoria y condenatoria voluntad personal de Mravinsky.

 


 

 

 

No entiendo las (despiadadas) críticas hacia el convincente tratamiento historicista de Thomas Dausgaard, ya que el mismo Tchaikovsky recomendaba a los directores interpretar su música como si fuera Mozart. Podrá no gustar el sonido magro de la Swedish Chamber Orchestra, pero encuentro enteramente apropiada la disposición antifonal de unas cuerdas casi sin vibrato, la urgencia del rubato, la fluidez entre secciones, la comunicación expresiva. La extraordinaria grabación permite escuchar detalles inéditos a cada instante, como la prominencia de los cremosos metales o el mesmérico efecto de los contrabajos palpitantes en la coda final (BIS, 2011).

 


 

 

 

Cada nuevo registro de Teodor Currentzis es un terremoto que revela abismos desconocidos. La textura del centenar de músicos de MusicAeterna es de una transparencia absoluta, conseguida a base de interminables ensayos. El primer movimiento rebosa intensidad stravinskyana (la articulación rítmica es una obsesión de Currentzis), mezclando agitación y delicadeza, con un desarrollo agresivo hacia la explosión del c. 161, de un histerismo extremo y devastador, donde el dolor del compositor nos llega inmaculado seguido de un singular tremolando de las cuerdas, culmen del romanticismo musical. Tras el empuje maniaco de las fanfarrias en el vals desfila una siniestra e incandescente marcha militar (con un inesperado aroma de modernidad, recordándonos que las sinfonías de Shostakovich fueron germinadas aquí), apoyada en un subyacente pedal oscuro. Los cortantes ataques en el adagio lamentoso dan un sentido de urgencia que no se corresponde con los tempi, bastante convencionales, sino con la actitud: atención a los sforzatti desesperados en la coda. Toma sonora mezclada por el propio Currentzis específicamente para escucharla con auriculares: Enfatizada de manera stokowskiana, irreal y sinuosa, con graves densos y táctiles, atronadoras pausas y silencios, y dinámicas implacablemente exageradas (Sony, 2015).