La Quinta Sinfonía fue compuesta por
Gustav Mahler en su casita estival de Maiernigg durante los veranos de 1901 y
1902. Entre ambos estíos ocurrió una circunstancia personal decisiva, aparte de
la siempre meditada motivación detrás del esquema compositivo de sus obras: El
encuentro, noviazgo y matrimonio con Alma Schindler. Un radical punto de
partida que rompe sus lazos con la voz humana para concentrarse en la música
puramente orquestal, renunciando a un programa literario (o en todo caso podemos
considerar la integral de sus sinfonías como una gigantesca biografía), donde
su férreo puño alea los aparentemente más disparatados elementos, ya sean
melódicos, rítmicos o armónicos, y donde diálogos, discusiones y altercados se
transforman en soliloquios, quejas, monólogos. La primera sinfonía rabiosamente
moderna, sin tonalidad específica, y cuyas sucesivas modulaciones transitan desde
las tinieblas a la luz. Se integra en un novedoso armazón que comprende cinco
movimientos articulados concéntricamente en tres grandes bloques, reconocibles
por la afinidad de los materiales temáticos y las atmósferas expresivas.
Primera
parte:
I. Trauermarsch: Posee una relativa forma sonata, con el material temático en continua transformación pero estructurado simétricamente en cinco partes ABABA: La sección principal (cc. 1-154) parte de una fatídica fanfarria de trompeta (especie de estribillo para vincular los diferentes episodios de la marcha que expresa la desolación contra la cercanía e inevitabilidad de la muerte) que colapsa en un tutti orquestal ff, desplegado como primer tema donde los instrumentos graves marcan el ritmo pesante, y un segundo tema en las cuerdas, de contrastado y elegíaco carácter; el trío I (cc. 155-232) supone una desgarradora explosión faústica, reexponiendo los dos tópicos fundamentales en un estallido de emoción, desatado en cromatismos febriles apoyados en acordes sincopados de las trompas; el regreso de la sección principal (cc. 233-322) aporta un nuevo dibujo que será el centro del movimiento siguiente; en la vuelta al trío II (cc. 323-376) la suavidad y resignación están lo más alejadas posible de la violencia expresionista del trío anterior y, sin embargo la sustancia temática está compuesta de variantes de los mismos motivos; la coda (cc. 377-415) anuncia el cariz mahleriano fantástico y grotesco que tanta presencia va a manifestar en sus sinfonías siguientes, desintegrándose desconsolada y exhausta.
II. Stürmisch bewegt. Mit grösster
Vehemenz:
Es el desarrollo dinamico-sinfónico de los temas
del primer movimiento, y que, a pesar de mantener la forma sonata, niega cada
expectativa e interrumpe cada continuación, y sin embargo de algún modo cada
abrupta transición se siente natural, incluso inevitable. La exposición (cc.
1-140) se construye sobre dos secciones contrapuestas: una tempestuosa, con un vehemente
tema en las cuerdas, y otra serena, iniciada por corcheas en terceras en los
vientos y sostenida tras la transición por un tercer tema presentado por los
cellos que es cita literal del primer trío. El súbito y colérico desarrollo
(cc. 141-322) comienza también a cargo de los cellos, que posteriormente lo
recrean en el ritmo de marcha inicial; la borrascosa recapitulación (cc.
322-519) es interrumpida por un glorioso y visionario coral en los metales que
desemboca en la coda (cc. 520-576), recogiendo el motivo evolutivo de los
vientos sobre trémolo de las cuerdas y terceras del arpa hasta desaparecer en la
desesperanza nihilista del arpegio de graves y timbal.
Segunda
parte:
III. Scherzo: Ambivalente deconstrucción de las danzas
vienesas en el que predomina un tono rústico y desenfadado en la sección
principal (cc. 1-135), un ländler que tiene a la trompa como instrumento
obligado (en cuanto al episodio secundario, es un inusual fugato en octavas); el
ritmo flexible y graciosamente vacilante sobre pizzicatti de las cuerdas
del primer trío (cc. 136-221) ya no caracteriza al paisaje campestre, sino al
vals de la ciudad, que se interrumpe con una brusquedad beethoveniana por el
retorno del motivo inicial en las trompetas; las ensoñadoras canciones en las trompas
del segundo trío (en seis elaboradas secciones, cc. 222-428) nos transportan
del mundo de la danza al de la naturaleza; en el desarrollo (cc. 429-489) y
recapitulación (cc. 490-763) los elementos rítmicos y melódicos de los tres
episodios diferentes evolucionan de forma estrecha, a menudo simultáneamente; en
la coda final (cc. 764-819) la refriega se vuelve inextricable.
Tercera
parte:
IV. Adagietto: Se ha comparado la Quinta con la novela fluvial proustiana, donde la realidad y la imaginación se funden en un modelo sintáctico y estético en continuo curso y cambio de situaciones psicológicas. Tras un scherzo como desarrollo entre planteamiento y desenlace la sinfonía muestra una imagen especular de los dos primeros movimientos, transformados en sus opuestos: En lugar de ira y conflicto, el adagietto ofrece calma y lirismo sostenido. El testimonio de Willem Mengelberg, anotado en sus propia partitura de la obra, apunta que, tanto Gustav como Alma le indicaron que el adagietto había sido concebido como regalo de compromiso, un vasto canto de amor para cuerdas y arpa, de esperanza trascendental e intimidad espiritual. El conmovedor romanticismo encerrado en él se expresa a través de un introspectivo paisaje de modulaciones, donde cada línea melódica ha sido refinadamente cincelada, al límite de un aparente neoclasicismo. De forma tripartita ABA, la sección central (cc. 39-71) introduce tensión en su modulación a varias claves menor y mayor. El retorno de la melodía principal es más comedido, pero hacia el final se desencadena un clímax con el valor de las notas aumentando y las resoluciones estiradas hacia la extenuación amorosa.
V. Rondo-Finale: La marcha fúnebre de la apertura regresa
en un exuberante rondó que quisiera ser triunfal. Vacilante en la introducción
(cc. 1-23), su exposición (cc. 24-240) adquiere la apariencia inusual de una
improvisación alegre y entretenida: Los diferentes patrones, que parecen lanzados
al azar, jugarán un papel esencial en los desarrollos futuros. Fue Beethoven
quien inspiró tanto su forma general, quasi sonata, como los entusiastas
elementos de fuga, que se suceden enriquecidos con recuerdos del adagietto,
se desarrollan (cc. 241-496) y recapitulan (cc. 497-710) hasta la irrupción del
coral (c. 711-748), en una apoteosis forzada que simboliza la victoria final de
las fuerzas de la vida y confirma la sensación de euforia generada por la
inagotable abundancia de temas, por la magia de ese sonido caleidoscópico,
donde fragmentos y células melódicas, siempre familiares, pasan y pasan una y
otra vez. Aún así, en la coda (cc. 749-791) Mahler asume
instintivamente la ambigüedad fundamental, la angustia secreta y la
incertidumbre que son la marca de su tiempo y que todavía pesan sobre el
nuestro.
188 lossless recordings of Mahler Symphony no. 5 (Magnet link)
No cabe sino calificar de documento histórico
el rollo de pianola que Mahler realizó para la compañía Welte & Söhne el 9
de noviembre de 1905, exponiendo el primer movimiento de su nueva sinfonía. Las
limitaciones del sistema, sobre todo dinámicas, deben hacernos extremar la
precaución acerca de su técnica pianística, pero lo que se preserva es
fascinante: los efectos en los pedales, las deliberadas anticipaciones rítmicas
en la mano izquierda, los acordes arpegiados, el destacado contraste entre
secciones staccato y legato. En cuanto a su práctica como director,
podemos apreciar la elección de tempi
(al menos durante aquella tarde), el impulso inercial del discurso que oscurece
los detalles, la lírica con la que expone el tema elegíaco (cc. 34 y ss. ), el
arrebato de la entrada del trío I (cc. 155 y ss.), y en especial el dúctil tratamiento
del rubato, desafiante de notación musical. La grabación patrocinada en 1992 por
la Fundación Kaplan acopla el rollo Welte-Mignon a un moderno Steinway a través
de unos dedos neumáticos, por lo que
el sonido es magnífico (y ucrónico).
Ya hemos visto como no sólo Willem Mengelberg colaboró
cercanamente con Mahler en sus apariciones con el Concertgebouw como director
invitado, sino que contó con su amistad personal y estima profesional (“su arte de interpretación revela una
profunda afinidad y una penetrante inteligencia de mis obras. A nadie más le
confiaría una obra mía con entera confianza”) y nos legó el propósito del adagietto como íntima declaración
amorosa. Su devota ofrenda de
1926, elásticamente fluida, liberada de las barras de compás, frasea inmiscuida
por el maleable rubato mengelbergiano, los tintados y coordinados portamenti (deslizamiento entre notas) en
las cálidas cuerdas, embelesadas por el vibrato. La asunción de que es un lied sin palabras condiciona la elección
de un tempo que la voz pueda sustentar (las frases suelen impulsarse
después del tercer pulso de compás, justo donde Mahler marca la respiración), y
da lugar a la que parece ser la grabación más breve, de apenas 7 minutos (en la
partitura que Mahler empleó en la premiére
de 1904 se tasó su duración en siete minutos y medio); en el extremo opuesto
estarían los 15:13 del concierto ofrecido por Hermann Scherchen en Philadelphia
en 1964 (Tahra), en el umbral de la inmovilidad taverneriana, o los 28 segundos que Dimitri Mitropoulos consagró
a la última nota (New York Philharmonic, Music & Arts, 1960). Mark
Obert-Thorn ha conseguido con su proverbial esmero corregir los desfases de
velocidad de la fuente en 78 rpm en la edición Naxos.
Naturalmente el otro apóstol de Mahler
es Bruno Walter, conocido por los miembros de la New York Philharmonic
Orchestra como The Pope, y que
pontificó la primera grabación completa de la Quinta en 1947. Una obra
que Walter conocía particularmente bien, habiendo trabajado cercanamente al
compositor durante su prolongada publicación (la última revisión en 1911, tres
meses antes de su muerte, se puede considerar como provisionalmente
definitiva, dado que Mahler hubiera realizado otras correcciones de haber
conducido la obra nuevamente). Concisión sinfonico-clásica (exenta de los
expresionismos y/o efectismos de otras lecturas posteriores) a través de la
pulcritud un tanto distanciada en el seguimiento de las prescripciones de la
partitura (que, recordemos, no sólo dictan el tempo, sino también el carácter). El cuidado fraseo, maravilloso, de
línea continua elegante y cantabile, contempla sin embargo escaso rubato dentro
de una sección o frase: Así pues, una diferencia sustancial respecto a la senda
mengelbergiana o al propio Mahler pianista. La marcha fúnebre adopta un paso
militar afilado e inquieto, y cuyas reminiscencias se advierten en las
secciones lentas del siguiente movimiento, de moralidad bucólica. Muerde el ritmo
urgente por todo el scherzo, su parte
final delirante. Adagietto intenso y
tranquilo (en talante, no en cadencia, 7:36), con armonías suspendidas de
reserva casi dolorosa y un clímax decoroso, el arpa perdido en la resonancia de
las cuerdas; aún así no es comparable al registrado una década antes con la Wiener
Philharmoniker (Opus Kura, 1938). Finale
frenético marrado por la descoordinación de las cuerdas en los fugato. La
última reedición de Sony nos habla de la dificultad de cristalizar la compleja orquestación
en sonido monofónico.
La
Orquesta del Royal Concertgebouw de Amsterdam era
todavía en 1951
el conjunto que Mengelberg había disciplinado durante el último medio siglo, y
por tanto con relación directa con el compositor. Sabida es la condición improvisada de los conciertos de Rafael Kubelik, donde la permisa
estructural es secundaria. Aquí prosigue la senda walteriana en otra aproximación
panteísta de tempi ligeros y dinámicos, nunca temeroso del
rubato o de la acentuación de los elementos sardónicos,
pero tendente a la supresión de lo neurótico. El trío I (c. 155 y ss.) es efectivamente contrastado pero no dramático,
dado el rápido ritmo con el que arranca la obra. En el segundo
movimiento la tímbrica rústica y folcklórica en los vientos, alejada de las
pulidas y satinadas contemporaneidades, despliega un filtro en sepia que Mahler
habría comprendido como suyo. Pastoral scherzo, donde la pareja
hombre-naturaleza parece presente de manera casi nietzscheana. Adagietto
ligero, adecuado a la noción de “canción sin palabras”, con francos enlaces a
varios de los lieder compuestos en el
mismo periodo. Vigoroso y fresco finale
a pesar de los desaciertos de las trompas y el quejumbroso timbre de las
maderas.
La edición de Tahra en sonido monofónico, lejano y a
veces saturado, transmite la ilusión de una recepción radiofónica en una venerable Telefunken a válvulas.
Rudolph
Schwarz ejemplifica el destino de Mahler si éste hubiera vivido unas décadas
más, reeducado en un campo de
concentración nazi. Quizá por
ello favorece el perfil humanista a salvo de histrionismos o dramas
psicológicos. Destaquemos desde ya
una
toma sonora que permite atender a la magnífica articulación de maderas y
metales, pese a que Schwarz desecha
muchas de las minuciosas y asertivas instrucciones prescritas por la partitura;
siguiendo el modelo walteriano, el tránsito al trío I es moderado; la coda
propala un ambiente ominoso, henchido en la percusión de misterio y
desesperanza. Adagietto delicuescente
cual lied (7:34), de texturas
primaverales. La complejidad de trenzado en scherzo
y finale es observada con justicia y
ejecutada con ecuanimidad. Es notorio que Horenstein ensayó y desempeñó la obra
con la London Symphony Orchestra en los meses previos a la grabación, y siendo éste el único documento mahleriano de Schwarz, nunca sabremos hasta qué punto la
responsabilidad es suya o compartida. ¿Que
el registro tiene más de sesenta años? Espaciosa, clara y detallada, con impacto
y definición, la cinta magnética de 35 milímetros (Everest, 1958) avergüenza a los actuales sistemas digitales.
Vaclav Neumann
decía que “en la
música de Mahler se encuentra todo el dolor que esperaba a Europa”. Esta declaración de principios comporta una interpretación nada sentimental, de expresionismo descarnado y claridad camerística, los tempi
raudos y todavía cercanos a los de Walter. Una furiosa Gewandhausorchester Leipzig abre con una implacable y brusca marcha, más castrense que fúnebre, quizá falta de
densidad tímbrica y emotívica pero donde las digresiones iconoclastas refulgen obvias: Mahler escribe en la partitura
“Los tresillos de este tema [de la trompeta] siempre deben tocarse
algo apresuradamente (cuasi acel.), a la manera de fanfarrias militares”. El turbulento y diáfano segundo muestra un sentido
organizado y coherente de las secciones, y contrasta con el perentorio y juvenil
scherzo, de fraseo sencillo. Dicha moderación se asocia mejor al adagietto. Finale gentil, con maderas
de sabor eslavo. Espacioso y cálido sonido con los metales un tanto distantes (Berlin Classics,
1966).
“En la sinfonías de Mahler hay muchos
momentos sobresalientes, pero solo un clímax real, que uno debe descubrir”.
Esta intuición de John Barbirolli le hace centrar
(como Neumann, Kubelik o Tennstedt) el discurso narrativo alrededor del adagietto, manufacturándola globalmente inconexa,
afable y bellísima (tanto como la de Maazel, Wiener Philharmoniker, Sony,
1982). De contrastes sonoros o de tempi (éstos
siempre muy elongados) caballerosamente poco acentuados, limando los choques
neuróticos, la partitura se siente acariciante, de manera que va relatando un día
perfecto por la campiña inglesa, comenzando con amenazantes nubarrones (los
brahmsianos tresillos a partir del trío) sobre el paseo matinal rubateado (más
que mortuorio); cierta letargia acompaña la digestión del segundo, tras el cual
Barbirolli se relaja con humor elgariano entre té y emparedados en el scherzo, saluda las modulaciones
armónicas del amable
adagietto, y celebra un final festivo con noria giocosa y globos que se persiguen en los fugatos. El sonido resiste,
con presencia y profundidad del poderío orquestal, las cuerdas espesas, los
elocuentes vientos de la New Philharmonia todavía klemperianos, los metales incisivos,
la percusión restringida por sobrios motivos estéticos (EMI-Esoteric, 1969).
El conceptualmente calvinista Bernard Haitink
hace ronronear los primorosos e inofensivos metales de la Koninklijk Concertgebouworkest en la
Conciertos de Navidad de 1986 (Philips). En esta ocasión algo más libre que en sus otros acercamientos a la obra, Haitink expone más
que interpreta, con claridad orquestal, cohesión y rigor, limpio y austero, con
las indicaciones de la partitura discretamente observadas. De fraseo educado, moderno-expresionista más que romántico
tardío, Haitink marcha a métrica fúnebre, casi como en un cortejo. También el segundo
movimiento sabe demasiado formal, apartado del “violento y agitado” que reclama Mahler. En cuanto al
desarrollo vital del resto de la obra, al esquizofrénico scherzo le falta inercia, y al resplandeciente adagietto vigor amoroso. Una Heldenleben donde solo
resulta verdaderamente heroico el finale.
“Si sigues estudiando conmigo los próximos diez años, serás un gran
director. Pero si empiezas ahora tu carrera, solo serás como Bernstein”. Y
ciertamente que Eliahu Inbal confió en el malvado Celibidache, del que aprendió
su planteamiento analítico. Pero también fue capaz de romper las limitaciones
del clasicismo sinfónico de un Haitink para situarse en un territorio medio, pero
con la ventaja del conocimiento propio y recóndito de la herencia hebraica, y
partiendo de esa base conceptual de un Mahler como lucha interior y caótica nos
arrastra a un flujo de materia plástica e inacabada (el golem), a una historia desordenada donde se aprietan la vulgaridad de
la música callejera, las pretensiones de la orquesta de café y el boato de los
valses de palacio. La ligereza mozartiana de la Frankfurt Radio Symphony
Orchestra (Denon, 1986) plasma en el primer movimiento una aproximación
devastada surcando un oleaje lento y desolador (con los brillantes solos de la
trompeta -sin variación dinámica el primero, pero de fraseo muy libre- como
únicas ocasiones en que el sol berliozano logra abrirse camino a través del
manto de nubes, eximido en parte en un histérico trío) antes de liberar la
furia del segundo, de transiciones abruptas e índole ácida. La relajación
inusual del scherzo enlaza con un
dulce adagietto, que expone de manera convincente la
relación con el ciclo Wunderhorn. Neutral finale, con solo un amago de fina ironía. Asombrosa panorámica, con
los solistas puestos en perspectiva; no tanto la percusión, pity.
Mahler puso más indicaciones dinámicas y
expresivas que ningún otro compositor en la historia, y aún así profetizó a
Bruno Walter que estaba seguro que los directores posteriores a él seguirian
introduciendo cambios. Y así hace Leonard Bernstein: “Me siento tan cerca de su música de que a veces siento que la he
escrito yo, asi que puedo juguetear un poquito, aquí y acullá”. Las
habituales ya saben de mi debilidad por su Mahler contradictorio y cercano, la
peregrinación narrativa, el excelso prisma de hallazgos tímbricos, saboreando
meandros de incertidumbre, de melodrama exagerado e imprescindible, de
histrionismo autoindulgente. Y con esta extrema certeza explora la red sutil de
relaciones temáticas que unifica la obra. Contrastado primero, donde la marcha
torna meditación extraviada y se crispa dolorida en el trío, usurpando el
legado de Mitropoulos (no en los ritmos claustrofóbicos). El combate
aniquilador en el segundo se toma unas pausas intermedias teatrales y no
solicitadas por la partitura, con cada instrumento abatido salvo los
desafiantes trombones. Variopinto y ágil scherzo
(tenebrosa su primera parte, vals melancólico), pintado a lentos trazos (en su
copia personal de la partitura Bernstein escribe “To hell with it—lets get drunk—A ball” ). Delicadísimo y
evanescente adagietto (la
deconstrucción de los acordes del arpa como una secuencia de notas
independientes), pero ya sin el rugido final de los bajos en su lectura para
CBS en 1963. Finale jubiloso con los
fugatos henchidos de optimismo y el coral perfectamente integrado. La laxitud
general permite a los atriles de la Wiener Philharmoniker deslumbrar en cada
intervención (por ejemplo, las trompas en el primero, o las cuerdas en el adagietto) y resaltar la atrevida
novedad de la orquestación, subrayando detalles con una enorme sensibilidad. Cambios
de tempo repentinos (pero Mahler era
particularmente aficionado a la marcación plötzlich
"súbito") y rubato
omnipresente, dislocando cada compás a sus límites en un espacio-tiempo
distorsionado por la masividad de un Lenny en trance: “His conducting has a masturbatory,
oppressive and febrile zeal, even for the most tranquil passages. He uses music
as an accompaniment to his conducting” (Oscar Levant). Como todo su segundo
ciclo mahleriano, la toma sonora procede de conciertos en vivo, de vastísima
gama dinámica, tímbrica dorada y robusta (DG, 1987). ¿Grotesco Bernstein?
Orgiástico, fantasmagórico, agotador. Un Dorian Gray cuyo retrato está por
descubrir.
Otro director cuyas interpretaciones son
decididamente personales, casi peligrosas, sobre todo en vivo, es Klaus Tennstedt.
La emocionante reunión de la Orquesta Filarmónica de Londres con su director
musical tras superar un cáncer el año anterior determina especialmente la ocasión.
Su noción romántica y germanófila se oscurece y dramatiza: El paso tentativo y
con leves titubeos de la marcha fúnebre que Tennstedt va planteando resaltan la
ferocidad del arranque del trío, mientras la rabia del segundo movimiento se ve
templada por secciones de ritmo ligero. La LPO demuestra su virtuosismo en el
extrovertido y pictórico scherzo. Adagietto susurrado que apenas avasalla
en su tristanesca resolución. Como Rattle o Giulini, Tennstedt difumina la
exageración o vulgaridad hebraicas. El público congregado el 13 de diciembre de
1988 en el Royal Festival Hall estalla tras el paroxismo triunfal y angustioso del
coral conclusivo. La deliberada acritud de los timbres y la exuberancia de los
planos sonoros chocan con la difícil acústica en la toma sonora (EMI).
Pierre Boulez
llegó a Mahler después de descubrir las obras de Schönberg, Weber, y
especialmente Berg. Consecuentemente su Mahler mira sin artificio al futuro, a
las cercanas conquistas de dichos compositores. Inexorable alternando el
terciopelo y el látigo, con gran impacto en los tuttis orquestales,
Boulez moldea plásticamente los cambios de tempo sin necesidad de
preparación previa. El equilibrio tímbrico es una de las señas de identidad del
Boulez compositor, mediante el control dinámico de cada atril: Los vientos
igualados en protagonismo a las satinadas cuerdas y una percusión a la baja,
reprimida con puño de hierro. La marcial marcha, sabiamente dubitativa en el
tema principal, solo arrecia marginalmente en el trío, buscando la emoción
desde la claridad. Similar honestidad se persigue en el segundo movimiento, donde,
como Walter, mantiene la línea conectando con fluidez los diferentes episodios.
Estructurado scherzo, diríamos poco
mahleriano por su sencillez panteísta, y que conserva intacto al oyente al
final de la audición. Y ésta es precisamente la pega de un, por otro lado,
irreprochable pero poco audaz adagietto.
Excelente toma sonora, que hace justicia a las intervenciones de la maravillosa
trompeta de la Wiener Philharmoniker (DG, 1996).
Con el acceso de Riccardo Chailly a las partituras
pertenecientes al Royal Concertgebouw Orchestra, prolijamente anotadas por
Mengelberg, podríase pensar en el inicio de una cruzada recuperadora de la
tradición interpretativa (si bien “tradición
es abandono”, Mahler dixit) del
insigne director holandés. Chailly podría haberse erigido en su medium
espiritual además de textual, por ejemplo en la colocación del primer trompa (atención
a su lírico vibrato) inmediatamente situado detrás del concertino en el
espectacular scherzo, dispuesto con
acierto como eje central y concertante de la sinfonía. Nada más lejos de la
realidad: Chailly se sitúa en
esta misma línea (necesaria y) analítica y de neutralidad
interpretativa, minimizando el aporte judío, pero en una latitud más templada
que Boulez, Karajan o Abbado, por ejemplo en el carácter del adagietto, radiante, cariñoso y no
desgarrado, aunque su tempo no siga
el mandato historicista, con más técnica que comunicación. Vibrante el rondó
final, con sus líneas internas finamente esculpidas, por no hablar de la velocidad
suicida en el final del segundo movimiento. La modernidad del colorido poético
mahleriano y la exposición de los detalles interiores se plasman en la gestión
intensa de los múltiples micrófonos, quizá en demasía como en el arpa
omipotente (Decca, 1997).
El concepto sinfónico como ente orgánico y progresivo
debido a Jascha Horenstein (Berliner Philharmoniker en un concierto goyesco en
Edimburgo en 1961, editado por Pristine) resucita en la lectura de Rudolf Barshai
(Brilliant, 1999), poseedor de una erudición íntima y cohesionada de la
partitura: Primer y segundo movimientos (un tanto restringidos) se fusionan en un
propósito fluyente cuyo objetivo es un devastador clímax. Scherzo
lentísimo, permeado de fluidos ritmos de danza, salpicado del mecanicismo feliz
de los vientos. El rápido adagietto (obviando las marcas de respiración
pero exponiendo la tensión entre la melodía sincopada y las suspensiones
armónicas) resulta sincero en su intrincada combinación con el sustancial rondó,
desentimentalizado y de aplastante lógica contrapuntística. Máximo el interés
bachiano porque la polifonía sea nítida en todo momento (de nuevo Mahler se
confiesa: "No puedo describir como aprendo continuamente de Bach, como
un niño, sentado a Sus pies”). Barshai, desde su formación como violista,
gusta de enfatizar el registro grave en unas cuerdas de camerística nitidez. Capturado
espaciosamente en una sola interpretación en vivo (con algún molesto ruido de
audiencia) con reverberación cavernosa y extremismo dinámico (en general p
y pp suenan demasiado, escúchese el demoledor tam-tam en el segundo
movimiento, c. 544). La Junge Deutsche Philharmonie es una entusiasta orquesta
estudiantil que consigue aquí un arrebatador resultado.
Como
es habitual en estas producciones de Telarc hay un instructivo añadido
pedagógico, donde, apoyándose en ejemplos propios o ajenos, Benjamin Zander
recupera al Mahler vintage con la convicción de un misionero: Se asienta
en el muelle fraseo del propio compositor en su interpretación al piano para
articular no sólo el ritmo fúnebre de la marcha, sino también la metodista
enunciación de la trompeta solista. Asimismo el meticuloso adagietto, con las marcas de respiración cuidadosamente observadas,
está fundamentado en la vetusta e inigualable grabación de Mengelberg. Zander lleva
con plasticidad bernsteiniana a la Philharmonia Orchestra por el silencioso ímpetu
del segundo movimiento; la claridad que aporta el tempo laborioso en el finale
le resta algo de conmoción y energía. Entre ambos, el polarizado scherzo
delata su importancia crucial en la estructura de la obra, y sus secciones
contrapuntísticas revelan la necesaria separación antifonal entre violines. Parte
de la paleta mahleriana se pierde en una familia de percusión perfectamente
planificada pero poco audible en la toma sonora realizada en 2000.
Dejaremos sin respuesta las translúcidas provocaciones de Roger Norrington (Radio-Sinfonieorchester Stuttgart, Hänssler, 2006) pero
no las de François-Xabier Roth, que tomó la dirección de la Gürzenich-Orchester
Köln ciento y un años después de que esta orquesta ofreciera la premiére de la sinfonía en 1904. A pesar de estar compuesta directamente para una gigantesca
orquesta, la instrumentación está tamizada por el gusto mahleriano de los
sutiles efectos de música de cámara. Y a partir de ahí Roth traza una narrativa simple y disciplinada, de
rasgos neoclásicos (la objetividad contemporánea de texturas aéreas y líneas
claras), y redescubre su sonoridad, negándose a decorar o embellecer la música,
ni a intoxicarla con histrionismos añadidos. El equilibrio tímbrico (enfatizando
la polifonía en los planos de bajos) y los fraseos son diferentes a lo
acostumbrado, con abundancia de portamenti y glissandi. Roth
otorga una exquisita atención a las dinámicas, a veces virulentas, y descarta
el vibrato a excepción de las escasas solicitudes de Mahler. Apremiante
primero, rebosante de gravitación rítmica, y segundo próximo al mundo pastoril
de la Cuarta. Claroscuros en el scherzo y sorpresiva sección final
del adagietto, subrayando el Noch
langsamer (más lento), como si cada nota dudara en descender y recuperara infelizmente su
lugar dentro del acorde perfecto. Finale sin monumentalidad pero de gran transparencia mendelssohniana. La
colocación antifonal de cuerdas y metales ya se había empleado por Kubelik o
Barenboim, y obviamente es uno de las méritos de la grabación (HM, 2017). Quizá
ya sin la mística de las generaciones que conocieron al hombre, las nuevas ya
solo ven su música, las sinfonías clásicas del siglo XX.
Podemos estar de acuerdo con Barbirolli en
que cada sinfonía de Mahler tiene un clímax. Yo lo encuentro en el compás 101
del adagietto, donde los contrabajos (llegando desde fortissimo)
preceden a la resolución tonal de la melodía que los violines completan en la
siguiente medida. El detalle no es baladí, ya que la inmensa mayoría de los
directores anticipa el característico morendo del último compás del
movimiento a los cuatro últimos (c. 100 y ss.), donde Mahler todavía exige la
marcación tempo-emotiva Drängend (urgente). Algunos pocos respetan dicha
minucia pero ninguno combina la carnalidad lujuriosa de los sforzati salvajes de Bernstein (1963) y
Levine (1977), las tenues dinámicas de Shipway (1996) y Eschenbach (2004), los
palpitantes rubati de Bertini (1990)
y Barshai (1999), o la disposición antifonal de los violines de Meister (2011).
Seguiremos esperando la versión soñada.