viernes, 29 de marzo de 2019

Handel: Messiah

El Mesías no existe; o, al menos, un único Mesías. Desde su composición en 1741 Handel reformó, traspuso, revisó, enmendó y reemplazó unos números por otros prácticamente en cada representación (su gestión era para él tan importante como la composición), en su mayoría cambios dictados por las características vocales de los solistas disponibles. Y es que, además de músico, Handel era un hombre de negocios, promotor y empresario, que se hizo enormemente rico invirtiendo en bolsa.

Tras el éxito inicial en Dublín, la obra topó con la indiferencia del público londinense e incluso la rotunda hostilidad de la jerarquía anglicana que consideró sacrílega la representación de textos bíblicos en un teatro “a Playhouse… venue for light and vain, prophane and dissolute pieces”, no como “an Act of Religion, but for Diversion and Amusement only”. Sólo a partir de 1750 se estableció como tradición obligatoria de la temporada musical, luego como banda sonora de un imperio, para llegar al icono cultural y monumento nacional que es hoy en día.

Tras El Mesías Handel no regresó a la ya declinante ópera, que le había ocupado más de 30 años de paganismo y sin la cual el oratorio es inconcebible. Compuesto en solo tres semanas sobre un libreto de Charles Jennens, con la historia presentada por los solistas y el coro (verdadero protagonista de la obra), sin prácticamente formato narrativo, más pomposa que ferviente, y con un extenso catálogo de estilos, desde el fugado al coloso armónico, aplicando técnicas teatrales seculares dentro de las convenciones de una historia sagrada sin escenificación. Los aparentemente comunes cuatro solistas en las claves de soprano, alto, tenor y bajo, no fueron contemplados por Handel ni en la década precedente ni en la posterior.

El color orquestal es comparativamente restringido, ya que de entre todas sus obras mayores es la única que en su partitura original omite partes para vientos. Para las posteriores representaciones londinenses simplemente dobla las cuerdas con oboes y fagotes; por consiguiente es aún más sobrecogedor el aporte de trompetas y timbales en los coros finales.

Cual ópera italiana contemporánea, El Mesías distingue entre el optimismo lírico de la Parte I (Natividad), la aflicción desesperada de la II (vida de Cristo), culminando en el glorioso triunfo de la III (Pasión y Resurrección).







Hay una fascinante carta al editor de The Musical Times en febrero de 1927 que reprocha la “inmensa velocidad” que Thomas Beecham había imprimido a una representación mesiánica, “ausente la sublime majestuosidad… en un ininteligible desplome”. A finales de ese mismo año Beecham registró esta primitiva grabación con su característica elasticidad rítmica (BBC Chorus & Symphony Orchestra, Membran). La carta acaba planteándose: “¿Qué ocurrirá si otros emulan a Sir Thomas o incluso avanzan en esta dirección?”. Antes de verlo, curioseemos por sus otras dos grabaciones, tan resueltamente diferentes en concepto e interpretación.
La rescatada por Allegro de 1947 rebasa lo teatral para adentrarse sin miedo en el musical hollywoodiano, con coros de diversos tamaños para los diferentes números (Royal Philharmonic Orchestra).
La de 1959 para RCA se basa en la gargantuesca orquestación de Eugene Goossens, incluyendo percusión, cañoneo de metales y arpa. The Royal Philharmonic Orchestra and Chorus (80 voces) deliran por atronadoras dinámicas, rítmicas vagas y afinaciones confusas, turbulentas cacofonías, sinfonías carnavalescas y… poesía excelsa. Como si de un Verdi blasfemo se tratara, los solistas cumplen con la extravaganza bizarra y perfectamente medieval en el equívoco sentido orffiano: perlada Jennifer Vyvyan (s), férrea Monica Sinclair (ca), descarado (e inmejorable) Jon Vickers (t), y colosal profeta de Giorgio Tozzi (b). Quizá el showman que era Handel hubiera quedado encantado con la experiencia. Imprescindible.






Hermann Scherchen fue un experimentalista que ofreció un gran número de premières de obras del S. XX y que nunca cesó de preguntarse por el estilo correcto con que la música pretérita había de ser interpretada. A tal fin realizó con la London Philharmonic Orchestra (Archipel, 1953) una pionera y radical grabación utilizando un autógrafo de Handel. Para sus contemporáneos los tempi sonaban extremos, la instrumentación, de cámara, y la noción, austeramente secular. Por ello es aún más asombroso su segundo registro de 1959: Nunca sabremos que pasó por la cabeza de Herr Tijerillas para que algunos de los números doblaran su minutaje; por ejemplo el aria If God Be For Us pasa de 4:48 a 9:59 (y sigue maravillando en su lugubriosidad perversa). Pierrette Alarie (s), Nan Merriman (ca), Léopold Simoneau (t), y Richard Standen (b) navegan entre el legato de las cuerdas expresionistas de la Wiener Staatsoper y la solemnidad teutónica, semper ampulosa, semper musical, junto a un bajo continuo estoico y en todo momento nítido. Una sobriedad… me atreveré a decirlo… leonhardtiana. Lástima que el Wiener Akademie Kammerchor no esté a la altura, como expone soberbiamente la toma sonora (Westminster).






La importancia evangélica de la que dota Malcolm Sargent al mensaje hace irrelevante la (no) adecuación del estilo, masivamente victoriano, sin intentar participar de las convenciones dieciochescas, sin trinos, cadenzas o appoggiaturas añadidas, ni ritmos con puntillo; solo las notas y nada más que las notas escritas, lo que le da un poderío sentimental sin parangón. La Royal Liverpool Philharmonic Orchestra, espaciosa de tempi, fluye por la orquestación a gran escala del propio Sargent “unhesitatingly adopting any good ideas from earlier, experienced editors” (como por ejemplo un tal Wolfgang Amadeus), que incluye unos coloridos clarinetes. Para los coros emplea un centenar de personas de la industrial Huddersfield Choral Society porque, según él, ningún otro coro de Europa lo cantaba con suficiente fuerza –Harnoncourt lo recordaba risueño: “Las mujeres eran como tanques, cuando abrían la boca, la sala temblaba”–, que funcionan mejor en los números masivos que en los de agilidad. Excelente el bel canto: Elsie Morison (s), Margaret Thomas (ca), Richard Lewis (t), John Milligan (b), sensiblemente acompañados por Sargent. El órgano es utilizado profusamente como continuo para intentar restablecer el equilibrio. La toma sonora sorprende por su amplia espacialidad (EMI, 1959).






Hay un placer adúltero en olvidar por una noche los mandatos historicistas y retozar en las sábanas espesas de la Philharmonia Orchestra. Los contrastes dinámico–dramáticos, numerosos y hasta extremos (For unto us a Child is born) del ardor coral bordean la lascivia. El incesante vibrato no hace sino prolongar el goce. La gran liederista que era Elisabeth Schwarzkopf (s) profundiza en la expresión dramática del texto; en O thou that tellest good tidings la suave Grace Hoffman (ca) reemplaza sus notas largas con escalas descendentes de corcheas, contrastando con el granítico y selecto bajo continuo; Nicolai Gedda (t) arriba a un nivel épico, Jerome Hines (b) se corona napoleónico, y el gran Otto Klemperer se emplea con carácter en busca de la catarsis metafísica. El fin de una época (Warner, 1964).






Si en 1784 la reunión de 500 ejecutantes fundó la experiencia mesiánica de “mejor cuanto más grande” hasta magnificarse en 1869 con una representación con 10000 voces y 500 instrumentistas, en 1966 Colin Davis progresó hacia la interpretación musicológica (atención, la crítica contemporánea de Gramophone avisaba de que a ciertos oyentes podía resultarles “faintly sacrilegious”): Frescura y vitalidad estallando las costuras de la London Symphony Orchestra en un formato reducido a 31 cuerdas, igualando el número de voces del ágil coro, con tempi progresivamente alla breve e inicio de la ornamentación vocal. Eso sí, aún rítmicamente inflexible. Para mantener su tesis de que “el Mesías es un producto del mundo de la ópera italiana”, Davis procura abundantes efectos dramáticos como decoraciones y anacronistas dinámicas (la repetición de la obertura francesa en sordina), espesa las secciones de cuerdas produciendo artificiales diferenciaciones de ripieno (Pifa) y regresa al problemático ritmo con puntillo a la francesa (esto es, alargar la nota con puntillo en detrimento de la duración de la nota siguiente), más vivo y expresivo, pero menos emocionalmente adherido, y que nadie desde Beecham había empleado. Asimismo todos los solistas van reduciendo la carnosa estética anterior: radiante Heather Harper (s), tormentosa Helen Watts (ca), cuidadoso en sus gradaciones de tono John Wakefield (t), y sibilino John Shirley-Quirk (b).






En grabación paralela a la de Davis para Philips, Charles Mackerras aplica floreados ornamentos (gracias en la denominación dieciochesca), trinos, mordentes, appoggiaturas, grupetos por doquier, y no solo los prescritos en la edición ad hoc de Basil Lam, sino que además se incentivó a los solistas a que improvisaran sobre la marcha; obviamente las improvisaciones del tutti son más difíciles de defender –y atufan a reescritura, aunque no tanto como en la excéntrica lectura de Bonynge–. La English Chamber Orchestra (8.7.4.4) se suplementa con doce maderas en los grandes coros que suenan algo menos claros por los forzudos Ambrosian Singers (10.10.8.10). Cautivadora Elizabeth Harwood (s), triunfante la calidez de Janet Baker (ca), delicado Paul Esswood (contratenor) que contrasta con el metal baritonal de Robert Tear (t), e impresionante el empuje profundo del chainsmoker Raimund Herincx (b). Aún permanecen el espesor de las secciones de cuerdas y ritardandi románticos en los últimos compases de algunos números. Peculiar continuo, incluidos clave y órgano, a veces a la vez (EMI, 1966).






A los críticos de 1976 les costó asimilar la “falta de nobleza y grandeza” y los rápidos tempi que proponía Neville Marriner en el registro de la representación londinense de 1743 preparada por el clavecinista de la Academy of St. Martin in the Fields, un tal Chris Hogwood. Cual concerto grosso con voces, con grupos instrumentales aligerados y articulación más viva, pero con las cuerdas amuebladas con untuoso vibrato. Los solistas cuentan con la simplicidad embelesadora de Elly Ameling (s), una plácida Anna Reynolds (ca), un soleado Philip Langridge (t), y un correcto a secas Gwynne Howell (b). La toma sonora de Decca antepone la orquesta a los coros, algo apagados en presencia pero no en convicción, salpicados con piruetas del órgano.






Christopher Hogwood alineó en 1979 por vez primera todos los criterios musicológicos: un coro handeliana y rigurosamente masculino, un conjunto de instrumentos originales con el tamaño y la técnica adecuados, y una edición pertinente a las intenciones del autor. The Academy of Ancient Music comprende unas cuerdas (8.7.6.3, muchas de ellas historia viva del instrumento) cuyas características tonales empastan felizmente con el pequeño Christ Church Cathedral Choir Oxford (16.5.5.5), brillante en su impactante línea superior (con su diferenciada reverberación eclesial) en números como For unto us a Child is born o en el esplendoroso Hallelujah. Hogwood había preparado la edición para el registro de Marriner, pero al no poseer sus derechos eligió la versión posterior que Handel modificó para el castrato Gaetano Gudagni: se esperaba contar con James Bowman para la grabación pero la faringitis crónica que padecía el contratenor obligó el cambio a la versión de 1754 que requiere de cinco solistas, incluyendo una segunda soprano: serena Judith Nelson (s), angelical Emma Kirkby (s), implorante Carolyn Watkinson (ca), acertadamente madrigalista Paul Elliott (t), y glorioso David Thomas (b). La estricta claridad se ve inmersa en un flujo muy natural, si bien hay más de instrucción didáctica que de experiencia emocional. Con la reciente remasterización suena mejor que nunca, fresca e inmediata (L'Oiseau-Lyre). Puede que cuarenta años después la radicalidad inicial haya dado paso a una sensación de cierta tibieza métrica, pero su impacto supuso un verdadero espaldarazo económico a este movimiento y cambió el rumbo de la fonografía.






No conozco ninguna grabación más desafortunada de Nikolaus Harnoncourt que su Mesías de 1982 (Concentus Musicus Wien, Teldec). El conde Graf de la Fontaine und d’Harnoncourt-Unverzagt exalta la sorpresa espasmódico-rítmica y se despreocupa del color, queriendo persuadirnos de que lo cotidiano en el Londres de 1740 eran los Tristam Shandys y no las Pamelas o Clarissas.






El Monteverdi Choir es el coro de cámara (11.7.7.7) por antonomasia, impecable, vigoroso, rítmicamente superlativo, cada línea vocal diáfanamente diferenciada; con esta herramienta John Eliot Gardiner subraya con precisión el claroscuro pictórico, dejando como secundarios los aspectos rítmico y textual. Poco dogmático, Gardiner emplea efectos teatrales como el staccato francés muy marcado en la Sinfonia, la Pifa en tempo de musette, la articulación vocal en los English Baroque Soloists (6.5.4.2), los crescendi anacrónicos, y libera expresivamente a los solistas: La emocionada Margaret Marshall (s) contrasta con la neutral Catherine Robbin (ca); ejemplarmente purcelliano Charles Brett (ct), soberbio en su pequeño volumen Anthony Rolfe Johnson (t), y fantástico el wagneriano Robert Hale (b). Gardiner nos descubre la marcación dinámica de la partitura para comenzar gentilmente con la cuerda el Amen o el Hallelujah y contemplar sus maravillas celestiales. La presencia del órgano es frecuente al continuo, en ciertos momentos camerístico, como en If God Be For Us, donde se camela una sonata da chiesa (Philips, 1982).






Handel tuvo, inevitablemente, la formación de un organista catedralicio tedesco. Y ése es el punto de partida del registro de Ton Koopman con The Amsterdam Baroque Orchestra editado a partir de conciertos en vivo (Erato, 1983). La transparencia minimalista de las texturas (3.3.1.1) y la necesaria comprensión del texto arrojan la quietud y precisión de una cámara oscura. El coro de 18 voces (un joven grupo quasi-amateur llamado The Sixteen) equipara su rigor camerístico al de un continuo al que se otorga un rol protagonista (esos arpegios característicos de la escuela holandesa), igualando su peso al del resto instrumental. Los solistas respetan el reposo ceremonial –pastoral Marianne Kweksilber (s), narrativo James Bowman (ca), gentil Paul Elliot (t), maravilloso el bajo Gregory Reinhart– ornamentando incisiva y ricamente, en ofrecimiento al padre espiritual Gustav Leonhardt.






Trevor Pinnock siempre se mostró como un pilar conservador dentro de la nueva ola de historicistas británicos, con tempi pausados y articulación lírica como brexit suave al peligroso continente de los instrumentos originales. Tal como Handel, hace danzar desde el clave a un English Concert (6.6.4.4) que chisporrotea y crepita, y unifica ritmo y color de manera muy tradicional y piadosa en muchos aspectos, incluso pomposa en la Sinfonia. El coro mixto asociado es todavía amplio (10.7.7.8) y Pinnock lo empasta en una textura global. El volumen de los solistas corrobora la supremacía comunicadora frente a la estilística: expresiva Arleen Augér (s), deslumbrante Anne Sofie von Otter (ca), perfeccionista y reservado Michael Chance (ct), elástico Howard Crook (t), empleando el vibrato como decoración, y John Tomlinson (b), un Wotan reencarnado, sepulcral en sus lóbregos vagabundeos cromáticos. Y como si fuera Sargent redivivo, Pinnock ordena un marcial embate de percusión y trompetas en Hallelujah y Amen (Archiv, 1988).






William Christie (Harmonia Mundi, 1993) aromatiza la partitura con fragancias francesas en la tímbrica homogénea de Les Arts Florissants (7.6.4.4) y su conjunto vocal asociado (distribuido en un extraño 10.5.4.6). La condición coral es faureniana, de un dramatismo relajado, por no decir velado, dentro de una narrativa continua, cada número siendo parte de un crecimiento orgánico hacia el siguiente, mientras los misterios se van desvelando espontáneamente. Mejor el exquisito cuarteto –deliciosas las sopranos Barbara Schlick y Sandrine Piau, suntuoso Andreas Scholl (ct), Mark Padmore elocuente en el uso de los silencios (t)– cerrado por un débil pero animoso Nathan Berg (b).






Paul McCreesh se aparta de sus habituales y masivos proyectos reconstructivos y plantea una óptica de contemporaneidad caracterizando el texto como un góspel, como si fuese un musical finisecular del West End. Aunque el resultado es inestable, esquizofrénico en los tempi, con su teatralidad inclinada peligrosamente hacia exageraciones enfáticas, resaltan aciertos plenos como la sensible contribución del tenor Charles Daniels o la desafiante y fogosa soprano Susan Gritton, pero parece discutible la conjunción de los otros solistas –Dorothea Roschman, de inextinguible vibrato (s), la embriagadora Bernarda Fink (ca), el extenso Neal Davies (b)– con sus conjuntos especializados: los trepidantes Gabrieli Players (8.6.4.3, más los estupendos ocho vientos que doblan) y el Gabrieli Consort (8.6.5.5) siempre dúctil y virtuoso, tonalmente desequilibrado hacia los agudos. La pifa, en su formato más breve, pierde su contenido emocional y se transforma en una mera introducción al recitativo siguiente (Archiv, 1996).






La pulida, delicada e hialina lectura de Masaaki Suzuki, basada en la representación londinense de 1753, consagra una reverencial espiritualidad (quizás no pretendida por el autor), transmitiendo con rigor el mensaje evangélico. El Bach Collegium Japan compila con tranquilidad sus 21 voces y el fagot añadido barniza de intensidad bachiana al continuo. Los solistas japoneses parecen rezar sus textos –aniñada Midori Suzuki (s), Yoshikazu Mera (ct) formidable en su registro grave, ornamentando siempre con respeto al texto, perfecto en If God Be For Us–, mientras los ingleses contrastan por su enfoque dramático: enigmático John Elwes (t), y estentóreo David Thomas (b). La amplia y cálida resonancia redondea este devocional discurso (BIS, 1996), con la misma docilidad de pulso de las Pasiones.






Marc Minkowski reconoce en las notas al disco que jamás había dirigido el Mesías anteriormente a este proyecto (Archiv, 1997), grabado como banda sonora para una película. Quizá la ruptura de los límites de velocidad sea una imposición del productor para acomodarse al metraje, ya que no parece haber justificación histórica para que Les Musiciens (7.7.4.6) et Choeur du Louvre (11.8.8.10) troten frenéticos, por ejemplo, sobre la marcación andante en O thou that tellest good tidings. La larga e ilustre concurrencia de solistas (Dawson, Heaston, Kozená, Hellekant, Asawa, Ainsley, Smythe y Bannatyne-Scott), entendible para darse relevos, galopa con júbilo atlético.






Edward Higginbottom recrea con gozo las interpretaciones londinenses de 1751, cuya característica diferenciadora es el uso de niños –Henry Jenkinson (s), Otta Jones (s) y Robert Brooks (s)– tanto en los coros como en las arias para soprano. La discreta ornamentación y la apagada proyección de palabras y emociones de los solistas adultos –magistral Iestyn Davies (ct) en If God Be For Us, heroico Toby Spence (t), avispado Eamonn Dougan (b)– son rectificados con mayores dosis de acentuación en los robustos y divinos timbres del Choir of New College Oxford (15.6.5.7). The Academy of Ancient Music (6.4.2.3) es llevada con elegancia a ritmos pacientes y dinámicas blandas (Naxos, 2006).






René Jacobs (HM, 2006) arriesga todo tipo de arbitrariedades en tempi y ornamentación buscando escenificar una virtual ópera evangélica. La tensión cinemática, la expresión gestual, el manierismo perturbador, la invención de pausas y efectos diminuendi-crescendi, el fraseo microscopista, desconciertan el significado doctrinal. Los solistas –arrolladora Kerstin Avemo (s), refinada Patricia Bardon (ca), virtuoso y florido Lawrence Zazzo (ct), autoritario Kobie van Rensburg (t), e impetuoso Neal Davies (b)– y el Choir of Clare College Cambridge (33 voces mixtas) pelean entre el contenido textual del libreto y la articulación staccata y las dinámicas dictadas por Jacobs. Asimismo, el uso efectista del arpa, laúd y otros retos iconoclastas se desvían del dogma religioso. A pesar de todo el protagonismo lo roba el fabuloso Freiburger Barockorchester coloreando cuerdas (6.5.3.3) y vientos. Las fuentes contemporáneas nos hablan del Mesías como un “entertainment”, y, en efecto, como buen cine de aventuras, Jacobs nos divierte y enseña (pero agota).






John Butt y el Dunedin Consort (estricto coro de 13 almas) y Players (4.3.2.2) confieren una diligencia inaudita a la representación original dublinesa de 1742, adaptada a las fuerzas locales (y donde se solicitó a las damas no asistir con miriñaque para maximizar el espacio público). A la manera catedralicia, los siete solistas forman el núcleo del coro, mucho más fervoroso, recóndito y flexible de lo habitual, focalizado en la comprensión del texto, con sorprendente e iluminadora claridad armónica. El adiós al histrionismo vocal da como resultado un sonido moderno, casi contemporáneo. La inocente nómina de solistas puede decepcionar por su tenuidad: tensa y limitada Susan Hamilton (s), folckórica Annie Gill (ca), reservada Clare Wilkinson (ca), esforzado pero endeble Nicholas Mulroy (t), comprometido y rocoso Matthew Brook (b). La cercana toma sonora permite apreciar el rol de Butt como clavecinista de manera acusada (Linn, 2006).






A Harry Christophers no le falta experiencia: Centenares de representaciones del Mesías en décadas como choirmaster y cuatro grabaciones (y media, ya que prestó el coro a Koopman) hasta la fecha. La realizada para Coro en 2007 propone sólidos solistas, las féminas más ornamentadas: chispeante en su coloratura Carolyn Sampson (s), omnipresente de vibrato Catherine Wyn-Rogers (ca), comunicativo Mark Padmore (t), y espontáneo Christopher Purves (b). El Sixteen Choir (mixto, organizado en 6.4.4.5) aglutina entonación pétrea, dicción irreprochable, perfecta conjunción y potencia homofónica cuando es requerida. The Sixteen Orchestra (7.6.2.2) se arropa con una prominente contribución de los oboes. Pero, alas, Christophers despliega poca imaginación (salvo la tiorba que ilumina el continuo), escasa hondura dramática y sus dinámicas tienden a la planitud.






Frieder Bernius dedica una aproximación suntuosa y opulenta a pesar de los instrumentos originales de la Barockorchester Stuttgart, con tempi gentiles, moderada en dinámicas y solistas de controlado vibrato: persuasiva Carolyn Sampson (s), lánguido Daniel Taylor (ct), luminoso Benjamin Hulett (t), y baritonal pero no escaso de graves Peter Harvey (b). La edición a cargo de Ton Koopman contiene todas las alternativas que se conservan y deja pues a cargo del director su elección; sin sorpresas en este caso. No así en la articulación a la antigua en la Sinfonia. La pronunciación coral (30 almas mixtas del Kammerchor Stuttgart) aunque difuminada en su urdimbre tímbrica multicolor, proyecta sus ornamentaciones integradas debidamente en el significado del texto (Carus, 2008).






Stephen Layton presenta la versión de 1750 tal como fue interpretada en el concierto de 2008 en St. John Smith Square, término de una secuencia de representaciones navideñas allí a lo largo de quince años. Destaca su sentido casi cinematográfico, liberal en dinámicas, variado en tempi y ornamentación, pero en última instancia íntimo, donde el dramatismo se alcanza por el buen uso del blanco y negro en un pequeño cine-club y no por los extenuantes efectos 4D de una agitada proyección-inmersión: Escúchense en este sentido las arias donde, a modo de cantata bachiana, se deja a solo la línea de los violines. La Britten Sinfonia (6.5.2.2) no es un conjunto historicista, pero sí muy versátil, capaz de adaptar su muelle sonido clásico al barroco con una sutileza que comparte con el coro intitulado Polyphony (9.7.8.7), de dicción cristalina y agilidad felina. El cuarteto solista es admirable: serena Julia Doyle (s), conmovedor y prístino técnicamente Iestyn Davies (ct), distinguido Allan Clayton (t), y temperamental aunque escaso de graves Andrew Foster-Williams (b). Amén como letanía, calmadamente introducido por secciones a capella. La toma sonora de Hyperion suena igualmente fresca y dinámica en su refectorial acústica.






Hervé Niquet ha llegado a proponer experimentos proustianos colocando difusores de fragancias entre el público en sus interpretaciones escénicas del Mesías; así pues, en esta grabación dinamita con insolencia la tradición reverencial más arraigada de las últimas décadas y regresa imparable al campo de batalla operático, ya que “aún sin disfraces ni decorado es una ópera sagrada”. Con unos efectivos menores a los que dispuso Handel (15 violines por solo 10 de Le Concert Spirituel: 5.5.3.3) recrea la versión de 1754 con los cinco solistas prescritos: pirotécnica Sandrine Piau (s), dulce Katherine Watson (s), exquisita en destreza pero laxa Anthea Pichanick (ca), seductor Rupert Charlesworth (t), Andreas Wolf (b) de voz desenvuelta, y propone como sexto personaje al coro (mayor que el de Handel: 27 por 19: 9.6.6.6). La Pifa es secularizada en apenas once compases, mostrando rústicos pastores en vez de idílicos ángeles. El estilo danzarín de dirección de Niquet se extiende a su raudo criterio musical, con diferenciación entre solo y ripieno, y a la variación de dinámica en frases repetidas, lo que quizá no debilita pero sí transforma el mensaje evangélico. Coro texturizado, rico tímbricamente, alejado del empaste único de tipología inglesa, con ataques suaves que le dan un aire monástico. Niquet abandona el purismo y antepone la pasión a la pericia: El abandono, la agitación y la urgencia del coro en He trusted in God se pausan en un sereno y triunfante Hallelujah con efectos de eco. El resonante y espacioso registro de Alpha (2016) nubla la pronunciación del coro.