martes, 19 de diciembre de 2023

Mahler: Sinfonía nº 4

“¿Qué se puede decir sinceramente de esta sinfonía? ¿Qué puede decirse de cualidades musicales donde no se detecta ninguna, y por qué hay que entrar en detalles sobre la escenografía orquestal, cuando no hay nada detrás? Incluso con la intención más sincera parece imposible encontrar nada excepto una serie de efectos orquestales inconexos, bastante ingeniosos en cuanto a conocimiento de los instrumentos, pero totalmente superficiales, y que no tienen nada que ofrecer al espíritu ávido de música". Musical America, January 1911.


La sinfonía nº 4 de Gustav Mahler (1900) es un cuento de hadas onírico e irreal, de imponderabilidad aérea y exaltación dichosa. Las alegres meditaciones de Mahler sobre el descanso postmortem se sustentan en una impropia sencillez de medios orquestales, transparencia textural y simplicidad armónica, coherentes con la visión celeste a través de un alma infantil. La intencionalidad mahleriana da a cada atril el rol de un solista, descomponiendo la línea melódica en fragmentos definidos por diferentes colores instrumentales, como una especie de prisma acústico. Pero en su tradicional estructura formal pululan sombras poco inocentes y se arrastran horrores:

I Deliberado: En el inestable mosaico de motivos de la exposición (compases 1-101), el clasicismo familiar de la sonata sufre por la irrupción literaria de frecuentes cambios de tempo, alteraciones, suspensiones y complicadas relaciones métricas; la deslumbrante complejidad del evolutivo y lógico (o más bien teleológico) desarrollo (cc. 102-238) explora nuevas y distantes claves y abre un espacio radicalmente inédito, en el que los temas se disuelven en motivos autónomos o se transforman hasta quedar irreconocibles; la recapitulación (cc. 239-339), en cierto modo fallida, conduce a una coda histéricamente triunfalista.

II Moderado: Scherzo quimérico y espeluznante, armado en cinco episodios: A (cc. 1-68), trío B (cc. 69-109), A1 (cc. 109-200), trío B1 (cc. 200-280), A2 (cc. 280-341); y coda (cc. 341-364). Mahler especificó la scordatura del violín solista (afinado un tono más alto, angular y cromático) "para que el violín suene chirriante y áspero, como si la Muerte golpeara". Invocación de la cultura errante y juglar, una llamada a la muerte descrita como disonante, aterradora, pero también seductora...

III El contraste entre dos complejos temáticos hostiles determina la disposición, el carácter y el curso del Poco adagio (ruhevoll, apacible). Presenta una estructura de rondó con variaciones en cinco partes: A (cc. 1-61), B (cc. 62-106), A1 (cc. 107-178), B1 (cc. 179-221), A2 (cc. 222-314) con una rutilante coda (cc. 315-353) que nos regala un estallido armónico e instrumental, rendición postrera y simbólica elevación a un plano superior.

IV Das himmlische Leben (La vida celestial): Inicialmente destinado a formar parte del monumental edificio de la 3ª Sinfonía, este lied se articula en cuatro versos separados por secciones instrumentales que retornan las figuras de apertura para dar a la obra una sensación cíclica. Atmósfera mágica, donde el universo cotidiano y el universo espiritual se complementan en un sentimiento cándido de recompensa (fuera del marco hebraico), el sustrato de promesa para el hambriento de las canciones del Knaben Wunderhorn, de panes y peces, de corderos y espárragos gigantes…



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Ya vimos en la sinfonía nº 5 como el sistema Welte-Mignon (capaz de registrar los matices íntimos del intérprete: rítmica, dinámica, fraseo, ataque y pedal) ofrece un supremo documento histórico. La edición Preiser redondea el invento acoplando el sistema neumático al piano poseído por el propio Mahler en su vivienda vienesa, un grand Blünther de 1902 con siete octavas suaves y melosas. Mahler siempre tocaba directamente desde la partitura orquestal, en un arriesgado equilibrio sobre las patas delanteras de la silla. Los acordes arpegiados, los ritmos sinuosos, el fraseo sensible y nervioso, el rubato soñador… encajan con la personalidad y carácter sombrío del compositor: ”Mi música no es más que ruido de la naturaleza”.






En el Principio era Mengelberg. Durante las visitas que Mahler realizó a Amsterdam entre 1903 y 1909 Willem Mengelberg (indudablemente el más dotado de sus discípulos) anotó detalles interpretativos y metronómicos (que la partitura no lleva) durante los ensayos del compositor, o, al menos, su interpretación personal de los mismos y que no siempre coinciden con lo registrado en este concierto público de 1939. ¿Autenticidad? Más bien una ensoñación ultrarromántica, exagerada en su intervencionismo extremo, impredecible, peligrosamente viva. Desde el comienzo los cambios de color, de clima (misticismo, melancolía, amenaza), conectan con las rupturas schumannianas. El scherzo gira a 152 corcheas por minuto, con un carrusel de liberales portamenti y breves staccati de violín que rememoran una pesadilla de plagas. Mengelberg sumerge el ruhewoll de inmediato en una suerte de éxtasis de tristeza, con un momento extra de asombro cuando añade un quinto tiempo al segundo compás del tema de apertura, en el que los violonchelos espressivo aparecen con interminables notas. Jo Vincent muestra en el lied un timbre un tanto agrio y un carácter matronal. La publicación de Pristine Audio es muy convincente, con una agradable ecuanimidad instrumental de la Concertgebouw Orchestra y evitando filtrar en demasía el sonido como en las ediciones anteriores (Philips, Decca, Altair, Documents, History, Q Disc).






Debido al resultado de la Guerra la antorcha pasó a Bruno Walter, que desde el conservadurismo esencial y la orientación espiritual impregnó la música de su naturaleza amable, pastoral y panteísta, luminososa y sensual, muy diferente de la manera errática, intensa y a veces insensible del compositor. Aparte de su grabación comercial de 1945 se han recogido al menos otras diez procedentes de conciertos. Escogeremos como muestra la de 1953 con la New York Philharmonic Orchestra en la que Walter contó con su soprano predilecta, Irmgard Seefried, cuyo perfil liederístico es formidable, si bien lejos de la inocencia beatífica solicitada. Walter ignora marcaciones dinámicas y rítmicas en la pesadumbre otoñal del primer movimiento, descubriendo solo a medias el lado tenebroso de la historia, como un cuento de los hermanos Grimm purificado por los tonos pasteles de Disney. Algunas asperezas en los metales caracterizan un scherzo menos estricto y controlado de lo habitual en Walter, pero hay poco contraste con las secciones trío. ¿Es la (magistral) coda del ruhevoll un ejemplo temprano de la tonalidad progresiva mahleriana? No, ya que la tensión armónica se resuelve en la apertura del lied. Walter lo entiende a la perfección minimizando la pausa entre los dos movimientos. Claro sonido (Tahra), congestionado en las dinámicas elevadas y con un público aquejado de bronquiolitis.






Paul Kletzki es consecuente desde el principio, fluido y relajado, y con solo un leve aliento dramático (optimistas, incluso jocosas las maderas de la impecable Philharmonia Orchestra), con muchos de los portamenti requeridos ejecutados sui generis como un legato extendido, y descaradamente extrovertido y algo ruidoso en el pasaje en do mayor (“niños golpeando ollas y tal vez rompiéndolas en pedazos”, Adorno dixit, cc. 209-220) previo al clímax, producido sobre una disonancia inesperadamente rasposa. Resaltar la arquitectura estilizada y transparente del scherzo, sin descarnamiento. El ritmo lento del bajo en el ruhevoll, en contraste con el tono solemne de la melodía, le confiere un aire de himno, un estado de contención pacífico y estático, como en los contemporáneos paisajes de Klimt. Emmy Loose posee la tímbrica adecuada, una técnica casi ideal, la dicción clara; todo ello especiado con ternura y con un acompañamiento ilusionista en las cuerdas. La grabación es extraordinaria para la fecha (EMI, 1957), con la intrincada partitura en vívido relieve.






El minimalismo microfónico de la RCA en 1958 resulta en una perspectiva realista y apropiada a la superlativa prestación técnica de la Chicago Symphony Orchestra en manos de Fritz Reiner. El consolador y poco lírico adagio (grabado en una sola toma) es un perfecto ejemplo de su desinterés en la estética mahlerania: El rechazo de Reiner a muchas de las marcas (fraseo, color, acento, dinámica) y sus prioritarios y legendarios orden, precisión y reserva escatiman los portamenti, y aferran la rigidez de los tempi. De escuela interpretativa sinfónico-vienesa, el bedächtig es muscular y falto de reposo, y el scherzo carece de humor sardónico. El lied se inicia en un paso somnoliento y Lisa della Casa muestra problemas de pronunciación germánica y su pronunciado vibrato se desliga de la ingenuidad. Naturalmente que el detallismo opresivo y la fidelidad tímbrica engendran explosiones armónicas straussianas. Pero cuando las notas terminan no queda ningún resplandor.






El enfoque de Otto Klemperer es prácticamente el polo opuesto al de Walter: Cada uno, al parecer, basa su interpretación en aspectos opuestos del complejo carácter de su mentor. Objetivo, vehemente y agitado, con los gélidos colores primarios de un Mondrian. Su sentido de la cohesión estructural es particularmente evidente, pero desprecia los rasgos psicológicos de la obra. Comienza a un tempo calmo y germánico (rubati y portamenti son poco utilizados) hasta que violentamente se nos sumerje en las inauditas orquestación y armonía. Scherzo solemne y circunspecto (el exceso y la exageración están ya en la música). El impaciente adagio camufla su mordiente en un sorpresivo andante (escuchemos cómo incrementa el tempo entre los cc. 222-282) que nos lleva de la mano a... una mocosa perfumada y maquillada (no todas los niñas son ángeles): Elizabeth Schwarzkopf, elegante y sofisticada, analiza y colorea cada una de la palabras en la antítesis de las instrucciones del compositor (pero Klemperer rememoraba que Mahler le dijo una vez: “"Si algo no te parece bien, cámbialo. No sólo tienes el derecho, sino el deber de hacerlo”). La lateralidad y profundidad de la toma sonora (Warner, 1961) evidencia el refinamiento de una orquesta cálida y compensada, con las maderas de la Philharmonia observadas en una óptica resultona que ha caído en desuso posteriormente, aunque la adecuada división antifonal de las cuerdas enriquece el contrapunto. 






George Szell es un maestro del equilibrio (tan esencial en este tipo de Mahler) de las voces principales e interiores, pulido de perfección mecanicista e iluminador escrupuloso de la arquitectura. Sin embargo, el amor (y el humor) infantil no aparece por ninguna parte, la disciplina toscaniana lo impide, suavizando sus grotesquerías y rugosidades. Meticuloso en las dinámicas (aunque no todas), minucioso en la delineación de detalles (esos acordes creados por la serpentantes cuerdas en el scherzo). Con neutralidad inflexible, el pulso constante del bedächtig cincela la unidad en la diversidad, con cambios de tempi fuertemente subrayados y rubato unánime (tanto, que es casi sobrenatural). Ländler genuinamente mozartiano, con las secciones trío rústicas y joviales. El andante, íntimo y grave, rocía pasmosos glissandi en dolcissimo. El lied, a fuego lento, también participa de este enfoque narrativo: Judith Raskin llena de voz madura las tres primeras estrofas, pero los últimos versos, a una dinámica inferior, transmiten una gracia extraordinaria, cándida y divina. Glacial la belleza de las cuerdas de la Cleveland Orchestra, cuidadosamente preparada y empastada (Sony, 1965). 






Jascha Horenstein presenta un Mahler serio y didáctico, escasamente intervencionista, combinando orden, intensidad emocional y claridad instrumental. Lanza una sombra ominosa y obstinadamente presente sobre la superficie del movimiento inicial que pocos directores concitan. Crudo y evocativo el lentísimo scherzo, donde Horenstein inmiscuye chirriantes caricaturas que interrumpen al violín abrasivo, con los tríos nostálgicos de una inocencia perdida. El tejido de cuerdas divididas en el ruhevoll excluye la individualidad más acerba y carnavalesca de las maderas del movimiento anterior, y crea una textura expansiva de tipo coral vinculada a una religiosidad vocal (Mahler describió el pasaje como "el desvanecimiento del final es etéreo, como de iglesia, de ambiente católico"). El lied arropa con exiguo confort, siendo Margaret Price una discutible elección, casi de oratorio (de los de antes), con sólo un leve reflejo plateado. La cercanía de los micrófonos (EMI, 1970) repercute en el desequilibrio tímbrico orquestal de la London Philharmonic (la sobreexposición de los clarinetes y timbales).






La primera aproximación de Claudio Abbado a la obra (DG, 1977) es más urgente y abrupta que sus posteriores versiones: El bedächtig se inicia suave y confitado para después abandonar el típico aroma comodo mahleriano, con erráticas bogadas rítmicas y dinámicas. El violín del scherzo (vertical y deliberadamente desalineado con su acompañamiento) asoma y cede el paso caballeroso ante los vientos sedosos de la Wiener Philharmoniker. En el ruhevoll Abbado hace caso omiso de las indicaciones de la partitura y fuerza unos tempi mosoros, brucknerianos; atención al desgarrador portamento de las trompas (c. 75) que muda “de la divina alegria a la profunda tristeza” en palabras de Mahler. La solista, fuera de lo común, es la mezzo Frederica von Stade, sin problemas de tesitura pero de emisión entrecortada en los staccati. La grabación es fatigosa en su brillante metalicidad, algo que también lastra la fría y nítida traducción de James Levine (RCA, 1974).






En los ensayos y luego en los conciertos, la figura torpe e improbablemente alta de Klaus Tennstedt se balanceaba de lado a lado de forma desgarbada, con poca o ninguna técnica de dirección discernible. Lo que perdió en bienestar físico con los años lo compensó con drama y angustia en su rítmica poco marcada, contorsionando el flujo lineal de cada frase, como en los frecuentes luftpausen y prolongados ritardandi. Los tempi funcionan a pesar de ser atrevidamente extremos, pero los cambios bruscos de ritmo alteran el andamiaje. Una interpretación gloriosamente lírica y romántica, con las secciones de vientos con relevancia y singularidad propia -pero no en la línea liviana, sonriente, hasta traviesa de un Kubelik (DG, 1968)-. Tennstedt hace las fantasmagóricas flautas y campanas de trineo totalmente independientes del ritardando de clarinetes y primeros violines (algo requerido en el compás 3, pero que muy pocos directores conceden), lo que enfatiza la colisión rítmica hasta la entrada del tema. Tras el clímax del bedächtig (cc. 221-224), ahíto de júbilo y alegría, se va imponiendo un apremiante impulso sobre las marcaciones (ignoradas), presagiando la tumultuosidad de la Quinta. En el mordaz scherzo la estruendosa trompeta (c. 200 y ss.) da paso a un retorno del trío donde la suma flexibilidad se desliza hacia la desarticulación. Ruhevoll amedrentado por las trompas, con retenciones conmovedoras al final de las frases, y las secciones astringentes mitigadas. La meditación pastoral de Lucia Popp desestima el regocijo candoroso y canta straussianamente oscura (a pesar del significado d) el texto. La toma sonora de la London Philharmonic Orchestra (EMI, 1982) es sucia, plana, vacua.






Solo cabe calificar de milagrosa la lectura de Lorin Maazel. Con el embrujo de un encantador de serpientes hace sonar a la Wiener Philharmoniker melancólica y tranquila, los ataques suavizados, las texturas mórbidas, con dilaciones en el remate de las sentencias, la belleza por encima de todo (aunque en esta línea se puede ir más lejos, véase Karajan). Comienza con un ceñido cumplimiento de la petición bedächtig (prudente), para destacar después las fulgurantes cuerdas en el segundo tema, donde los cellos cantan sobre las violas de manera tan brahmsiana. En el scherzo las dinámicas son aplicadas de manera repentina pero con suntuosa bondad. La severidad de las cuerdas agudas, con portamenti sin reparos, se turba por la efusión de dolor en mitad del movimiento (muy) lento (cc. 189 y ss.), reconociendo la derrota. Maazel lleva al extremo la marcación sehr behaglich (muy acogedor) en el finale con sabor de repostería, dulce y cremosa: Cuando la música se desliza hacia mi mayor, arpas y bajos doblando discretamente (“muy tierno y misterioso hasta el final”), relaja aún más el ritmo y los excepcionalmente quedos violines y clarinetes introducen sus temas casi en un trance perpetuo sobre el que la línea angelical y vulnerable de Kathleen Battle deslumbra con su límpida pronunciación y timbre argénteo. Grabación abierta en su panorámica pero poco impactante (Sony, 1983). 






Cuenta Eliahu Inbal que se colaba por una ventana para poder ver los ensayos de Bernstein en Tel Aviv y tomarle así como modelo; ciertamente enfatiza los rasgos hebreos, la ligereza, la ironía, el humor; pero por otro lado minimiza los acentos dinámicos-dramáticos, “los misterios y horrores” de que hablaba Mahler en sus cartas, quedando en un templado clasicismo apolíneo. Bedächtig fragmentado en secciones poco coordinadas rítmicamente. Excelente el transparente scherzo, con la superficie distorsionada por las ondas de los portamenti. Emborronado adagio, jadeante y poco sereno. Helen Donath adolece de rudeza tímbrica y afinación inestable. La Frankfurt Radio Symphony Orchestra (a la que Inbal sacó de su provincialidad con este exitoso ciclo Mahler de grabaciones) está recogida de manera simple y franca en la toma sonora en concierto (Denon, 1985); de hecho la compañía nipona recurrió a Inbal porque su concepción de la música de Mahler como esencialmente frágil y delicada (incluso en medio de la tempestad y la lucha) ''apelaba a nuestros sentimientos sobre la música de cámara'' y se adaptaba a sus técnicas de registro. Quizás no sea una escala más pequeña, sino una mirada menos angustiosa, con el hombre como parte de la naturaleza (en el sentido nietzscheano -y seguramente mahleriano-).






Quizás el mayor legado discográfico de Leonard Bernstein haya sido integrar su sentimentalidad profunda, excesiva y neurótica en un componente esencial del (un) syllabus interpretativo. En su Mahler la sincronicidad de temperamentos roza lo confesional. En el desarrollo del plácido movimiento inicial las abruptas interrupciones a mitad de tema, los cambios de clave y las trasposiciones son asumidos con la normalidad con que aceptamos una pesadilla incongruente. Por eso la fanfarria de trompeta (cc. 224 y ss.), que en este contexto infantil de triángulo, glockenspiel y campanas de trineo parece emanar de la guardería y no de la milicia, tiene una función hoffmanniana de llamada al despertar que va disipando los sueños. El inquietante y operático scherzo (con constantes cambios de marcha y dinámica para acentuar las posibilidades dramáticas de la ambigüedad) frena en meandros en los tríos, aunque la enfermiza determinación del violín solista logra encauzar el curso. Gran narrador de historias, Bernstein sorprende con un adagio vivaz, de fervor amoroso y meditativo (atención a la la repentina caída del tempo en el solo de oboe, cc. 175 y ss.). En el finale (según Bernstein un anhelo de recompensa cristiana) emplea un niño soprano para resaltar la delicada orfebrería orquestal que le rodea. Helmut Wittek desprecia saludablemente los matices de tono y ritmo, y se concentra en dar un relato extrovertido con la ayuda de una buena dicción. La cercanía de los micrófonos proporciona gran pegada (la felicidad de las maderas), pero yerra la veracidad de la Concertgebouw Orchestra (DG, 1987). Ah, finalmente (que diría Puccini) para aquellos que contemplen las dificultades juveniles con la extensa tesitura requerida hay otras alternativas: Emanuel Cemcic aporta no sólo una voz diáfana y confiada sino un fraseo excepcional y una lectura sensible del texto en el testimonio de Anton Nanut con la Ljubljana Symphony Orchestra (Stradivari, 1987); Daniel Hellman resuena menos matizado en el arreglo camerístico de la obra realizado por Howard Griffiths y la Northern Sinfonia (Novalis, 1999).






Michael Tilson Thomas disfruta de una bucólica alusión de la naturaleza, amenazada acá y allá por oscuros pozos de magia que deforman el fraseo, remarcan las pausas, contrastan los tempi, y arrugan la pátina pulida de la San Francisco Symphony Orchestra, aquí con las cuerdas divididas idóneamente. Bedächtig terso y aristocrático (escúchese el beethoveniano homenaje en los compases finales de la exposición), sosegado y tan schubertiano como en Boulez (DG, 1998), pero sin su aureola inalcanzable e inhumana. El violín del scherzo, siempre en pianissimo, es tan civilizado que se podría bailar en el Neujahrskonzert. Con el segundo tema del adagio el tempo cae a una celibidachiana etereidad, un paseo por las nubes reminiscente de Parsifal (cc. 51-61). Laura Claycomb imposta el lied con un timbre atractivo, pero demasiado carnoso y adulto. Sensacional grabación moldeada a partir de una serie de conciertos (SFS, 2003) con perspectiva realista y profunda que no escrutiniza los instrumentos.






Bernard Haitink siempre se ha decantado por la efectividad técnica por encima de la imaginación, haciendo de la sobriedad una patente propia, buscando la iluminación intelectual más que la catarsis emocional y llegando a quejarse públicamente de los oyentes que se acercan a Mahler "por razones equivocadas"(¿?). En ésta su octava grabación de la obra, Haitink persiste en un Mahler mesurado y metódico, newtoniano. La termalización del pulso dibuja un primer movimiento reservado, casi temeroso de que la expresividad desborde los atriles, la estructura olímpica, las dinámicas atenuadas. En el scherzo el violín solista procede clemente, relegando la pesadilla, corta de maldad. Adagio exquisito e imperturbable salvo en las variaciones previas al (magnífico) clímax. Por momentos la inteligibilidad de Christine Schäfer queda un tanto comprometida al estar su metal oscuro integrado en la orquesta. El registro (RCO Live, 2006), derivado de un único concierto, riega con generosidad (y algo de confusión) la glamurosa tímbrica de la Concertgebouw Orchestra.






Para Iván Fischer el drama (que no deja de ser eso, la terrible niñez de Mahler) se desarrolla con lozanía y simplicidad, con inflexiones agógicas cuidadosas, peculiares e inestables en una búsqueda obsesiva del más allá de las notas. Es curioso que, a pesar de la crudeza en la exposición de las tensiones, el final del desarrollo no se rasge por la fanfarria de trompeta sino por las campanas de trineo, hasta entonces escondidas entre los vientos (cc. 230 y ss.). Quejumbroso el violín solista, casi sin vibrato, y sin enfatizar su presencia en el scherzo. Ruhevoll tectónico en lo tímbrico y estoico en lo anímico con un arranque soleado del tema tchaikovskyano (cc. 107 y ss.). El Stravinsky más atávico irrumpe en los interludios instrumentales la concienzuda pronunciación de Miah Persson: Su halo liviano pero no tímido adopta idealmente la petición del autor: "Para ser cantado con expresión infantil y alegre; ¡Totalmente sin parodia!". Las cuerdas de la Budapest Festival Orchestra pierden empaste y presencia al posar divididas pero ganan en transparencia en la muy dinámica toma sonora (Channel, 2008).






Les Siècles es una reducida formación de instrumentos contemporáneos a la obra, con disposición antifonal de sus violines, mínimo vibrato, asombrosa claridad textural, tímbrica fresca y heterogénea, individualizada en el viento y menos agresiva en metales y percusión, articulación y fraseo retóricos y declamatorios, y donde resalta más la expresividad del portamento. François-Xavier Roth parte de un concepto objetivo y preciso, pero el elemento fantástico está presente desde el principio (nunca han sonado tan próximos a Peer Gynt los cc. 302 y ss.), con gran ligereza en el paso (pero Mahler requiere “sin prisa”), caprichosas dinámicas y potencia sonora (escúchese la implacable urdimbre de cuerdas alrededor de los solos de trompa hacia el final del movimiento). La scordatura del violín solista en el risueño scherzo recalca su colorido discordante, metálico entre las cuerdas de tripa, pero es reticente en su intimidación; los tríos desgranan los intercambios melódicos entre instrumentos (los vientos deliberadamente poco caústicos) en un fascinante juego de luces y sombras. Las digresiones variacionales dentro del adagio tienen un aire auténtico de improvisación. La intervención del violín solo (cc. 98 y ss.) es muy especial, cada uno de sus portamenti un lamento doliente. La angelical conclusión muestra delicadeza y fragilidad, no la habitual luz cegadora desde el umbral al mundo ultraterreno. La seráfica Sabine Devieilhe, ágil en las dinámicas y maravillosamente cristalina, roza lo sacro, tildando perturbadoras las transiciones instrumentales. La opulencia de la toma sonora ilumina el tramado, un festival tornasolado y una mezcla fuera del alcance de la sala de concierto, destinada a una (atenta y gozosa) escucha doméstica (HM, 2021).






To conclude, I would like to rescue Deryck Cooke's priceless dissertation for the BBC in 1961, in which he surveys the recordings of the Fourth Symphony that existed at that time. Linking his presentation with the then fashionable movement of historically informed performance, he gives greater attention to the recordings of those conductors who had a relationship with the composer: Mengelberg, Walter and Klemperer, trying to extract from them some light on what would become the historicist Mahler.

But the mahlerian tradition does not exist! He rehearsed and conducted his works with continual changes in orchestral arrangement, even at the textual level (what matters is the transient feeling, the spirit of the moment) without the need to crystallise it interpretatively. He could easily have done it differently, on another day (as long as there were no noises):


- "What is that? What is that?" 

- "That's a car, Mr. Mahler" 

- "Well, whatever it is, we have to stop it!"

- "It can't be stopped. This is New York"

- "Rehearsal's over!"


sábado, 12 de agosto de 2023

Mozart: Quinteto para Clarinete , Kv. 581

Durante casi cien años los clarinetistas han grabado reconstrucciones especulativas del Quinteto KV 581. La empresa es encomiable: Por un lado la desaparición de los instrumentos pertenecientes a Anton Stadler, hermano en la masonería y amigo íntimo de Mozart (y de quien aprendió el inexplorado potencial técnico y expresivo del clarinete) ha llevado a navegar a tientas hasta la aparición en 1992 de un grabado del bassetto original: Con una campana globular en un ángulo de 90 grados con respecto al cuerpo principal, produce un sonido más oscuro y ligeramente más velado y cuyo rango se extiende cuatro semitonos hasta el do bajo.

Por otro lado la pérdida del autógrafo de Mozart (y dado que las primeras ediciones del Quinteto son ya transcripciones) hace que los músicos tomen sus propias decisiones en articulación y dinámica. Además para el intérprete del bassetto es tentador utilizar las notas adicionales disponibles, generalmente mediante arpegiación extendida y ocasionalmente en figuras melódicas.

El Quinteto es una pequeña ópera de cámara: A través de una variedad de escenas, los personajes hablan, se lamentan y bailan con estados de ánimo y alianzas siempre cambiantes mientras rememoran la misma historia desde un ángulo diferente cada vez.

I Allegro: En forma sonata, alinea exposición (compases 1-79) de hasta cinco células temáticas; desarrollo (cc. 80-117), donde todos los instrumentos destacan como solistas concertantes; reexposición (cc. 118-169), que se prodiga en reelaboraciones exquisitas; y coda (cc. 169-197).

II Larghetto: Un canto nocturno de gran sutileza armónica apoyado en arcos en sordina. Dos compases puentean las secciones del lied: A (cc. 1-27); B (cc. 30-48); A (cc. 51-77) y breve coda (cc. 80-85).

III Menuetto: Un minueto bucólico y popular con dos tríos: Uno sombrío, reservado a las cuerdas y con fuertes disonancias; y de segundo, un ländler donde la rusticidad del clarinete le acerca a sus orígenes alpinos.

IV Allegretto con variazioni: Un tópico simple con seis glosas de longitud muy regular. En la Variación I (cc. 17-32) las cuerdas se reparten el tema, contrapunteado desde el clarinete; las Variaciones II (cc. 33-48) y III (cc. 49-64) son un juego pareado de preguntas, protagonizados por el curioso violín y la melancólica viola; el modo mayor de la Variación IV (cc. 65-86) ríe en virtuosas semicorcheas; tras cuatro compases de dramática pausa, la Variación V (cc. 87-100) retrasa la resolución en un lírico y tierno adagio; una breve transición lleva a la Variación VI (cc. 106-141), una alegre coda que devuelve los personajes al escenario para un último saludo.

 

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¿A quien se le ocurriría tocar una partitura para violín con un instrumento de tres cuerdas, arreglando o tocando en la octava todos los pasajes escritos en la cuerda sol? Hoy en día es casi impensable interpretar la obra con un instrumento standard en si bemol, muy alejado de la acústica original, y de difíciles empaste y equilibrio dinámico con las cuerdas (pero si se busca esa remembranza estética se pueden rastrear ejemplos en la entrada dedicada al Quinteto op. 115 de Brahms).

Hans Deinzer abrió en 1976 la recreación de instrumentos auténticos, o mejor dicho, parcialmente adecuados (estrictamente hablando, el público debería llevar peluca y no haber trabajado ni un solo día de su vida): A pesar de emplear una primera reconstrucción de un bassetto austríaco de 1790, la impresión es de cierta pesadez en los tempi, de articulación lenta y cautelosa, y el conservador seguimiento de la edición tradicional no refleja los graves que pudo tener el manuscrito de Mozart. A favor puede citarse el magnífico equilibrio entre los miembros del Collegium Aureum en la toma sonora (DHM).

 


 

 

 

Alan Hacker estudió una amplia gama de fuentes (algunas de ellas espúreas) hasta descubrir la tesitura extendida del clarinete de Stadler. A partir de ahí se implicó en la construcción de un híbrido esencialmente moderno en su afinación y mecánica pero con la adicción de una pieza de 17 centímetros previa a la campana donde se instalaron cuatro nuevas llaves. Una pena que la imaginativa ornamentación resulte enmascarada por la monótona dicción, sobre todo en el bruckneriano larghetto. El Salomon String Quartet queda sepultado en la infame toma sonora, lejana y apelmazada para la fecha (Musical Heritage, 1984).

 


 

 

 

Anthony Pay y Charles Neidich optaron por un clarinete di bassetto acampanado, largo y recto, pero regresando a la afinación adecuada. Estas lecturas suenan anticuadas, ligeramente clínicas, serena y cordialmente moldeadas con contornos esponjosos, discretamente contrastadas y ornamentadas, con todavía algo de apreciable y efusivo vibrato. Los solistas de The Academy of Ancient Music Chamber Ensemble (L'Oiseau Lyre, 1987) y L’Archibudelli (Sony, 1992) son legendarios, aunque su tímbrica es ácida y el registro grave de las cuerdas poco presente.

 


 

 

 

El Quatuor Mosaïques restaura una música civilizada, de marcado carácter coloquial y racional. Visiones de un clasicismo maduro y dolce que templa las disonancias y aplica un carnoso y vaporoso vibrato. El larguetto es un verdadero duetto vocal donde soprano y contralto intercambian elocuentes gentilezas (en 1789 Mozart estaba trabajando en Così fan tutte). Si el primer trio posee una desolación schubertiana, en el segundo el violonchelo intenta intenta poner los pies en la tierra con su nota pedal y repetidos pizzicatti, pero al final se ve obligado a intervenir espectacularmente con un solo rapsódico (cc. 104-108) para sofocar las dudas y el mal comportamiento de sus compañeros, especialmente las dobles cuerdas del primer violín. La grabación, jerarquizada en importancias, deja traslucir el traqueteo de las llaves del clarinete de Wolfgang Meyer, copia de un basset austríaco de colorido y expresividad tímbrica diferenciados según la tesitura, con un opulento registro grave muy amaderado (Audivis, 1992).

 


 

 

 

Naturalmente el Kuijken Quartet aporta una incisiva articulación a sus cuerdas historicistas, de fuerte carácter y ortodoxia sin adornos, sin que la prioridad sea el esmalte impoluto, sino la franqueza camerística entre los asistentes, reunidos para el entretenimiento común, amable y educado, las voces integradas en un mismo discurso. Destaquemos el ritardando afectuoso en los cc. 107-108 del segundo trío y la cualidad hipnótica del extatismo ultraterreno y nymanesco del clarinetto d’amore de Lorenzo Coppola en la sublime variación III. La cercana toma sonora (Challenge, 2003) permite recrear las refinadas sutilidades de ataque y dinámicas, amén de accionamientos de llaves y arcos.

 


 

 

 

Suavidad (como en el caso de Stadler según nos cuentan las fuentes) y discreción (tan valorada por el siempre práctico Leopold) son las características esenciales de la versión de Eric Hoeprich, moderadas las veces que entra en valores graves, con muy pocos adornos e inflexiones alteradas. Hoeprich toca su propia reconstrucción, clara en los agudos, robusta en la


tesitura central y de graves cálidos y resinosos. Como curiosidad, Hoeprich descubrió que es posible obtener un si grave cerrando un orificio de ventilación con la rodilla. Hay un pasaje en el quinteto donde esa nota pudo haber sido empleada, y se da aquí como una ossia en el primer movimiento (c. 147). El bassetto entrelaza seductoramente con el London Haydn Quartet, dando lugar a unas texturas inquietantemente bellas al principio del larghetto. La entonación del grupo es impecable, con acordes magníficamente afinados y disonancias punzantes, ataques y articulación excepcionalmente limpios, con inteligente y parco vibrato, acentuación, fraseo y rítmica variados y flexibles, con innumerables detalles de sombreado y contrastes dinámicos erosionados. La grabación captura la respiración de los músicos y los ocasionales artefactos técnicos (Glossa, 2006).

 


 

 

 

La visión de Jane Booth es muy tranquila y pausada, resaltando las ricas e inusuales modulaciones del desarrollo inicial (cc. 80 y ss.). El Eybler Quartet hace gala de unos instrumentos apropiados y perfectamente integrados, cuya polifonía se hace presente en una envolvente grabación (Analekta, 2010) en la que las cuerdas se despliegan en abanico, con el segundo violín opuesto al primero. Su contribución se adapta amortiguando el comienzo y final de sus frases, y es conmovedora en el primer trío donde conjura la melancolía subyacente a la careta mozartiana. Los intérpretes no temen detenerse en momentos escogidos, como el final de la reexposición del allegro (c. 166), los puentes previos a la vuelta de la sección A del larghetto (cc. 49-50) o la variación adagio (c. 84), produciendo efectos encantadores como resultado. Las decoraciones y adornos son espontáneos y nunca exagerados, especialmente eficaces en el segundo trío (incluso con portamenti bufos), que preparan el escenario para el tema y las variaciones que siguen. Sonido heterogéneamente natural e inmersivo, muy transparente, de vibrantes texturas y con la tímbrica de las cuerdas cálidamente rasposa en la sección imitativa al final del desarrollo (cc. 98-114).

 


 

 

 

El nombre de The Revolutionary Drawing Room proviene de la sala que en la época georgiana era el escenario privado en las casas de los músicos y sus mecenas. El cuarteto, con un cultivo exquisito de las dinámicas, toca sin atisbo de vibrato, excepto en las ocasionales notas largas ligadas, donde el violín I adorna con una sombra. Las frases respingonas del segundo trío desfilan con una sonrisa patética y forzada. Escúchese cómo la viola inyecta ominosas apoyaturas en la tercera variación en clave menor, o cómo el clarinete y el violín intercambian los últimos recuerdos nostálgicos en la quinta variación (fast and furious), antes de concluir con respetuosa cortesía que las nubes pasarán. En la variación final, Mozart permite que el clarinete bajo muestre sus cualidades tonales más idiosincrásicas (incluyendo el oscuro registro chalumeau). Colin Lawson adopta un diseño vienés de petaca cuadrangular sobre la que se monta la campana, y comienza su floreo de apertura en do (impreso) y no en sol como se suele escuchar, pero las notas coinciden ahora con las de la segunda floritura, una octava más alta. Decorando ampliamente con elegancia y carácter, sus fantasías de difusa tersura ahumada jamás restan belleza a la línea melódica (Clarinet Classics, 2012).

 


 

 

 

Aunque el propio Romain Guyot opina que “esta música suena mejor en instrumentos históricos”, su aproximación es fantástica si disfrutamos de la partitura no como un producto acabado, sino como un ser viviente que puede avanzar en cualquier dirección. La picardía alocada disfruta de los extremos de la tesitura, ornamentando con fruición chisporroteante en las repeticiones; los descubrimientos adolescentes, exaltados y exultantes, brotan cantarínes y papagénicos, con dinámicas embrujadas y pianissimi radiantes; la imaginación informal, incluso impía, salpica las réplicas ingeniosas, trufadas de suspense, anticipación y entusiasmo. Los demoniacos tempi no comulgan con las habituales asociaciones otoñales de la obra, pero es que Mozart no planeaba morir con 36 años. La sombra del Sturm und Drang sobrevuela el acentuado allegro inicial: Tras la llegada a la dominante el cambio al modo menor y una dinámica más tranquila, las síncopas en las cuerdas conducen a un enfrentamiento entre el clarinete y el resto del conjunto, un estallido de semicorcheas y un trino conclusivo en tres instrumentos (c. 64), que da lugar a la cadencia firme. El efecto es arrastrar al oyente en una ola de actividad cada vez más agitada y dongiovannesca. El segundo trío caricaturiza progresivamente el swing exagerando su paso hasta el punto que amenaza con descarrilar: Lamentamos que Mozart se haya dejado ir a la deriva, en pos de la modernidad a toda costa” escribió un crítico contemporáneo. El quinteto de instrumentos (modernos, pero tocados con sensibilidad historicista) pertenece a la Chamber Orchestra of Europe, y empastan sin perder la personalidad de sus miembros, destacando el elemento rítmico de la obra (Mirare, 2012).

 


 

miércoles, 7 de junio de 2023

Schumann: Piano Concerto

El Concierto de piano de Robert Schumann fue derivado y ampliado de una Fantasía con acompañamiento orquestal (1841) y definido por el propio autor como “algo a medio camino entre la sinfonía, el concierto y la sonata”. La imposibilidad de encontrar editor le incitó cuatro años después a sumar dos movimientos adicionales, siguiendo los múltiples comentarios que Clara anotaba al margen.

Las cualidades que perduran en la obra son las mismas que fueron criticadas cuando se compuso: El diálogo sin conflicto entre piano y orquesta interpares, y la carencia de artificios exhibicionistas. La obra conjuga los dos factores psicológicos y emocionales que reflejan la personalidad compleja y atribulada del autor: "Florestán" es el impulso extrovertido y audaz, mientras que "Eusebius" es la reflexión introvertida y soñadora.

I Allegro affettuoso: Sonata articulada libremente en torno al tema inicial. Tras tres compases de introducción (una cascada de acordes) comienza la elegiaca exposición (cc. 4-155); el turbulento desarrollo es más un juego de intercambios similar al de las variaciones (cc. 156-258); tras la recapitulación (cc. 259-398), la cadenza es del propio Schumann, probablemente para evitar excesos pirotécnicos por parte del solista (cc. 398-457), resuelta en una coda febril (cc. 458-544).
II Andantino grazioso: Intermedio lírico y camerístico de estructura liederística: A (cc. 1-28); B (cc. 29-68); A (cc. 68-102); los últimos compases sirven de transición al …
III Allegro vivace: Rondó en el que las ambigüedades métricas y rítmicas abundan y colorean el espíritu danzante, y que puede organizarse en exposición (cc. 1-250); desarrollo (cc. 251-388); recapitulación (cc. 389-662); y coda (cc. 663-871), un optimismo desenfrenado que finalmente se hincha hasta el triunfo resplandeciente del tutti orquestal. 
 






Alfred Cortot representa la decimonónica (y ya perdida), arriesgada, cautivadora y poética imaginación, aparentemente improvisada: su arrojado rubato, su pulso libérrimo, la desincronización de las manos, los acordes arpegiados, la reescritura de la parte pianística con varios casos de atronadores refuerzos de graves o repentinas elevaciones de una línea de agudos. Las imprecisiones y emborronamientos en las octavas no incapacitan una arquitectura con un delicado sentido de la proporción y dominio de la gradación tonal. La marcación allegro affettuoso nos guía hacia donde se dirige la interpretación, siendo el comienzo del desarrollo en andante espressivo (cc. 156 y ss.) de una lentitud mágica. Su tratamiento del intermezzo es tierno y caprichoso, todo el movimiento lleno de una encantadora timidez y reserva. Un inesperado y pesado rallentando (para evitar la inmediata repetición literal del tema, cc. 4-8) anuncia la llegada de un finale todo lo brillante que se pueda desear. Landon Ronald logra de la London Symphony Orchestra una conjunción elocuente y a veces imprecisa, sobre todo en los metales. La restauración (Dutton, 1934) sorprende por su presencia aunque el rango dinámico es restringido.





Nacido en 1862, Emil von Sauer tocó con Mahler y Strauss, y fue considerado el legítimo heredero de Listz: La crítica decía de él ya en 1908 “representa una escuela de pianistas que casi ha desaparecido”. Su tímbrica es cristalina, el rubato espacioso, la pulsación pulida con arisocrática elegancia, de una manera completamente totalmente natural, disfrutando del romanticismo sin regodearse en él, con la abandonada libertad de sus setenta y ocho años. Los diálogos con el clarinete y oboe en el segundo tema animato (cc. 67-108) son verdaderamente música de cámara, con el experimentado Sauer adaptándose a la flexibilidad requerida. El genial Willem Mengelberg (nacido en 1871) desecha en ocasiones la articulación provista por Schumann combinando la licencia reflexiva con el rigor, el matiz rítmico y la calculada espontaneidad. La Concertgebouw Orchestra riega profusamente portamenti en la sección media del andantino. El sonido proviene de un concierto grabado en la Amsterdam ocupada (King, 1940). 





Dinu Lipatti ofrece una personalísima mezcla de ardiente sentimiento y meticuloso pianismo que resalta la interioridad de la música, la sensación de comunicación profundamente personal: Escúchese por ejemplo cómo transforma la anhelante versión menor del primer tema en la profunda tranquilidad de la clave mayor (cc. 59-66). Su línea dominante y perfectamente cincelada (en ocasiones fuera de lo marcado en dinámica o tempo) destaca en el toma y daca con la orquesta: Solista y director no compartían el mismo concepto de Schumann. La agitada huella de Herbert von Karajan es palpable en un allegro poco affetuoso, o en el virtuosista finale, modelo de ferocidad que yerra el anhelo romántico. La monumental grabación de 1948 ha conocido repetidas ediciones (EMI, Philips, Apr, Opus Kura, Dutton, Warner, Profil) siendo esta última la que mejor resalta las cualidades tonales de las maderas de la Philharmonia Orchestra, aunque, en ocasiones, el áspero y crudo timbre del piano anege la orquesta y viceversa. La posterior versión en vivo con Ansermet y la Suisse Romande (Decca, 1950) es menos vigorosa (Lippatti tocó el concierto gravemente enfermo y murió poco más tarde).





Si aceptamos la división que hace Schumann de su propia personalidad artística, ésta es en gran medida una interpretación de Eusebius. Sviatoslav Richter renuncia al enfrentamiento, ausente en el sombrío y contenido colorido emocional, desgrana sutilezas rítmicas y refracta nuevos significados a las acuarelas armónicas. Su temible percusión lidera magnética la ejecución: En el inicio de la cadencia Richter para un instante con quietud embelesada, cuidando la diferenciación dinámica entre las manos, para después martillear demoníacamente los acordes, haciendo realidad el oximorón “ponderación romántica”. Con Witold Rowicki, cuyos sentido rítmico y modelado dinámico son tan admirables como cuestionable es la schubertiana rudeza tímbrica de la Warsaw National Philharmonic Orchestra, hay una sensación permanente de que los detalles se suman: la tímida primera enunciación, el convincente tratamiento ritenuto del puente hacia el segundo sujeto (cc. 59-66). La toma sonora (DG, 1958) es mejorable en claridad textural, aunque la última edición ha suavizado la metalicidad del piano.





El ménage à trois Michelangeli-Barenboim-Celibidache ha dado algunos de los más bellos registros en lujuria y obscenidad: M-C (Weitblick, 1967), M-B (DG, 1984), B-C (EMI, 1991), M-C (Memories, 1992). La compenetración simbiótica de un lenguaje perfectamente controlado y mensurado, el tiempo suspendido en evocaciones contemplativas, la elegancia formal, exquisita en sus matices, la cadencia templada con libertad, la sutileza de las luces y de las sombras… todo ello se comunica a través de un estético y deliberado estilo hiperdetallado (atención al exótico ritardando para concluir el pasaje central del andantino, un retrato melancólico y cándido).





La visión a gran escala de Radu Lupu convierte el Concierto en una cuestión de vida o muerte, con enormes rangos panorámicos y dinámicos. Lupu es un protagonista un tanto errático (por ejemplo, su interpretación del primer compás es heredera de Cortot), de un lirismo anárquico y fundente, serpenteando por los retazos de textura y breves formas rítmicas que dan continuidad a la corriente principal del argumento musical. En el movimiento lento, Lupu lanza pasajes de una belleza expansiva, ya sean como retos o como cartas de amor, y se ve recompensado por las magníficas y expresivas respuestas orquestales. Y si el primer movimiento era un canto solemne, el finale es una afirmación triunfal donde el pianista se toma la molestia de subrayar los importantes ritmos cruzados de la mano izquierda. Los solistas de la London Symphony Orchestra brillan con luz propia, con tímbrica generosa de calidez plácida y muelle, con André Previn tamizando y simplificando los contornos, perfectamente equilibrado en (para) un esplendor brahmsiano (Decca, 1973).





Mis grabaciones son el resultado de años de trabajo y escucha, siempre teniendo a mano la grabadora: Mi lección de piano”. El fraseo de Ivan Moravec, pura poesía, enfatiza, colorea e inflexiona las líneas melódicas sin quebrarlas rítmicamente. El allegro affettuoso propulsa su idilio por medio de continuos cambios de tempi (el andante espressivo es tratado como un seductor diálogo de viento, violines y piano). Languidece con fascinante dulzura en el inigualable andantino, donde encuentra inmediatamente la nota justa de íntima sencillez y suave ternura, las frases tartamudeantes y gradualmente lentas, las dudas y suspiros con las que se desmorona el tiempo, la sugerencia de una relación amorosa entre el piano y la orquesta. En el finale ese amor desarrolla una consistencia física. Los amaderados vientos de la Czech Philharmonic Orchestra, con Václav Neumann en el pódium, terminan de redondear la grabación en vivo, con el piano dominando la toma sonora (Supraphon, 1976). 





Entre registros oficiales y corsarios, Marta Argerich ha grabado la obra al menos en treinta y seis ocasiones (!), la primera de ellas con tan sólo once años de edad. Siempre técnicamente diamantina, según avanza el tiempo su estilo (navegando por el reino de lo fantástico, lo nervioso y lo vibrante, de gran presencia rítmica) parece desmelenarse más y más asemejando la evolución de un incendio, creciendo según rola el viento. Podría elegirse la de Celibidache (Altus, 1974), aún disciplinada; con Rostropovich (DG, 1978), más temperamental; la de Harnoncourt (Teldec, 1994), con un finale arrollador; o desatada finalmente, con Chailly (Decca, 2006). 





Obra muy sensible al timbre con el que se colorea, el instrumento elegido por Andreas Staier es un fortepiano vienés de hacia 1850, cuyo sonido redondeado decae rápidamente, de tesitura baja rica y oscura y cristalinos agudos (en el piano actual toda tonalidad suena en esencia igual que cualquier otra) que destaca sobre la orquesta más que presidirla. Staier ocasional y deliciosamente arpegia los acordes, y gestiona el rubato a través de las dinámicas. Siguiendo las sugerencias interpretativas de Clara Schumann la cadenza se toca "con mucha calma, pensativa y pacíficamente, con humildad y amor" y el tempo del andantino es ágil. Históricamente informada, la impactante Orchestre des Champs-Élysées muestra violines antifonales y prominentes metales y timbales, y Philippe Herreweghe maravilla equilibrando los planos sonoros sin que unos oculten los otros (HM, 1995). Las secuencias modulantes en el finale desprenden un aroma revolucionario. En este enfoque eroico-beethoveniano se pierde misterio pero se gana en variabilidad, aparato dramático y carácter de los personajes que desfilan por la partitura.





Christian Zacharias plantea una proposición coherente que ha obtenido respuestas divergentes (existe una grabación por Bilson y Gardiner de 1990 que nunca ha sido publicada quizás para evitar críticas similares). En su paseo alpino, Zacharias se detiene y reposa para contemplar el paisaje: La matización de cada frase da un trazo inquieto e intranquilo; titubeo y duda que no deben ser confundidos con fragilidad. Florestán pasa a un segundo plano, vestido de elegancia pálida. La estructura mantiene una base rítmica estable que unifica los tres movimientos, erosionando el relieve del andantino central, que deja de ser el lento descanso, casi desmayado, de otras ópticas de romanticismo exacerbado, con una disparidad hiperbólica adiestrada por la tradición y sin que la partitura exprese realmente nada al respecto. Desgraciadamente la fresca articulación pianística, cuidadosa en sus dinámicas y escasa en el pedal, excede a la Lausanne Chamber Orchestra, plana y poco contrastada, sin que metales o percusión aparezcan. Quizás sea un defecto de la mezcla sonora, muy cercana al piano (MDG, 2000).





En un principio Franz Liszt se negó a interpretar la pieza porque no la consideraba suficientemente virtuosística. Discreta y gentil, incluso reflexiva y meditabunda, es la cómplice interpretación de Angela Hewitt, tejiendo con sus dedos una urdimbre ligada que acompaña a la orquesta, ocultando en drama lo que se revela en dócil y expectante sosiego. El andantino recoge un acertado planteamiento cantabile. Finale de tempo estable como un vals, liviano pero no indolente, alejado del habitual galope, pero ajustado a la marcación metronómica. Hewitt manifiesta la influencia bachiana con una digitación nítida, cristalizando el contrapunto, con una increíble independencia de las manos, sin grandilocuencia ni ostentación. Hannu Lintu lleva a la Deutsches Symphonie-Orchester Berlin por una senda camerística, imbuida de clasicismo. De manera consecuente la toma sonora (Hyperion, 2011) no empasta el timbre del piano con la orquesta, sino que lo segrega, incorpóreo como un fantasma hoffmanniano.





Alexander Melnikov emplea un enfoque muy directo y rústico. Sin ser un especialista del historicismo, su mordiente fortepiano Erard de 1837 contempla registros muy diferenciados que se emparejan divinamente con la sonoridad orquestal, especialmente sus metales y maderas (clarinete y luego oboe en la exposición del tema en mayor, cc. 67 y ss.). Con un primer movimiento lanzado y un segundo despreocupado y somero, el moderado tempo con el que se pauta el doliente y terrenal finale deslumbra con una claridad tímbrica que muestra lo atinado de la orquestación en equilibrio y transparencia textural, con unas últimas páginas que se despliegan con discreción, sin atisbo de la tan común precipitación. Pablo Heras-Casado airea las voces secundarias pero no logra rescatar de la lividez los atriles de la Freiburger Barockorchester (HM, 2014).