jueves, 30 de septiembre de 2010

Debussy: La mer

El concierto del 15 de octubre de 1905 que estrena y aniquila La mer, la nueva obra de Claude-Achille de Bussy es una encerrona, un juicio sumarísimo a la vida privada del compositor. Veamos por qué: Hacia 1903, fecha de inicio de la composición, Debussy encadena diversas aventuras de carácter sexual a espaldas de su mujer (a la que acusaría de prostituirse en su círculo de amistades). El asunto de la separación causa extraordinaria sensación en el pequeño mundo del músico y en el gran mundo de la sociedad parisina en su apogeo de esplendor cosmopolita (del que hoy vive todavía): el intento de suicidio, el disparo bajo el corazón, la colecta entre los amigos de Debussy en beneficio de la esposa abandonada, el seguimiento mediático del proceso ante los tribunales, e incluso una obra de teatro escenificando el affaire. En este turbulento, críptico y bizarro período de estado mental convulso y renovador, de tormenta sentimental donde ondean júbilo y depresión, se gesta La mer.

Prácticamente libre de influencias, la composición desafía una clasificación rígida y formal: “La sinfonía pertenece al pasado debido a su grosera elegancia, a su orden ceremonial y a su público fanfarrón y perfumado. Después de Beethoven se trata tan sólo de la respetuosa repetición de las mismas formas con menores fuerzas. Hay que mirar al cielo por la ventana abierta”. Por consiguiente, esta respuesta subversiva del autor a la herencia cultural nos impone abandonar los conceptos tradicionales: presenta una forma vaga y abierta, de flexibilidad improvisatoria, articulación inmaterial, expresión promiscua, texturalmente ambivalente, indefinida motívicamente, modalmente ambigua; un estudio aislado de técnica compositiva, donde, dada la ausencia de desarrollos, los motivos son constantemente propagados por derivación de temas anteriores en un flujo ininterrumpido, un proceso evolutivo, diríamos que narrativo en tanto hay una progresión cuidadosamente secuenciada. Evitando hacer una descripción sonoro-pictórica, Debussy trata de profetizar una trasposición intuitiva de todo lo que la naturaleza tiene de «inexpresable», y forma con tonos los cuadros que la naturaleza evoca en él: sus voces, sus colores, sus olores y sus ruidos se convierten en símbolos sonoros, en matices, que crean un organismo formal con la insondable regularidad de lo natural. La proyección monumental la construyen la densa y lógica estructura temática, y la esencial variedad polirítmica (vertiginosa, ligera, elástica) que supera cualquier obra anterior.

Orquestación tan variada y tumultuosa como el mar mismo, abundante en indicaciones dinámicas piano con la intención de aligerar las texturas y definir los estratos de actividad en las que se mueven las líneas a diferentes velocidades, y que han sido ignoradas en la mayoría de las interpretaciones. Líneas sostenidas y delicadas, fantasmales, que se asocian con sentimientos y pensamientos, miedos, culpabilidades y eventos apocalípticos, y cuyos arabescos forman una delicada tracería, ornamental y no figurativa (como la contemporánea decoración art-noveau). Sin perder el carácter lógico y estructurado de la música, su intangible, volátil armonía (sin llegar a la atonalidad de Schoenberg y sus cachorros) deja de ser funcionalmente constructiva en favor de reflejar una sucesión de colores cambiantes: ”Yo vivo en un mundo imaginario, que se pone en movimiento por algo sugerido por mi ambiente íntimo más que por influencias externas, que me distraen y de nada me sirven. Si algo original ha de llegar de mí, ha de ser desde el fondo de mí mismo, lo que me produce una exquisita alegría”.







Piero Coppola registró en fecha muy temprana con un conjunto de nombre enciclopedista -la Orchestre de la Societé des Concerts du Conservatoire du Paris- un impagable documento que muestra como la mayoría de las interpretaciones posteriores se han apartado radicalmente de las sutiles intenciones del compositor: la tenue sonoridad en el portamento de los violines, casi sin vibrato; la inestable propulsión de los tempi... La avanzada edad de la toma sonora impide descifrar mayores detalles texturales o dinámicos (Andante, 1932).








La necrológica dedicada a Arturo Toscanini por el New York Times proclamaba que: “Se esforzaba con el máximo celo para plasmar lo más exactamente posible las intenciones del compositor, tal como estaban impresas en la partitura… El concepto de fidelidad absoluta… ”, etc. Discutámoslo: Criado en la tradición germánica, Toscanini crea una jerarquía artifical de melodía y acompañamiento, exagerando las dinámicas en busca de la saturación wagneriana, crucial en la formación de su estilo interpretativo. El ingrediente secreto del “sonido Toscanini” quedó al descubierto al examinar sus salpicadas (de anotaciones) partituras, en la que había reescrito dos páginas completas (permanenciendo en el espíritu de la música), y según él consensuadas con el propio Debussy; (Lebrecht le acusa de que en privado afirmaba: “Cambie todo lo que quiera, pero no se lo diga a nadie”). De cualquier modo, la composición queda estructurada con precisión cristalográfica y sobriedad rayana en la brusquedad, en una ostentación virtuosa de grandeza épica. Partiendo de un dramatismo audaz en los tempi, la partitura es brutalizada, abriendo una perspectiva salvaje (lo que chirría con la conocida anécdota según la cual, para explicar su visión de la obra lanzaba al aire un pañuelo de seda y lo miraba triunfante según descendía lentamente hasta el suelo). La solamente pasable BBC Symphony Orchestra (EMI, 1935) cae bajo su hechizo, con un espeso sonido de los vientos, considerable vibrato y escasa flexibilidad en los pasajes rápidos. Aparte de la toma sonora de dinámica comprimida, con chatas frecuencias extremas, está el inquieto y tosferítico público londinense. Hay otros registros de la obra con la NBC Symphonic Orchestra (RCA, 1950) y (Guild, 1953), de mayor control y delicadeza, pero en ninguno hay tal incomparable magnetismo, furia intensa, amenaza. Para los enfermos he añadido unos minutos de ensayos en los que el Maestro vocifera a placer (“Vergogna, vergogna per noi…”).









Sviatoslav Richter clamaba que el más bello disco jamás registrado era el de Roger Desormiere dirigiendo La mer a la Czech Philharmonic Orchestra (1951). Quizá el insigne pianista ruso poseía un vinilo de mejor prensado que el Parliament del que dispongo, o puede que el cd editado por Dante Lys tampoco sea un modelo de reprocesado. A pesar de los tristes mimbres sonoros, sí se puede aventar un fraseo sensible y elegante, y un sentido del drama que preludia a Stravinsky.








La vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética -encrespándose, hirviendo, silbando- y giraba en gigantescos e innumerables vórtices”: En este atormentado y mahleriano mar interior Dimitri Mitropoulos interpreta a su manera las indicaciones dinámicas prescritas por Debussy. Tempi raudos en el concierto de 1950 de la New York Philharmonic (EMI).








Toscanini decía que cuando escuchaba a su protegido Guido Cantelli le parecía estar escuchándose a él mismo. Al menos en la pieza que nos ocupa yo no soy capaz de atisbar el menor paralelismo en esta relajada grabación con la Philharmonia Orchestra (Testament, 1954), en la que sabiamente utiliza la sordina en los metales para sugerir profundidad y perspectiva.








Charles Munch dispuso en su retiro americano de una Boston Symphony Orchestra en su cima técnica en todas las secciones. Brillantes colores fauvistas pendulan con vigor, vibrando brumosos con sensualidad, gracia y delicadeza en las respuestas de las frases. Las suaves transiciones de tempo permiten apreciar su aprendizaje cuando estuvo de concertino a las órdenes de Furtwängler. Quizá demasiado parca la percusión. Cercana toma sonora, con un ligero soplido de fondo que denota la edad (RCA, 1956).








La orquesta del Concertgebouw de Amsterdam conoció tempranamente a Debussy a través de Mengelberg (quién lo había aprendido del propio compositor). Así pues, plena autoridad en este registro ascético pero lleno de luz interior, comandado por Eduard Van Beinum y de sonido añejo y seco (Philips, 1957).









El Festival de Salzburgo de 1957 presentó a George Szell dirigiendo a la Berliner Philharmoniker (Orfeo, 1957) en una aproximación intelectual, de claridad tímbrica y disciplina rítmica. Una profecía que se revelará en Boulez.











Músico, filósofo, matemático, Ernest Ansermet concebía la interpretación como una forma de humanismo, concisa y pulcra. En la línea de disección sonora, objetiva, cristalina, coherente, sin rubato, algo distante y excesivamente controlada y planificada, sin la intensa chispa de su admirado Toscanini. La Orchestra de la Suisse Romande quizá no tenga el nivel de otras grandes formaciones continentales, pero las ocasionales estridencias de los vientos quedan soslayadas por la precisión cartesiana con la que se imponen la duración de las notas. La vacilación en las marcaciones soutenu (leídas frecuentemente como retenu), y la inserción de pausas no previstas por el compositor, son una especialidad de la casa. La excitación brilla en el uso opcional del glockenspiel en lugar de la más suave celesta. Las cuerdas palidecen lentamente en la grabación Decca de 1957.









La precisión rigorista de Fritz Reiner por las indicaciones metronómicas, dinámicas y agógicas fue más allá de la inhumana disciplina. Un dominio orquestal inquietante, pero de algún modo mecánico, sin ciertas de las sutilezas requeridas (vitalidad, embriaguez). La grabación, realizada con un solo micrófono en la admirable acústica del Chicago Symphony Hall (RCA, 1960) es brillante y poderosa.








En las devotas manos de Carlo Maria Giulini La mer es el meditado rescoldo de la tradición germano-sinfónica del S. XIX. El cuerpo adamasquinado de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1962) otorga una apropiada primacía a los vientos, plena de seducción lírica e implicación emocional. Ligereza efusiva y tumultuosa en los tempi. Asombrosa la manera en que las arpas se hacen eco sin establecer un pulso regular. Grabación producida por Walter Legge, o sea, rozando la perfección, con una toma sonora de perspectiva ligeramente distanciada que preserva el sentido de misterio sin deteriorar el detalle. La tardía aproximación con la Royal Concertgebouw Orchestra (Sony, 1994) pierde el embrujo luminoso y ardiente.









Como es habitual con Herbert von Karajan puede ser discutible la concepción, nunca la excepcional ejecución (DG, 1964): de aristocrático perfume wagneriano, exagerando el carácter romántico de los clímax, amplificando las marcas forte en las cuerdas y prácticamente ignorando los diminuendi en el acompañamiento. Sus tempi son muy cercanos a las veloces indicaciones de la partitura (no obstante, al ser requerido Debussy en los ensayos previos al estreno cuál era el tempo correcto exclamó: “Yo no siento la música del mismo modo cada día”). Los dieciseis violoncellos que la lujosa Filarmónica de Berlín se permite logran dar una pátina opulenta a la divina y acuática sonoridad (oscura, redonda, sin ángulos). La cavernosa acústica de la berlinesa Jesus-Christus Kirche añade su particular coloración y atmósfera a la translúcida grabación. Los posteriores acercamientos a la obra (1977 y 1985) se encuentran alejados ya del punto de combustión espontánea.









Los más de 90 años de Leopold Stokowski no fueron obstáculo para su afectada imaginación, ralentizando y romantizando las espesas texturas que saturan de colores los atriles de la London Symphony Orchestra (Decca, 1970). Impactante toma sonora de este perverso enfoque a lo big band.








El Debussy de Jean Martinon debe ser considerado como su más fiel legado: “El mar es un niño, juega, no sabe lo que hace realmente… tiene cabellos largos, vistosos, y un alma… va y viene cambiando sin cesar”. De expresividad en la mejor tradición francesa a la antigua, plena de sugerencias e insinuaciones en las sutiles acentuaciones. Tentativo, plástico, de etéreas texturas, con clímax que se difuminan casi antes de haber comenzado. Verdaderamente poderosa la entrada de los trombones, después de la pasividad del interludio (compás 132). Al mando de la Orchestre National de l'ORTF (EMI, 1973) la grabación asemeja un rumor cálido y profundo, mientras las harpas rielan sobre la superficie de las cuerdas.









Bernard Haitink es un director todo terreno, de técnica sobria e incisiva. En ciertos aspectos se asemeja a Van Beinum, pero no tiene la espiritualidad ni el raro misticismo de éste; es más prosaico y preciso, más expeditivo y contundente. Va también más lejos en su objetivismo, aunque ha heredado algo del mágico equilibrio de su antecesor. Cualidades que le han permitido mantener de forma admirable todos los valores sonoros, el balance, la igualdad, la suavidad de arcos, la dulzura de maderas, el poder de metales de la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam, que aparece como un inapelable conjunto de cámara en su perfecto empaste. El falso sentido improvisatorio engarza con un refinado y controlado detallismo que llega a ser mareante. A base de líneas elipsoidales en los metales construye uno de los clímax conclusivos más impactantes de toda la discografía. Significativamente Haitink escoge el susurro de la celesta en lugar de la brillantez del glockenspiel. Naturalidad analógica de la toma sonora, insuperable por entonces (Philips, 1976). Atención: en la edición conmemorativa del director manejada aquí los canales estéreo están invertidos.









Lectura muy personal la de Giuseppe Sinopoli al frente de una virtuosa Philharmonia (DG, 1988). Puntillismo pictórico, mar agitado, cinemático, sin respetar que la excitación se eleve peu à peu como pedía Debussy.









Vientos beligerantes, metales estridentes, cuerdas turbulentas, timbales desquiciados… bienvenidos a la música contemporánea: Leonard Bernstein canta mientras pone en escena los diferentes estratos rítmicos y tímbricos; empuja, retiene, sustenta los tempi. Los miembros de la Orchestra dell’Accademia Nazionale di Santa Cecilia (DG, 1989) ponen todo su empeño en complacer a su ring master. La mezcla de micrófonos delira a tres pistas.









Sergiu Celibidache debía conocer que la construcción de un barco destinado al Mediterráneo (de olas cortas y rápidas) es sustancialmente diferente a la de un barco destinado al Atlántico (de ondas de gran amplitud y profundos senos). Y es que nunca ha sonado La mer más oceánica. El maestro rumano deliberadamente expone la supremacía de la textura tímbrica sobre el tempo, enfatizando cada brizna de espuma, cada belleza de la orquestación con ataques suaves, acentos aplacados, desdibujadas atmósferas, alternando turbulencia de colores y clímax salvajes en una cadencia sensual y suntuosa. La Münchner Philharmoniker (EMI, 1992) en un ataque alucinatorio de lirismo apasionado, esconde el drama insospechado bajo las interminables lineas legato. Melancolía, tristeza, gravedad, tiempo suspendido, sensación de obra sin finalizar, como las óleos pintados y repintados una y mil veces por Antonio López. Percusión escasamente audible como ejemplo de la búsqueda de equilibrio entre secciones instrumentales. Sensacional grabación, espacialmente envolvente, rotunda en los graves, con presencia casi táctil del misterio. Lo bello y lo siniestro.











En 1967 Pierre Boulez viajó por un mar glacial cuajado de icebergs; quizás la grabación (CBS) de la New Philharmonia Orchestra –cortante, de graves sumergidos– propicia esta percepción. Con casi treinta años más de experiencia, le capitain leva anclas con el mismo rumbo: Escrupuloso, analítico, deshumanizado orteguianamente: “Lo más importante en una obra maestra es quitarle el polvo”. La exactitud (rítmica, dinámica) siempre ha sido el rasgo característico de la Orquesta de Cleveland (DG, 1995); Boulez le añade su disciplina naval, su rigor lógico y lúcido, su refinada y flexible convicción. Precisión despiadada y astringente, clara en los detalles y en las corrientes subyacentes, fraseadas en largos impulsos, que se conjuga equilibradamente con la revelación en toda su frescura de las estructuras (quizá la mayor debilidad de la obra), dando sentido de continuidad gracias a la naturalidad y fluidez de las transiciones: ”La orquestación refleja no sólo ideas musicales, sino el tipo de escritura destinado a dar cuenta de ella”. La toma de sonido, de vasto rango dinámico, transparenta la partitura.









Alejado de la brumosidad a la maniera antiqua, Mariss Jansons nos presenta un mar oscuro como el oporto, de olas densas, inconteniblemente pesadas, de metronómica precisión, sin lugar para el rubato. Si maravillosa es la contribución de los vientos, no lo es menos la etérea aparición de un coro de voces blancas a cargo de los segundos violines en el tercer movimiento. La acústica del Concertgebouw es incomparablemente cálida, la amplitud espacial y riqueza de detalle arrebatadas a la Royal Orchestra en esta grabación en directo (RCO Live, 2007), soberbias.









Discovering Music on BBC Radio 3 considers the music and historical context in detail to Debussy’s La Mer. A must.