lunes, 29 de noviembre de 2010

Fauré: Requiem

Gabriel Fauré (1845-1924) es un puente entre las ricas sonoridades románticas y la brillante transparencia que evocan las tonalidades impresionistas. Ningúna otra obra captura la esencia de esta dualidad como su opus 48. El Requiem de Fauré no es como los demás: lírico y gozoso, su atmósfera no es trágica, doliente o lúgubre, sino de emociones predominantemente tranquilas; ejemplo de conciliación entre el individuo y la muerte, en vez de instigar el miedo pone su confianza en el descanso eterno con un halo de paganismo en términos de significación universal y no sólo católica.

Los siete movimientos del requiem forman un arco con análogas simetrías estructurales y texturales: Un sombrío unísono en re menor inicia el Introït en la orquesta e introduce al susurrante coro, declamando la oración inicial en bloques armónicos simples e iniciando un monolítico ascenso hacia "et lux perpetua". Después asoma el tema principal: una melodía sencilla y modulada, más un acompañamiento instrumental de ritmo regular y una destacada línea contrapuntística en las violas -instrumento dominante en la obra-. Las armonías son claras, puras, modalmente inspiradas; las texturas diáfanas, casi monocromas; el drama está presente, pero siempre tenue y soterrado. El verso “Te decet hymnus” embruja en las voces infantiles (el mismo Fauré dirigía un grupo en La Madeleine) finalizando suavemente. El coro al completo solloza sobre la ondulante melodía en los cellos en el breve “Kyrie”.


La extraordinaria progresión de la oscuridad a la luz que supone el Offertorium comienza con una introducción sobre las cuerdas graves, después de la cual las contraltos y los tenores entran a capella, evocando la austeridad del canto llano y alternando pasajes en octavas simples con imitaciones canónicas para dos voces. El pasaje con acompañamiento modula ligeramente, aumentando gradualmente la intensidad de expresión hasta la entrada del coro. El solista aparece en el “Hostias” con un tema declamatorio: Fauré prefería “un bajo-barítono gentil, con algo de cantor monacal". El coro retorna con un desarrollo en "O Domine”, su tristeza aparentemente aliviada, y la breve sugerencia de temor es pronto disipada por la calma radiante del “Amen”.

Despues de las violas de la sección anterior (el propio Fauré pedía: “cuantas más violas mejor”) los violines suenan cándidos en el Sanctus. Trémulos arpa y cuerdas acompañan a los ecos de sopranos y tenores. Los metales marcan el comienzo de un alegre "Hosanna" antes de que el movimiento se funda en una coda felizmente meditativa, mientras la armonía modula ingrávida.

El festivo Pie Jesu es un solo de soprano de asombrosa simplicidad, con interjecciones orquestales que añaden un inusual aroma pentatónico. El compositor optaba por una cantante femenina adulta en lugar de un niño soprano, ya que las frases largas requieren un exhaustivo control de la respiración.

La intrincada melodía de apertura del Agnus Dei se convierte en un delicado contrapunto de espíritu bachiano al tema coral de los tenores. Este es el punto de partida para el reto mayor del réquiem: Un pasaje opresivamente armonizado del coro que amaina en un sosegado retorno del tema de apertura hasta el conmocionante y aislado re mayor de las sopranos, extendido sobre "lux”, modulando mágicamente a la bemol, antes de llegar al clímax en el suplicante “quia pius est". Su desolación da paso al redentor sonido de las cuerdas del comienzo del movimiento.

En el Libera me el barítono ora ferviente y calmo sobre el ansioso latido de las cuerdas graves en pizzicato. La entrada del coro en “Tremens, tremens" conduce a Fauré al único gesto referido al Juicio Final: un breve Dies Irae en el que el ritmo binario simple da paso a uno compuesto, con los metales ardientes al fondo. El coro regresa al unísono contra el sutil pero amenazante tronar de los timbales.

El requiem concluye con un ostinato en semifusas del registro superior del órgano que mece una angelical línea de soprano: En paradisum. Coro y cuerdas florecen antifonalmente en suaves armonías; el halo de cuerdas, arpa y órgano crece y se ilumina antes de disolverse en el arrullo de la muerte.








La dirección de André Cluytens es sobria, fervorosa e idiomática, pero las aportaciones de los solistas son el hito imprescindible de este registro: la inmaterial pureza luminosa, devota en la oración, de Victoria de los Angeles (marcando demasiado las erres, a la española), e íntima, sensible, clara y contenida en la dicción la del barítono Dietrich Fischer-Dieskau. Verdaderamente mal el Elisabeth Brasseur Choir: de entonación voluble, la línea soprano aparece un tanto escuálida, y en ciertas entradas (“Te decet hymnus”) indecisa. Peor es lo del vibrato, terrible. Excelente la fina orquesta de la Societé des Concerts du Conservatorie du Paris, ni estridente ni coloreada, a veces lánguida en los tempi, lo que lastra el fraseo. Prominentes arpegios organísticos en Paradisum, quizá de dudosa elección los registros. Grabación cálidamente atmosférica, de nitidez armónica y rítmica diluída en la amplia acústica de la parisina iglesia de Saint-Roch, perfecta en este clima de plegaria (EMI, 1962). La pobre edición y los ruidos en los atriles merecen la absolución.

 







Nada más claro o más puro ha sido escrito. Ningún efecto externo altera su sobriedad y su severa expresión de pena, ningúna agitación turba su profunda meditación, ninguna duda empaña la suave confianza o su delicada y tranquila esperanza”: Nadia Boulanger fue amiga y discípula del compositor en el Conservatorio de París. Por tanto es la opción de la emoción y la autenticidad (o de la traición): La partitura que empleaba estaba dedicada por el mismo Fauré ("un lun excellente eleve [M.sup.lle] Nadia Boulanger / hijo Vieux professeur devoue") y fue anotada en gran medida con análisis en cada sección, mostrando la estructura general y temáticas clave del movimiento, correcciones a la edición, traducciones al francés de los textos latinos en las partes vocales, marcas de interpretación tales como ligaduras, acentos, indicaciones de dinámica y expresión, respiración de los cantantes, etc. A los 81 años Boulanger hace tal profesión de fe en la obra, con tal austeridad y economía de gesto que la concepción original como obra de cámara para órgano y cuerdas graves es discreta pero audible bajo la versión orquestal. ¿Qué más? La transparente BBC Symphony Orchestra afronta tempi lentos, y el BBC Chorus ocasionales problemas de afinación. El estilo efectivo y sencillo, sin amaneramientos textuales, de John Carol Case casa mejor que el vibrato continuo de Janet Price. Opaco y apelmazado el sonido (BBC Legends, 1968).









El Requiem de Fauré es una obra idealmente propicia para el temperamento de Sergiu Celibidache y su concepto fenomenológico del transcurso sonoro. Una centelleante concepción, de evasiva belleza, mística y sublimada, donde la claridad expositiva conecta el lógico sentido constructivo y la resolución de (todos) los detalles. Cuidadoso equilibrio interno y exquisitas gradaciones dinámicas, vitalidad en las imposiblemente distendidas líneas vocales: a pesar de que la interpretación le dura a Celibidache nada menos que 44 minutos -en una obra que el mismo compositor, experimentado intérprete de la misma en catedralicias acústicas reberverantes, estimaba en “30 minutos, 35 como mucho”- hay secciones de tempi estimulantes, como el Sanctus, cantarín y fluído. Estupendo sonido tomado de una representación en vivo (EMI, 1984) con la Münchner Philharmoniker, el Philharmonischer Chor München, la extrovertidamente dramática Margaret Price y el cavernoso Alan Titus. Rotunda presencia del órgano.








Posiblemente muy alejado de las intenciones festivas del compositor (que, irónicamente, era un agnóstico confeso a lo que el llamaba “ilusión religiosa”), Carlo Maria Giulini no se limita a dirigir píamente a la Philharmonia Chorus & Orchestra (DG, 1986), sino que el mismo se coloca casulla y estola, oficia, y hace suyo el énfasis del autor en la palabra “requiem” (descanso; en cinco de los siete movimientos) para esta lectura inmoderadamente contenida, orada más que cantada. Es innegable que la maniobrabilidad de unos efectivos orquestales y corales amplios limita la elección de los tempi, pero sin duda es la unción de espiritualidad y el profundo sentido humanista los que dictan la monumentalidad al estilo germánico (pienso en Bruckner y Brahms). Frugal en la diferenciación tímbrica, emana serenidad, reposo y luz interior. Acusada diferenciación de dinámicas entre la orquesta (a menudo muy sonora) y los cantantes, Kathleen Battle y Andreas Schmitd, de marcado tinte operístico. El coro, cual representación de plañideras, permanece velado, a bajo nivel en general, aunque cuando Fauré exige ff se muestra masivo. Toma sonora comprimida espacialmente, el órgano sepultado y casi inaudible.








Hasta finales de la década de 1980 la versión para orquesta sinfónica fue la única conocida. El descubrimiento del material original de las interpretaciones en La Madeleine, corregido y en parte copiado por el propio Fauré, hizo posible la reconstrucción de la primigenia versión de 1893: El núcleo de la obra data del otoño de 1887 y Fauré sólo tuvo tiempo de completar parcialmente la orquestación, que no obstante era un tanto atipíca (violas, cellos, órgano, arpa y timbales). Unos meses después añadió dos trompas y dos trompetas. El solo para barítono del Offertorium se integró en 1889. El Libera me escrito inicialmente en 1877 para voz y órgano, fue incorporado al Réquiem en 1891, lo que supuso la adición de tres trombones al conjunto. Sin embargo, el estilo conjunto es homogéneo: Esta original orquestación (sin violines ni maderas) huye de la brillantez y espectacularidad, tornando oscuro el color, pero sin caer en lo tenebroso. Philippe Herreweghe proporciona una lectura muy bien planificada y estructurada, con un canto cercano al clima eclesial para el que fue concebida la obra. Escrupulosa atención a los reguladores dinámicos de los reducidos conjuntos corales, el Paris Chapelle Royale Chorus y el coro infantil Petit Chanteurs de Saint-Louis aupándose a las líneas superiores. Los solistas responden también a ese perfil frágil, con la soprano Agner Mellon obteniendo un timbre blanco muy similar al de un muchacho, y Peter Koy controlando suavemente la resonancia de su canto. Nada ostentoso, el Ensemble Musique Oblique (íntimo en escala y consolador en contenido) subraya el lirismo de la primitiva propuesta faureana. Las trompas adquieren un énfasis dramático (su primer ataque en el Introït roza la impaciencia) y colorean la textura básica de las cuerdas y el órgano. De tempi serenos, se trata de una lectura que hace hincapié en los aspectos íntimos de la obra, como en el Sanctus, donde un violín solo flota en quieto éxtasis sobre las sopranos. Audible y tétrica contribución de los timbales en el Kyrie. Toma sonora clara y espaciosa (Harmonia Mundi, 1988).








También John Elliot Gardiner empleó la recuperada edición de cámara de 1893. La Orquesta Revolutionaire et Romantique asume una composición reducida, de sonoridades íntimas, donde cada instrumento actúa como solista. Gardiner (alumno de Nadia Boulanger), aborda la obra como una meditación recatada y solitaria sobre la muerte como descanso, enlazando con la sobriedad luterana de la obra organística de Bach, estudiada e interpretada infatigablemente por Fauré. Él resultado es de una exquisita calidad tímbrica, llevada a la levedad y al susurro. Excepcional la calidad vocal del coro Monteverdi (técnicamente perfecto, empaste aterciopelado en la más alta expresión, notable el uso de contratenores), que asume el protagonismo de la interpretación, junto a una delicada Catherine Bott, con un etéreo resplandor de vibrato, y un apropiado registro liederístico de Gilles Cachemaille. Analítica toma sonora para Philips en 1992.








Basádose en la última edición historicista de la partitura (1998) Philippe Herreweghe abordó la versión para orquesta sinfónica con varias elecciones que otorgan a esta interpretación una distintiva sonoridad: En primer lugar, la dicción fonética de la obra que es cantada en latín galicano con un fuerte acento nasal francés, el tipo de pronunciación empleado en las iglesias parisinas hasta que en el año 1903 el Vaticano uniformizó la pronunciación de acuerdo a la práctica romana. Herreweghe utilizó como base la primera grabación del requiem en 1930 (sólo seis años tras la muerte de Fauré, y que puede escucharse en http://satyr78opera.blogspot.com.es) debida a Gustave Bret, un director al que el compositor admiraba. A ello se añaden la claridad de texturas de los instrumentos de época, y la suavidad de un gran armonio en primer plano como alternativa sugerida por Fauré en lugar del órgano. Todo ello se equilibra helénicamente en conjunto con tempi más rápidos que en su pretérita versión camerística, lo que desvela el rostro siniestro de páginas como Libera Me. Pese a la amplitud de medios utilizados en la Orchestre des Champs Elysées, éstos casi nunca se utilizan al límite de sus posibilidades, y siempre nos movemos en un clima de contención y serena meditación. La Chapelle Royale y el Collegium Vocale Gent aportan un novedoso ambiente de sensualidad y misterio. Johannette Zomer, fresca y suave, ilumina el final de cada verso con un leve asomo de rápido vibrato, y Stephan Genz con su ligera, vibrante y cálida voz de barítono, completan otra diana de Harmonia Mundi (2001).








Las tres docenas de voces que integran con precisión (qué maravilla de pianissimi) el coro Accentus se rodean del coro infantil Maìtrise de Paris en una lectura expresiva y refinada, de dinámicas contenidas, en la que Laurence Equilbey consigue clarificar el necesario sonido camerístico a los 56 miembros de l'Orchestre National de France () en esta versión original de 1893. Excelentes las transiciones del coro a los solistas, Sandrine Piau, de arrebatadora inocencia y Stéphane Degout, que envuelve con humilde compostura su jugosa presencia. La toma sonora transparenta de manera suprema el refinamiento y poderío tímbrico recreados en la parisona resonancia de la basílica de Sainte-Clotilde (Naive, 2008).







Sólo unas palabras para las interpretaciones arquetípicamente inglesas basadas en amateurs coros catedralicios o residentes en venerables colleges, que han optado por anglicanizar la obra de Fauré, siendo en general versiones consistentes y persuasivas, con algunos destellos bellísimos como el Pie Jesu cantado por un niño en la versión de Willcocks (EMI, 1967), pero que resultan estáticas e impersonales, correctas pero no emocionantes, y adolecen de la extraordinaria sutileza de matices aportados a mi (breve) juicio por las otras versiones comentadas.

In an endearing video from BBC (1983) we can see Sergiu Celibidache rehearsing for three days at the Henry Woodhall for the concert with the London Symphony Orchestra and Chorus. We are witnesses of the incessant work of intonation, balance, dynamic gradation and exquisite attention to the text. During the breaks, the Romanian maestro explains his particular philosophy of musical performance and the impossibility to domestic reproduction.