miércoles, 5 de mayo de 2021

Schubert: Quinteto para cuerdas, D 956

El Quinteto en do mayor (D956) de Franz Schubert fue compuesto en 1828, apenas unos meses antes de su muerte. Su heterodoxa textura, enriquecida con un segundo violonchelo, más compañero que solista, y sus enormes dimensiones sugieren una sinfonía para conjunto de cámara. Sus características fluctuaciones entre modos mayores y menores colorean la armonía, sorpresivamente y sin descanso, en una persecución continua de la estabilidad tonal. El relato se completa con sutilezas rítmicas y una inventiva melódica iridiscente con arias de ópera italiana y solapadas referencias a los últimos cuartetos beethovenianos; pero, donde los temas de Beethoven se dictan en imperativo, los de Schubert se conjugan en condicional.

Este torturado monólogo interior consta de cuatro (desmedidos e interdependientes) movimientos en el formato tradicional pero de un pesimismo revolucionario:

I Allegro ma non troppo: Una lenta progresión armónica abre una exposición (compases 1- 154) que, a latidos del cello, equilibra los instrumentos en variados grupos y se mueve por cambios de color tonal que pinta el curioso estilo de modulación oblicuo; en el desarrollo (cc. 155-267) Schubert plantea una extendida secuencia de tres amplios y modulantes tramos, y transita y mezcla secciones y claves serenas y trágicas en una marea vertiginosa; la recapitulación recombina las cuerdas (cc. 267-414) hacia una concentrada coda que conlleva otra transformación tonal dramática (cc. 414-445).

II: El primer tramo del Adagio respira sin esfuerzo a lo largo de veintiocho medidas en un tour de force que evoca composiciones muy posteriores (Ravel: Concierto en sol). Su memorable urdimbre tiene a los tres instrumentos medios sosteniendo el tema mientras el primer violín provee fragmentados arrebatos y el segundo cello apoya en pizzicato. El éxtasis feliz es interrumpido con un brutal estallido de dolor que inicia el sombrío intermedio (cc. 29 y ss.) en una distante clave, con violín y cello remando en octavas a través de un agitado acompañamiento. Tras unos instantes de silencio a gritos (cc. 58 y ss.), el retorno gradual al primer tema permite que el movimiento se vaya extinguiendo de forma natural, con dos intensos acordes embrujados en menor antes de la serena conclusión. 

III: Las amplias proporciones del fogoso Scherzo, su tratamiento orquestal y su extrovertida variedad tonal parecen alejarlo del mundo de la danza. Su escultórico progreso es amenazado por síncopas disruptivas, disonacias y repentinos cambios de clave. En el recitado y funéreo trío, inusual en la obra schubertiana en métrica y tempo, la sombra de Beethoven merodea feroz (cc. 212-270), por lo que el retorno al presto asemeja una orilla salvadora. 

IV Allegretto: Enérgica y concisa sonata rondó que comienza con una robusta danza zíngara (cc. 1-45), pero que irá derivando su humor hacia la incertidumbre graciosa de un segundo tema vienés (cc. 45-126) y una tercera melodía tranquila en los celli (cc. 127-169), antes de que retorne el sujeto húngaro (cc. 169-214). El principal argumento del desarrollo (cc. 214-266) es un denso fugato que acelera hacia un trepidante clímax. La recapitulación (cc. 267-369) no contempla el idioma agitanado que llega a ser frenético en la coda (cc. 370-429), resuelta abrumadoramente con un acorde disonante ff antes de la tónica final.

 

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Dejando a un lado las decepcionantes pioneras, la del Hollywood String Quartet con Kurt Reher surge como la más bella de las ejecuciones históricas. Tras un apasionado primer movimiento en el que arden los tresillos del desarrollo, a la manera de la época (1951) se da un adagio tan desenvuelto que difumina el sentido del pulso ternario. Íntimas y expresivas inflexiones vocales captan y transmiten el reflejo de los caleidóscópicos cambios modales. El fanatismo por el estudio de los miembros del cuarteto se prolongaba en discusiones compás por compás, y nos recompensa con su pulida unidad estilística, transparencia de texturas, y unanimidad del continuo vibrato. Aunque la acústica original es ahumada y chirriante, la edición Pristine ha recreado cierta profundidad espacial que acoge sus colores cálidos, la lírica romántica, el empleo habitual del portamento.

 





En una galaxia interpretativa no muy lejana se encuentran Isaac Stern, Alexander Schneider, Milton Katims, Pau Casals y Paul Tortelier, cuya breve conjunción veraniega en el Festival de Prades de 1952 se aprecia en la descoordinación de los ataques, pero que admira en la vivacidad rítmica y elasticidad de fraseo, en la intuición musical para imaginar subrayados retóricos e impredecibles, o en la recreación de dinámicas que no siempre son las requeridas por Schubert. Escúchese el inspirado y vanguardista accelerando (cc. 362 y ss.) de la recapitulación en el allegro. La catástrofe central del adagio (ma non tanto) se canta con abandono e inmediatez, y la torturada desesperación en el scherzo contrasta con su parsimonioso trío, evocando el mundo mágico de las canciones del Schwanengesang. Síncopas febriles en la apertura del rústico finale, sobre el que se abate el desaliento y la ironía mahleriana. La toma monofónica (Sony) resulta opaca y constreñida, pero mantiene su status de legendaria siete décadas después a pesar de las tosquedades, las impurezas de entonación y los escasos pero intolerables gruñidos de Casals.

 





Aunque Mstislav Rostropovich hizo dos grabaciones posteriores más ortodoxas (con el Melos Quartet en 1977, y con el Emerson Quartet en 1990), la realizada en 1963 con el Taneyev String Quartet (todas ellas editadas por Deutsche Grammophon) atesora en grado superlativo tal lento y dolorido adagio que en el LP original tuvo que ser dividido en dos caras; audazmente silencioso, casi incorpóreo, su ansiedad no tiene parangón a pesar de que el desastre central en fa menor mantiene el ritmo lento: Schubert no da indicación de cambio de tempo, solo escribe más notas por pulso, y aún así, casi todo el mundo acelera aquí. Coronan la tímbrica desgarrada y el control absoluto sobre las dinámicas (algunas inventadas, como el regulador en los cc. 82-84). Telúrico trío y fatalista violencia en el velocísimo finale, sin cabida al encanto vienés. Perfecta la cohesión de las individualidades (y/o la singularidad dentro del colectivo) a lo ruso, mezcla de lirismo y vigor. El sonido ostenta una rusticidad esteparia, pero quien necesite de mayor esplendor puede acudir a los Lindsays con Douglas Cummings (ASV, 1985), a costa de alguna imperfección técnica.



 

 

Y llegamos a una hermosura de grabación que corresponde al típico aspecto aterciopelado de EMI en ese periodo (1982): Heinrich Schiff empastado en el Alban Berg Quartett, todos a una en el sensual y barnizado sonido, un Schubert sin lágrimas, ejemplo del concepto interpretativo amabilidad vienesa, gentil y cantabile, refinado y civilizado, de elegante armonía entre sus miembros. La matización de los detalles, la milimetría en la ejecución de las dinámicas, la exactitud al asalto en cada compás, la libertad métrica y fraseo delicadamente delineado, un vibrato que ya no es omnipresente, sino ajustado a las líneas y a los momentos; ante tal belleza, la omisión de las repeticiones resulta un mal menor. Desarrollo firme y muscular, pero no urgente, donde violín y viola mercadean tresillos. Tras el paréntesis central, entendido casi como una barcarola, la hipnótica vuelta al adagio trae consigo una serenidad gradualmente restaurada, mientras benignas turbulencias continúan en los extremos de la tesitura, como si necesitasen de un tiempo extra para recuperarse del interludio tormentoso. Discreto (entendido como un elogio) scherzo que tiene al trío como consolador y dubitativo alter ego. El finale sin aspereza tímbrica trivializa su sentido trágico, mas no importa, ya estamos a las puertas celestes.



 


Hay otras (pocas) lecturas realizadas conforme a criterios historicistas como la de los miembros del Collegium Aureum (DHM, 1981) o la del Quatuor Festetics con Kuijken (Arcana, 2000), pero ninguna tan estimable como la de Vera Beths, Lisa Rautenberg (violines), Steve Dann (viola) y Kenneth Slowik y Anner Bylsma (violonchelos). Aparte de los apropiados afinación y encordado de los instrumentos persiste la cuestión del vibrato o trémolo como accesorio ornamental utilizado especialmente para iluminar las notas largas, y que, aplicado con discreción y no como constante, amplía la paleta tímbrica. Avisan de sus intenciones ya en el (molto) allegro, cuya estática introducción, tras un gran suspiro dinámico, no marca un pulso regular y resulta melosa y muelle; la languidez del segundo tema, realizado casi demasiado pp, cabalga con elasticidad rítmica pero sin tiempo para cantar la mañana. En el núcleo del adagio los stacatti de los tresillos, derrotados de antemano, rebotan a la italiana en vez de explotar a la rusa. Verdadero presto en el delicioso y demoniaco scherzo y embeleso galante en el finale. La toma sonora desgrana con templanza las delicadísimas dinámicas piano y las hace florecer primaveralmente (Sony, 1990).



 

 

La del Pavel Haas Quartet con Danjulo Ishizaka es una visión temeraria, atormentada y oscura de un Schubert moderno, casi contemporáneo, relegando su perfil seductor, suave y dócil por el trazo ardiente, fatídico y aciago. Sin conseguir (sin pretender) una tímbrica pulida, desbastan una cruda naturalidad, hilando una narrativa frágil y provisional, en favor de la expresividad. Siniestro, prudente y controlado sentido rítmico, pero permitiendo la elasticidad si es necesaria, con un fraseo flexible y fluido y una excepcional ejecución del legato. Destacar el comportamiento del primer violín en el adagio: empastando con ligeros acentos eslavos las octavas con el cello, enfatiza con vulnerabilidad emocional (con delicados portamenti, sin caer en la excesiva languidez) el ritmo con puntillo que subraya los pulsos 2 y 4 de cada compás; tras la cuidadosa transición de angustiosos silencios, vaga fantasmal e hipnótico. El scherzo detona pura energía, con tensión dinámica y tímbrica. La apacible danza del finale descarrila en pesadilla al ir despegando su velocidad en su conclusión, acelerando precisamente en cada giro tonal; el último acento que históricamente era interpretado como melancólica despedida en diminuendo, ahora amenaza como enfático desafío. Ingeniería reverberante y aireada (Supraphon, 2013), su impacto acentuado por la cercanía de los micrófonos y que evita los susurros (ppp) que reclama Schubert en el adagio.